La serendipia de Gregory Rabassa II, Jordi Fibla

Viernes, 29 de julio de 2022. 

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Podría decirse que Rabassa nació como traductor profesional a la manera en que Atenea nació de la cabeza de Zeus: adulta, ataviada para la batalla, con el casco puesto y la lanza en la mano. La traducción de Rayuela le valió el National Book Award y una crítica elogiosa en el New York Times. Cortázar se entusiasmó con la traducción, llegó a trabar amistad con Rabassa y le confirió el título de cronopio. Pidió a García Márquez que esperase a que el traductor estuviera libre para traducir Cien años de soledad. Cuando por fin el trabajo estuvo completado, el autor comentó que la versión inglesa le gustaba más que su propio original, y esto se convirtió en un reclamo publicitario que desde entonces acompañaría a Rabassa cada vez que se publicara una reseña o una crítica de la novela, pero él puso las cosas en su sitio: «Una traducción nunca puede igualar al original; se le puede aproximar, y sólo es posible juzgar su calidad por la mayor o menor aproximación que consigue».

Tras el formidable éxito de la novela de García Márquez, Rabassa publicó otras cinco obras suyas, cinco de Cortázar, además de Rayuela, dos de Vargas Llosa, Paradiso de Lezama Lima, Bomarzo de Mujica Laínez, obras de una docena más de autores latinoamericanos en lengua española y ocho en portugués, entre los que destacan Machado de Assis, Jorge Amado y Clarice Lispector. También tradujo a António Lobo Antunes. Los autores españoles son los menos representados en su producción: una novela de Juan Goytisolo, dos de Juan Benet, una de Jesús Zárate y tres obras teatrales (de Calderón de la Barca, Fernando Arrabal y José Ruibal). En conjunto no es un corpus extenso. Parece ser que la dedicación a la enseñanza, y la constancia en la percepción de un salario que conlleva, le evitó tener que aceptar encargos que no le interesaban. No aborda este aspecto espinoso de la carrera de un traductor, la necesidad que tiene a veces de realizar trabajos que considera indignos de su capacidad. Tan sólo menciona que en la época en que Miguel Ángel Asturias escribía torrencialmente, la narrativa latinoamericana que se publicaba entonces tenía necesidad de un buen editing, es decir, de convertirla en un texto con cara y ojos, y admite que debía refrenarse tanto como le era posible porque mantenía la firme creencia de que «translators are not in the silk-purse business», añejo proverbio inglés que ilustra la imposibilidad de transformar algo feo o inferior en algo atractivo o valioso.

G. Rabassa en 2007 (Andrew Harrer/Bloomberg News)

Rabassa pertenecía a la variedad del traductor funambulista, el que avanza por la cuerda floja sin haber tomado la precaución de extender debajo la red de seguridad que supone haber leído previamente el texto que vas a traducir y haber resuelto previamente todas o buena parte de las dificultades con las que te vas a encontrar. Afirma que solo lee la novela completa a medida que la traduce. Él mismo admite que es un procedimiento extraño y poco común, pero cree que de ese modo sigue la naturaleza del texto y no cree que perjudique en modo alguno a la traducción. Embarcarte en una traducción como la de Rayuela sin tener ni idea de los escollos con los que vas a tropezar durante el periplo me parece excesivamente aventurado, pero Rabassa insiste en que su manera instintiva de dejarse guiar por las palabras le resultó muy útil.

