Cómo empecé a traducir, I

Abril 2007.  Recuperado el 21 de febrero de 2020.

Ferdinand Hodler, El lector,1885

Coincidiendo con el inicio de la segunda edición del programa de Mentorías de ACE Traductores, reproducimos este CENTÓN publicado en VASOS COMUNICANTES 38 y compuesto por las intervenciones de los socios en la  lista de distribución por Internet de ACE Traductores en abril de 2007.

Carmen Francí: Por lo que he visto en nuestros talleres de iniciación a la traducción, uno de los puntos que más interesa a los jóvenes aspirantes a traductores es el primer paso, el abecé: cómo se empieza a traducir para una editorial. Isabel González-Gallarza les da consejos útiles y sistematizados, pero se me ocurre que si los colisteros respondierais a esa pregunta, los resultados podrían ser muy interesantes. Y si no da para una fría estadística, si contestáis con el rigor y gracejo que caracteriza a esta lista el resultado podría ser de alguna utilidad.

María Teresa Gallego Urrutia: Quizá ceñiría la encuesta a los… digamos diez últimos años. La forma en que se empezaba a traducir cuando empecé yo, por ejemplo, me parece que ya no sería de utilidad para las prédicas iniciáticas.

Carmen Francí: ¿Por qué no? Con contexto, todo sirve. Insisto, por favor, os ruego a TODOS que contéis sin pudor vuestras más íntimas experiencias, vuestro maiden voyage editorial.

Patricia Orts: ¿Qué pasaba entonces, por Dios?

María Teresa Gallego Urrutia: En mis comienzos (o sea, en los sesenta) se empezaba un poco por casualidad. Las editoriales, siempre tan cariñosas y desinteresadas ellas, acudían bastante a las facultades a buscar estudiantes que les hiciesen traducciones en condiciones aún más leoninas y tarifas aún más míseras que lo más leonino y lo más mísero que pueda darse ahora. Muchas veces como negros, o como nada de nada: la traducción aparecía sin firma alguna. También se llevaba mucho la agencia tipo Diorki Traductores (por la que hemos debido de pasar, calculo yo, todos los que ahora hemos cumplido ya los cincuenta). Total, que si eras estudiante de una facultad de letras en general, y de una filología en particular, antes o después traducías una novela o un ensayo (me imagino que también había otros caminos, yo sólo puedo hablar de mi experiencia). Y te quedaba fatal. Pero el siguiente libro te quedaba ya un poco menos fatal. Y, poco a poco, ibas aprendiendo a hacerlo mejor. Y, si perseverabas en el oficio, porque no te salía otra cosa o porque, aunque sí empezabas a trabajar en otra cosa, te gustaba y no querías dejarlo, las editoriales empezaban ya a conocerte y a llamarte. Y te hacías de una asociación, de APETI* por ejemplo; y, en parte porque ya hacías traducciones más decentes, en parte porque ibas aprendiendo a ser reivindicativo, y en parte porque algunas asociaciones, APETI por ejemplo, iban luchando y consiguiendo mejoras en el terreno legal por un lado y, por otro, iban creando cierta conciencia “de clase”, empezabas a conseguir contratos, y tarifas un poco más dignas, y copyrights, que era bastante para nota. Porque aún no existía la LPI. Pero siempre currándoselo mucho y exponiéndose a que la editorial pasase de ti o, incluso, te pusiese en alguna lista negra.

* APETI (Asociación Profesional Española de Traductores e Intérpretes) dejó de existir hace años. Pero, mucho antes, los traductores literarios habíamos fundado la actual ACEtt.

Carmen Francí: Yo no trabajé para Diorki, me rechazaron. Hice una prueba para ellos (lo recuerdo bien, fue el día del referéndum para la OTAN -de-entrada-no). Yo todavía no traducía libros, iba en moto de agencia en agencia (no existía el fax ni el e-mail) para encarguillos más o menos bien pagados y siempre rarísimos.

Diorki no me quiso: me explicó una joven un tanto pedante que mi castellano tenía demasiadas influencias hispanoamericanas. ??!!

Como no fuera por leer a Borges y compañía… Sería boluda la piba…

Mónica Rubio: Yo trabajé para Diorki muchos años antes de pensar siquiera en hacerme traductora. Tengo un vago recuerdo de haber traducido cuentos, algo que tenía que ver con Barbie…

Me dieron un cuento en italiano y cuando lo hice me dijeron que estaba bastante mal. Yo me puse indignada y les dije que ellos qué sabrían. No recordaba que tuviera yo tanto desparpajo en mi juventud: no sé italiano ni lo he sabido nunca.

