Cómo empecé a traducir, IV

Jueves, 9 de abril de 2020.

Llegamos ya a la IV edición de «Cómo empecé a traducir», subsección del CENTÓN que lleva camino de convertirse en clásica (véanse aquí las ediciones anteriores: I, II y III) y, como indica Julia Osuna, es ya una herramienta muy útil para los que desean iniciarse en la profesión. Esta vez, como las anteriores, está construida a partir de la conversación de los socios y presocios de ACE Traductores en la lista de distribución de la asociación.

Julia Osuna:

Yo no soy de asomar mucho la cabeza, pero me habéis picado. Sobre todo porque cuando daba talleres en el máster de traducción editorial de Málaga siempre ponía el primer CENTÓN de esta serie para leerlo en clase y comentarlo, así que habrá que colaborar para crear los siguientes.

Y aquí mi relato, bastante lineal, poco meándrico como el de otros compis.

Me acuerdo de estar rellenando la solicitud de las universidades y de dudar hasta el último minuto entre Comunicación Audiovisual o Traducción. Me acuerdo de que quería ser guionista, pero cuando mi padre, barriendo para casa, me dijo es que podrías traducir libros algo encajó en mi cerebro (fue así, como una bombilla resplandeciente en un bocadillo). Me acuerdo de algunos profesores de la carrera que se reían, con risas de las que suenan, cuando les decía que quería trabajar para editoriales. Me acuerdo del «de eso no se vive». Me acuerdo de ir tres veranos seguidos a hacer talleres de traducción de literatura griega en la isla de Paros. Me acuerdo de que podíamos estar discutiendo media hora sobre si «serenidad» o «calma» y de Vicente (sí, Fernández) mesándose las barbas. Me acuerdo de, terminada la carrera, acoplarme en el Erasmus de mi pareja en Coímbra y traducir tres libros en una buhardilla cochambrosamente encantadora. Me acuerdo de volver y proponerle uno de esos libros a una editorial que estaba empezando en Córdoba. Me acuerdo de echar mi primer currículum en el videoclub mejor surtido de Córdoba y trabajar allí las tardes y seguir traduciendo por las mañanas. Me acuerdo de que la editorial que me sacó esa primera traducción con mi amiga Esther Cruz me hizo una prueba para ser su correctora. Me acuerdo de que me obligaran a reescribir traducciones enteras porque no les daban tiempo a los traductores para hacerlas bien, de encargarme de buscar agentes de derechos, albaceas y derechos de obras que proponía y me dejarían traducir, y de que me echaran después de ¿seis meses? después de decirles cándidamente a los editores que no se leían los libros que publicaban. Me acuerdo de irme luego a vivir a Madrid en una casa cochambrosamente cochambrosa en Coslada, y seguir corrigiendo para otras editoriales mientras proponía traducciones a diestro y siniestro. Me acuerdo de ir sola a un curso de ACEtt sobre la profesión en un extraño rascacielos (para mí, de provincias), y de ahora solo acordarme de que vi de lejos por primera vez a mi amigo Arturo (sí, Peral), y de que tenía el pelo largo. Me acuerdo de ir a Edelvives donde estaba 451editores y de sentirme muy pequeñita y de la sonrisa acogedora de Virginia Rodríguez, y de que acabaran publicando una traducción del griego que habíamos hecho a 22 manos. Me acuerdo de que me ofrecieron trabajo de lectora y de que por fin me dieron mi primer encargo de inglés y compraron los derechos para que les tradujera a Édouard Levé. Me acuerdo de que todavía tengo el sobre con las correcciones en papel llenas de rojo de esa primera novela inglesa. Me acuerdo de que una amiga no pudo hacer una prueba de un libro griego para la editorial Roca en 2007, y de hacerla, y de seguir hoy trabajando para ellos. Me acuerdo de echar una beca para ir a un seminario de traducción del francés en México para traductores noveles y de conocer allí a amigas traductoras que todavía conservo y a otro gran profesor, Arturo Vázquez Barón. Me acuerdo de conseguir que me publicaran el Me acuerdo de Joe Brainard y de que con él colocaba la tercera y última traducción de la fructífera buhardilla mohosa. Me acuerdo de que ya no había vuelta atrás, ni falta que hacía.

