Entrevista a Jordi Fibla, Celia Filipetto

Viernes, 24 de julio de 2020.

Jordi Fibla Feito nació en Barcelona en 1946, de madre asturiana y padre catalán, en un ambiente en el que coexistían la lengua castellana y la catalana, a las que se sumaba el francés que le enseñaba una maestra nacional y profesora de esa lengua que vivía realquilada en la casa. El francés fue la lengua que estudió en el bachillerato y a cuya lectura se aficionó desde niño. Tuvo que incorporarse muy pronto al mundo laboral y estudió Filosofía y Letras por la noche, mientras trabajaba en el sector editorial. Su interés por el inglés y la traducción comenzó a mediados de los años sesenta, pero transcurrieron varios lustros, durante los que aprendió inglés por diversos conductos, hasta que se profesionalizó como traductor literario. Se casó con una japonesa, vivió unos meses en Osaka, publicó su primera traducción por encargo en 1979 y desde entonces se dedicó en exclusiva al oficio. Ha acumulado una obra abundante y muy diversa que él ha calificado alguna vez como «varios archipiélagos de excelencia en un mar de mediocridad». En 2015 le concedieron el Premio Nacional de Traducción por toda su obra. Ha dejado de trabajar para la industria, aunque sigue haciéndolo por placer y, en ocasiones, consigue que le publiquen una traducción que nadie le había encargado.

 

Celia Filipetto: Cuéntanos un poco sobre  tus comienzos en el sector editorial.

Jordi Fibla: Antes de dedicarme a la traducción, trabajé en dos editoriales: Editorial Noguer (1964-1968) y Plaza & Janés (1971-1975), y en una pequeña empresa de importación. El año 1969 y unos meses del setenta corresponden al servicio militar. En ninguna de las dos editoriales pertenecí a la sección literaria. En la primera me ocupé de la correspondencia con proveedores, distribuidores y público, y en la otra fui redactor publicitario de textos para los folletos y los argumentos de venta de los agentes que iban de puerta a puerta tratando de vender enciclopedias y aquellas colecciones de libros de gran tamaño que la gente compraba sobre todo para adornar sus salones. Durante esa época estudié letras en la Universidad de Barcelona, pero tampoco nada relacionado con la literatura, sino historia moderna y contemporánea.

 

Celia Filipetto: ¿Cómo decidiste dedicarte a la traducción?

Jordi Fibla: En la editorial Noguer me relacioné con Andrés Bosch, escritor un tanto conocido en el mundillo literario de entonces, pero que se dedicaba más a la traducción del inglés que a la creación. Cuando se presentaba para entregar trabajo al director o recoger un encargo, solíamos charlar un rato. Fue él quien me convenció de lo interesante que era traducir, y ya en 1965 pensé en la posibilidad de dedicarme a ello, pero en aquella época no sabía nada de inglés. Transcurrieron trece años antes de que hiciera mi primera traducción profesional. Durante ese tiempo aprendí la lengua de una manera heterodoxa y a través de diversas fuentes. Entre 1976 y 1979 trabajé como corresponsal de inglés en una empresa de importación. Ya había empezado a traducir, simultaneando una tarea con la otra. Y en 1979 empecé a dedicarme por completo a la traducción.

 

Celia Filipetto: Ahora no se concibe aprender idiomas sin vivir en el país extranjero. Explícanos tu forma heterodoxa de aprender inglés.

