Traducir a Steiner. La sombra de un arte exacto, ENCARNA CASTEJÓN

1998 – Actualizada el 4 de febrero 2020.

El 3 de febrero de 2020 fallece George Steiner. En su memoria, recuperamos este artículo publicado en  VASOS COMUNICANTES 11, otoño de 1998

El traductor, el intérprete, es fiel a su texto, es responsable de su forma de responder al texto, sólo cuando se esfuerza por crear un equilibrio de fuerzas, una presencia integral, que la comprensión apropiativa, la ingestión y la transferencia han roto. En la traducción respondiente y responsable está implícita una profunda economía moral, un tacto trascendente. El traductor-intérprete busca un intercambio significativo. Las flechas del significado, del beneficio cultural y psicológico, deben moverse en ambas direcciones y de forma recíproca. Idealmente, debe producirse un intercambio de energía sin pérdida de energía. La traducción perfecta es (o debería ser) la negación de la entropía. El orden, la coherencia y la energía potencial se encuentran a resguardo en ambos extremos de ciclo: la fuente y el receptor. La traducción suprema, que no es más frecuente que la gran poesía, da nueva vida al original no sólo porque le otorga un nuevo espectro de resonancia espacial y temporal, o porque pueda iluminarlo forzándolo, por así decir, a una mayor claridad y a un mayor impacto: el proceso de la reciprocidad va mucho más lejos. Una gran traducción otorga al original lo que ya estaba ahí; acrecienta el original al exteriorizar, al desplegar de forma visible connotaciones, alusiones y matices de fondo, paralelismos y afinidades con otros textos y culturas o, por el contrario, elementos que contrastan con estos mismos textos y culturas; todo lo cual está presente, está ahí, en el original, desde el principio, si bien no de manera evidente. (…) Re-crear lo que ha sido creado, afirmando y enunciando la primacía, la prioridad de su esencia y de su existencia; re-crear lo que ha sido creado, añadiendo presencia a la presencia, completando lo que va es en sí mismo completo: ése es el propósito de una traducción responsable. (…)

El texto original ha engendrado la traducción y debe preservar en ella su engendradora presencia, no importa el brillo o la inmensa buena fortuna que ésta última pueda tener. El texto debe seguir siendo común a ambos, al autor y al traductor, incluso allí donde, quizá por partida doble, la posición autónoma del traductor, su auctoritas, queda oscurecida por el tiempo y por la distancia lingüística. (…) Esta preservación, serva, es el resultado de un arte exacto: exacto por su ideal de precisión, exigente por su rigor moral y técnico. El traductor convertirá así su esfuerzo en una paradoja de eco creativo, de reflejo metamórfico. No hay en la vida de las letras una tarea más necesaria, una llamada que merezca una respuesta más rigurosa.

