Entre la torre de Babel y la biblioteca de Alejandría, Alberto Manguel

Noviembre 2004 – recuperado el lunes, 27 de julio de 2020.

Conferencia pronunciada en las XII Jornadas en torno a la Traducción Literaria de Tarazona, publicada en VASOS COMUNICANTES 30.

Mercedes Corral (directora de la Casa del Traductor de Tarazona): Alberto Manguel nació en Buenos Aires, Argentina, en 1948. La carrera diplomática de su padre lo llevó a vivir su primera infancia en Israel, donde un aya checa le enseñó alemán e inglés, lengua esta última en la que escribe y, según él, en la que mejor se expresa, aunque domina también el francés. Lector para un Jorge Luis Borges ya casi completamente ciego, Alberto Manguel se considera “más lector que escritor”. Crítico literario, controvertido ensayista, colaborador habitual en los principales diarios y revistas de distintas ciudades del mundo, ha dado conferencias sobre literatura en universidades de Europa, Canadá y Estados Unidos. Creador de seriales y adaptaciones para radio y televisión, ha escrito la obra teatral The Kipling Play, estrenada en Canadá en 1985. En 2002 ganó el III Premio Periodístico sobre la Importancia de la Lectura de la Fundación Germán Sánchez Ruipérez. Es Oficial de la Orden de las Artes y las Letras de Francia y obtuvo el Premio McKitterick First Novel de Gran Bretaña. Entre su extensa obra se encuentra los siguientes títulos: Una historia de la lectura, traducción de José Luis López Muñoz, Alianza Editorial, 1998; Las puertas del paraíso: antología del relato erótico, traducción de Damián Alou, Mariano Antolín Rato, Antonio Desmonts, Antonio Escohotado, Celia Filipetto, Silvia Komet, Adan Kovacsics, Nuria Lago, Victoria Llorente, Jesús Munárriz, Carmen Navajas, Elisabet Nonell y María Oliver, Alianza Editorial, 1999; En el bosque del espejo, traducción de Marcelo Cohen, Alianza Editorial, 2001; Diario de lecturas, traducción de José Luis López Muñoz, Alianza Editorial, 2004.

 

Alberto Manguel: Muchas gracias, buenos días. Estoy encantado de estar aquí. Dos pequeñísimas correcciones: no fue mi madre quien me enseñó inglés sino mi nodriza checa. De manera que mi inglés tiene acento alemán y mi alemán, acento checo. La otra corrección es que, si bien nací en Argentina, soy ciudadano canadiense. Por una razón muy simple: pienso que nuestras nacionalidades son elecciones que debemos hacer cuando ya somos seres racionales y no en el momento de nacer, cuando no podemos decidir. Porque eso parece como un casamiento arreglado y creo que debemos primero enamorarnos del país al cual queremos pertenecer.

Cuando me pidieron que viniese a hablarles de traducción a ustedes, que son traductores, y que, por lo tanto, conocen esto desde dentro y de forma más íntima de lo que yo podría conocerlo, me dio algo de terror porque ¿qué puedo comentar yo sobre la traducción? Yo he hecho algunas traducciones pero la traducción es un género literario que conozco, sobre todo, como lector. Y como lector voy a charlar esta mañana.

En nuestras sociedades —que llamamos “del libro” con cierta arrogancia, como si la japonesa o la coreana o la china no fuesen sociedades del libro— hay dos símbolos que son para nosotros los ejes en torno a los cuales pensamos sobre la literatura, el libro y, por supuesto, la traducción. Esos dos símbolos son el uno de origen histórico, pero contaminado de literatura, y el otro, literario contaminado de historia. Uno es la torre de Babel; el otro, su opuesto o su imagen en el espejo, es la biblioteca de Alejandría. Estos dos símbolos —que también son leyendas, cuentos, ficciones— nos dicen cuáles son nuestras posiciones fundamentales frente al libro. Por un lado tenemos la idea de que nuestras ambiciones de conocimiento deben ser castigadas con el multiculturalismo, con la multiplicidad de lenguas. Es decir, que la habilidad de comunicar entre distintas culturas y comunicarse de distintas maneras no se ve como un don divino sino como una pena. La creación de la lengua no se ve como un instrumento de comunicación sino como un instrumento para impedir la comunicación.

