Con motivo del fallecimiento de George Steiner, reproducimos el artículo de Catalina Martínez publicado en VASOS COMUNICANTES 11, otoño de 1998
Un buen día, el azar —o el destino— pone una obra de George Steiner en manos de un traductor, y éste siente que acaba de recibir un regalo. Es tal el predicamento que Steiner tiene entre los traductores, es tal la admiración que profesamos a su obra y tanto lo que valoramos sus iluminaciones sobre el enigmático proceso de la traducción, que cuando esta circunstancia se produce, no podemos sino interpretarla como un regalo. Pero, ¿no se tratará de un regalo envenenado?
No es fácil explicar por qué el enfoque hermenéutico de Steiner en Después de Babel, criticado y refutado por algunos teóricos y estudiosos de la traducción, es, sin despreciar en absoluto otras valiosas aportaciones lingüísticas y teóricas, el que ha calado más hondo entre buena parte de los traductores.
No hay uno solo de sus libros en el que el análisis de la traducción no esté presente al hilo de esta o aquella cuestión, como si la alquimia traductiva, el fenómeno de la traducción en sí mismo, fuese el eje invisible de todo pensamiento y toda cultura. Admitiendo la validez del postulado de que todo hablante se traduce a sí mismo, dentro de su propia lengua, debemos señalar que, en el caso de Steiner, este proceso se realiza dentro de tres lenguas «propias». Por eso quien traduce a Steiner siente, no bien emprende esta travesía, que se adentra por una senda desconocida y peligrosa. Cada vez que Steiner reflexiona sobre la traducción, obliga al lector a tomar conciencia de un fenómeno que a menudo se da por sentado o pasa inadvertido y sobre el que se piensa —pensamos— generalmente poco. Traducir un libro que habla de traducción, en su totalidad o en parte, coloca al traductor en una situación cuando menos comprometida y vulnerable, pues si bien éste es plenamente consciente de los riesgos y las modestas posibilidades de éxito de su empresa, las alusiones a la traducción contenidas en el propio texto hacen que se disparen las alarmas en el lector, invitándolo a reparar de manera explícita en el «envés del tapiz», en la delicadeza o la torpeza del bordado lingüístico que el traductor le ofrece. El traductor queda así más desnudo e indefenso que nunca, lo que le obliga a conducirse con mayor cautela de lo habitual. Con Steiner no es posible viajar ligeros de equipaje. Si bien es cierto que todo traductor responsable admite la ventaja de conocer el conjunto de la obra del autor al que traduce, de que tal conocimiento puede ser beneficioso para el éxito del trabajo, en el caso de Steiner esto se convierte en una necesidad insoslayable. La obra de Steiner es claramente autorreferencial: se cita a sí mismo y cita invariablemente diferentes —o idénticos— pasajes de las mismas obras clásicas que constituyen su personal canon literario. Su pasión por la cita puede llegar a resultar una auténtica tortura para el traductor, tanto más si tenemos en cuenta que en muchos casos la cita va oculta, camuflada o intercalada en el texto sin ninguna indicación. Las referencias a Shakespeare, a la Biblia o los clásicos de la literatura griega y romana, por citar los ejemplos más frecuentes, son constantes en todos sus libros.
Partimos pues de la base de que el traductor de Steiner ha leído a su autor —bien en el original, bien a través de traducciones—, de que conoce su obra. Reconozcámosle además la cualidad de ser el más atento de los lectores. Pero esta lectura atenta, profunda, sólo se realiza cuando el traductor se enfrenta al texto no como lector sino como traductor, de tal modo que la ingenua promesa de felicidad surgida de este conocimiento y esta atención a la lectura no tarda en desvanecerse cuando constatamos que, como lectores —y no como traductora— de ese corpus textual, nos hemos mantenido en un plano superficial, de mero desciframiento del texto. Sólo cuando intentamos cifrarlo de nuevo, en el código de nuestra propia lengua, tomamos conciencia de la magnitud de la empresa que estamos a punto de abordar. Y, lógicamente, el desfallecimiento se apodera de nosotros no bien acometemos el primer párrafo. Sentimos que no estamos a la altura de las circunstancias. ¿Conseguiremos hacer legible el texto? Es un consuelo, sin embargo, recordar algo que el propio Steiner nos dice en Presencias Reales[1]:
A su vez, el buen lector, crítico o comentarista tendrá por objetivo hacer el texto más difícil de leer. Sacará a la luz las estrategias que el autor, consciente o inconscientemente, ha empleado; hará visibles la artimaña, las artimañas, los desplazamientos entre signos y vacío, inherentes al juego del autor y al lenguaje con el que sólo puede jugarse ese juego. Lo que todas las partes deben recordar es esto: los juegos de significado no pueden ganarse. No hay ningún premio de trascendencia, ninguna seguridad esperando a nadie, ni siquiera al más hábil e inspirado jugador.