Rabassa no tuvo ningún tropiezo con los autores a los que traducía. Con muchos de ellos estableció una relación. Su amistad con Cortázar se mantuvo a lo largo de los años, hasta la muerte del autor. En algunos casos actuó como un passeur, un término polisémico francés que, aplicado a la traducción, significa el descubrimiento de un autor por parte de un traductor, el cual procura interesar a un editor para que le encargue la traducción y la publique. Así sucedió con las Novelas nada exemplares de Dalton Trevisan, a quien descubrió durante su estancia en Brasil y uno de cuyos relatos tradujo y publicó en la revista Odyssey. A partir de ahí un editor aceptó publicar las obras de Trevisan. Aunque Rabassa y él nunca se vieron personalmente, Trevisan revisaba todas las traducciones y mantenía correspondencia con el traductor. A pesar de que, a juzgar por los comentarios de Rabassa, que lo compara con Machado de Assis, Trevisan es un autor interesante, la actividad de passeur emprendida por el traductor no logró darlo a conocer ampliamente, y peores fueron los resultados en el caso de otro brasileño, Lima Barreto, al que también tradujo por iniciativa propia y consiguió que se publicara.

En el caso de Lezama Lima, quien actuó de passeur en otra acepción del término fue Cortázar. Es un caso curioso en el que la situación política interfiere con el proceso de la traducción, puesto que las comunicaciones entre Cuba y Estados Unidos estaban totalmente cortadas. Rabassa enviaba páginas de su traducción y consultas al domicilio de Cortázar en París, y el argentino entregaba el material a un amigo que trabajaba en la embajada de Cuba, el cual lo remitía a Lezama por valija diplomática. Lezama realizaba el mismo proceso a la inversa y Rabassa incorporaba las correcciones y sugerencias a la traducción. El sistema funcionó hasta que Cortázar protestó públicamente de algo que había hecho Castro y fue declarado persona non grata, con lo que perdió el acceso a la embajada.

Un aspecto delicado que Rabassa no rehúye en estas memorias es el de la relación entre el traductor y el copyeditor o corrector de estilo. Tras exponer que hay traductores que maldicen y desprecian a la correctora de estilo (dice que usa el femenino porque en los comienzos de su carrera la correctora de estilo «era casi siempre una chica brillante, joven, muy trabajadora, mal pagada, con el arrebol de una recién licenciada en lengua y literatura inglesas»), afirma que él siente un gran respeto por estos escritores, sí, también los considera escritores, que se ocupan de muchos detalles técnicos que a él se le han pasado por alto y perfeccionan el trabajo.

Ahora bien, una cosa es el copyeditor y otra el editor, la persona que te encarga la traducción, que te somete previamente a una prueba, que tiene una relación directa con el autor, al que informa personalmente sobre la marcha de tu trabajo. El editor está facultado para eliminar una parte del texto si lo considera necesario, como le ocurrió a Rabassa con la traducción de la novela de Juan Goytisolo Señas de identidad. Parece ser que los editores acordaron con el autor eliminar una parte ya traducida, y una parte que al traductor le parecía importante. Rabassa aprovecha este incidente para contar una parábola (sic) que alguien le había contado a su vez acerca de un autor, un agente literario y un editor, que estaban de safari en el Sahara. Habían perdido el contacto con el grupo principal y avanzaban con dificultad entre las dunas, muertos de sed y esperando encontrar un oasis. Cuando por fin vislumbraron uno a lo lejos, se encaminaron hacia él dando tumbos y confiando en que no fuese un espejismo. No lo era, y he aquí que en el centro había un estanque de agua cristalina. El autor y el agente estaban saciando su sed atroz, cuando alzaron la cabeza y vieron que el editor estaba orinando en el agua. «Pero ¿qué haces?», le preguntaron. «La estoy mejorando», respondió él.

Como de todo hay en la viña del Señor, algunos de nosotros, por lo menos los más veteranos, nos hemos encontrado alguna vez con uno de esos editors que tienden a mejorar así el agua del estanque. Pero esa es otra historia.

 

Gregory Rabassa, If This Be Treason: Translation And Its Dyscontents. A Memoir, New Directions, Nueva York, 2005.

 

Jordi Fibla Feito nació en Barcelona en 1946. Ha acumulado una obra abundante y muy diversa que él ha calificado alguna vez como «varios archipiélagos de excelencia en un mar de mediocridad». En 2015 le concedieron el Premio Nacional de Traducción por toda su obra.