Lunes, 11 de diciembre de 2023.
Conferencia en el Centro Andaluz de las Letras, Málaga, 5 de octubre de 2023.
Gracias a la Sección Autónoma de traductores de la Asociación Colegial de Escritores por invitarme a participar en su 40.o aniversario, a todos sus miembros, representados aquí por su presidenta Marta Sánchez-Nieves y vicepresidenta Chiara Giordano, y a Vicente Fernández González, que también presidió ACE Traductores. Gracias también al Centro Andaluz de las Letras de Málaga, que acoge esta conmemoración, y a todos los asistentes.
Cuando empecé a trabajar en la figura de la traductora Esther Benítez hacía seis años de su fallecimiento, en 2001. Se trataba de recopilar sus fuentes extratextuales, aquellas que no son los textos traducidos propiamente, sino que lo acompañan fuera o dentro del libro, recopilarlas con el fin de describir lo que ocurre en las diferentes dimensiones de la profesión de traductor, en concreto la de Esther Benítez, promotora y cofundadora de ACE Traductores.
En aquel momento, parece que hiciera mucho tiempo, había poco material sobre ella digitalizado y disponible en internet, y para muchos artículos en prensa o revistas tuve que acudir a la hemeroteca de la Biblioteca Nacional. Allí encontré, entre los obituarios, una noticia de El País que me resultó llamativa. Concretamente su titular: «Muere en Madrid Esther Benítez, traductora de Calvino y Pavese».
Por un lado, me resultó curioso por reduccionista, aún siendo el titular de un breve editorial, ya que Esther Benítez había traducido unos doscientos títulos y a más de cien autores, entre los cuales: Maupassant, Dumas, Zola, Quignard, Boccaccio, Collodi, Verga, Alfieri, Buzzati, Sciascia, Vincenzo Consolo, Anna Maria Ortese, y una larguísima lista de prestigio en las letras francesas e italianas.
Pero también era revelador, pues hay algo muy cierto en ese titular: el especial interés de Esther Benítez, su tesón, por importar la literatura italiana de entreguerras y segunda posguerra (de tardío conocimiento en la España franquista). Traducir a aquellos autores del Ventennio nero, los que combatían el conformismo fascista en sus obras, muchas prohibidas en su tiempo, y reflejaban el declive de la sociedad burguesa bajo el régimen de Mussolini. Desde los orígenes del neorrealismo, y su evolución, hasta aquel momento, los años sesenta, con el boom económico, el llamado miracolo italiano. Una firme voluntad de cambio que se respiraba en las obras de las nuevas generaciones de novelistas italianos y su deseo de comunicar, de ampliar fronteras (algunos también traducían), una voluntad que ella compartía y, con sus traducciones, promovía.
Y ahí encontramos en primer plano a Pavese y más tarde a Calvino, a quienes ella misma reconocerá como sus «amores» italianos, y tenemos que incluir en primer lugar a Moravia, porque la carrera de Esther Benítez está jalonada de hitos «traductológicos», de puntos de conexión con estos tres grandes autores de la literatura italiana del siglo XX.
Volveremos enseguida a hablar de estos tres escritores y su influencia en Esther Benítez. Pero antes hemos de glosar su figura, porque de su trayectoria vital, profesional y asociacionista, no solo de sus traducciones y las reflexiones sobre estas, se extrae la consideración que tiene hoy en día en el mundo de la cultura.
(…) la importancia que tendrán las iniciativas de los traductores y los editores, en medio de tantas dificultades objetivas, por abrir ventanas en aquella atmósfera cerrada
Esther Benítez es «una de las firmas más prestigiosas de su generación, y una infatigable defensora de los derechos de los traductores». Así concluye la ficha de la traductora en el Diccionario histórico de la traducción en España (Lafarga y Pegenaute, 2009: 110), que la introduce como un referente dentro del mundo asociativo de los traductores españoles y como traductora destacada por «la transparencia, la nitidez y la exactitud» de su trabajo.
Se trata de una de las últimas fuentes que encontramos sobre ella y que, junto con el editorial «Una década sin el puente», del Diario del Ferrol de 20 de febrero de 2011, diez años después de su desaparición, nos dibuja a una persona «muy simpática» y «con un gran sentido de la justicia», como dice su hermana Amelia sobre ella, o como la describe la traductora María Teresa Gallego, una de las componentes del grupo que fundó ACE Traductores, del que fue también presidenta: una «luchadora, vital, implicada en el mundo que le tocó vivir, intelectual y políticamente».
Quiero destacar este cariz, o más bien esencia, de Esther Benítez. La imbricación entre su vida y su época. Se trata de la contemporaneidad de Benítez con su propio contexto —y yo usaría el concepto de Agamben (Che cos’è il contemporaneo? Nottetempo, 2008)—, «adherida a su propio tiempo y a la vez a distancia, para comprenderlo con sus luces y sombras, pero sin adaptarse a sus pretensiones». Ese sentido de la justicia por el que fue una revolucionaria, pues siempre hay un carácter subversivo en esta noción de «contemporaneidad» tan italiana.