Y cabe suponer que si Steiner omite mencionar al traductor en este ejemplo es porque su participación en el juego del significado puede considerarse casi axiomática.
Tras acudir durante años con la puntualidad del lector incondicional a la cita de cada nueva obra de Steiner, me tocó en suerte traducir su último libro, Errata[2], una suerte de memorias personales y literarias donde el autor somete a examen su vida, su obra y algunos de los acontecimientos más determinantes de nuestro siglo.
Los comentarios que siguen son meras pinceladas impresionistas, intuiciones o reflexiones asistemáticas, fruto de una lectura personal, y por tanto subjetiva, de un texto escrito por George Steiner; una relación de los aspectos a mi juicio más sobresalientes de su prosa o, sencillamente, de aquellos que se han manifestado con mayor evidencia durante la traducción de este texto. No pretenden en ningún caso ser exhaustivos; se proponen más bien ofrecer una visión general sin entrar en la casuística. El peculiar estilo de Steiner proporciona material más que suficiente para realizar un amplio estudio de lingüística comparada, pero ni yo soy persona competente para hacerlo, ni éste es el marco adecuado. Me parece observar que la mayoría de los traductores seguimos un procedimiento más intuitivo que científico, que nos encontramos en este sentido más cerca del poeta que del lingüista: este estudia y analiza de manera rigurosa y consciente las estructuras profundas de la gramática, mientras que aquél se zambulle, sin saberlo, en las estructuras aún más hondas de la lengua.
Antes me he referido a esa alquimia traductiva que parece constituir para Steiner el eje de todo pensamiento y que sin duda constituye el eje de su pensamiento personal, plasmándose en su estilo de manera más o menos evidente. Steiner piensa y escribe desde una matriz no sólo multilingüe sino también multicultural. (El alemán fue la lengua de su primera infancia; cuando Steiner contaba alrededor de ocho años, su familia se trasladó de Viena a París, huyendo de la inminente amenaza del nazismo. Más tarde llegaría un nuevo traslado a Nueva York, donde Steiner estudió en el Liceo Francés antes de ingresar en la universidad estadounidense; y por último sus años de docencia en Oxford y Ginebra. Si a ello añadimos su dominio de las lenguas clásicas —a los cinco años el pequeño Steiner se «entretenía» con su señor padre traduciendo la Ilíada del griego—, su conocimiento de otras lenguas europeas —como el italiano—, su vastísima erudición, sus múltiples viajes y la huella de su origen judío, nos encontramos ante un autor que se nos antoja inasequible.) Incapaces de desentrañar nuestros propios mecanismos psicológicos, de descubrir los entresijos del insondable proceso en virtud del cual un pensamiento nace, crece y estalla en palabras, ¿qué podemos hacer cuando nos vemos de pronto inmersos en los mecanismos mentales de un políglota que parece llevar archivada en su memoria la Biblioteca de Babel sin carga alguna, reunida en un ligero y manejable CD-ROM?