María Teresa Gallego Urrutia: Añado mi principio personal —que ya he contado otras veces—, porque lo que mandé ayer fue algo general.

El año en que empezaba Preu y cumplía 17 años —cuando aún no sabía qué carrera iba a elegir en la universidad, porque yo, lo que quería hacer en la vida era la Revolución, y eso lo estudiaba por otro lado— pensé que lo que sí quería seguro, además de hacer la Revolución, era traducir del francés.

Ni corta ni perezosa escribí a Seix Barral y a su director Joan Petit. Elegí esa editorial y ese nombre porque mi padre traducía esporádicamente del inglés y me sonaba el nombre del director de la editorial. Y con el atrevimiento de la ignorancia y la juventud —y la insoportable petulancia que ya tenía por entonces— dije sencillamente: quiero traducir.

Petit — y éstas líneas son un homenaje a él, que es uno de los ídolos de mi vida— me llamó por teléfono y me dijo: tradúceme un capítulo de Claude Simon, de Le vent.

Cuando lo recibió, me volvió a llamar y me dijo: es una traducción espantosa, pero aquí hay algo. Te voy a dar el Goncourt de este año. Pero me vas a ir mandando el borrador capítulo a capítulo. Y yo le iba mandando el borrador en papel cebolla. Y él me llamaba y lo revisábamos juntos y me iba explicando las torpezas —y alabando los aciertos—. Y entonces yo rehacía el capítulo y lo pasaba a limpio.

Y así traduje La compasión divina de Jean Cau, que nunca se publicó en España, porque la censura prohibió el libro y Seix Barral lo vendió a una editorial mejicana. Y la editorial mejicana reescribió la traducción aunque dejó mi firma. Y cuando me llegó el libro me cogí un rebote del copón y lo tiré a la basura.

Y no pude llorar en el hombro de Joan Petit porque entretanto se había muerto repentinamente de un infarto, dejándome una sensación de orfandad considerable.

Pero ya estaba metida en el circuito… Aguilar me encargó algún tiempo después unas novelas de Simenon para unas obras completas… e hice cosas para Diorki traductores y para una editorial de cine de Valencia y trabajé en un bufete de abogado, de traductora jurídica, mientras preparaba las cátedras de Enseñanza Media de francés… y hasta hoy.

Lo que no hice por fin fue la Revolución…

Concha Cardeñoso: Qué tentación, Carmen, aun sin ruego ni nada. A ver si me doy caña, no me distraigo, y siso un ratico para contarlo…  Bien pensado, incluso diría que, de vez en cuando, a temporadas, es como empezar desde cero otra vez.

Núria Viver Barri: Empecé con traducciones de medicina (soy médico), me gustó traducir, me fueron dando más trabajo de traducción médica, descubrí que existía la carrera de Traducción e Interpretación, la hice y empecé a buscar trabajos que no fueran de medicina, para lo cual me vino muy bien apuntarme a alguna lista (la primera fue la de ATIC, siguió la de Medtrad y al final la de ACEtt). Mandé miles de cv a editoriales y alguna contestó. Empecé a traducir libros y, hace unos años, también novelas.

En realidad, soy un médico que ha dedicado media vida a la medicina y media a la traducción, a la que llegué a través de la medicina, a la que quizá vuelva en breve. ¡Qué lío!

¿Sirve, Carmen?

Carmen Francí: Sí sirve, mil gracias. Ilustra muy bien un rasgo del oficio: la disparidad de puntos de partida. Aunque en Barcelona me lo contaste añadiéndole una salsa muy interesante (ah, la salsa): tu desengaño de la medicina tal como se ejerce en este país.

Núria Viver Barri: Sí, así fue. Después de trabajar en Guatemala, no pude volver a trabajar aquí, no porque no encontrara trabajo, sino porque no me sentía a gusto en ese mundo. Por casualidad, buscando un trabajo algo alejado de la medicina pero no del todo, me topé con un anuncio en el Colegio de Médicos en el que buscaban un médico que supiera francés para traducir unas revistas para especialistas. Me hicieron una prueba y dijeron que no lo hacía del todo mal. Todavía trabajo para ellos, Ediciones Mayo. Sigo teniendo infinitas ganas de trabajar por ahí como médico, pero me encanta traducir. ¡Una vida un poco esquizo!