Su época fue, en términos generales, el último tercio del siglo XX (podríamos datar su inicio en mayo del 68) y el cambio de paradigma que se estaba fraguando, una deconstrucción del sistema del pensamiento estructuralista, la abolición de los límites tradicionales, la imbricación entre disciplinas y el surgir de otras nuevas, como la Traductología y los Estudios Culturales. En efecto, es el tiempo del Giro Cultural en los Estudios de Traducción.
A España, con algo de retraso, llega la resaca del neorrealismo italiano, accesible en español a través de editoriales argentinas, obras que entran y circulan por España de extraperlo.
El neorrealismo en Italia (Los indiferentes de Moravia es de 1929) representaba una ruptura con las imposiciones literarias vigentes, utilizadas y propugnadas por el fascismo: el d’anunzianismo, aquellas narraciones de grandeza heroica, de prosa estetizante, narcisista, de discursos rimbombantes y vacios; el decadentismo y la prosa d’arte. En definitiva, el rígido corsé en el que no encajaba una nueva sensibilidad, que reclamaba autenticidad y libertad. En ello serían primeras lanzas, mejor dicho plumas, Moravia (1907‑1990), desde 1925, Pavese (1908‑1950), desde el 36, y Calvino (1923‑1985), desde el 47.
Su vida
(Anexo I. Tabla cronológica Esther Benítez).
No tuve ocasión de conocer en persona a Tereto, como se la conocía entre sus allegados y colegas. Pero en 2007 Isaac Montero, su marido (escritor comprometido, censurado, también prohibido durante el franquismo) me recibió en su casa familiar y me habló de su mujer, Esther Benítez Eiroa, fallecida seis años atrás.
A los veinte años, Esther estudiaba su primera licenciatura en la Universidad Complutense de Madrid —tras el bachillerato en Ferrol, donde nació en 1937 y vivió hasta entonces, y que dejó en ella la huella indeleble de las raíces gallegas— y bordaba desde joven mantelerías únicas con motivos de Sargadelos.
Al llegar a Madrid se instaló en el Colegio Mayor «Santa Teresa», dirigido por su tía María Victoria Eiroa Díaz, (cofundadora y directora del servicio exterior de la Sección Femenina de la Falange y posteriormente directora general de Promoción de la Familia y la Mujer, en la Transición). A través de su mediación en ámbito diplomático, Esther tenía el proyecto, terminada la carrera, de marchar a Suecia, o a algún país europeo donde desarrollar su profesión. En esa época empezó a militar en el FLP (Frente de Liberación Popular, el llamado Felipe), organización política no reconocida legalmente pero que fue cantera para la renovación de la izquierda española.
Isaac Montero, me contaba él, conoció a Esther Benítez en 1959 —tenía ella veintidós años— en un guateque del Felipe. Les presentó un amigo común que había prestado a Esther un libro que pertenecía a Isaac, de aquellos que circulaban sottobanco, en el mercado negro. Era un libro de Alberto Moravia.
Y es como si, al tiempo que iniciaba una relación de por vida con Isaac, se enamorara también de Moravia, del que traduciría diez años después, entre 1970 y 1971 para Alianza: Agostino; La desobediencia; Cuentos romanos, La mascarada; El amor conyugal, Relatos). Y se enamora, en general, de la literatura italiana de su época. De hecho, también se despierta su deseo de estudiar italiano, influida por los italianistas de la época, entre los que se encuentra Joaquín Arce.
Pues bien, al terminar ella la carrera en Letras Románicas se casan y tienen dos hijos, Antonio y Mauro, y estudia simultáneamente su segunda licenciatura.
En medio de una época de actividad docente, entra como secretaria de redacción en Codex, 1963‑1966, donde tiene a su cargo diversas publicaciones periódicas como las colecciones por fascículos de Fratelli Fabbri, para las que revisa traducciones, redacta textos y también traduce. Serán sus primeros pasos de traductora.
Pasa a la editorial Clave, de Madrid, en marzo de 1966, donde será jefa de redacción hasta diciembre de 1969 y empieza a destacar en la traducción y revisión de textos italianos, gracias a su frescura y habilidad para el castellano y a su facilidad con las lenguas latinas.
Se plantea cada proyecto como un reto, incluidos los compromisos editoriales y los trabajos que ella llama ganapán.
Esther Benítez era una persona curiosa y bien informada sobre lo que ocurría en el panorama traductológico de la época y aunque no le sonaba bien la palabra «traductología», leía toda la teoría de la traducción que caía en sus manos; era además una persona socialmente comprometida y políticamente activa desde muy joven, como hemos visto.
Por entonces toma importancia en su carrera el compromiso con la audiencia, como demuestra la aparición de sus primeros prólogos y su forma de dirigirse al lector.
