Rita da Costa: premio Esther Benítez 2023

Viernes, 19 de enero de 2024.

El pasado jueves 14 de diciembre, ACE Traductores celebró en la sede del Instituto Cervantes de Madrid la entrega del XVIII Premio de Traducción Esther Benítez, otorgado ex aequo a Rita da Costa, por su traducción de La vida, después, de Abdulrazak Gurnah, y a Julia Osuna Aguilar, por su traducción de Pequeñas desgracias sin importancia, de Miriam Toews. Estas fueron las palabras de Rita da Costa en la ceremonia de entrega.

La vida, después es la segunda novela que traduje de Abdulrazak Gurnah, escritor nacido en Tanzania y afincado en Inglaterra. Siempre he tenido debilidad por las voces africanas y más aún por los autores que, como Gurnah, escriben en una lengua distinta a la materna, quizá porque me ha tocado vivir lo mismo y me siento identificada con algo que todos ellos tienen en común: una mirada escindida, cierta distancia irónica. Así que me hace especialmente feliz haber ganado este premio (o, mejor dicho, la mitad de este premio) con una novela suya. Me gustaría leeros un brevísimo fragmento de su discurso de aceptación del premio Nobel, que ganó en 2021. Dice así:

Escribir siempre ha sido para mí un placer. Ya de niño, en la escuela, esperaba con ilusión la hora reservada para el ejercicio de la escritura […]. El aula se quedaba en silencio y los alumnos se inclinaban sobre el pupitre para rescatar de la memoria y la imaginación algo digno de contar. En esos escritos juveniles no había el menor afán de relatar algo concreto, evocar una experiencia memorable, defender una opinión arraigada o airear un agravio. Tampoco requerían más lector que el maestro que los había inducido con el propósito de mejorar nuestra habilidad discursiva. Yo escribía porque me mandaban hacerlo y porque disfrutaba enormemente de ese ejercicio.

Al final del discurso, Gurnah retoma este apunte y concluye: «Es un pequeño milagro que ese placer juvenil de la escritura […] siga intacto tantas décadas después».


Amo mi trabajo. Es refugio y solaz. Es un reto constante que me divierte, gratifica y reconforta. También es un oficio arduo, difícil e ingrato que a ratos me desespera


Creo que hablo por todos los presentes cuando digo que traducir libros me produce la misma sensación de escribir por el puro placer de hacerlo, placer al que se suma el de leer en profundidad, prestando atención a cada matiz. El mundo desaparece y el tiempo se detiene mientras los dedos sobrevuelan el teclado, la mirada se queda prendida en el infinito y la mente se agita en busca de la palabra precisa. Amo mi trabajo. Es refugio y solaz. Es un reto constante que me divierte, gratifica y reconforta. También es un oficio arduo, difícil e ingrato que a ratos me desespera.

Este libro, como todos los de Gurnah, presenta unas dificultades de traducción a las que no podría haberme enfrentado hace veinte años y salir airosa del trance. Sin embargo, en este oficio, por lo general, no se premia la experiencia ni se remuneran las traducciones de acuerdo con su dificultad, sino que es el traductor quien debe renunciar a una parte de su jornal para dedicar suficientes horas al libro y cumplir el encargo de la mejor manera posible. El caso es que, aun habiendo cobrado una de las mejores tarifas del mercado editorial, no llegué ni de lejos al Salario Mínimo Interprofesional con este libro. Podría haber dedicado una semana menos a corregir, trabajar los fines de semana, podría haber bajado el listón de la exigencia, pero seguramente hoy no estaría aquí, recogiendo este premio con el orgullo del trabajo bien hecho.


