Durante el mes octubre pasado apareció en Twitter el hilo de un lector del Orlando de Virginia Woolf1 que se preguntó, leyendo el original inglés, cómo se habría traducido cierta broma incluida en el libro. Hacia el final de la obra, un personaje le pregunta a Orlando (she/her) por los derechos de sus manuscritos, es decir, por la situación de los royalties, y la mente de Orlando vuela entonces al palacio de Buckingham y a los oscuros soberanos que en él residían («Orlando’s mind flew to Buckingham Palace and some dusky potentates who happened to be staying there»).
Intrigado por el modo en que se habría vertido al castellano el juego de palabras, el lector fue en busca de una traducción y dio con una edición publicada en 2002 por Edhasa para una colección del periódico El País. Descubrió en ella con indignación que la frase había desaparecido, lo cual, según cuenta, lo llevó a exclamar la conocida frase: Traduttore, traditore! Acto seguido, pasó las páginas hacia el principio del libro para averiguar el nombre del desaprensivo (de «gañán» lo tilda) que le había dado tal mandoble a la frase, a imitación de lo que hace Orlando en la primera página de la obra con la cabeza que cuelga de una viga en el desván de su mansión.
Sin embargo, al llegar a la página de créditos, el traductor resultó ser Jorge Luis Borges. El hilo muestra en ese punto la sorpresa del lector porque, un poco al modo orlandesco, el «gañán» experimenta un cambio de identidad y se transforma en «¡don Jorge Luis Borges!». E incluso parece vislumbrarse entonces un sentimiento de empatía con el traductor: «Imagino a Borges derrotado. Ni siquiera su mente prodigiosa pudo salvar el juego de palabras de Virginia Woolf». Tras pasar del enojo al estupor y luego al respeto, el interesante hilo concluye de modo reflexivo con tres preguntas dirigidas a los traductores: ¿cómo habría que verter ese fragmento?, ¿con otro juego de palabras? y ¿cuán frecuente es aplicar la omisión como procedimiento de traducción?
Las dos primeras preguntas son en realidad una. La respuesta a la segunda incluye la respuesta a la primera: sí, con otro juego de palabras. Itziar Hernández, en una traducción reciente (Akal, 2018, p. 254), no puede resolver más pulcramente el fragmento:
—Pero qué hay de las regalías —preguntó.
La mente de Orlando voló al palacio de Buckingham y a los confusos privilegios de quienes allí residían.
En relación con la tercera pregunta, cabría decir que la disolución de la dificultad en lugar de su resolución es el recurso del traductor desesperado. No es lo deseable.
De todos modos, lo más interesante del hilo quizá sea la camaleónica transformación de los sentimientos y el deslumbramiento mostrado ante la figura autoral; un respeto reverencial basado en el presupuesto de que autor y traductor son categorías en una jerarquía dentro de la cual el primero siempre estará por encima en todos los planos. En realidad, ambos son profesionales del lenguaje, ambos son «autores» (reconocidos como tales por la Ley de Propiedad Intelectual). El autor, como el traductor, es un ser falible; y no hay razón alguna para suponer de entrada que, en el terreno de las traducciones, ser autor es necesariamente ser mejor. Lo será solo si los hechos lo demuestran. George Steiner tiene un hermoso texto incluido en Lenguaje y silencio (Gedisa, 1976) donde comenta versiones realizadas por el poeta Robert Lowell (a quien admira) y el traductor Edward Fitzgerald. (Spoiler: sale mejor librado, como traductor, el segundo.)
El efecto Borges consiste en «creer ver perfección, dominio del idioma o erudición donde no siempre existen». Constituye una creencia tan extendida como infundada el dar por supuesto que un escritor de libros tiene que ser un excelente traductor de libros. Ahora bien, la prueba válida de la excelencia de una traducción solo puede surgir de un cotejo minucioso con el original, no del aura de prestigio autoral con la que pueda estar rodeada quien la firma.
- (1) El lector en cuestión era el periodista Toño Fraguas y supe del caso por el poeta y traductor Jaume Subirana. El artículo escrito en colaboración con Ana Gargatagli en el que se menciona el efecto Borges y al que pertenece la cita final se titula «Ficciones y teoría en la traducción: Jorge Luis Borges». Se publicó en la revista Livius en 1992. volver
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