Jordi Fibla: Estimulado por Andrés Bosch, en 1966 adquirí un curso de inglés por correspondencia en tres volúmenes. Tenía el título simple y engañoso de «El inglés es fácil» (similar a «El nuevo alemán sin esfuerzo» de Assimil, por ejemplo). Utilizaba el método «Visualphone», «especialmente ideado para aprender inglés por sí mismo». «Visual» porque una de las herramientas de enseñanza eran historietas de cómic y «phone» porque lo completaba un estuche con doce microsurcos, como los llamábamos entonces, para practicar la pronunciación. Enviaba por correo los ejercicios a Afha, la editora del método, y los recibía corregidos y con observaciones escritas a mano por un profesor anónimo. Entre enero de 1969 y marzo de 1970 hice la mili en las Baleares, tres meses en Palma y un año en Villacarlos (actualmente Es Castell), y allá me llevé el tercer volumen del curso, el de nivel superior, y un diccionario. Pasaba buena parte de las horas libres en la biblioteca del cuartel, estudiando el método. Un compañero de otra sección en el mismo cuartel había vivido una larga temporada en Londres, hablaba muy bien el inglés y tocaba la guitarra. Con ese camarada y una inglesa que vivía en el pueblo, y a la que él conocía, practiqué bastante la lengua hablada. Él me prestó su libro con las partituras y letras de las canciones de los Beatles, y, además del curso por correspondencia, me ejercité traduciendo bastantes de ellas. Recuerdo que completé varias de Sgt. Pepper’s Lonely Hearts Club Band. Finalizada la mili, y tras reanudar durante unos meses mi trabajo en Noguer, pasé a Plaza y Janés y me matriculé en una academia de inglés. En 1974 vi en el tablón de anuncios la oferta de un cursillo veraniego de inglés para extranjeros en una escuela londinense. Fue allí donde coincidí con mi mujer, que canceló sus planes de estudiar en Londres durante dos años y se vino a Barcelona conmigo. Cambié de academia, pues en la anterior los profesores no eran nativos, y los dos nos inscribimos en la Berlitz, donde se ocupó de nosotros un británico entrado en años, afable y buen docente. Pero mi mujer regresó a Japón, su país, y yo fui allá unos meses después, con la intención de establecerme. Corría 1976, vivía en Osaka, donde entonces las oportunidades para los extranjeros eran escasas, y diariamente leía de cabo a rabo The Japan Times. También acudía a la biblioteca municipal y leía obras japonesas traducidas al inglés.

Finalmente decidimos vivir en Barcelona y primero regresé yo para buscar trabajo. Encontré el empleo de corresponsal de inglés y durante un par de años lo compaginé con trabajos de corrección tipográfica y de estilo que me daba la editorial Martínez Roca, a la que accedí gracias a un contacto que me proporcionó un directivo de Noguer…

 

Celia Filipetto: Perdona que te interrumpa, Jordi. Las formas de encontrar un hueco en la traducción de libros son muy variadas, pero hay un elemento común a muchos inicios: la insistencia. En tu caso fue así, ¿no? 

Jordi Fibla: Sí, después de plantearlo una y otra vez y de superar una prueba, Martínez Roca me encargó la primera traducción: Un marido: ¿para qué?, de Norma Klein, que se publicó en 1979 y todavía puede adquirirse en Amazon. Las ofertas de trabajo se sucedieron, conseguí entrar en la editorial Kairós de Salvador Pániker, para la que traduje ensayos en inglés y francés (lengua que he cultivado como lector desde mi infancia). Consideré llegado el momento de dedicarme exclusivamente a la traducción. También pensé que debía mejorar mi formación académica relacionada con la lengua y en 1980 me matriculé en la Universidad de Barcelona para estudiar Filología Inglesa. Lamentablemente, no llegué muy lejos. Mi situación familiar me exigía trabajar demasiadas horas y no estaba en condiciones de concentrarme en el estudio. Todos mis progresos en el conocimiento de la lengua desde entonces han sido autodidactas.

 

Celia Filipetto: Hablemos de tu trabajo como traductor de inglés. Lo tuyo con Roth es una relación que viene de lejos. Una búsqueda avanzada en el ISBN de los nombres «Philip Roth» + «Jordi Fibla» nos devuelve 49 entradas, la última de 2020, en Punto de Lectura (Penguin Random House Grupo Editorial) y la primera de 1987, en Versal. ¿Qué te ha dado Roth para que lo quieras tanto?

