La indeterminación de la traducción. Malentendidos y otros excesos
Por Carmen G. Aragón
23/04/2025
En un conocido ejemplo, el filósofo William van Orman Quine imaginó a un lingüista de campo que, tratando de desentrañar una lengua ignota, observara a un hablante nativo señalando un conejo y diciendo gavagai, de lo cual sería natural deducir que gavagai es ‘conejo’. Sin embargo, como dijo Quine, también podría significar ‘salgamos de caza’ o ‘se avecina una tormenta’ o vete tú a saber (‘suave’, ‘rápido’, ‘nervioso’, ‘hierba pisoteada’, etc.). Quine llamó a esto la «indeterminación de la traducción».
A mí me pasó algo parecido en China. Estuve tres meses llamando Mr. Wŏ a un señor que se presentó a sí mismo dándose golpecitos en el pecho mientras repetía «wŏ, wŏ», entre otras cosas que no entendí. Un buen día, extrañada por su ausencia, pregunté por él. Para mi asombro, nadie sabía quién era. Al final, me enteré de que wŏ era ‘yo’ (y que me perdí la parte donde decía su nombre). Para mí siempre será Mr. Wŏ.
En China también me falló el lenguaje no verbal, es decir, la traducción gestual. Los primeros días usé el clásico signo de la mano con los dedos estirados en cuña hacia la boca para referirme a la comida. La reacción que recibía por parte de mis interlocutores era invariable: un ojiplático y mudo estupor. Pronto aprendí que (lógicamente) su gesto para comer consistía en ahuecar una mano en forma de cuenco y con la otra imitar unos palillos con dos dedos que se llevaban a la boca tras pasarlos por el bol imaginario.
Estando en Fuqing City (no me invento el nombre), un buen día se me ocurrió pedir un refresco sin hielo: «No ice, no ice. Yes, yes». Me lo trajeron hirviendo recién salido del microondas, burbujeando como un club de fans de la fabada en un jacuzzi. Se ve que, como era invierno, interpretaron que lo quería calentito. (Recuerdo una cena en la que sirvieron melón cocido y explicaron que en invierno se preparaba así porque hacía frío. La lógica es aplastante).
Luego hay traducciones que te haces tú sola de tu lengua materna a tu idiolecto. Yo de pequeña creía que sexo oral era decirse cochinadas y que los lugares comunes eran tu casa, la escuela y la tienda de chuches.
Ariana Harwicz dice que estar entre dos personas y traducir a una y a otra en una discusión es como estar en un tiroteo. Se refiere a personas que hablan lenguas distintas, pero, cuando recuerdo la comparación, siempre pienso en cuántas veces detectamos malentendidos entre hablantes del mismo idioma y nos lanzamos alegremente a aclarar las cosas. (Sin pensar en nuestra seguridad, dicho sea de paso). Lo aterrador es preguntarse cuántas veces no se detectan esos malentendidos. ¿Se abrirá en cada ocasión un universo tan paralelo como tarado?
También me voy al caso contrario, si es que puede llamarse así: a los traductores o intérpretes que maquillan el mensaje para suavizarlo o «embellecerlo», como un dentista dispensando carillas a troche y moche, o a los que se lo inventan sin más.
Pienso, por ejemplo, en la rocambolesca historia de Thamsanga Jantije, el falso intérprete del funeral de Mandela, (☛) que se pasó cuatro horas inventándose un lenguaje de signos para pasmo e indignación de los espectadores sordos. No me lo tomo a la ligera, pero ese no fue el peor de sus crímenes. (☛) Al parecer, Jantije acumula delitos de violación, robo, fraude fiscal, allanamiento de morada e intento de asesinato y secuestro. Su caso está muy lejos de la descacharrante y faltona traductora ofensiva. (☛)
Cuentan que al «poeta kazajo» Jambyl Jabáyev se lo inventó Andréi Aldán-Semiónov, quien lo «tradujo» al ruso (léase «lo escribió directamente en la lengua de Ajmátova»).
Pensando en esto, recuerdo una anécdota de mojar pan cuya existencia me reveló un querido librero. Cuenta Paolo Nori que su amigo Daniele Benati, escritor y traductor de Samuel Beckett, se quedó con la boca abierta al consultar la traducción de From An Abandoned Work, obra del dramaturgo irlandés, por parte de Valerio Fantinel, quien tradujo la frase «I was feeling awful» por «Avevo una tarantola di inquietudini in petto». (☛) Nori se pregunta qué le habría pasado a Fantinel por la cabeza para escribir eso, e imagina que quizá pensó que Beckett, al ser un premio Nobel, no podía ir por ahí diciendo que estaba fatal a secas, pues eso lo podía escribir cualquiera. No, Beckett debía decir algo a su altura, algo como que tenía una tarántula de inquietud en el pecho. Aunque en realidad, según he comprobado, parece que escribió: «Avevo una tarantola di inquietudini in corpo, molto rabbiose», (☛) «tengo una tarántula furibunda de inquietud en el cuerpo». (☛) Vamos, un «tengo mal cuerpo» al enésimo barroco. Así consta en los dos enlaces que acabo de incrustar y en un estudio de Giacomo Micheletti, (☛) de la Università di Pavia, sobre la presencia de Samuel Beckett en la obra de Gianni Celati y la traducción del citado relato por parte de este último. Por desgracia, no he tenido la suerte de ver con mis ojos la traducción de Fantinel.
Hablando de Beckett, en cierta ocasión en que Joyce le estaba dictando el Finnegans Wake, alguien llamó a la puerta y Joyce dijo: «Adelante». Beckett, que no había oído la llamada, recogió en el texto el «Adelante». Cuando lo repasaron juntos, Joyce le preguntó a Beckett qué era aquel «Adelante», y este le contestó que no lo sabía, que lo había dicho él. Tras pensarlo un momento, Joyce le dijo: «Bien, déjalo» (Clifton Fadiman y André Bernard, Bartlett’s Book of Anecdotes, Nueva York, Little, Brown and Company, 2000). En retrospectiva, ojalá Joyce hubiera gritado: «¡Una tarántula!».
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