Ya era consciente de que traducir no es un acto inocente, que puede transformar la cultura de llegada y la imagen que se tiene de otra sociedad, y por eso el traductor tiene una responsabilidad. Y también tiene unos derechos. Pero los traductores, todavía en aquel momento, vivían prácticamente en el anonimato y en un abismo legal. Y Esther, con un grupo de colegas, empieza a pensar en la necesidad de una asociación.
Como ella misma recordaría en 1980 («Los problemas de la traducción en España, hoy»), «a comienzos de los años 70 unos jóvenes traductores que pretendemos unirnos nos encontramos con que hay ya una asociación fundada, aunque en esa época totalmente inoperante».
Con Marcela de Juan, la intelectual, traductora e intérprete, hija de un diplomático chino en España a principios de siglo XX, amiga de su tía Victoria, se involucra en el proyecto de revitalización de la Asociación Profesional Española de Traductores e Intérpretes (APETI, fundada en 1955 por la misma Marcela junto a Consuelo Berges, otra de las figuras más influyentes en Esther Benítez).
Esther será secretaria general de APETI entre 1972 y 1974, vocal de la junta directiva entre 1977 y 1979 y presidenta entre 1979 y 1981.
Desde entonces, Esther Benítez trabajó pertinazmente por la defensa de los derechos del traductor como colectivo y en su propio nombre (la correspondencia con editores desvela su ahínco en la reclamación de sus derechos, con un tono además directo, muy castizo).
Vemos en este texto extracto de la correspondencia con un editor de Alianza (fechada el 19 de enero de 1984) cómo justifica y defiende su trabajo con desparpajo pero con contundencia:
No pretendo pasar a mis autores por el rodillo del castellano perfecto (…); si traduzco a Maupassant, aspiro a que suene distinto de Pavese; quiero reproducir al máximo lo que en un escritor es idiolecto y lo que pertenece a los modos de decir de su época (la langue y la parole de Saussure, ¿recuerdas?). Y, en último extremo, firmo mis traducciones y me responsabilizo de ellas hasta la última línea. Ello no significa que no acepte una lectura experta y sugerencias acertadas; tus colegas de Alianza lo pueden certificar. Pero no admito correcciones infundadas, basadas en apreciaciones subjetivas y en un desconocimiento total de los mecanismos de la traducción.
Quisiera que quedara clarísimo que, aunque hablo en nombre propio y en torno a este caso concreto, con esta modalidad de de corrección de un texto —lectura de capítulos aislados, soberbia total que te hace creer que tu uso del lenguaje es la lengua— acabarás por conseguir que Alianza se quede sin traductores fiables.
Por mi parte, y con la sensación de haber perdido lastimosamente mi tiempo en estos días, en busca de documentación y comprobaciones de lo que yo ya sabía y tú pareces ignorar, me niego a derrocharlo en adelante con estas estupideces. Si a la editorial no le interesa mi manera de traducir, Ciao, au revoir, see you later, alligator.
Representar al colectivo le proporciona una mayor fuerza y tenacidad en su propia batalla y, recíprocamente, pues al defender sus propios derechos, fomenta la justa consideración del colectivo.
Muy interesante, por lo precoz —diez años antes de la anterior—, resulta la carta a Faustino Lastra, de Siglo XXI de España (fechada el 14 de enero de 1974), donde, con la claridad y seguridad que mostraría siempre para reivindicar sus derechos a las editoriales, exige su retribución por la reedición de una traducción suya, según marcan las recomendaciones de la UNESCO sobre los derechos de los traductores (norma nº 4):
El traductor sólo cede los derechos mencionados de modo expreso y la propiedad de mi traducción del Lefebvre es mía… De la misma manera que ustedes habrán pagado al señor Lefebvre unos derechos suplementarios por las reediciones, al traductor se le debe pagar también las sucesivas publicaciones de la obra.
Esta tan temprana reclamación refleja que fue una pionera en la labor de instaurar estas prácticas como habituales en el gremio de traductores y editores:
Supongo que todo esto le sonará extraño, ya que en España los traductores no tienen demasiada conciencia de sus derechos —y en casos tampoco de su responsabilidad. Pero dentro de la corriente defendida por la APETI —de cuya Junta Directiva formo parte— no debemos dejar pasar ninguna oportunidad de conseguir un «estatus europeo», por así decirlo.
Y queda constancia de cómo Benítez aprovecha cada ocasión que se le presenta para difundir estos principios con los editores: «Me agradaría tener una conversación con usted para discutir estos extremos».
Podemos deducir que la charla con el editor versaría, una vez más, sobre la importancia del contrato previo de traducción, la necesidad de un convenio colectivo, la cesión de los derechos, el traspaso a otras colecciones o editoriales, los certificados de tirada, la repercusión del IVA, la publicación del nombre del traductor en publicidad, la retribución justa y a su debido tiempo…
Como ella misma dirá años más tarde, en «Problemas específicos de los traductores» (en Anexo 2: República de la Letras, 29, 1990): «Se impone un seguimiento constante de las condiciones reales en que se están firmando contratos y es imprescindible continuar manteniendo reuniones periódicas entre ambas partes con objeto de poner coto a cualquier posible abuso».