Alejandría —la biblioteca de Alejandría— es su contrario, es la acumulación de todo lo que hemos escrito, en todos los idiomas del mundo, por si, en alguno de sus tomos, en alguna de esas páginas, está la respuesta a las preguntas que nos hacemos. La respuesta, por ejemplo, a la confusión de Babel está —o debiera estar— en Alejandría.

Me atrae este juego entre la desesperación de no poder comunicar y la esperanza de poder comunicarlo todo. Y en esa tensión entre lo que no podemos hacer con lo que tenemos y lo que podríamos hacer si lo tuviéramos todo, se halla la posición del lector.

Voy a pedirles perdón ahora por usarme como ejemplo y contarles algo personal. Yo nací en Babel, es decir, nací en esa confusión de lenguas. Por un azar, que tal vez no es azar en cada una de nuestras biografías, nací en Buenos Aires, de padres cuyos padres venían de Rusia y de Austria pero cuya lengua era el español, exclusivamente el español, con algo de francés. Cuando yo nací, nombraron a mi padre embajador en Israel y entonces se ocuparon de conseguir una nodriza, gobernanta, aya —no se cómo podría llamarla—, de origen checo que hablaba alemán, su idioma materno, e inglés. Y ella me enseñó el inglés y el alemán que fueron mis primeros idiomas. Yo no aprendí el español hasta la edad de siete años cuando volvimos a Argentina, y con dificultad. Recuerdo sobre todo la dificultad de la pronunciación: tratar de pronunciar la “r” española cuando uno sólo tiene el inglés y el alemán es muy penoso.

Sin embargo, esto significó que mi primera relación con el idioma fue a través de esta nodriza y no con mis padres. Yo pienso que la lengua en la cual nombramos por primera vez nuestras experiencias es la lengua que nos define, que nos define enteramente, que nos define por lo que podemos decir, por lo que somos, por lo que vemos en los otros, por la manera en que nos vemos a nosotros mismos. Cuando de niños nos damos cuenta, de pronto, que este acto de magia —poder pronunciar un sonido y con ese sonido capturar algo que sentimos o sabemos, que vemos, que pensamos— nos permite entrar en un universo de infinitas posibilidades. Es la primera vez que sentimos que podemos tener un efecto en el mundo; que nuestras acciones, porque pueden nombrarse, pertenecen ahora a nuestra historia, a la historia del mundo, a la memoria universal, por pequeños que sean esos actos. Hasta ese momento todo lo que hacemos es solitario, hasta ese momento no reconocemos la experiencia de la relación entre nosotros y todo lo que está fuera de nosotros. El momento en que, por primera vez, podemos decir “yo” en cualquier idioma, define nuestra identidad. Pero puesto que yo no tuve un primer idioma sino dos primeros idiomas, el alemán y el inglés, mi primera relación con la lengua fue una relación de traductor. Yo sabía que había ciertas palabras con las que me comunicaba con ciertas personas y ciertas otras palabras, ciertos otros grupos de palabras, que utilizaba con otras personas. Es decir: era menor la noción de la diferencia de lenguas que la diferencia de dialogantes. Y esto me permitió un aprendizaje un tanto particular, porque cuando quería comunicar algo, aprendí que necesitaba emplear cierto grupo de palabras según fuera la persona a la que quería comunicar la experiencia. Eso hace que nos demos cuenta rápidamente de hasta qué punto ciertos grupos de palabras limitan o encierran una experiencia; ya de niños sabemos que la comunicación con ciertas personas sobre ciertos temas es mas rica, y ello no se debe a lo que sabemos nosotros ni a que nuestra experiencia sea distinta sino al instrumento que estamos utilizando.