En este oficio, por lo general, no se premia la experiencia ni se remuneran las traducciones de acuerdo con su dificultad, sino que es el traductor quien debe renunciar a una parte de su jornal para dedicar suficientes horas al libro y cumplir el encargo de la mejor manera posible


Estos días he desempolvado un artículo que Esther Benítez escribió para el diario El País en 1977, hace la friolera de cuarenta y seis años. Se titula «Traducir en el desierto» y me parece muy pertinente repasar lo que entonces consideraba Esther las principales reivindicaciones del colectivo: contrato por escrito, el reconocimiento del copyright de la obra traducida, una remuneración proporcional a los ingresos derivados de la explotación de la obra (es decir, los derechos de autor). Se lamentaba también del excesivo intervencionismo de la figura del «corrector de estilo» (quién nos lo iba a decir) y, por supuesto, de que el traductor no recibía lo que ella consideraba una remuneración equitativa (y citaba el agravio comparativo respecto a las tarifas europeas).

Es mucho lo que hemos conseguido en estas cuatro décadas, gracias al esfuerzo y el empeño de tantos: casi todo lo que planteaba Esther en ese artículo. No alcanzo a imaginar lo lejanos que debían de parecer entonces esos objetivos, y, sin embargo, aquí estamos; tenemos contratos (otra cosa es que se cumplan), derechos de autor (otra cosa es que lleguemos a cobrarlos) y podemos rechazar las correcciones de estilo que consideremos equivocadas o abusivas (otra cosa es que nos vuelvan a dar trabajo), pero estamos muy lejos de alcanzar esa anhelada retribución equitativa.

Quienes nos dedicamos a esto desde hace algún tiempo sabemos que hubo una época, no hace tanto, en la que se podía vivir, si no con holgura, sí al menos con dignidad de traducir libros. La inflación galopante y la cicatería de la industria editorial, pese a la pujanza experimentada por el sector en los últimos años, unida a nuestra debilidad endémica a la hora de negociar porque lo hacemos a título individual, a menudo frente a poderosas multinacionales, han resultado en una merma de poder adquisitivo tan brutal que, en muchos casos, estamos cobrando tarifas de hace veinte años, cuando en ese tiempo el IPC ha subido más del 50% en España.


Quienes nos dedicamos a esto desde hace algún tiempo sabemos que hubo una época, no hace tanto, en la que se podía vivir, si no con holgura, sí al menos con dignidad de traducir libros


Esto nos aboca a una precariedad que hace insostenible el oficio de traductor editorial, algo paradójico si tenemos en cuenta que de nuestro trabajo depende cerca del 35% de la facturación anual del sector. No nos equivoquemos: no es la mal llamada inteligencia artificial la que acabará con la traducción de libros. Las máquinas solo podrán traducir lo que entendemos por literatura el día que también puedan crearla, y ese día habrá que acuñar otro término para referirnos a lo humano. Lo que acabará con el oficio de traductor editorial, si no le ponemos remedio de manera urgente, es la precariedad.


Las máquinas sólo podrán traducir lo que entendemos por literatura el día que también puedan crearla, y ese día habrá que acuñar otro término para referirnos a lo humano. Lo que acabará con el oficio de traductor editorial, si no le ponemos remedio de manera urgente, es la precariedad


Hoy celebramos, además del premio que lleva el nombre de Esther Benítez, el cuadragésimo aniversario de ACE Traductores. Cuarenta años es una edad respetable, que suele coincidir con las primeras canas y con un momento de inflexión en la vida, un detenerse para hacer balance y pensar hacia dónde queremos encaminar nuestros pasos con la mirada puesta en el futuro.

Tengo la impresión de que, como colectivo, nos encontramos ante una de esas encrucijadas vitales. Necesitamos un cambio de marco mental, dejar de suplicar una retribución justa a los editores, como quien clama —además de traducir— en el desierto, y centrarnos en exigir condiciones laborales dignas a quienes tienen la capacidad de legislar al respecto, algo que pasa necesariamente por equiparar nuestra remuneración con la de los trabajadores asalariados del sector editorial, teniendo en cuenta variables como los días dedicados a gestiones contables y asuntos familiares o las cuotas de la seguridad social, ésas que nos permitirán jubilarnos dignamente y a las que muchos nos vemos obligados a renunciar porque tenemos que elegir entre comer hoy o asegurar el pan de mañana. Así que denunciemos de una vez por todas la falacia que consiste en representarnos como profesionales autónomos con honorarios y clientes, cuando lo que somos es jornaleros cautivos de unos patrones que jamás se han planteado en qué clase de salario se traduce la tarifa que pagan por página, ahorrándose todos los costes sociales de esa mano de obra tan cualificada como barata.