Constatamos, pues, que su compromiso por la construcción y aplicación de un marco legal para el traductor, labor de concienciación del colectivo y de cada miembro, significaba concienciar también —y prioritariamente— a los editores para introducir en la administración editorial la práctica corriente de esas nuevas leyes que fundamentan los derechos del traductor.
Como miembro y figura de referencia, en APETI desarrolla una intensa actividad. Se reincorporan a la Federación Internacional de Traductores, en la que ya habían entrado con Marcela de Juan hacía veinte años. Y en 1977 sale a la luz el Boletín informativo de APETI, que se difunde a todos los socios con el objetivo de ofrecer información a los profesionales, como por ejemplo las tarifas recomendadas («El traductor, nueva figura de autor», 1982). Será el boletín una de las prestaciones de la Asociación, que además recupera la antigua sede en la Biblioteca Nacional, de la que Benítez comenta «que ya hoy en día es una excelente biblioteca especializada, con importantes diccionarios y obras de consulta que no están al alcance de todos los bolsillos traductoriles» («Oficio de traductor», Márgenes, 1-2, 1980); también desarrolla el primer censo de traductores y la bolsa de trabajo, «que canaliza hacia los traductores inscritos en ella la demanda de trabajo que llega a la Asociación».
Benítez encaraba con energía esa futura década de los ochenta, pero esta nueva etapa de APETI terminaría con la preponderancia de los intérpretes, cuyas exigencias eran diferentes.
Otro gran traductor, José Luis López Muñoz, que flanqueó a Esther desde los inicios en todas las batallas, me contó que, de nuevo, por entonces «se formó un grupo de traductores con fines profesionales, llamado ET, pero que duró poco tiempo, del que formaban parte Santos Fontenla y Sánchez Gijón, además de Tereto, Marisa Balseiro, Paco Torres, Fernando Villaverde y Alfonso López Lago».
De modo que Benítez empezaría a gestar una nueva asociación que se materializaría en 1983, hace cuarenta años, hoy los conmemoramos, que «defienda los intereses y derechos jurídicos, patrimoniales o de cualquier otro tipo, de los traductores de libros», la que sería más tarde ACE Traductores, así como «promover todas aquellas actividades que pudieran contribuir a la mejora de la situación profesional de los traductores, al debate y la reflexión sobre la traducción y al reconocimiento de la importancia cultural de la figura del traductor», como relata en el artículo «El traductor, nueva figura de autor», en el Boletín de APETI de marzo de 1982. Y como aparece también en la introducción de la página web de ACE Traductores.
Entre medias, vive temporalmente en California, en Senegal en 1974, y forma parte del comité asesor de las colecciones literarias de la Editorial Alfaguara entre 1976 y 1979. Es miembro del jurado que concede las Ayudas a la Creación Literaria del Ministerio de Cultura y se integraen 1976 en el programa «Encuentros con las Artes y las Letras», de TVE con mesas redondas literarias, crítica de libros y entrevistas a diversas personalidades del mundo de la cultura, como Italo Calvino, Giorgio Bassani, Manuel Mujica Láinez, Alfredo Bryce Echenique, Miguel Delibes, Gonzalo Torrente Ballester, Manuel Andújar, Mercé Rodoreda, Juan Benet, Jesús Fernández Santos, Manuel Vázquez Montalbán, José Agustín Goytisolo, Montserrat Roig, José Mª Guelbenzu, Carmen Riera y otros muchos escritores españoles y latinoamericanos.
Después vendrían otros programas como «Un encargo original». (Entre 1982 y 1983 trabajó en el diseño del programa «La real condición femenina», de corte histórico y sociológico, que al final no llegó a salir en antena). O «Tiempo de papel», dedicado a los libros, entre 1983 y 1984. Fue redactora hasta 1986 de «Letra Pequeña», programa misceláneo de la tarde, para el que escribe guiones, realiza entrevistas, etc. Y adscrita a la Subdirección de Contenidos de la Dirección de Producciones Externas, hasta 1993, donde lee proyectos de cine y televisión en los que TVE puede participar e informa sobre ellos. En 1994 dirige el programa de libros «Señas de identidad», en la 2.ª cadena de TVE.
Y mientras, traducía, y su carrera traductora obtiene reconocimiento.
Recibe el Premio nacional de traducción «Fray Luis de León», en 1978, por su versión de I nostri antenati (Nuestros antepasados) de Italo Calvino; y el Premio especial del Ministero degli Affari Esteri italiano, en 1979, por su labor de difusión de la literatura italiana en España, y en especial por la traducción y edición crítica de I promessi sposi (Los Novios) de Alessandro Manzoni. También la Mención en la Lista de Honor del International Board of Books for Young People (IBBY), en 1982, por su traducción de Los amiguetes del pequeño Nicolás, de Sempé y Goscinny. Y recibe en 1990 el «Premio della Cultura» de la Presidencia del Consejo italiana. En 1992 dos últimos galardones: el Premio Nacional de Traducción al conjunto de su obra y la Medalla de Chevalier de l’Ordre des Arts et des Lettres francesa.