Concha Cardeñoso: Hace unos cuantos años, cuando las circunstancias y una amiga me dieron la idea de dedicarme profesionalmente a la traducción, confeccioné un currículo de primeriza, hice copias y me fui a la única editorial en la que podía preguntar por una persona determinada, una editora «de mesa», como se dice ahora. Le entregué el currículo, hablamos un rato, le pedí una prueba de traducción, me la dio y, al cabo de unos días, me hizo el primer encargo editorial de mi vida. Fue un verano inolvidable del que, afortunadamente, conservo documento gráfico.

Al principio traducía poco porque trabajaba sólo con esa editorial, pero después, los encargos se multiplicaron y además fui a otras editoriales a presentarme y pedir pruebas. Para mí, fue fundamental saber por quién tenía que preguntar. Y si iba de parte de alguien, mejor que mejor.

Lo demás ha sido cuestión de cumplir con los encargos, establecer una relación cordial con el editor o editora de mesa (sin olvidarme de las mínimas reivindicaciones, claro) y una dosis de suerte o don de la oportunidad (a veces, de la inoportunidad, también es cierto).

Pasadas las primeras emociones fuertes (porque traducir libros es emocionante), vendría la soledad, luego, la asociación, la conciencia, la lucha, las épocas de lluvias torrenciales, las de sequía pertinaz, las de barbecho…, pero eso ya no sería «cómo empecé».

Juan Pascual Martínez: Muy bien, allá vosotros:-))    Ahí va el rollo:

Estudié filología inglesa en Málaga, y cuando terminé, quise empezar el doctorado en literatura ídem. Como no estaba muy seguro de que me admitieran (quizás porque ya me conocían bien), me apunté también a la preinscripción del doctorado de traducción, que me sonó algo interesante. Por supuesto, y por suerte, acabé en Traducción, y me encantó. El primer año ya fue fascinante y eso me hizo ver la posibilidad de trabajar en ello.

También soy aficionado a los juegos de batallas en miniaturas, y resulta que mientras estudiaba el segundo año, vi en una de las revistas especializadas que había una oferta de empleo como traductor en el estudio de la empresa de la revista. Me lié la manta a la cabeza y me presenté, con lo cual acabé trabajando en las oficinas de Barcelona. Tres años y medio después, y hasta un poco más abajo de la cintura de algunos de los jefes y del tema salarial, me enteré que la editorial Timun Mas estaba publicando una serie de novelas basadas en los juegos que ya traducía yo. Les pregunté si necesitaban más traductores, me dijeron que sí, y en cuanto me dieron el segundo libro y me di cuenta de que había posibilidades serias de hacerme autónomo, dije “el último que apague la luz” y hasta ahora, siete años y medio después.

Ya os dije que era un poco rocambolesca la llegada a la traducción literaria, pero…

Un saludo,

Juan
PD. Descansando me he quedao.

Carmen Francí: Gracias, Juan. No me parece tan rara la historia, yo casi termino así. En una ocasión, cuando ya había traducido algunos libros, me presenté a una prueba en la revista de la OCU para traducir y redactar textos: me tentaba la idea de tener un horario y un sueldo TODOS los meses. Ya sé, una bobada, pero ilusiona cuando tienes dos hijos pequeños.
Me admitieron, me dejaron un recado en el contestador para una entrevista… pero yo me había ido de puente y lo oí demasiado tarde.
La vida es rara. Uno cree que no para de tomar decisiones trascendentes y, al final, manda el azar.

Blanca Ortiz Ostalé: Yo empecé en los inicios, pero con pocos principios; no sé si serviré como modelo para traductores imberbes o debería ocultarme abochornada…

Allá por el año 95 terminé un máster en traducción de danés en el que éramos, literalmente, cuatro gatos: tres alumnos y la profesora. Gracias a ella conseguimos publicar en triunvirato nuestras primeras obras: un cuento del siglo XIX con más traductores que páginas y un libro del director de cine Dreyer. Tras varios años de total sequía en los que me dediqué a torturar a cuanto editor aparecía en las Páginas Amarillas y asaltar a los miembros de ACEtt en Tarazona para averiguar cómo habían ellos conseguido meterse en el ajo y ganarse la vida, confieso que me harté e ideé una táctica algo delictiva pero, por lo que se ve, eficaz. Llamé a una editorial grandecita y dije que había oído que estaban buscando un traductor de danés (mentira cochina). La sorpresa fue que me pidieron que esperara, me pasaron con una editora, me hicieron una prueba y me encargaron tres libros. Así, de sopetón. Y desde entonces.