Fue sin duda un aprendizaje muy útil, si bien, por supuesto, yo no supe que era un aprendizaje hasta mucho mas tarde. Aprendí así que hay ciertas experiencias que son más ricas en inglés que en alemán, por ejemplo, o en alemán que en inglés; no porque en ellas mismas se encuentre esa riqueza sino porque no podría asirlas, no podría encerrarlas de la misma manera en los dos idiomas. Y, más tarde, esta experiencia de poder comunicar a través de la traducción se convirtió para mí en un tarea concreta, cuando al final de mi adolescencia empecé temerosamente a hacer traducciones: del inglés al español, del español al alemán…

Como traductores, ustedes saben que pertenecen a dos campos, que tienen que tomar una de dos decisiones fundamentales en el ejercicio de su tarea: una es dar prioridad a ser fiel al original y la otra es dar prioridad al idioma. Una equivale a dar prioridad al idioma en el que el texto está escrito, la otra a dar prioridad al texto en el idioma al cual se está traduciendo.

Mi experiencia de niño fue que importaba más que me entendiesen y que la experiencia comunicada pudiese compartirse, por lo cual mi elección siempre ha sido la del segundo campo. Es para mí mucho más importante poder expresarme plenamente en la lengua a la cual estoy traduciendo. En ese momento, en ese acto, el texto primordial que sirve de base o de punto de partida para la traducción se convierte la materia prima de lo que será el resultado final.

Voy a contarles una de mis experiencias relacionada con la traducción. Yo tuve la fortuna, como tantas otras personas, de conocer a Jorge Luis Borges. Cuando yo tenía 16 años, después de la escuela iba a trabajar a una librería de Buenos Aires a la cual iba Borges a comprar libros. Ya estaba ciego en aquel momento —estamos hablando de 1963 o 1964— y venía acompañado de su madre, que era ya bastante anciana y se cansaba mucho. Borges pedía a diversas personas que fueran a leerle y también me lo pidió a mí, cosa que hice durante dos años. Lo digo con orgullo, por supuesto, pues para un adolescente ser testigo de la elección de los libros de Borges, de los comentarios de Borges, en una palabra, de la lectura de Borges, es una experiencia extraordinaria; pero lo digo también consciente de que yo era sólo un lector más: cualquier amigo, cualquier persona que se encontrara por la calle… en cualquier momento Borges solicitaba los ojos de otra persona para conocer un texto.

Al principio se trataba simplemente de leerle cuentos de Stevenson, Kipling o Chesterton, cuentos que quería analizar como un relojero para ver cómo los habían escrito. Se trataba de una lectura muy distinta de la lectura en voz alta que uno puede hacerle a un amigo o a un niño, cuando uno está en la posición de control y lee lo que quiere, en el tono que quiere: aquí el tono era de Borges, la entonación era de Borges, Borges interrumpía, los comentarios eran de Borges. De manera que uno era plenamente consciente de ser un testigo anónimo de la lectura de Borges, a la que sólo prestaba los ojos.

Sucedió que, a raíz de esas lecturas, Borges me pidió en algún momento si podía traducirle al inglés un cuento suyo que se llama El congreso, que iba a publicar Franco Maria Ricci en Italia. Con ese atrevimiento que tienen los adolescentes y que los hace creerse capaces de cualquier cosa, le dije que sí, por supuesto. Así que traduje El congreso al inglés y, como estaba en presencia de Borges, le consulté diversos puntos y, sobre todo, le leí la traducción. Mi experiencia de traducir a Borges, como luego traducir a Marguerite Yourcenar, —es decir, a autores que están vivos— me enseñó que el mejor consejo que puedo dar a los profesionales (y que podría dar a un joven traductor) es que es mejor traducir a escritores muertos. Y, si no, bien se puede tomar la precaución de matarlos. No hay nada peor para un traductor que un escritor que cree conocer el idioma al cual se le está traduciendo. Borges hablaba muy bien en inglés, leía muy bien en inglés, pero su inglés era exclusivamente literario, cierto tipo de inglés literario: no era el inglés literario contemporáneo sino el inglés de Stevenson y de más atrás, el de sir Thomas Browne. Traducir a Borges al inglés del siglo XVII me parecía una tarea un tanto descabellada.

Me ocurrió lo mismo con Marguerite Yourcenar. Es curioso que autores tan inteligentes crean que se puede mantener no sólo el sentido, no sólo las palabras, no sólo el ritmo y la música, sino también la forma en la cual se dicen ciertas cosas en el idioma original.

