LÉXICO
por Lorenzo Gallego Borghini
13/7/2022
Cuando éramos pequeños, nos decían que la elle era una letra, y la cantábamos después de la ele al recitar el alfabeto. La elle también tenía capítulo aparte en diccionarios y enciclopedias. Siempre me pareció que había algo de engaño en aquello, que nos hacían comulgar con ruedas de molino. A todas luces, la elle no era una letra, sino dos, y así se considera hoy, más exactamente, como un dígrafo.
Ahora nos dicen que elle es un pronombre. Y nos piden que volvamos a sumergirnos en una ficción: la de que hay personas que no son ni hombre ni mujer.
Qué rápido adoptamos todo lo que viene de Estados Unidos; pronto nos convertiremos en una cultura traducida, no solo en lo escrito, sino también en lo social. Todos nosotros, un calco. En un paseo por las redes, observo cómo triunfa la moda de ponerse etiquetas para indicar si uno es él o ella, incluso en nuestro gremio. Veo rubias de melenas resplandecientes, a las que jamás se me ocurriría confundir con un hombre, recordarnos que son ella (she); y a cuarentones con barba y sus buenas entradas indicarnos que son él (he). ¿Qué haremos cuando por fin podamos organizar de nuevo nuestros congresos y saraos? ¿Nos pondremos chapitas en la solapa con nuestros pronombres?
Más que evitar confusiones, esas etiquetas parecen estar señalando la propia virtud, la adscripción a la modernidad; a una modernidad. Pero la gramática está fuera de modas; los pronombres y la morfología no pertenecen a nadie, son un sistema compartido, que no se reforma en cónclave ni por voluntad individual. Además, aunque la biología es limitada y solo nos ha dado dos sexos, la fantasía es infinita: yo mañana me puedo declarar trinario o cuatrinario, pedir que empiecen a hablarme con un supuesto morfema u y ofenderme a muerte si el resto de los hablantes se niega, culpando a la humanidad de mi pesar.
No ha llegado el día que deba traducir un they por alguna de estas innovaciones. Los textos que manejo son de tipo científico y muy técnicos; en medicina, la distinción entre los dos sexos sigue siendo clara y relevante. Sí me reprendieron sutilmente, en un foro de traductores, por decir que Marieke Rijneveld, nuestra colega holandesa que renunció a traducir a Amanda Gorman por ser blanca, era traductora y no une traductore.
Me dirán que soy un retrógrado, que tengo algún tipo de fobia, que no acepto que estas personas también son válidas (según el lenguaje en boga, como si hubiese personas que no son válidas). Nada más lejos la realidad: personas que no están a gusto con los roles asignados a uno u otro sexo ha habido siempre; entiendo y respeto sus reivindicaciones. Lo que veo innecesario es forzar cambios inasumibles en la gramática para reconocerlas, como si lo contrario implicase despreciarlas o negarles sus derechos. Si en los ochenta se llamaban andróginos y ahora no binarios, ¿qué problema hay en decir ahora no binario y no binaria?
Pensándolo bien, yo tampoco me he sentido jamás muy ajustado al canon de masculinidad; siempre fui un niño más bien sensible y delicado. Quién sabe; quizás, si hubiese nacido veinte años más tarde, ahora no estaría soltando esta monserga de señoro inadaptado, sino pidiéndoles a todos ustedes que, por favor, la próxima vez que me vean, no me llamen Lorenzo sino Lorence.