Lunes, 1 de agosto de 2022.
Conferencia de clausura del IV Ojo de Polisemo, Universitat Pompeu Fabra, Barcelona, mayo de 2012. Publicada en VASOS COMUNICANTES 44.
«Los traductores son ajetreadas celestinas que hacen alarde de los insuperables encantos de cierta bella semioculta bajo un velo. Provocan un irresistible deseo por ver el original», escribió hace ya casi dos siglos Johann Wolfgang von Goethe. Implícito en el insulto está el gastado juego de palabras italiano que opone las inmaculadas virtudes del texto original a las traiciones del traductor, la prístina condición del primero a la amancillada condición del segundo, lo verdadero a lo engañoso, lo auténtico a lo falso. Podemos leer un texto traducido con el mismo ojo crítico con el que podemos leer el texto original, pero en cuanto tomamos consciencia de que lo que estamos leyendo es una traducción, ya no lo juzgamos de la misma manera. Su identidad nos parece ahora usurpada, y sus virtudes y defectos no ya características intrínsecas del texto sino imitaciones, disfraces, aproximaciones a algo que no conocemos y que deseamos conocer.
Platón acusó a toda creación artística de mentir porque no es el original —original que a su vez copia a un inefable arquetipo, e inventó el cuento de la caverna para describir nuestro mundo en el que lo que llamamos realidad es sólo un ejército de sombras proyectadas sobre un muro—. En ese caso, la traducción es la sombra de una sombra, o, en términos platónicos, la sombra de una sombra de una sombra, ya que la traducción (siguiendo la lógica platónica) copia la copia literaria de la copia del arquetipo que es el mundo en el que vivimos.
La cita de Goethe, tomada de su ensayo El arte y la antigüedad, sugiere que el maestro de Weimar despreciaba (o desconocía) el arte del traductor. Nada es menos cierto.
En la primera parte del Fausto, el desilusionado doctor busca en el texto griego de los Evangelios una revelación que sus estudios no le han otorgado hasta entonces. Empieza por el Evangelio de Juan, y confiesa sentir la necesidad de traducir, a la lengua alemana que tanto quiere, las sagradas palabras que bien conoce. «En el principio era el Verbo». Y Fausto dice, en una escena que todo traductor sin duda sentirá como propia:
Está escrito: «En el principio era el Verbo».
Ya aquí me atasco. ¿Quién, para seguir, podrá ayudarme?
Es imposible dar a ese «Verbo» ese valor debidamente alto.
Tendré que traducirlo de otro modo,
si el Santo Espíritu me ayuda a verlo claro.
Está escrito: «En el principio era el intelecto».
Medita bien esta primera frase
para que tu pluma no se apure demasiado.
¿Es el intelecto quien todo hace y logra?
¡Debiera decir: «En el principio era la fuerza»!
Sin embargo así también me quedo corto.
Algo hace que esto no me satisfaga.
¡Que el Santo Espíritu me ayude! Ahora veo más claro.
Y confiado escribo: «En el principio era el acto».
(Por supuesto, soy consciente de la ironía de tratar de traducir al castellano las palabras de Goethe declarando que la traducción es imposible. Ustedes tendrán que disculparme el atrevimiento…)
Preso entre la desesperación de la ignorancia propia y la tentación del conocimiento diabólico, Fausto se enfrenta al problema esencial de todo traductor: decir exactamente lo dicho en el original, pero de otra manera. Para Goethe, una sola palabra ejemplifica el dilema: la palabra logos del Evangelio de Juan. Ese logos del original es traducido por Lutero al alemán como Wort, «palabra», pero pierde los otros sentidos implícitos en la palabra griega, sentidos que Fausto va restituyendo al menos en parte: Sinn, Kraft, Tat —palabras que a su vez no ocupan el mismo campo semántico de sus equivalentes castellanos «intelecto», «fuerza» y «acto»—.
Y esto no es todo.
La definición de logos llena diecinueve colmadas páginas a dos columnas en el espléndido Vocabulaire européen des philosophies publicado bajo la dirección de Barbara Cassin. El problema es antiguo. Ya en 1784, Johann Georg Hamann escribe a Johann Gottfried Herder en 1784 (un pasaje que Heidegger cita famosamente) que «Vernunft ist Sprache»: «Razón es lengua», y que, puesto que toda palabra lleva en sí un entretejido de significados endémicos, metafóricos y asociativos, todo lo que puede hacer el pobre Hamann, según explica a Herder, es repetir cada palabra tres veces (tres en este caso vale por infinito) y esperar frente a las oscuras profundidades del sentido que «el Angel del Apocalipsis traiga la llave del abismo».