Con Borges me ocurrió lo siguiente: al principio del cuento, cuando se menciona la tarea que se propone el narrador, éste habla de los “metales de la gloria”. En inglés es simple: the trumpets of fame. Y the trumpets of fame tiene el mismo eco que “los metales de la gloria” en español, ya que es, como yo le dije atrevidamente a Borges, casi un lugar común, una frase retórica un poco altisonante. Cuando le dije que intentaba encontrar el mismo lugar común, Borges me contestó: “¿Lugar común? ¡Ah! Cíteme otros seis casos de ‘metales de la gloria’”. Por supuesto, fue la última vez que le hice ese tipo de comentario.

Situaciones como esa —afortunadamente, no fueron muchas— me ofrecieron la oportunidad de reflexionar sobre uno de los problemas más graves de la lectura —y, por supuesto, de la traducción, ya que veo la traducción como la mejor, la mas íntima forma de lectura—. Me refiero a la relación entre lo que puede decirse en inglés y lo que puede decirse en español.

Creo que hay un momento decisivo en la historia de estos dos idiomas que, si bien no definen al idioma mismo, en cambio le dan la característica, la tonalidad, el alma que reconocemos hoy en ellos. Cuando pensamos en lo que es el idioma inglés, reconocemos en él ciertas características que no son las del español y viceversa. Yo creo que el momento histórico en el cual se definen estas características se encuentra entre la Reforma y la Contrarreforma. La ideología de la Reforma que quiere evitar la imprecisión, que huye del adorno, que quiere proponer la comunicación más sencilla es la misma que propugna la lectura de la Biblia como la querían los humanistas: para cada persona, individualmente, de la manera más simple posible. Eso, por cierto, da lugar a traducciones pésimas como la de Lutero, cuya traducción de la Biblia es chata y deslucida, y, al mismo tiempo, traducciones de una precisión extraordinaria como la de la llamada “Biblia del rey James”, en Inglaterra.

En cambio, la Contrarreforma descubre que el Barroco puede servir como un estilo absolutamente perfecto para la ideología de la Iglesia católica contra la ideología protestante; es decir, un estilo en el cual el núcleo se oculta hasta el punto de desaparecer. Importa mucho menos el sentido subyacente de una frase barroca que la construcción que la encierra. En un verso como “Era de mayo la estación florida en que el mentido robador de Europa” importa mucho menos saber que estamos hablando de un día de sol primaveral que toda esa centelleante construcción verbal que se arma para encerrar una idea. Y eso refleja perfectamente esta noción de no tratar de entender “con el seso” el texto que la Iglesia propone: hay que tener fe en la palabra pero no hay que buscar el sentido.

Estas dos posiciones y estos dos sentidos se plasman, respectivamente, en la Reforma y la Contrarreforma. Cabe destacar, por ejemplo, la despojada expresión que pide uno de los obispos de Enrique VIII, en un sermón magnifico que descubrió Suzanne Jill Levine, la traductora norteamericana. Da lugar a problemas muy profundos en la traducción. Tenemos, por un lado, la personalidad del idioma, por llamarlo así. En español, por ejemplo, todo momento de silencio debe llenarse de adjetivación, de adverbios, de seudosinónimos; en inglés, en cambio, se busca decir algo concretamente y nada más. En inglés existe un término injurioso para esta abundancia de adjetivos, de adverbios, de sinónimos que deleita al lector español. Ese estilo recibe en inglés el nombre de purple prose, “prosa púrpura”. Pero en español no existe ese concepto que denigraría a casi todo el idioma.

El traductor del inglés al español topa siempre con eso. Recurramos a uno de los ejemplos más banales y conocidos: to be or not to be. Más escueto, más preciso no se puede ser. Pero esos seis monosílabos se convierten en una pesadilla al intentar traducirlos al español porque “ser o no ser”, además de parecer casi banal, ya que no sólo no lleva la carga filosófica del to be or not to be inglés, deja de lado, como sabemos, toda esa parte de be que es el “estar”. Este es, me parece, un problema profundo y de resolución imposible, a menos que algún traductor se atreva a tomar esa frase y reescribirla en varios párrafos, convirtiéndola, por ejemplo, en un texto de Góngora.