Jordi Fibla: Cuando Versal me ofreció La lección de anatomía, yo no sabía nada de su autor. Con ese libro, se produjo una identificación que he experimentado con otras obras de Roth, en especial Mi vida como hombre, que he leído, pero no traducido, y Everyman, a la que el editor, sin hacer caso de mis sugerencias, tituló Elegía, lo cual originó una confusión cuando Isabel Coixet puso ese mismo título a su versión fílmica de El animal moribundo. Nathan Zuckerman, el protagonista de La lección de anatomía es un hipocondríaco a comienzos de la edad madura, con dolores de espalda y ansiedad porque se está quedando calvo. Exactamente como yo en la época en que traduje el libro. Iñaki Uriarte habla en sus diarios de un documental sobre Roth que vio hace veinte años en una cadena de televisión francesa. En esa cita he visto expuesto nítidamente el motivo por el que Roth me gusta tanto, hasta el punto de que revolví Roma con Santiago cuando Versal perdió los derechos para lograr que la nueva editorial siguiera confiándome la traducción de sus obras. Anota Uriarte:

Aseguraba Roth que, para escribir, lo que hay que hacer es coger basura, luego echar gasolina, luego más basura y luego darle fuego. Decía que, si la basura es tuya, la hoguera prende bien y eso es el libro. Pero que tiene que ser basura propia. Roth insiste en que el escritor debe ser honesto con su basura. Supongo que quería decir que el único método científico de hallar una buena basura es buscarla dentro de uno mismo. Esa es la basura de verdad y aquella que más tarde el buen lector reconocerá como basura auténtica, y logrará también hacer arder en la segunda fase de todo libro, la lectura.

 

Es una postura controvertida, desde luego. Por mencionar a otro autor americano del que he traducido varios libros, John Updike no estaría nada de acuerdo. Me gusta mucho Updike, es un gran estilista y tiene un registro imaginativo más variado que el de Roth. Pero, aunque su obra me parece excelente, no experimento una afinidad electiva con él. Quemar la basura propia me afecta emocionalmente más que inventar una trama y unos personajes que el creador se saca de la chistera como un mago saca un conejo, lo cual no quiere decir que no admire las proezas mágicas.

 

Celia Filipetto: Has traducido a autores británicos como Lawrence Durrell y Cyril Connolly. Entre los estadounidenses, aparte de John Updike y Philip Roth, has traducido a Susan Sontag y Saul Bellow. ¿Hay diferencias entre traducir textos de autores estadounidenses y británicos?

Jordi Fibla: Las diferencias entre los autores americanos y británicos no plantean problemas desde el punto de vista de la traducción. Las referencias culturales son distintas, como lo son ciertos vocablos, juegos de palabras y metáforas, pero cuando una expresión, sea de este lado del Atlántico o del otro, presenta una dificultad de traducción, la mente del traductor, unas veces con calma, otras frenéticamente, recorre la batería de recursos de que dispone en busca de la solución ideal. Y cada traductor encuentra su solución ideal a la dificultad. Como se sabe, si diez traductores se enfrentan a un hueso duro de roer no habrá dos soluciones iguales.

Aunque las circunstancias me llevaron a especializarme en narrativa americana, no tengo preferencias. Paul Auster me gusta tanto como Julian Barnes, y soy tan devoto de Edmund White como de John Banville, por citar sólo autores a los que no he tenido el placer de traducir.

 

Celia Filipetto: Traduces también del japonés. ¿Cuándo decidiste dedicarte a esta combinación lingüística? ¿Qué autores te interesan?