En 1983, como decíamos, se consolida el proyecto de asociación de aquel pequeño grupo de traductores encabezado por Esther Benítez, cuando se funda la Sección Autónoma de Traductores de Libros de la ACE (Asociación Colegial de Escritores), y es elegida presidenta de la misma, cargo que desempeña hasta febrero de 1994. La constituyen fundamentalmente traductores literarios y desarrolla sus tareas en la esfera de las relaciones autores-traductores-editores. «Sus estatutos son los de ACE y nuestros trabajos —ese “nuestros” no es un plural mayestático, hablo en nombre y representación de ese grupo, que tengo el honor de presidir desde su fundación—, nuestros trabajos, decía, se orientan a los problemas teóricos de la traducción, a la información sobre derechos y deberes —nos dieron muchos quebraderos de cabeza el IVA de los traductores, que al final conseguimos eliminar, y la Ley de Propiedad Intelectual—, a la defensa de los intereses de nuestros colegas, y a la representación de los traductores ante las instancias oficiales y las asociaciones de editores» («La situación profesional del traductor en España», 1994).
El interés de Benítez por la Asociación tiene que ver con su creencia de que el traductor es autor, de que debe aparecer en el copyright, de que debe haber un contrato y unas tarifas, unos derechos y una calidad. Tiene que ver con la defensa a ultranza del valor de la traducción como motor fundamental de desarrollo cultural y del traductor como agente cultural a favor de la sociedad. Todas aquellas medidas no son un fin sino un medio.
El CEATL, Consejo Europeo de Asociaciones de Traductores Literarios, fue creado, como ACE Traductores, en 1983 como plataforma de información e intercambio para las asociaciones de traductores literarios de diferentes países europeos. El objetivo era sumarse en la lucha por mejorar el estatus del traductor literario y sus condiciones de trabajo. ACE Traductores fue miembro fundador del CEATL y Benítez su presidenta entre 1990 y 1994.
Por ende, desde marzo de 1983 hasta octubre de 1984 fue miembro de la Comisión Ministerial que, por encargo de la Secretaría General Técnica del Ministerio de Cultura, elaboró el anteproyecto de Ley de la Propiedad Intelectual (O.M. de 9 de marzo de 1983).
También participa en la dirección de CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos).
No deja de traducir y publica en diarios y revistas artículos sobre la actualidad literaria italiana y la traducción y pronuncia numerosas conferencias, tanto en universidades españolas —Alicante (1997), Granada (1998), Valencia (1999), Castellón (1994), UNED (1999), o en las Jornadas de Tarazona (1999)—, como en instituciones extranjeras, interesada siempre, como vemos en muchas de sus fuentes, en la formación del traductor.
Esther falleció el 12 de mayo de 2001. En otoño de ese año, VASOS COMUNICANTES publica el número 20, en gran parte dedicado a su memoria, de donde se ha podido recabar información biográfica y de su relación con colegas, autores y editores.
Pero sobre todo, pudimos acceder a su figura y a ese carácter contemporáneo, de coherencia con los tiempos que le tocó vivir, en pleno fermento del Giro Cultural en los Estudios de Traducción, porque, hemos visto ya algunas de ellas, dejó numerosas reflexiones sobre su trabajo. Aquellas que llamamos fuentes extratextuales.
En esta tabla podemos ver solo aquellas fuentes que versan sobre Moravia, Pavese y Calvino, pero de los casi doscientos títulos que Benítez tradujo a lo largo de su carrera, más de veinte van acompañados de prólogo o introducción. Además, colaboró en revistas, periódicos y monografías con artículos, algunos como comentario sobre alguno o varios textos traducidos, los autores o las corrientes; también mantuvo correspondencia con autores, expertos y editores, redactó informes de lectura, informes de traducción, dio conferencias y dejo borradores varios.
Todas esas fuentes componen una red, un mapa del territorio por el que viajamos, y las diferentes conexiones entre ellas resultan itinerarios múltiples, microhistorias de la traducción, a mi juicio todas relevantes, porque de una u otra forma nos conducen a la misma idea, su compromiso con la audiencia, y a esa noción de la contemporaneidad de Esther Benítez de la que hablábamos al principio.
Si seleccionamos las fuentes relativas a Moravia, Pavese y Calvino —tres autores, además, cuyas trayectorias vitales y literarias se entrelazan y se nutren mutuamente—, y volvemos al principio, podemos trazar uno de esos relatos, la historia de un romance que comenzaba con Moravia, y aquel libro por el cual conoció a su marido en el 59, y continúa con Pavese y con Calvino (del que se celebran ahora los cien años del nacimiento en La Habana, en 1923).