Lo mismo ocurre, por supuesto, en sentido inverso. Veamos algún poema (no de los mejores) de Darío, donde toda la carga del poema está en la música de las palabras y no en el sentido: … Boga y boga en el lago sonoro / donde el sueño a los tristes espera,/ donde aguarda una góndola de oro / a la novia de Luis de Baviera” Es precioso para quien no entienda el español. Pero es imposible traducirlo al inglés. Es imposible porque tenemos que preguntarnos qué es lo que Darío está diciendo. Por supuesto, ha habido traducciones interesantes de este tipo de poemas en inglés, traducciones en las que, con mucho atrevimiento, el autor deja completamente de lado el sentido y busca sólo un tipo de sonoridad similar. Dice otra cosa, pero no importa, pues suena de la misma manera.

En Alicia en el país de las maravillas Lewis Carrol da una lección cómica y brillante de lo que sabemos del idioma inglés cuando toma el proverbio Look after the pence and the pounds will look after themselves: es decir, “Cuiden los peniques y las libras ya cuidarán de sí mismas”. Y Carrol dice: look after the sense and the sounds will look after themselves, “cuidad el sentido que los sonidos ya vendrán con el sentido”. En español, por supuesto, es lo contrario.

Tenemos pues dos posiciones frente al idioma: en uno, el sentido es más importante que el sonido; en el otro el sonido es más importante que el sentido. Esto define dos posiciones fundamentales de la condición humana: una que sostiene una forma de comunicación en la cual se confía menos en el idioma o en la palabra que en la emoción, en la música de esa palabra; y la otra que afirma que las palabras contienen un sentido preciso y, si somos lo suficientemente puntillosos, podemos comunicar lo que pensamos, lo cual, incluso para un anglófono, es de un optimismo avasallador.

Esto me hace pensar en el título de una maravillosa novela de Philip Roth, The Human Stain, muy difícil de traducir: stain remite a algo así como “mácula” o “contaminación del alma”, pero “mancha” no tiene ese sentido. Por suerte no soy el traductor de Roth y no tengo que enfrentarme a ese problema[1]. El lenguaje es nuestra mácula humana.

Por supuesto, estos problemas no sólo se plantean en la traducción entre el inglés y el español, entre estas dos posiciones tan diversas frente al idioma. Alessandro Baricco me contaba hace un tiempo una anécdota sobre su novela Seda[2], que tanto éxito tuvo en el mundo. Cuando su traductor japonés se puso a traducirla se topó con un problema insoluble, realmente insoluble.

Si ustedes han leído la novela, recuerdan que en un momento decisivo una mujer le da al protagonista una pequeña nota, una pequeña tarjetita la cual ha escrito: torna o muoro, “vuelve o me muero”. Son sólo tres palabras, pero ya en español hemos tenido que agregar el “me”, aunque también podríamos decir “vuelve o muero”. El traductor japonés de Baricco tomó la primera palabra: torna. Un pequeño problema japonés: no hay imperativo. No se puede usar una sola palabra, hay que usar alguna fórmula más elegante que implica varias palabras: “me gustaría que volvieras”, o “si fuera posible que volvieras”. En cuanto al “o”, resulta que no hay disyuntivas en japonés —yo no habló japonés, les cuento lo que dijo Baricco— y no se puede decir “si o no”; hay que decir que “una de las posibilidades es ésta y otra de las posibilidades es ésta”. Y la tercera palabra, muoro, no se dice nunca en japonés. La muerte es algo que no se nombra de forma directa, que sólo se nombra eufemísticamente. El único resultado posible era una larga carta que la mujer tenía que escribir rápidamente y dar al protagonista.

En el fondo, el problema de la traducción, cuando se enfrenta a lo que pueden comunicar entre sí dos idiomas distintos, se asocia a una noción casi mágica: suponer que la primera forma que una idea adquiere en un cierto idioma es la original, que lo que decimos por primera vez encierra una verdad que, de un modo u otro, tenemos luego que tratar de capturar, asimilar, transformar o reescribir en otro idioma diferente.