Jordi Fibla: Como he dicho, en 1976 pasé una temporada en Japón y dediqué buena parte de mi tiempo a leer literatura nipona traducida al inglés: Osamu Dazai (suicidado), Takuboku Ishikawa (muerto prematuramente de tuberculosis), Yasunari Kawabata (suicidado), Shusaku Endo, Akiyuki Nozaka y Junichiro Tanizaki  (muerte natural). ¿Es que no leo a autores vivos? Sí, claro. Bastantes obras de Haruki Murakami, varias de Kenzaburo Oe. Y ahora mismo tengo sobre la mesa novelas de Tomoyuki Hoshino, Natsuo Kirino y Kazufumi Shiraishi… El problema es que me interesan demasiadas cosas y no dispongo de suficiente tiempo, ni siquiera ahora, cuando ya no trabajo para la industria y traduzco como escribo, sólo para mí. ¡Ah, si tuviera buena vista y el bendito don de necesitar pocas horas de sueño!

En cuanto a Yukio Mishima, del que, en colaboración con mi mujer, he traducido tres novelas, durante bastante tiempo me repelió su faceta de imperialista fanático y la burrada que hizo al suicidarse teatralmente. Pero luego superé el desagrado y descubrí a un autor fascinante, con momentos geniales y caídas en la trivialidad propias de un escritor dotado en extremo que es todo lo contrario de su amigo y mentor Kawabata, el finísimo estilista que sólo compuso obras de arte, es un autor que escribe como un poseso y cuando muere, a los 45 años, deja una obra ingente.

 

Celia Filipetto: Firmas tus traducciones del japonés con Keiko Takahashi, tu mujer. ¿Cómo abordáis el trabajo de traducción?

Jordi Fibla: Mi mujer tiene la paciencia de leerme el original y yo, sentado frente a ella, anoto sus palabras a mano. No nos gusta usar un magnetófono. La interrumpo, le pido que me repita algo que no acabo de ver claro, que me diga cuál es el original japonés de tal o cual expresión, y la escribo al margen. Con este material me pongo a trabajar sobre el texto japonés. Mi conocimiento de la lengua es irregular, debido a que no la he aprendido de una manera sistemática (a pesar de que, un día después de conocer a mi mujer fui a la librería Foyles y me compré la primera gramática japonesa), pero domino los dos silabarios kana, conozco una cantidad considerable de ideogramas y estoy avezado en la búsqueda del significado de los que desconozco. Ante una página de escritura japonesa no estoy perdido, sino que tengo numerosas referencias, aunque mi comprensión oscile entre alguna dificultad o un grado considerable de incomprensión, según la complejidad del texto. La lectura que ha hecho mi mujer me permite llenar todas las lagunas de mi conocimiento insuficiente. Una vez he vertido el japonés al español, soy yo quien le lee a ella el resultado. No suele haber desvíos de lo que dice el original. Le estoy leyendo lo mismo que me leyó ella, pero más pulido, más redondeado, más literario. Digamos que ella me proporciona la tarta y yo le añado la nata, el azúcar glas y las frutillas.

 

Celia Filipetto: ¿Has traducido alguna vez con pseudónimo?

Jordi Fibla: Sí, he firmado muchas veces con seudónimo y admito que es una estupidez. Si el seudónimo no es un nom de plume, sino que lo usas presumiblemente porque te crees por encima de la «porquería» que estás traduciendo, los adjetivos que se te pueden aplicar no son nada halagadores. Todo trabajo es digno, tanto el del autor como el de quien lo traduce, pero si te avienes a traducir algo que consideras indigno de ti, ¿qué sentido tiene esconderte detrás de un seudónimo? Por no hablar de que, a la mayoría de los lectores, sobre todo los de esa clase de libros, les importa un pimiento el traductor. Evidentemente, se trata de un problema psicológico. El desfase entre lo que te gustaría hacer y lo que te ves obligado a hacer te causa desazón, lo pasas mal, piensas en lo muchísimo más enriquecedor que sería traducir a un gran autor que a ese fabricante de best-sellers cuya obra has aceptado porque has de hacer algo que te ocupe poco tiempo y te procure un dinero que necesitas con urgencia. Así fue mi vida en los años 80 y la primera mitad de los 90. Siempre estaba apurado, no podía dedicarme sólo a la alta literatura, cuya remuneración es la misma que la de la mediana, la baja y la rastrera, y en parte de mi trabajo usaba seudónimo. Lo dicho, una estupidez.