Pero la mayor parte de los traductores, como Fausto, no tienen ni la paciencia ni la posibilidad de esperar tanto tiempo, y deben resignarse a la imperfección. Aproximaciones, versiones, glosas, adaptaciones, son las únicas metas permitidas. Los filósofos (y también la experiencia) nos han enseñado que dos cosas idénticas no pueden existir en este mundo. Por lo tanto, una traducción nunca podrá ser el calco fiel del original. No sé si tal razonamiento consolaría o no al Dr. Fausto. Sé que a mí, en todo caso, como traductor ocasional y constante lector de traducciones, no me basta.
Aquí, pienso que es necesario apuntar que los problemas de la traducción no son disímiles de los de la creación literaria original. Todo escritor conoce la brecha que separa su visión de la obra por escribir y la evidencia de la obra una vez escrita, y sabe cómo las palabras, que en el momento de la inspiración son claras y exactas, se empañan y tartamudean al llegar a la página. Esa visión del texto futuro que tiene el escritor antes de escribir es comparable a la lectura que hace el traductor del original, antes de ponerse a traducir. Allí está todo: compuesto, coherente, singular, con sus faltas a veces perdonables y sus hallazgos a veces felices, esperando, en cada caso, cobrar vida material en las palabras de su artesano, y sabiendo, también en cada caso, que pocas, muy pocas veces, alcanzará siquiera la condición de sombra del texto primordial, soñado o impreso. Hay una expresión inglesa que serviría, creo, para describir ese proceso, en el cual el texto deseado nunca se convierte enteramente en el texto concluido: wishful thinking.
Tanto en el caso del escritor como en el del traductor, todo texto tiene su origen en otro u otros textos. Nadie escribe desde el vacío: escritores y traductores componen sea capítulos de una obra infinita, sea nuevas capas del mismo palimpsesto. Al igual que una traducción necesita un original para existir, la Comedia de Dante no existiría sin la Eneida, el Quijote sin el Amadís, Hamlet sin las crónicas de Saxo Gramático, Madame Bovary sin un suelto policial que interesó al joven Flaubert. Tan fuerte es este sentimiento de ser sólo un eslabón en la cadena literaria, que cuando un ancestro no puede ser identificado claramente, el escritor (sea novelista o traductor) suele inventar una fuente para dar alcurnia a su texto o para distraer o ejercitar al lector. Así Cervantes cede a Cide Hamete la paternidad de su hijastro y Robert Fitzgerald quiere hacernos creer que su Rubayait es una traducción de Omar Kayyam. Ya Filón de Alejandría, en el siglo I, destacó esta compulsión de delegar la responsabilidad literaria, y propuso para todo escritor una fuente común: «Porque el profeta no publica nada por voluntad propia, sino que es el intérprete de otro personaje que le dicta todas las palabras que articula en el instante mismo en el que la inspiración lo alcanza».
Goethe nuevamente, en un apéndice a su libro de poemas, Divan de Oriente y Occidente, hace notar que hay tres tipos de traducción: primero, aquella que familiariza al lector con lo extranjero, sobre todo a través de versiones literales como la Biblia de Lutero; segundo, aquella que busca «vicarios» en la lengua propia, hasta inventando a veces términos que se sustituyen a los del original «para hacer crecer, en tierra y en campo propios», dice Goethe, frutos ajenos; tercero, la traducción que no es ni exacta ni inexacta, ni literal ni fantasiosa, sino una traducción que quiere tener el misma calidad existencial, por decirlo así, que el original, una que no se propone reemplazar al original sino tener el mismo valor o peso (gelten) que el original. Es curioso que Goethe, el mismo hombre que acusa al traductor de falsificador, argumente que una traducción puede ser, no ya una copia buena o mala de un texto bueno o malo, sino una obra de arte con idénticos méritos estéticos y literarios.
Borges, con su Pierre Menard, corrige a Goethe. El nuevo texto, aunque fuese idéntico, no puede tener idénticos méritos. Nuestro conocimiento, como lectores, de las circunstancias de ambos, hace que no podamos leer la traducción con ojos inocentes. En cuanto sabemos que un texto es traducido, nuestro juicio convoca nuevos parámetros y raramente concedemos (o pedimos) al traductor las calidades que pedimos (o concedemos) al autor. Originalidad de argumento, vitalidad de personajes, profundidad de pensamiento son méritos que atribuimos (o negamos) al autor; fluidez, claridad, inteligibilidad son méritos que atribuimos (o negamos) al traductor. Las características estéticas y literarias que para Goethe deben ser iguales en la versión original y en la traducción, al parecer no pueden serlo, porque los aspectos que nos importan en la una no son los que nos importan en la otra.
Pero ¿por qué?
Hemos dicho que los lectores de traducciones, cuando son conscientes de que lo que están leyendo son textos traducidos, tratan a esos textos como si fuesen meras fabricaciones, copias falsas, obras que quieren hacerse pasar por the real thing. Esto concierne, de manera esencial, nuestra relación con las obras de arte. Nuestra mirada no es nunca perfecta. Frente a una tela que nos dicen es de Vermeer reaccionamos de una manera; en cuanto nos dicen que esa misma tela es una copia, de otra. Nada en la tela ha cambiado: son nuestras circunstancias, o nuestro conocimiento de las circunstancias de la tela las que ya no son las mismas.