Así pues, las “sociedades del libro” también empezaron a diferenciarse entre las judeocristianas y las musulmanas. Ustedes saben que la Biblia es un libro que sólo existe en traducción, no hay un original único. Sabemos que ciertos textos fueron escritos en arameo, otros en hebreo, otros en griego o en latín. No hay una seguridad absoluta en cuanto al origen de esos textos y las versiones que conocemos son todas traducciones o traducciones de traducciones. Esto es lo que quiso decir aquel predicador durante la Reforma en Inglaterra, cuando durante un sermón tomó la Biblia del rey James y dijo a sus fieles: “Este libro no es la Biblia”. Pausa dramática. “Es la traducción de la Biblia”. Pues bien, toda Biblia es una traducción. Mientras que, como ustedes sabrán, el Corán no puede traducirse, no es un texto válido en traducción. El único Corán verdadero es el Corán original, dictado por Alá a Mahoma. Y no solo eso, sino que no es un texto como los textos creados por los hombres. El Corán es un atributo de Dios como su omnipresencia o su omnipotencia. Las palabras del Corán son un atributo de Dios.

Quizás sea útil aquí hablar de uno de los sentidos que damos a la palabra “traducción”, término que se aplicaba en la Edad Media al robo de reliquias —furta sacra— para transferirlas de un lugar a otro. La idea puede ser útil para reflexionar sobre el problema de la traducción si pensamos que cierta comunidad —y podemos hacer la equivalencia entre comunidad y autor— posee ciertas reliquias y que la existencia de esas reliquias conservadas en cierto ese lugar da a la comunidad cierta calidad. Pero esas reliquias pueden ser robadas —como los venecianos robaron, por ejemplo, los restos de san Marcos— y llevadas a otra comunidad donde adquieren un nuevo sentido a través de otro contexto. Este es uno de los significados de la palabra translatio, traducción.

Las reliquias de san Marcos en Constantinopla tenían un sentido particular para la comunidad musulmana de Constantinopla mientras que transferidas a Venecia, san Marcos se convierte en el santo Patrón y Venecia comunica a esas reliquias una lectura nueva.

Todo esto lleva a una idea fundamental, no sólo de la traducción sino del lenguaje. Les hablé al principio de mi experiencia al aprender inglés y alemán en la infancia. Ahora sé que el hecho de que mis primeros idiomas hayan sido el inglés y el alemán hace que yo piense de cierta manera, que me comunique de cierta manera, incluso conmigo mismo, en mis propios pensamientos. Reconozco, por ejemplo, que cuando hablo en inglés tengo cierta tendencia a usar frases largas, como si hablase en alemán, y, sobre todo, a ocultar el propósito de una frase hasta el final, cosa que no se suele hacer en inglés. Mientras que en alemán, evito generalmente las estructuras intermedias y armo las frases de una manera que no es común en alemán. Lo cierto es que podemos pensar en el lenguaje no ya como un instrumento que hemos inventado para comunicarnos, sino como un instrumento que se nos ha escapado, que ha adquirido su propio poder y que define nuestra forma de pensar y los temas que pensamos. Es una paradoja curiosa que utilicemos una serie de sonidos en una sintaxis sobre la cual nos hemos puesto de acuerdo en cada una de nuestras sociedades, y que ese instrumento —que es el único que tenemos, aunque no sea preciso y aunque no comunique lo que queremos comunicar— defina a su vez lo que podemos pensar. Si estamos pensando en español no pensamos las mismas ideas que si pensamos en inglés; las palabras tienen otro peso, aunque sean equivalentes, y la sintaxis nos conduce por otros caminos, aunque esa sintaxis sea equivalente a la otra. Esto permite preguntar, si el lenguaje es nuestro instrumento pero ese instrumento nos domina, ¿en qué punto de la trayectoria entre la imaginación de ese texto antes de escribirlo y su lectura entramos en posesión del texto? Creo que eso sólo ocurre en el momento en el cual el texto se ha convertido en neutro, cuando el texto está acabado, publicado, sin el escritor presente, porque el escritor ya no existe en ese momento, no puede venir y hablarnos mientras abrimos el libro. Sólo entonces el lector se halla en posición de poder. Y el lector que más poder tiene es, por supuesto, el traductor, ya que puede abrir ese texto, ver cómo funciona y volver a reconstruirlo como si fuera un doctor Frankenstein de las letras, que reconstruye un texto a partir de piezas muertas.