 

Celia Filipetto: En una cena te dicen: «Ah, ¿eres traductor? ¿No has pensado en escribir?». ¿Qué contestas?

Jordi Fibla: La verdad es que nadie me ha preguntado en una cena con colegas si no he pensado en escribir, y no recuerdo que nadie me lo haya preguntado en ninguna otra clase de cena. Cierta vez, el director de una pequeña editorial que cada dos por tres me pagaba con cheques sin fondos, respondió a una de mis protestas: «No sé por qué te quejas tanto. Al fin y al cabo, en realidad los traductores queréis ser escritores y, como dijo Gide, no hay mejor práctica para la escritura que la traducción». Eso no es cierto. Los traductores somos tan plurales como cualquier otro colectivo, y supongo que la mayoría no tiene necesidad de hacer una obra propia, otros son tanto traductores como escritores y algunos, entre los que me cuento, somos aficionados a escribir y no pasamos de ahí.

Hubo un tiempo en que a algunos de mis colegas les importunaba pidiéndoles que leyeran algo que había escrito, por lo que sabían que cojeaba de ese pie y procuraban no mentir sin herirme. Debía de ser estresante para ellos. Hoy, si alguien me hiciera esa pregunta durante una cena, probablemente le diría algo así: «Si te gusta mucho tocar el violín, pero no estás dotado, nadie te impide disfrutar de tus chirridos en la intimidad del hogar, sobre todo si no te rodean vecinos quisquillosos, pero es mejor que no intentes ingresar en la orquesta filarmónica de tu ciudad y que no des la lata a los amigos».

 

Celia Filipetto: ¿En qué medida han cambiado las condiciones laborales desde que empezaste a traducir?

Jordi Fibla: Me jubilé hace ocho años, no por cansancio ni pérdida de interés, sino por problemas de salud. Desde entonces estoy totalmente desconectado del día a día en el mundo editorial. Lo único que sé es que cada vez que me envían las liquidaciones de derechos el saldo es siempre a su favor, y cuando no lo es, la cantidad por percibir da para llevar a mis nietos de merienda. La remuneración demasiado baja, lo mismo que la venta de la traducción a peso, como si los espacios o matrices fuesen alpiste, y un porcentaje ridículo en concepto de derechos son problemas estructurales de la traducción de libros que no creo que se resuelvan jamás. Yo diría que los editores piensan más en la invención de máquinas capaces de traducir más hábilmente de lo que lo hace el traductor de Google que en mejorar las condiciones de los traductores humanos, aunque puede que me equivoque. Al fin y al cabo, soy un dinosaurio que vivió sus mejores tiempos en el Jurásico de la máquina de escribir.


La remuneración demasiado baja, lo mismo que la venta de la traducción a peso, como si los espacios o matrices fuesen alpiste, y un porcentaje ridículo en concepto de derechos son problemas estructurales de la traducción de libros que no creo que se resuelvan jamás. Yo diría que los editores piensan más en la invención de máquinas capaces de traducir más hábilmente de lo que lo hace el traductor de Google que en mejorar las condiciones de los traductores humanos, aunque puede que me equivoque


 

Celia Filipetto: Pertenecemos a la generación de traductores que trabajaron con máquina de escribir y asistieron al alumbramiento de las nuevas tecnologías. Cuánto nos han cambiado el tecleo, ¿verdad, Jordi? Ahora que estás retirado, ¿cómo usas internet?