De Moravia tradujo siete obras entre 1970 y 1971, y sobre él contamos con ocho fuentes extratextuales, entre las que destacamos el borrador de la conferencia «El intelectual y la lucha por la democracia», de 1986, para el homenaje a Moravia en III Encuentro de escritores del Mediterráneo, en Valencia, en el que repasaba la figura del escritor y su obra, y que comenzaba hablando de sus títulos: «la indiferencia, el aburrimiento, la desobediencia, el desprecio, actitudes todas de una universal condición humana, casi signos metafísicos, en apariencia ajenos a una palabra hoy desacreditada, el compromiso, pero que operó con fuerza en la literatura de la segunda posguerra mundial».
Y concluía, como ella solía hacer siempre que podía, con una referencia a su trabajo de traducción: «Moravia no ofrecía especiales problemas de traducción. Lamento, eso sí, que la habitual dispersión editorial del autor, —común a otros muchos nativos y foráneos, no me haya permitido proseguir traduciendo a una de las cumbres indiscutibles de la literatura italiana contemporánea».
Probablemente también lamentaba no haber podido incluir prólogos a sus traducciones de Moravia, a lo máximo una contraportada.
Porque Benítez es plenamente consciente de la necesidad de hacerse visible y posicionarse, y utilizará para ello, siempre que pueda, los prólogos, como el que prepara para su traducción de las Lettere de Pavese, para la edición española de Alianza de 1973.
Por indicación de Jaime Salinas, el gran editor español, Benítez envía el borrador del prólogo al mayor experto sobre Pavese, su amigo Italo Calvino. Calvino había preparado en Einaudi, junto a Lorenzo Mondo, la edición italiana de las Lettere, las Cartas de Pavese.
En la carta que acompaña el prólogo, Benítez expresa su interés en acercar al lector español a la figura de Pavese, mal conocida en España, deformada por falta de información. Pretende llenar, con su prólogo a la selección de cartas que ella misma hizo del epistolario publicado en Italia, las «posibles lagunas provocadas por el desconocimiento de la historia italiana del ventennio —debido, entre otros factores de pobreza cultural, a nuestra querida censura de libros—».
Calvino conocía bien a Pavese. Habían coincidido en Turín como estudiantes en la Facultad de Letras y es Pavese quien le introduce en la editorial Einaudi. Cuando Pavese se suicida, Calvino pierde al gran amigo y al maestro, además de a su «primer lector».
A partir del borrador del prólogo de Benítez sobre Pavese, Calvino escribe a la traductora varias páginas de reflexión sobre la figura de su amigo:
No se puede juzgar la importancia de Pavese desde el punto de vista de la actividad política práctica, sino por su trabajo por renovar el clima cultural italiano, el lenguaje literario, el modo de ver el mundo reflejado en sus novelas. El tema de comparación no es tanto la historia política italiana (especialmente los grupos de oposición que siendo clandestina era desgraciadamente conocida por pocas personas), como la literatura italiana de la época (d´anuncianismo, prosa d’arte, hermetismo, etc.). Un verdadero comentario a las Cartas de Pavese debería contemplar el estado de aislamiento provincial de la cultura italiana, la importancia que tendrán las iniciativas de los traductores y los editores, en medio de tantas dificultades objetivas, por abrir ventanas en aquella atmósfera cerrada. Fue una batalla en la que Pavese (como Vittorini) […] estuvo siempre en primera línea y que dio frutos importantes también fuera del ámbito estrictamente literario, pues todo en aquella época tenía ecos políticos, y a través de aquellas lecturas maduró […] la generación que habría combatido en la Resistencia. Sólo situándolo en éste, su campo de batalla, se puede entender la novedad de Pavese y su constante compromiso, y el hecho de que tras la guerra y la liberación haya sido reconocido como uno de los fundadores de la nueva literatura. […]. Pavese era un raro caso de literato inmerso en la política, vista como consciencia del sentido histórico y civil de las operaciones literarias […] Pavese no ha de ser visto como ejemplo de escritor comprometido sino como algo mucho más complejo y contradictorio.
Creo que esta carta de Italo Calvino sobre Pavese marcó de nuevo a Esther Benítez. Sus esfuerzos por traducir autores italianos comprometidos o ideológicamente necesarios —Gramsci, Croce, Bobbio, Moravia, Pavese, Macciocchi, Ortese—, en un periodo concreto de transición política y cultural en España; el poner su carrera traductora al servicio de la audiencia en aquella atmósfera también cerrada, sedienta de apertura ideológica, de revisión o descubrimiento de otros sistemas culturales. Su esfuerzo por abrir ventanas.
De Pavese tradujo, además de las Cartas (Alianza, 1973) otras catorce obras con Bruguera: De tu tierra; El camarada, (1979); El oficio de vivir; El oficio de poeta (1979); Diálogos con Leucó (1980); El hermoso verano (1980); Antes que cante el gallo; La luna y las fogatas (1980); El diablo en las colinas; Entre mujeres solas (1980); La playa; Fiestas de agosto (1980); Relatos I (1981); y Relatos II (1982). Y nos dejó, como hemos visto, nueve fuentes extratextuales sobre el autor, sus obras y su traducción.