Pienso que en este sentido, autor y traductor son funciones contradictorias que se oponen la una a la otra. El autor que crea un texto necesita crearlo a partir de las limitaciones que el lenguaje le impone, mientras que el traductor que rescata el texto escribe a partir de las libertades, de las generosidades que el lenguaje le permite. Son dos formas de imaginar al otro: el autor imagina a quién va a leerlo, a partir de sus limitaciones; mientras que el traductor imagina a ese autor a través de sus libertades.

Hay un texto muy interesante en torno a este tema. Se trata de un cuento de Kipling (no incluido en sus obras completas) que se llama Proofs of Holy Writ. Narra cómo el comité de traductores del rey James, encargados de traducir la Biblia, piden a Ben Jonson la traducción de unos párrafos y Jonson pide, a su vez, a Shakespeare que le ayude. El cuento es el diálogo entre Jonson y Shakespeare sobre cómo traducir una frase. Es un cuento espléndido que discute con inteligencia esos límites y libertades del idioma.

Hay para mí un héroe, un personaje clave que simboliza la importancia del traductor-lector en el acto creativo, un personaje de uno de los libros fundamentales de nuestra literatura Don Quijote. El autor del Quijote, nos dice Cervantes, no es Cervantes mismo sino Cide Hamete Benengeli. Pero para nosotros, lectores, la afirmación de Cervantes no es justa. No es Cide Hamete Benengeli el autor del texto que estamos leyendo. El texto que leemos cuando abrimos el Quijote es del anónimo traductor morisco que encuentra Cervantes en el mercado: es él quien nos da una versión oral del texto y, obviamente, un traductor oral no puede ser absolutamente fiel al texto árabe que está leyendo. Me gusta mucho el hecho de que el autor del Quijote sea un traductor, un traductor anónimo, como tantos en la larga historia de la traducción.

Para terminar esta charla y siguiendo con la idea de Cervantes y el Quijote, quiero recordar una obra perfecta para reflexionar sobre los problemas de la traducción. Se trata del Pierre Menard de Jorge Luis Borges. Pierre Menard traduce —en una traducción perfecta— la obra de Cervantes para su propia época. Que las palabras sean las mismas no importa porque el vocabulario no puede ser el mismo, ya que están escritas en otro siglo. Borges nos propone comparar dos párrafos aparentemente idénticos del Quijote de Cervantes y del Quijote de Menard y resulta que son distintos. Resulta que ni siquiera así como traductores podemos triunfar como traductores, ni siquiera copiando, o repitiendo, o reimaginando las mismas palabras. De manera que, en un momento de desesperación, los frustrados traductores de este mundo pueden consolarse pensando que aun en un mundo perfecto donde la traducción fuera posible repitiendo palabra por palabra el texto original, aun ahí fallarían.

