En un artículo en el que parece disparar contra varios frentes al mismo tiempo, uno de los escritores españoles de mayor éxito internacional crea la figura de un traductor que, por pura inquina personal, le boicotea las novelas que traduce a su idioma, el uredako, la lengua de una pequeña república báltica imaginaria. Dicha lengua es la única entre las cuarenta y siete a las que se traducen sus obras en la cual el escritor no cosecha éxito alguno. El misterio lo lleva a realizar una pequeña investigación al cabo de la cual descubre la razón de su fracaso: la maldad del traductor uredako, que sabotea sistemáticamente la sintaxis y, según se afirma, llega al punto de introducir en sus obras intolerables resabios machistas y homófobos. Demos por buena, de entrada, esa hipótesis. No cabe duda de que la maldad existe, por más que sean mucho más comunes la estupidez o la incompetencia.
Ahora bien, si analizamos con atención el caso, quizás debamos concluir que presenta una atribución equivocada de responsabilidades. En el artículo, que se titula «El traductor recalcitrante», el responsable del sabotaje es un traductor desaprensivo o desalmado. Rafael Carpintero ha argumentado convincentemente en dos entradas de su blog El Carpintero Traductor (aquí (☛) y aquí) (☛) la improbabilidad de la existencia de semejante sujeto. Por lo demás, un desaguisado de ese tenor no podría tener lugar sin el continuado beneplácito o la intervención activa de los diferentes responsables de la producción editorial, a la cabeza de los cuales estaría el propio editor. Y sería él, el editor, al que cabría identificar, por las razones que fueran (económicas, de modo verosímil), como el verdadero responsable de encargar la tarea de traducción a un traductor malvado y permitir la publicación de una obra que no se ajusta a unos parámetros mínimos de calidad. Por ello, en honor a la verosimilitud, el artículo debería haberse titulado con mayor precisión «El editor recalcitrante». O, puestos a hilar más fino, «La agente literaria recalcitrante»; o, ¿por qué no?, «El autor recalcitrante».
Podríamos dividir a los autores en dos categorías según adopten una actitud de confianza o desconfianza ante la traducción. Quienes pertenecen al primer grupo se muestran agradecidos a los traductores, porque abren las ventanas del mundo a su obra; quienes pertenecen al segundo consideran que una traducción es en el mejor de los casos una buena aproximación, un peaje al que hay que resignarse. En el mundo anglosajón, dos ejemplos muy opuestos podrían ser, por un lado, Mark Haddon, autor de El curioso incidente del perro a medianoche e impulsor junto con Jennifer Croft de la campaña #TranslatorsOnTheCover, (☛) y, en el otro extremo, el poeta Robert Frost, para quien la traducción era estructuralmente un fracaso (en un comentario circunscrito, cierto, a la poesía). Busque el lector, si le apetece, ejemplos más cercanos.
Puede que quienes perciben la traducción como caída tengan razón. Sin embargo, también la traducción puede ser elevación. Rafael Carpintero lo refiere (en el primero de los enlaces) en relación, según le han comentado algunos lectores, con sus traducciones de Orhan Pamuk. Otros autores pueden venir a la mente. Demasiadas veces se hace hincapié en la traducción como empresa intrínsecamente fallida, como un «afán utópico», en palabras de Ortega; y siempre olvidando la matización que añade el propio Ortega a renglón seguido: que todo «lo que el hombre hace es utópico». Quizás lo más sensato sea conceder que la tarea es imposible y, a continuación, ponernos manos a la obra. Y, en un plano más general, más allá de las posibles flaquezas y miserias, también debemos recordar la parte del esplendor: que sin traducción la humanidad no tendría un acervo literario común, sino que solo existirían unas literaturas parroquiales y el silencio más allá de los límites del campanario.
En cualquier caso, resulta muy reveladora de determinada percepción de la traducción y del papel del traductor (y quizás también de determinada autopercepción autoral) una fábula en la que un autor de éxito multimillonario arremete contra el único traductor incompetente o malvado de la cincuentena de profesionales que le han permitido acabar gozando de renombre mundial.
Tampoco dice mucho en favor de la consideración que se tiene de la actividad traductora un relato en el que la máxima autoridad lingüística y literaria resulta ser un fontanero encontrado al albur de una chapuza (dicho esto con todo respeto y gratitud por el gremio de los fontaneros). Hay sin duda traductores incompetentes, como hay también autores incompetentes, o desagradecidos. Tal vez no pero quizás, como diría el traductor uredako.
Rafael Carpintero no otorga veracidad a la fábula del traductor recalcitrante dado que ningún editor en sus cabales despreciaría la oportunidad de rentabilizar la inversión que supone comprar los derechos de un autor de éxito internacional. Según otra posible interpretación, la fábula podría expresar un miedo autoral, un terror de tipo freudiano a la figura imaginaria de un traductor o una traductora castradores, una particular especie de súcubo o íncubo que se nutriría de las inseguridades más oscuras de un autor y habitaría sus pesadillas en momentos de indefensión; una entidad tan imaginaria como propio el uredako, un idioma que, siendo mezcla de finés, sueco y ruso, resulta tener orígenes indoeuropeos y no indoeuropeos al mismo tiempo.
P. S.: El título de este trujamán alude a un texto del escritor guatemalteco Augusto Monterroso en el que cuenta su experiencia como traductor en Santiago de Chile, ciudad cruzada por el río Mapocho. El relato, que omite en su título la preposición a (¿errata perpetua, críptica alusión gongorina?), ofrece una visión que cabría denominar «churchilliana» de la traducción en tanto que empresa que solo puede ofrecer sangre, esfuerzo, lágrimas y sudor.