 

Arturo Peral:

Pues ahí va mi aportación. He estado a punto de no escribir nada porque estaba convencido de que ya había participado en el segundo CENTÓN, lo cual es un recuerdo inventado. A ver quién se cree ahora lo que voy a contar…

En mi casa la traducción estaba siempre presente, porque mi padre traducía y hablaba sin parar del tema. Pero cuando llegó el momento de elegir carrera, me desanimó cuando le dije que quería estudiar Filología (alemana, no sé muy bien por qué) o Traducción. Según me decía, aprender un idioma era una cosa, y estudiar filología, otra. También insistió en que traducir era una actividad muy ingrata y muy mal pagada. Mi padre era de esos filólogos y traductores que no quieren que sus hijos sigan sus pasos. Y yo, que era muy obediente, acabé matriculándome en Historia.

Para cuando llegué a tercero de Historia, tuve una crisis importante. Me gustaba la carrera, pero tenía la sensación de que necesitaba un cambio de rumbo. Me veía convertido en profesor de secundaria y, la verdad, no me agradaba esa perspectiva. Hablé mucho con mi madre al respecto (mi padre ya no estaba disponible). Insistí en cambiarme a Filología (alemana, yo erre que erre), pero mi madre me propuso estudiar Traducción. Y yo, que era muy obediente, acabé matriculándome en Traducción e Interpretación con una idea fija en la cabeza: ser traductor de libros.

No sé si fue en segundo o en tercero, mi compañera de clase Tera (Teresa Blanco) me habló de un foro de traductores de libros y nos metimos juntos. Era el foro público que tenía ACE Traductores en la web antigua, y los dos nos pusimos a escribir sin saber muy bien a quién.

La misma compañera, un buen día, me dijo que fuera con ella a la Universidad Europea, que Maite, la del foro, iba a dar una charla. Y nos fuimos a ver a quien resultó ser María Teresa Gallego, que nos dejó con la boca abierta y con ganas de más. (De hecho, cuando me presenté a Maite, me dijo: “¿Tú eres Arturo? ¡Pensé que serías un señor de pelo cano!” Sospecho que llevo desde muy joven escribiendo como un señor mayor.) Después de eso, fui a varios talleres organizados por ACE Traductores, y todo el mundo me trató como si fuera ya un colega. También fui a Tarazona antes de traducir libros (y antes de acabar la carrera), y aprendí muchísimo, no solo de las ponencias, sino del contacto con los profesionales. Recuerdo en particular a Mario Merlino y a Luisa Fernanda Garrido, que se interesaban por mí y me trataban como si fuera un igual (cuando yo me sentía, y aún me siento, minúsculo).

Recuerdo que Maite me citó un día en la Morada de la calle Santa Teresa y allí me estaba esperando con Carmen Francí. Habían impreso los documentos para que me preasociara y me dijeron que de ahí no salía hasta que los rellenara. Claramente, querían que me uniera al club.

Al terminar la carrera, fui traduciendo todo lo que caía en mis manos, pero no eran libros. Hice sobre todo traducciones técnicas y algunas audiovisuales. Mis primeros contactos editoriales los conseguí gracias a colegas de la asociación: Maite, Isabel González-Gallarza y Mercedes Corral. Con su ayuda, empecé a trabajar de lector con varias editoriales.

En 2007 fui con una beca para jóvenes traductores del francés a México, a un seminario organizado por Arturo Vázquez Barrón, y llegué de puro milagro (perdí el avión de ida y volé un día tarde; Julia Osuna puede dar fe de esto). Estando allí, Arturo Vázquez me animó mucho. Me dijo que estuviera tranquilo, que quienes participaban en aquel seminario acababan traduciendo libros.

Y no le faltaba razón. Unos meses después de la vuelta, Luis Magrinyà me hizo mi primer encargo: me pidió que tradujera del francés una obra de la que ya le había hecho un informe de lectura. Me acuerdo de la emoción cuando llegó a casa el primer contrato. De tanto leer la lista, de tanto hablar de la LPI, de tanto escuchar la experiencia de los demás traductores, sabía exactamente qué tenía que figurar en mi contrato. Y ahí estaba, en dos copias grapadas esperando mi firma. Entenderlo todo a la primera, a pesar de mi inexperiencia, me supo a victoria colectiva.