Y este itinerario nos conduce directamente al propio Calvino, del que en adelante traduciría, además de la trilogía Nuestros antepasados (Alianza Tres, 1977) otras seis obras. Para Bruguera, de nuevo las tres obras El barón rampante (1979), El caballero inexistente (1979) y El vizconde demediado (1983), así como Si una noche de invierno un viajero (1980); y para Espasa-Calpe El príncipe cangrejo (1986) y El pájaro belverde y otros cuentos italianos (1987). Además reflexionó sobre ellas en más de ocho fuentes extratextuales.
Desde Dakar, 1974-1975, la traductora consulta sus dudas con el autor, discuten los títulos de I nostri antenati, o el «sonido», más que el color de los ojos de un personaje, el sabor de un tipo de uva… Podríamos decir incluso que Esther Benítez le ofrece con sus consultas a Calvino la posibilidad de interpretarse a sí mismo, que esta labor puede leerse como un trabajo de reescritura de su texto.
Se establecería a partir de aquel momento una relación epistolar enriquecedora, con demostraciones de mutuo aprecio, y un encuentro personal en Madrid para la entrevista en «Encuentro con las letras», programa de TVE que dirigía Esther Benítez. Relación que, como nos deja constancia ella misma, está llena de buenos recuerdos (Mundo Obrero, 1979):
Acepté la traducción de Nuestros antepasados con mucho agrado. Y ha sido toda una experiencia porque Calvino es un «pelma» con las traducciones. Sabe español y discute mucho con los traductores. Por ejemplo, estuvimos discutiendo bastante tiempo el título de Il visconte dimezzato. Yo le proponía «El vizconde partido en dos» y él quería que fuese «El vizconde demediado». Pero sucede que la palabra demediado es de muy poco uso en el castellano, mientras que en el italiano dimezzato es una palabra muy corriente. Al final tuve que darle el título que él quería (Mundo Obrero, 1979).
Cuando se para a pensar en el nombre de un tono de azul, y consulta al autor —casi parece querer obtener su venia para traicionarle, pero ser leal con el lector— está pensando en el color que visualiza el lector al pensar en aquellos ojos, pues ha de aproximarse al color del original y a la vez ser una palabra exótica, difícil combinación en un solo vocablo en castellano:
En cuanto al color pervinca que caracteriza a [los ojos de] Bradamante, me ha traído a mal traer. Mientras que en italiano el color pervinca evoca de inmediato un azul con reflejos violetas, su traducción literal por «vincapervinca, hierbaluisa o hierba doncella», la imagen de color que da en castellano es la del verde tierno de la planta. Tras pensarlo mucho y darle mil vueltas a todos los colores de azul y violeta, me he decidido por «índigo», que tiene un leve sonido exótico y que da un azul fuerte. ¿Qué le parece?
Magnífica la respuesta de Calvino, que también piensa en la audiencia del texto en español:
Pervinca es un color azul-violeta, pero sobre todo es una hermosa palabra. «Vincapervinca» suena muy bien y estaría dispuesto a dejar que el lector español imaginase unos ojos verdes (que serían igualmente bonitos) si esta palabra puede sonar sugestiva. Si no, índigo u otro tipo de azul, siempre que tenga un bonito nombre.
Y ahora sí introduce con prólogos cada novela de la trilogía de Calvino Nuestros antepasados, en los que justifica el criterio y las estrategias.
Cuando le fue otorgado el Premio nacional de traducción «Fray Luis de León» en 1978 por esta versión, la traductora recibe las felicitaciones del autor, que expresa su felicidad al ver reconocida «la alta calidad, la asidua y aguda atención de su traducción ¡He aquí un premio merecido! Me alegra muchísimo y le deseo toda clase de bien. Italo Calvino».
En los últimos días de Calvino, la traductora fue literalmente acosada por la prensa para que escribiera sobre él y rechazó cualquier proposición de homenaje (pre)póstumo, que anticipara el triste final. Más tarde, a petición de Luca Baranelli, colaborador de Mondadori y especialista en Calvino que preparaba la obra completa incluyendo un volumen con sus Lettere, 1940-1985, Benítez puso a disposición su correspondencia con el autor.
Este carteo, que ella misma publicó en su artículo «Correspondencia Esther Benítez/Italo Calvino: a propósito de la traducción de I nostri antenati» (Cuadernos de traducción e interpretación, 1984, vol. 4, pp. 99-107), nos proporciona otros puntos de reflexión, no solo traductoriles, como diría ella. Pero principalmente, que la relación directa con el autor, siempre que se pueda, es el mejor método de consulta para resolver los problemas que puede presentar el texto original. Y la recomienda vivamente:
Desde el inicio de mi carrera de traductora me empeñé en ese contacto autor/traductor y debo confesar que al principio me encontré una especie de barrera en las propias editoriales para las que trabajaba, reticentes ante mi pretensión de consultar directamente al autor las dudas suscitadas por el texto. Era como si, al exponer mis problemas de comprensión de algún pasaje, de una palabra, confesara que no sabía traducir […]. Para mí eso no menoscaba nuestra labor, muy al contrario, la enriquece; al final conseguí convencer a los editores […]. A lo largo de mi trabajo profesional me he carteado con “mis” autores y he de decir que ni uno solo, por el momento, dejó de responderme, y además encantados con la atención con que su texto estaba siendo vertido al castellano. […] Con su publicación quiero animar a mis colegas a esta práctica.