En parte, nuestro obligatorio fracaso se debe a que Cervantes escribe (como todo autor) en un lenguaje propio a su momento. En la célebre frase inicial del Quijote, Cervantes decide jugar con un recurso (que ya habían utilizado muchos otros autores) para hacer que el lector pueda más fácilmente, como diría Coleridge, someterse a la willing suspension of disbelief, que podríamos traducir por “suspensión voluntaria de incredulidad”. Cervantes aparenta no conocer la historia que va a contarnos: “En un lugar de La Mancha de cuyo nombre no quiero acordarme…”. ¿No quiero acordarme porque no es un lugar importante? ¿Porque tengo razones personales? ¿Porque no me acuerdo y no quiero darles un nombre falso? Por todas las razones que queramos creer, Cervantes nos hace pensar que la historia debe de ser cierta pues, paradójicamente, el autor no nos da todos los elementos. Este “mentir con la verdad”, este jugar con la verdad, es un recurso muy antiguo. Pero Cervantes está escribiendo en español: “En un lugar de La Mancha de cuyo nombre no quiero acordarme…” tiene su propia música y la idea fluye sin ningún obstáculo. Ahora, si tratamos de hacer lo mismo que generaciones y generaciones de traductores al inglés, por ejemplo, mantener el mismo juego y decirle al lector “no voy a contártelo todo”, y ponemos: In a certain place of La Mancha..., ya tenemos que agregar certain pues con in a place el ritmo ya no es el mismo. Sigamos: Whose name I don’t want to remember… Pero en inglés no se puede decir eso. Whose name será gramaticalmente correcto, pero dado que whose se utiliza tanto para lugar como para personas resulta una frase de una gran torpeza. ¿Qué hacen los traductores entonces? Hay muchas versiones de esa primera frase, por supuesto, pero ninguna suena como la primera frase de una novela, la frase que lleva al resto de la narración. Y no suena así en inglés porque Cervantes la pensó en español.

Sin embargo, ese mismo recurso de dar al lector un momento de duda para que pueda entrar en la narración con mayor confianza existe en todos los idiomas y existe por supuesto en inglés. Ocurre al principio de una de las novelas más famosas de la lengua inglesa, Moby Dick. La frase es esta: Call me Ismael… Es exactamente la misma idea, porque Melville nos está diciendo “mi nombre no es Ismael”; no dice “me presento como Ismael”, sino “ustedes llámenme Ismael: a lo mejor ése es mi nombre, a lo mejor no, pero no importa porque me voy a dar a conocer con este nombre”. Tres palabras para escribir la frase más simple posible. Pero si la traducimos al español, ya desde la primera palabra no sabemos qué hacer. ¿Qué ponemos? ¿”Llámame Ismael” o “llamadme Ismael”? En ese último caso, en Argentina, por ejemplo, pensaríamos que se trataba de un marinero español… ¿Quién es el interlocutor? En este caso, el inglés permite suponer que podría ser uno o varios, lector o lectora, contemporáneo, amigo, desconocidos. Ese Call me es totalmente anónimo en cuanto al lector al que se refiere.

Sin embargo, a pesar de estos terrores, el lenguaje es el mejor instrumento que poseemos para comunicarnos, por más débil , por más impreciso que sea. Por ello seguimos creyendo en la avalancha de palabras, en la sintaxis mas o menos rigurosa, en las diferentes traducciones que hacemos a través de las generaciones para hacer nuestro un texto importante como el Quijote, por ejemplo, traduciéndolo a otros idiomas cada veinte o treinta años, para que nuevos lectores vuelvan a acercarse a cierto lugar de La Mancha de cuyo nombre no quiero acordarme. Sabemos, a pesar de todas estas faltas, que un texto que se deja leer fluidamente, un texto que consideremos bien escrito —sin saber lo que eso quiere decir— la idea central, la emoción, el corazón del texto puede ser comunicado. ¿Cómo sucede ese milagro? No lo sabemos Y creo que puede aplicarse a esas traducciones, a esas lecturas felices, una frase que Borges inventó para definir el hecho estético. Recordarán el final de un cortísimo texto que se llama La muralla y los libros, cuando Borges trata de entender lo que sucede cuando nos emociona un texto, un poema o una pintura, y dice estas palabras: “la inminencia de una revelación, que no se produce, es, quizá, el hecho estético”. Quizá eso es todo lo que podemos esperar de una traducción y ya es bastante.

 

 

[1] La mancha humana, traducción de Jordi Fibla, Madrid, Alfaguara, 2002.

[2] Seda, traducción al catalán, Mercè Canela Garayoa, Barcelona, Edicions de la Magrana, 1997. Seda, traducción al castellano, Carlos Gumpert Melgosa y Xavier González Rovira, Barcelona, Círculo de Lectores, 1998; Barcelona, Anagrama, 2004. Existe otra traducción al castellano de Mario Jursich Durán, Bogotá, Norma, 2003.