 

Carolina Smith de la Fuente:

Jo, me habéis emocionado y todo con vuestras historias, compañeros, y me habéis dado algo de envidia de la buena, para qué engañarnos (Carlos, ¡qué maravilla empezar en esto con V de vendetta!).

Yo salí en la segunda entrega, pero fue antes de traducir mi primer libro, cuando aún estaba en la presección. ¿Puedo volver a participar?

 

Arturo Peral:

¡Claro! Ahora puedes contar tus comienzos desde el otro lado.

Ilustración de John Tenniel para Alicia a través del espejo, 1871

 

Juan Arranz:

Buenos días. Como presocio de reciente aterrizaje y también como proyecto de traductor editorial sin garantías de desarrollo efectivo, quiero agradeceros a todos vuestros ejercicios de memoria individual y colectiva. Leyéndoos se disfruta, se asume lo difícil que es esta profesión y se aprecia lo mucho que acaba mereciendo la pena el esfuerzo continuo.

Ah, y se percibe hasta qué punto la Asociación y la compañía digital de tanta gente valiosa embarcada en la misma deriva es lo que ayuda a evitar el naufragio. Incluso me estoy planteando pasarme por Gijón cierto finde de abril y ver todo esto en persona… Si lo hago, prometo ser de los que aguanten hasta la visita nocturna de la Guardia Civil.

Hasta entonces, a seguir leyendo centones. Gracias una vez más,

 

Irene de la Torre:

 Hola, colisteros:

No suelo participar mucho por aquí (y casi casi tampoco leeros mucho), básicamente por falta de tiempo.

Sin embargo, ayer abrí este hilo porque acabo de leerme el libro «Cómo empecé a leer» de Agnès Desarthe (traducción de Laura Salas Rodríguez), que trata precisamente de una traductora, la autora, y de cómo se inicia en este mundo de la escritura, lectura y traducción.

Me han encantado vuestras aportaciones e historias. Dan mucha vida, fuerzas, ánimos… La verdad es que cuando conozco a un traductor con larga trayectoria siempre le pregunto: ¿cómo te salió tu primer encargo?

Por lo que estoy disfrutando como nadie de leeros.

Un abrazo y feliz semana,

 

Celia Filipetto:

Creo que no llegué a participar en su día. Aquí va mi granito de arena. O de sal.

Lo mío hubiera sido la cirugía. Pero la carrera de medicina no se podía compaginar con un empleo. Como sabía aceptablemente bien dos idiomas y llevaba un año haciendo traducciones en mi trabajo de secretaria, me matriculé en el horario vespertino de la carrera de traductor público.

Encadené varios trabajos de secretaria bilingüe mientras terminaba los estudios. La traducción de manuales de despiece de tractores es muy aburrida, pero enseña precisión en la terminología, ingenio a la hora de documentarse, agilidad y rigor. En la era a. de G. (antes de Google) conseguí mejorar mis reflejos haciendo traducciones inversas y grabándolas directamente en la máquina de télex, en larguísimas cintas perforadas de papel resistente. Aprendí incluso a leer esas cintas para localizar errores y subsanarlos. Imagínense una tabla de Excel sencilla grabada de ese modo. Hecha a mano, contando las pulsaciones entre columna y columna. También aprendí mucho haciendo traducciones juradas de contratos de suministro de tubos sin costura en una Olivetti Lettera 22. Los fines de semana. Con tres diccionarios. Y mucho tesón.

En 1979 me instalé en Barcelona. Durante un tiempo compaginé trabajos fijos a tiempo parcial con traducciones para agencias en las horas libres. Entré en el mundo de la traducción de libros gracias al periodista uruguayo Homero Alsina Thevenet, que me puso en contacto con Martínez Roca. Una vez corregida, mi prueba de traducción de cuatro páginas de una novela romántica contenía más rojo pasión que los amores que describía. Pese a eso, esta editorial me hizo el primer encargo: Interpretación práctica de los sueños. Después siguieron otros encargos, otras editoriales y muchos géneros: autoayuda, divulgación científica, ciencia ficción, fantasía, novela policíaca, ficción, cómics, literatura infantil y juvenil.