Steiner parece expresarse en una suerte de esperanto personal, fruto de su proverbial condición políglota y de su existencia errante. Su inglés no es un inglés al uso, no es el inglés estándar. Emplea en ocasiones una sintaxis híbrida, bajo cuya superficie en apariencia homogénea fluyen en inconsciente y feliz unión diversas estructuras lingüísticas ajenas a la lengua en la que escribe. Su prosa es hiperbólica, fragmentaria, sincopada y altisonante (saturada de adjetivos y adverbios). El alemán se deja sentir ocasionalmente en el uso del hipérbaton y en la alteración del orden de la frase. El francés se manifiesta en toda su pomposidad retórica cuando Steiner opta por la prolijidad, cosa que ocurre con cierta frecuencia. Porque aunque Steiner escriba en una lengua, tiene a mano en todo momento los recursos de otras que maneja con idéntica soltura, y parece usarlos a su antojo según persiga la precisión y la concisión, la densidad y la abstracción o el énfasis y la grandilocuencia. Esta inmensa riqueza lingüística que hace de Steiner un individuo extraordinariamente privilegiado, no parece bastarle, sin embargo, para alcanzar el grado de exactitud que persigue su exposición, y es frecuente así que el texto aparezca salpicado de términos en latín, en griego, en francés o en alemán, cuando el inglés se le revela insuficiente.
El uso de la puntuación también parece reflejar la influencia de esta matriz trilingüe; no coincide plenamente con las reglas de puntuación de la lengua inglesa. El discurso se articula mediante la alternancia de períodos breves y períodos más o menos largos, de acuerdo con unas pautas que no obedecen exactamente a la sintaxis de una sola lengua, sino que son más bien una combinación de todas ellas. En ciertos párrafos se observa una estructura similar a la de la fuga: parten de una unidad mínima, de una voz que se multiplica y se imita a sí misma, que se encuentra y se mezcla en el camino con otras voces siempre articuladas en torno a esa voz inicial, produciendo un efecto contrapuntístico. Las oraciones simples dan paso a las compuestas, aparecen y desaparecen hasta desembocar en una subordinación repleta de incisos, acotaciones y explicaciones.
Mientras traducía a Steiner tenía en todo momento la sensación de que él jugaba con ventaja en un sentido capital: lo que él había escrito simultáneamente en varias lenguas yo tenía que traducirlo necesariamente a una sola. Me debatía entre la necesidad de ser escrupulosamente fiel a un texto y a un autor que exigían a todas luces una rendición incondicional, un abandono de los trucos, las fórmulas y los mecanismos que los traductores vamos desarrollando y ejercitando día a día, y constataba al mismo tiempo que el exceso de fidelidad no arrojaba el resultado estético apetecido. (No existen fórmulas mágicas, procedimientos de aplicación general, pero sí pequeñas recetas que pueden facilitar la tarea en alguna que otra situación.) De todos es sabido que la traducción es un proceso de elección, de decisión, que quien aborda el traslado de un texto se decanta, consciente o inconscientemente, por uno u otro modo de aproximación al texto. ¿Cabe poner fin a la archiconocida polémica entre «literalistas» y «naturalistas» buscando una solución de compromiso, encontrando un equilibrio textual mediante el recurso a estrategias compensatorias que favorezcan la creación de un conjunto armónico? En el caso de Steiner tal solución de compromiso parecía ser la opción más idónea, habida cuenta de las particularidades mencionadas. Los distintos enfoques del análisis textual —generativo, semántico, sociolingüístico, psicológico, semiótico, etc.— tienen cosas importantes que enseñarnos. Todos son incompletos, pero todos son complementarios. Si toda elección implica exclusión, parece sensato suponer que el enfoque multidisciplinar sea la solución preferible en estos tiempos de vastísimos conocimientos especializados. Y aunque toda traducción es un proceso de elección, ciertos textos plantean mayores exigencias que otros, nos obligan a un mayor grado de compromiso o de renuncia. Es más que probable que otros traductores se las hayan visto en parecidas circunstancias con otros textos y autores, que se hayan sentido colocados contra las cuerdas, obligados a sopesar y calibrar milimétricamente cada una de sus opciones, que éstas sean a la postre consideraciones en exceso generales y perfectamente aplicables a la reflexión sobre la traducción de cualquier texto o de la traducción en sí misma. Me limito modestamente a referir y compartir lo que Steiner me ha suscitado.
[1] George Steiner, Presencias Reales, traducción de Juan Gabriel López Guix, Destino, Barcelona 1991, pág. 157
[2] La publicación de este texto en castellano, a cargo de Ediciones Siruela, está prevista para el mes de septiembre.