¿Qué nos revela tal reacción acerca de nuestro juicio estético? ¿Cómo es posible que un cambio en la información circunstancial que tenemos de una obra altere nuestro juicio de la obra misma que, materialmente, no depende de nuestro conocimiento o ignorancia de tal información? Color, forma, proporción, ejecución no son entonces los únicos componentes que informan nuestro juicio; o, en el caso de un texto, la elección de ciertas palabras, su orden, su música, la manera en que obedecen o no las reglas gramaticales del idioma, la manera en que utilizan o no las normas de sintaxis. En ese caso, si remplazásemos en un texto las palabras, el orden, la música, las reglas gramaticales, la sintaxis, sería lícito juzgarlo, a través de nuevas informaciones también circunstanciales, no comparándola al original sino por esos nuevos elementos, como obra creada no ya como imitación o impostura, sino como algo nuevo, una obra de arte en sí. Tales lecturas no son imposibles. Arno Schmidt, por ejemplo, transformó a través de sus traducciones las engorrosas novelas decimonónicas de Bulwer Lytton en estilizados textos modernos, y Rilke hizo de los bellos y límpidos sonetos de Louise Labé del siglo XVI complejas obras maestras propias. No entiendo porqué es lícito para Daniel Defoe convertir la insulsa crónica de Alexander Selkirk en su Robinson Crusoe pero no a Marguerite Yourcenar hacer suya una antología de Negro spirituals de sur estadounidense.
A veces, claro, el procedimiento no rinde los frutos dignos. Terencio, en el siglo II a.C., criticando a su colega Plauto del siglo anterior, dice que este, «traduciendo bien pero escribiendo mal, hizo, a partir de buenas comedias griegas, comedias latinas que no lo son». Terencio diferencia entre traducción y escritura, pero, al mismo tiempo, deja suponer que si Plauto hubiese «escrito bien», sus comedias, sin dejar de ser traducciones, hubiesen sido «buenas» obras en ambos campos literarios. Aquí la noción de traducción como impostura ya no es admisible.
Ezra Pound alabó la traducción de Arthur Golding de Las Metamorfosis de Ovidio como una de las más logradas obras poéticas de la literatura inglesa, y la traducción de los cuentos de Poe de Cortázar puede incluirse sin disculpas en la edición de las obras de Cortázar, y ser juzgada como tal. Cuando José Bianco traduce The Turn of the Screw como Otra vuelta de tuerca, cuando Alfonso Reyes traduce The Importance of Being Earnest como La importancia de ser Severo, cuando Maite Gallego traduce Le Père Goriot como El pobre Goriot, no están meramente traduciendo (en el sentido medieval de translatio, el acto de transportar algo de un lado a otro) sino traduciendo (en el sentido de revelatio que propone San Jerónimo, el acto de dar a conocer las palabras para un lector en otro idioma, sin sacrificar su misterio.) Es por eso que San Jerónimo rechaza la versión al griego que hizo Aquila de Sinope, «intérprete meticuloso quien traducía», dice Jerónimo, «no sólo las palabras sino también las etimologías». Para Jerónimo, no sólo no puede traducirse la integralidad semántica de un texto, sino que ésta no debe ser traducida. Sólo las traducciones mediocres revelan todo o casi todo del texto original, cada secuencia de palabras, cada coma, cada vocablo, cada errata: las buenas traducciones no. Las obras maestras son en gran parte misteriosas, no dan explicaciones a todo ni rinden cuenta de sus propósitos, y la razón por la cual seguimos leyéndolas es que siempre dejan más por descubrir. Estas zonas de sombra deben existir también en las buenas traducciones. Es cierto que un traductor que conoce su oficio sabe más sobre la obra que traduce que su propio autor, pero su misión no es exponer a la luz esos misteriosos engranajes, sino asumirlos como secretos, poniendo en otras palabras lo que parecen decir y conservando implícitamente lo que tienen de indecible. Quizás esa sea la diferencia principal entre las buenas y las malas traducciones: las malas traducciones muestran todo y por lo tanto parecen espurias; las buenas son más recatadas y confían en la creativa intuición del lector.
Los estudiosos medievales, empezando por San Agustín, exigían del traductor un elemento que llamaban caritas y que nosotros traducimos imperfectamente por «caridad». Con caritas no querían decir indulgencia, descuido por cariño, negligencia por amor. Con caritas querían decir cuidado de lo esencial, profundo entendimiento amoroso, consideración por el bienestar del otro, respeto por el sentido de sus palabras y severa atención a su voz. Es en este sentido que nuestros antepasados pedían ser traducidos ellos mismos después del último sueño, con la misma caritas que empleaban en la traducción de sus amados textos.