Necesitamos un cambio de marco mental, dejar de suplicar una retribución justa a los editores, como quien clama —además de traducir— en el desierto, y centrarnos en exigir condiciones laborales dignas a quienes tienen la capacidad de legislar al respecto, algo que pasa necesariamente por equiparar nuestra remuneración con la de los trabajadores asalariados del sector editorial


Exploremos la posibilidad jurídica de que los autónomos del mundo editorial (no solo los traductores) puedan acogerse, en todo o en parte, a los derechos que establece el Estatuto de los Trabajadores, bien sea desarrollando el estatuto del artista y el trabajador cultural, bien sea a través de una exención puntual de la ley de defensa de la competencia que nos impide acceder a la negociación colectiva. Construyamos sobre lo conquistado en estos cuarenta años, que no es poco, y aunemos esfuerzos para alcanzar ese objetivo, que debe ser nuestra prioridad absoluta, porque en ello nos va la supervivencia del colectivo, del oficio y, si me apuráis, de lo que hoy entendemos por literatura, que se nutre del constante trasvase entre lenguas.


Exploremos la posibilidad jurídica de que los autónomos del mundo editorial (no sólo los traductores) puedan acogerse, en todo o en parte, a los derechos que establece el Estatuto de los Trabajadores


Quisiera dar las gracias por este premio a todos los compañeros de ACE Traductores y a la junta que nos representa. A mis editoras, Sigrid Krauss y Anik Lapointe, por haber confiado en mí para traducir este libro. A Marta Capdevila y Victoria Malet, editora de mesa y correctora, respectivamente, por su entrega y respeto. A las integrantes de la comisión tarifeña —Isa, Julia, Inga y Javi— por estos meses de intenso debate, risas cómplices y planes diabólicos para dominar el mundo (todo se andará). Y, por supuesto, a las mejores compañeras y sin embargo amigas, que diría Maite Gallego, con las que he tenido el privilegio de compartir buena parte, si no la totalidad, de estos veinticinco años de oficio: Ana, Victoria, Magda, gracias por arroparme y estar siempre ahí, a las duras y a las maduras.

Por último, dedico este premio a la persona que me encargó mi primera traducción remunerada, concretamente los estatutos legales de una comunidad de time sharing en el sur de Tenerife. No se ha escrito texto más soporífero (con la salvedad, quizá, de algún premio Planeta), y aun así aquello me pareció un reto apasionante. Esa persona es mi madre y nunca le agradeceré lo suficiente el haberme contagiado el gusanillo de la traducción. Volviendo a Gurnah, y para acabar, diré que es un pequeño milagro que, veinticinco años después, ese placer juvenil se mantenga intacto.

Muchas gracias.

 

 

Rita da Costa nació en Lisboa y dio unos cuantos tumbos por el mundo hasta recalar en Barcelona, donde se licenció en Traducción e Interpretación. Desde 1998 se dedica profesionalmente a la traducción literaria y en estos años le ha dado tiempo a traducir más de doscientos títulos (se pueden consultar en https://ritadacosta.es), parir a dos hermosos hijos y plantar un albaricoque. Le apasiona traducir, que no es sino una forma obsesiva de leer.

 

 

 

3 Comentarios

  1. Concha

    Rita, qué bien has sabido aunar la justa reivindicación con toda una declaración de amor. ¡Enhorabuena otra vez! Te digo lo mismo que a Julia: ¡Lástima no haberte oído en directo!

  2. María Alonso Seisdedos

    Ahí estamos, Rita. Gracias a ti también por decirlo en voz alta.

  3. María-José Furió

    Enhorabuena a las dos. Si incluso las que trabajan sin discontinuidad se lamentan es que hemos alcanzando un punto de grave precariedad. Urge que el nuevo de Cultura se haga cargo del problema.