Las palabras precedentes son una cita del artículo de George Steiner Un arte exacto, recogido en el volumen Pasión intacta que Ediciones Siruela publicó en 1997. Las traductoras fuimos Menchu Gutiérrez y yo, y nos repartimos más o menos al cincuenta por ciento los artículos y conferencias que componen el más que voluminoso libro, aunque la aparente simplicidad del acuerdo no narra los largos días que ambas pasamos sentadas en el suelo de mi casa (mi casa estaba más a mano que la suya) con hasta veintiséis libros en cuatro idiomas (castellano, inglés, francés y alemán) abiertos a la vez a nuestro alrededor (diversos diccionarios, diversas traducciones y ediciones de Kafka, Wittgenstein o Kierkegaard, varias versiones de la Biblia, original y traducciones de Milton y de Shakespeare, y un largo etcétera). Las horas en las que traducíamos (entregadas a la labor solitaria del traductor, y cada una en su casa) eran agotadoras; cuando nos reuníamos para buscar, discutir y comentar las posibilidades y entresijos de algunos textos, acabábamos literalmente molidas. Ambas habíamos seguido la obra de Steiner, éramos y somos lectoras impenitentes desde la infancia, traducimos a menudo aunque nos horroriza que alguien nos presente como traductoras profesionales (preferimos hablar de traducción ocasional, aunque la expresión engañe con respecto a la frecuencia, forzada casi siempre por la economía), y amamos el lenguaje, que es lo mismo que decir: sufrimos, y cómo, la enfermedad del lenguaje. Pero no creo que ninguna de las dos hubiera aceptado traducir a Steiner (ni más de tres o cuatro libros en su vida, entre los cuales no se contaría este autor) si no fuese por esa miserable cantidad que en este país suelen cobrar los traductores y que buena falta nos hacía. Con esto no pretendo soltar una boutade sin la menor gracia, ni provocar a quienquiera que sea, ni librarme en dos patadas de este artículo que he entregado con un retraso imperdonable por haberme empeñado, (antes de embarcarme en este último esfuerzo) en un intento desesperado de ser lo más objetiva y académica posible, ateniéndome al texto inglés que tuvimos en las manos y a los problemas que nos dio, dando ejemplos como Dios manda cuando conviniera y, en fin, alejándome invariablemente de la experiencia personal, que es lo que menos le interesa a nadie. Lo siento, no puedo, y ahora hablo solamente por mí, ya que Menchu Gutiérrez se ha salvado de este lío (el cincuenta por ciento, más o menos, de este artículo) porque últimamente no ha parado de viajar. Las palabras de Steiner que he citado al principio son muy hermosas. Demasiado, quizá. Hay en ellas un peso casi sacro que Steiner ha querido añadir de un modo u otro a todos sus textos de los últimos años. Su idea de presencia real, constante ya en todas sus menciones de presencia, evoca (¿invoca?) un referente ideal, o un idealismo del referente, que no comparto. Por otra parte, en Pasión intacta he visto, por decirlo de un modo muy sencillo, a un hombre inteligente, gran lector, pasar de una hermenéutica excelente (véanse los artículos Notas sobre ‘El proceso’ de Kafka o Sobre Kierkegaard, o Los que juegan con gallos y cenas) a simplificaciones más que discutibles (de hecho, horrendas) en textos como La historicidad de los sueños o Los archivos del Edén. Como el propio Steiner reconoce en su autobiografía (o vida en ideas) Errata, la educación clásica (su educación en la veneración por los clásicos) puede suponer, en determinados momentos, una limitación más que un perfecto instrumento óptico, y llega un momento en la vida (para todos nosotros, me temo) en que el sistema de referencias del pensamiento (un bastidor armado en la juventud sobre el que la madurez teje y borda primorosamente) no puede responder a las instancias de la época (ni quedan fuerzas, ganas o comprensión suficiente como para construir un nuevo bastidor, y perdón por todos estos fatigosos paréntesis).

¿Odio a Steiner? No, señor, aunque ni un solo autor de los libros que he traducido se ha librado de ser en algún momento el blanco de mis odios. Traducir es el mejor modo de conocer los defectos de un discurso, con el lastre añadido de tener que soportarlos durante meses de una manera más íntima, si uno padece la enfermedad del lenguaje, que un ronquido persistente en la almohada contigua. No odio a Steiner, simplemente me he peleado con él cada tres días durante una larga temporada, hasta el punto de llegar a contestarle en voz alta y de malos modos a la página que tenía delante. Hay muy pocos pensadores, o ensayistas, con los que uno tenga ganas de pelear en voz alta mientras traduce. Incluso cuando a Steiner se le agota el pensamiento antes de lo que (en mi opinión) debería, consigue que yo siga pensando y discutiendo para mis adentros. No puedo pedir más.

Mis últimas consideraciones se refieren a su expresión un arte exacto aplicada a la traducción. Es demasiado sublime para mí. Yo, que no tengo vocación de traductora, prefiero hablar de la sombra de un arte exacto. Y en esa sombra incluyo las horas en que Menchu y yo nos volvíamos locas por la costumbre steineriana de citar otros textos de memoria (con frecuentes errores), o esas otras en que la irritación que puede provocar la búsqueda constante de la precisión (sin ocultación del proceso; es más, el proceso de búsqueda solía ser la única evidencia final de la preocupación por la palabra exacta) que Steiner lleva a cabo en cada frase se transformaba casi en ternura: esos tres o cuatro adjetivos como acordes ascendentes adheridos a cada nombre, esas yuxtaposiciones de la misma idea en forma de distintas aproximaciones de metáfora literaria (que a menudo chocan y se anulan entre sí), esas tremendas sustantivaciones del verbo, todo ese largo proceso de duda en el corazón del lenguaje, expuesto casi obscenamente ante nuestros ojos, nos conmovía profundamente. En esa sombra nos devanamos los sesos, movimos los labios ensayando palabras en silencio, reavivamos el viejo dolor de espalda, nos sentimos inservibles día tras día para algo que no fuera esa rigurosa paradoja de eco creativo. Ambas, Menchu y yo, estamos seguras de que Pasión intacta, versión castellana, es otra magnífica ocasión para pensar con y contra Steiner; y, al menos yo, no quiero ni puedo recordar fríamente esa obsesiva primavera. Sólo pido dos cosas a quienes leer estas líneas les haya parecido una pérdida de tiempo: primero, perdón; y después, que vuelvan a leer el bellísimo texto de Steiner que las precede.