Jordi Fibla: Las nuevas tecnologías proporcionan unas herramientas magníficas para el conocimiento en profundidad de otras lenguas, sobre todo del inglés. Netflix, HBO, Amazon, Sky, Filmin… La oferta es inabarcable. Últimamente dedico un tiempo todos los días a ver series de Netflix en versión original, con papel y lápiz al lado. Puesto que mi conocimiento de la lengua ha sido ante todo libresco y nunca he pasado más de unas semanas en un país anglófono, mi comprensión de la lengua hablada siempre ha sido limitada. He visto muchas películas en versión original, y sin duda es una práctica útil, pero las series, que constan de muchos capítulos a lo largo de varias temporadas, contienen una cantidad de información lingüística bastante mayor. Estoy enriqueciendo mi vocabulario con términos, sinónimos, slang y modismos que nunca había encontrado en los libros. Ahora sé que estamos a merced de twatwaffles[1] que ocupan cargos de la máxima responsabilidad y que después de la brutal experiencia del confinamiento es realmente schwanky[2] tomar un mocktail[3] bajo el sol en un chiringuito de la playa. Eso te hace olvidar por unos momentos la haterade[4] que llevamos tanto tiempo bebiendo.

 

Celia Filipetto: ¿Eres miembro de alguna asociación de traductores? ¿Te parecen útiles?

Jordi Fibla: Sigo siendo miembro de ACE Traductores y creo que toda asociación es útil y beneficiosa, incluso lo es más en un ramo laboral tan individualista y con tendencia al aislamiento como el nuestro.

 

Celia Filipetto: ¿Qué aconsejarías a alguien que quisiera dedicarse a traducir libros?

Jordi Fibla: Si se trata hacerlo a dedicación plena, le diría que piense muy bien si tiene condiciones para una vida que es bastante solitaria. Aunque la tecnología actual permita un contacto inmediato con todo el mundo, profesiones como las de traductor y escritor exigen muchas horas de soledad total. Tanto la lectura como la lengua o lenguas de las que quiera traducir le tienen que apasionar. Finalmente, tiene que abordar el problema de las ganancias. Con la traducción literaria no se gana dinero. O uno/una está emparejado con una persona que gana tanto como él/ella, pero preferiblemente más, o es un lobo solitario que se complace en hacer parte de su trabajo por amor al arte.

 

Celia Filipetto: ¿Algún diccionario preferido?

Jordi Fibla: Me gustan los diccionarios de papel porque pertenezco a la galaxia Gutenberg y lo paso bien hojeando el Roget’s Thesaurus y el Petit Robert. Pero cuando trabajo utilizo los diccionarios que ofrece la red, como Wordreference, Urban Dictionary, etc.

 

Celia Filipetto: ¿Lees traducciones de los idiomas que traduces?

Jordi Fibla: La verdad es que no leo traducciones de libros angloamericanos y franceses, debido a que una de las grandes satisfacciones que procura este trabajo a largo plazo es la capacidad de leer con fluidez el original. Cierto es que lo lees como un traductor, lo cual te diferencia notablemente del lector nativo, pero a mí eso no me importa. Subrayo las dificultades como si tuviera que traducir el libro, porque entiendo lo que dice, pero expresarlo en español es harina de otro costal. Más que recomendar una traducción, recomendaría un libro de ensayos que algún editor debería publicar (tal vez alguno ya esté en ello, aunque lo dudo), Figure It Out, de Wayne Koestenbaum, uno de cuyos capítulos titulado The Task of the Translator es una delicia, y voy a traducirlo por el placer de hacerlo cuando termine el placer del que estoy traduciendo ahora (un libro de Lafcadio Hearn).

 

Celia Filipetto: Entonces recomiéndanos alguna traducción de otros idiomas que no deberíamos dejar de leer.

Jordi Fibla: Recomendaría la lectura de Is That a Fish in Your Ear. Translation and the Meaning of Everything, de David Bellos. Ariel publicó la versión al castellano de Vicente Campos, titulada Un pez en la higuera: Una historia fabulosa de la traducción. Y he releído obras clásicas, por ejemplo, de Thomas Mann espléndidamente traducidas por Isabel García Adánez.

 

[1] Idiotas integrales.

[2] Lo más, el súmmum.

[3] Cóctel sin alcohol, generalmente de frutas.

[4] Bebida isotónica imaginaria hecha de odio. Ejemplo: Stop drinking haterade, man, que se podría traducir como «no te emborraches de odio, tío».