Los primeros diez años estuve sola ante el peligro con mi máquina de escribir, después con el primer ordenador que me compré a principios de los noventa. Mi único contacto con otros traductores se producía cuando coincidíamos el día de cobro: con cheque nominativo, barrado (al otro lado del charco se decía «cruzado»), que depositábamos en la sucursal bancaria más próxima y luego nos íbamos a tomar un café.  Las asociaciones de traductores entraron en mi vida profesional más o menos por esa época. Si hubiese ocurrido antes, me habría ahorrado algunos sinsabores. La perspectiva cambia cuando conoces tus derechos, las prácticas del sector, la experiencia de otros compañeros. Y vaya si ayuda.  Y cómo acompaña.

Después de unos cuantos libros y unos cuantos textos —porque no olvidemos que todos los textos nos enseñan a traducir— creo que, en cierto modo, he hecho realidad el sueño de ser cirujana. En el quirófano de mi estudio, equipada con el bisturí de mis diccionarios, el escalpelo de internet, las pinzas de todas mis lecturas, las cubetas repletas de consultas con compañeros de fatigas, abro el cuerpo del libro, hurgo en su organismo, lo curo de la enfermedad común a todos los libros escritos en idiomas que desconocemos para devolverlo con un cuerpo nuevo a los lectores en castellano. Creo que no maté a ninguno de mis pacientes. Hasta hay algunos que todavía siguen por ahí vivitos y coleando.

 

Carolina Smith de la Fuente:

Bueno, pues allá va, para la cuarta o quinta entrega. No sé si como Alicia al otro lado del espejo o como el Sombrerero Loco… (Vaya semanita, ¿por qué tendrán las entregas la manía de llegar cuando menos tiempo se tiene?)

Lo que se me olvidó mencionar en la segunda entrega fue que mi padre se me adelantó en esto de la traducción editorial. Estaba yo en cuarto de carrera (¿o en el máster?), cuando él —profesor de inglés de profesión, arqueólogo de vocación— empezó a traducir artículos científicos sobre arqueología para colegas de la Universidad de Cantabria. Un día me preguntó qué podía hacer para empezar a traducir para editoriales. Me encantó contarle todos los consejos que había leído por aquí y oído en los Polisemos (y que yo, por joven y cobarde no me había atrevido a intentar). Y así, sin más, se puso en contacto con dos editoriales y las dos le encargaron libros. Después de varios años de colaboración con una de ellas, me animé a pedirle que me presentara. Me mandaron una prueba, la pasé y, cinco años después, sigo trabajando para ellos. Otras editoriales llegaron después, con la suerte de que ha sido gracias a recomendaciones de compañeros y la mala suerte de que a veces llegan en el momento menos oportuno (de hecho, el primer libro y el segundo se me solaparon un poco).

Mi padre ya apenas traduce libros y se dedica casi exclusivamente a los artículos de arqueología*. Yo sigo trabajando para agencias, aunque cada vez menos, y la estantería de las traducciones se va llenando poco a poco, sin prisa.

Así que, supongo, esta es la historia de cómo esta lista y esta asociación nos ayudaron a mi padre y a mí a empezar a traducir libros. Qué suerte la mía (la nuestra).

*Nunca conseguí que se asociara. Esa espinita la tengo clavada.

 

Núria Molines:

Qué historia más bonita, Carolina.

Sumo la mía para la cuarta entrega:

Después de escuchar infinitas veces que no iba a traducir un libro en mi vida y que la literaria no era una salida realista (¿?), aterricé en el máster de Interpretación de Conferencias para convertirme en una persona de provecho (¿?). También estudiaba Filosofía, para compensar. Un poco en paralelo, fui a hablar varias veces con un profesor de mi universidad que tenía un libro sobre las relaciones entre traducción y filosofía, le daba la tabarra para que me contase más cosas sobre el tema y el hombre siempre hablaba muy orgulloso de la buena relación que tenía con sus editores. Yo, que no tengo vergüenza ni la conozco, le di morcilla hasta que conseguí que me llevara en persona a una de esas editoriales para presentarme. Recuerdo aquella «reunión» como un encuentro muy particular. Yo estaba en una esquinita, no sabía dónde meterme (ahí sí que me entró la vergüenza), mientras, ellos dos estuvieron hablando de sus cosas y el editor estaba muy triste porque le habían entrado a robar en un molino que tenía. Al cabo de casi una hora, empezó a lamentarse, el traductor que iba a hacer un libro muy largo que tenían contratado finalmente les había dicho que no podía. Discretamente, carraspeé y les dije que, igual, si a ellos les parecía bien, lo podía traducir yo (previa prueba, claro). «¡Uy, claro, que tú eras traductora! ¡Claro, claro! ¡Que te preparen una prueba! ¡Menudo problema nos vamos a quitar de encima!». Pasé la prueba, volví a la editorial a firmar y a concretar el plazo (como no tenía ni idea, me enseñaron el ejemplar del original y calculé a peso) y el problema ya pasó a ser mío, pocos libros he hecho tan difíciles como aquel, pero eso ya es otra historia. Y así me dieron mi primera oportunidad. Un poco a la vez, una revista digital en la que yo había escrito reseñas literarias durante la carrera se reconvirtió en un proyecto editorial y también empecé a traducir ahí. Enseguida me asocié a ACEtt y creo que eso es lo mejor que he podido hacer en mi carrera, aquello fue el principio, pero en la continuación ha tenido mucho que ver lo que he aprendido aquí gracias a colegas que me han sabido aconsejar y guiar en mis primeros pasos (María Enguix la primera, que me captó para la asociación).

 

Rocío Gómez de los Riscos:

¡Qué hilo tan interesante! Me han entrado ganas de compartir también mi historia, al amparo de la seguridad de la pantalla, pues en público soy muy tímida.

Yo estudié Filología Inglesa porque no aprobé la prueba de acceso a TeI, parón de un año mediante para irme de auxiliar de español al Reino Unido a un internado de niñas (no repetiría, menudas eran la mayoría…). Cuando terminé la carrera no tenía ni idea de qué hacer, pero sí que no quería ser profesora de inglés. Tampoco quería hacer un máster, aunque si hubiera habido la oferta de ahora me lo habría pensado. Así que me metí en un grado de formación profesional de turismo y, a la vez, hice el CAP, «por si acaso». Lo primero, sintiéndolo mucho, acabó siendo una pérdida de tiempo y lo segundo me ayudó a conseguir una beca Fulbright para irme a Estados Unidos de auxiliar de español, donde me destinaron a una universidad… de chicos (sí repetiría, nada que ver con la experiencia inglesa). Intenté conseguir otra beca del estilo para hacer lo mismo en otro sitio al año siguiente, pero no salió.

Fue entonces cuando me vi ya «obligada» a tomar una decisión, así que, mientras trabajaba en una tienda de ropa (cosa que detestaba), empecé a hacer cursos de corrección, que llevaron a otros de traducción y a mi primer trabajo «de lo mío» en una empresa de servicios editoriales donde aprendí a base de palos. Esa aventura llegó a su fin, de casualidad, en un momento muy oportuno, pues ya me había dado cuenta de que lo que realmente quería hacer era corregir y traducir por mi cuenta, sin el yugo de un jefe sobre mi cabeza.

Así que ese verano, el de 2015, con 30 años ya, hice un curso de traducción literaria que me encandiló y que me animó a dar el paso: tenía que empezar a ponerme en contacto con editoriales. A eso me puse a mediados de agosto y el 9 de septiembre ya me habían ofrecido hacer una prueba pagada. Si la pasaba, me encargarían el libro. Y la pasé.

Joven decadente, Ramon Casas, 1899

Así fue como traduje mi primero libro, al cual le tengo mucho cariño, si bien también me genera sentimientos encontrados, ya que fue para Malpaso (el editor para nada era de la calaña de Bernardo).

Hoy en día tengo más trabajo de corrección/revisión que de traducción, pero he traducido ya más de veinte libros, tanto de editorial como de literaria. Y, a pesar de las dificultades pasadas y presentes, me alegro mucho de haber dado el paso. Y ahora me siento mucho más acompañada gracias a asociaciones como esta, sobre todo teniendo en cuenta que llegué «sola» a este mundillo, sin compañeros ni mentores con los que compartir penas y alegrías.

En fin, me ha quedado esto muy largo… Lo siento.

Gracias a los compañeros por compartir también su experiencia. Y a los neófitos —yo me lo sigo considerando a veces— os animo a no desistir.