Esta práctica de humildad —tan aconsejada por Benítez— y también de generosidad del traductor, que no satisfecho con su propia lectura del texto y de sus apercibidas ambigüedades, indaga más allá y hace partícipe al autor del texto origen en la génesis del nuevo texto.
Cerramos este círculo de Benítez y sus «tres autores» regresando al principio, a Moravia, con una nueva muestra de esa humildad y a su vez, de responsabilidad, y también de ese empoderamiento, que la lleva a su propia revisión veinte años después.
Es una conferencia que ofrece en 1994 en ocasión de las Segundas Jornadas en torno a la Traducción Literaria de Tarazona, titulada «Pentimento. Un relato de Alberto Moravia 20 años después», publicada en Marco Borillo, Josep (ed.) (1995), La traducció literària. Castelló de la Plana: Publicacions de la Universitat Jaume I.
Se trata de uno de los relatos traducidos por Benítez en 1969, Fanático, escrito por Moravia en 1949. La traductora vuelve a desmenuzar el texto y propone nuevas soluciones, hace un trabajo que ella llama empirismo artesanal, pero que la reafirma en la validez tanto de aquella versión primeriza como de la última —en realidad no hay ningún arrepentimiento, y franquea el utópico concepto de «perfección» con el de la «sensibilidad» (aquella que permite contextualizar una traducción), la sensibilidad, nunca científica, que ha movilizado (el traductor) y, cito:
para realizar su trabajo, que no le ha caído del cielo, está formada en parte inconscientemente por su experiencia de la literatura, esa sensibilidad le ha permitido acercarse al texto original, penetrar en su interior, pesar las palabras, ver todas las redes de alusiones, connotaciones y remisiones, juzgar los niveles y los tonos, hacer un trabajo de interpretación y expresarlo en la lengua propia. Y, con otra imagen más añadida, la traducción es un proceso que exige dotes de actor, porque el traductor representa el texto como en un escenario interior. Y como el actor, por supuesto, es muy sensible a los aplausos.
Son muchas otras las muestras de su interacción con editores (u otro iniciador de la traducción o cliente), autores (mantuvo correspondencia con Alberto Arbasino, Ferdinando Camon, Vincenzo Consolo, Benedetta Craveri, Fabrizio Dentice, Federico Fellini, Maria Antonietta Macciocchi, Kenizé Mourad, Pascal Quignard, Ousmane Sembène, Fulvio Tomizza, Gaetano Tumiati, entre otros de relevancia, de los que, decíamos, salen otras tantas historias fabulosas de la traductora con sus autores y obras), o con editores de origen, revisores, expertos en las diferentes materias, terminólogos, etc., donde además queda plasmada su capacidad para interrelacionarse y trabajar profesionalmente en equipo.
En efecto, para Benítez es fundamental el equipo, la asociación. La relación interpersonal entre colegas y expertos. Con muchos mantendría amistad y encuentros personales, generalmente en reuniones semanales que tenían lugar en un salón del Hotel Wellington o, a menudo, en su misma casa, y donde discutían de los problemas con que se iban encontrando en el trabajo e intentaban darles solución.
Como ella misma escribe para una conferencia en México sobre traducción literaria: «Lo cierto es que yo –y conmigo muchos profesionales de la traducción— me siento existente, operante y útil para la cultura de mi país y de mi lengua».
Es la importancia que Benítez le otorga al trabajo de toda «una generación que aprendió a traducir traduciendo» como repetirá en algunas de sus fuentes, el esfuerzo autodidacta y pionero de los traductores con los que, como antecedente de futuras asociaciones, logró dar un estatus a la profesión de traductor.
En definitiva, su perfil de experta traductora y figura comprometida con los derechos del traductor y su visibilidad, nos recuerda que la traducción es un trabajo intelectual que, a través de la lengua, se desenvuelve en la cultura —y ésta, la cultura, se vuelve vocación—, que la operación cultural que distingue al proyecto de traducción como un producto estético sólo sobrevive en su coherencia ética.
Era intrépida, visionaria. Le gustaban mucho las palabras. Y descansaba de las palabras con bordados de Sargadelos, sencillos, ancestrales, optimistas.
No hay pentimento en Esther Benítez, segura de que lo que hacía, lo que hizo, estaba bien, porque era abrir ventanas.
Belén Ruiz Molina es doctora en Traductología por la Universidad Jaume I de Castellón y Máster en Culturas Literarias Europeas por las Universidades de Bolonia, Estrasburgo y Salónica. Ha ejercido la docencia en las universidades de Macerata (Italia), Accra (Ghana) y Europea del Atlántico (Santander). Sus áreas de interés son la didáctica de la traducción, la interculturalidad y la literatura comparada.