Pilar González Rodríguez: Empecé a traducir en el 90 o 91. Llevaba ya varios años en la enseñanza cuando pensé probar suerte en el campo de la traducción. En aquella época la editorial Mondadori estaba en Madrid, muy cerca de mi casa y allí que me presenté, sin conocer a nadie y sin experiencia en el campo de la traducción. Pregunté por el editor, que resultó ser editora (por cierto, cosas de la vida, era Julia Escobar, de quien yo entonces no sabía nada) y con total frescura y tranquilidad le dije que yo quería traducir.

Ante mi falta de experiencia ni siquiera quería hacerme la prueba; de nada servían mis dos licenciaturas y mi buena disposición. Yo no me daba por vencida e insistía e insistía hasta que ya, harta, le dije: Vale, no tengo experiencia pero llevo trece años enseñando a traducir latín. Se le cambió la cara: ¿Y qué has traducido? Se lo dije y le advertí que solo era trabajo de clase… pero había dado en el clavo. «Yo soy de las que creen que los buenos traductores se forman en las lenguas clásicas» y con las mismas me dio una prueba. La hice, le gustó y me llevé mi primera traducción, un ensayo sobre la sociedad romana. Después todo vino rodado. Hice más cosas para Mondadori y poco a poco, casi por azar, se fue abriendo el abanico. Concha lo decía muy bien en su mensaje:

Lo demás ha sido cuestión de cumplir con los encargos, establecer una relación cordial con el editor o editora de mesa

Íñigo Sánchez Paños: Comienzos vulgares… Desde 1964 (estudiando aún) traducía libros de escultismo (que este año cumple cien, por cierto) para los amigos. Nunca se publicaron.

En 1980 aproximadamente, se montó una editorial scout en Madrid (El manglar) y, claro, traduje los casi veinte libritos que me pidieron.

En 1981, me preguntaron (Ramón Buenaventura, mi hermano) en Hiperión: “¿Te atreves a traducir el Gargantúa?” y, sin imaginar siquiera lo que podía ser aquello, dije que sí. Además, estaba en Guinea Ecuatorial: no tenía ni un diccionario a mano. Al cabo de un par de meses, me llegó el Lexis. Traducía a mano (a lápiz), en cuartillas que fui amontonando encima de la mesa, sin más seguridad que una piedra gorda, a modo de pisapapeles. Otro montón eran las notas a pie de página. No pude terminarlo de verdad hasta que volví a Madrid, por supuesto. Casi tres años de trabajo. Mais j’étais jeune…

A partir de ahí, encargos.

Montse Gurguí: Los míos son bastante parecidos a lo que he ido leyendo por aquí. En 1985, y sin tener nada claro a qué quería dedicarme tras un paréntesis hippie, me encontré a Hernán Sabaté en el metro, al que conocía de la facultad y del IEN y de las Ramblas y del London y al que había perdido la pista desde hacía unos ocho años, y me explicó que se dedicaba a la traducción literaria, me pasó un capítulo de la novela que estaba traduciendo para que probara, le echó un vistazo a la prueba y me animó a coger las páginas amarillas y a llevar el currículum a todas las editoriales que encontrase. También me pasó una lista con direcciones, teléfonos y el nombre de la persona por la que tenía que pedir.

Al principio me dio corte ir a esas editoriales y empecé a probar suerte en otras. Hice manuales, fascículos de astrología, sexualidad, mecánica de automóviles, jardinería, partes de enciclopedias y al cabo de un año o así, en 62 (Península), por el hecho de que mi tatarabuelo Gurguí fuera bisabuelo de Mercè Rodoreda, me encargaron primero un ensayo y después, una novela. Cuando pude poner esos dos libros en el currículum ya no me dio corte ir a las editoriales que me había señalado Hernán y a partir de ahí ha sido no parar…

Claudia Conde:  Yo empecé traduciendo artículos de enciclopedia*. Corría el año 1981, tenía 20 años recién cumplidos y acababa de aterrizar en Madrid procedente de Montevideo. Conseguí el trabajo porque un amigo de mis padres, periodista argentino reciclado en traductor, me animó a que me presentara e hiciera una prueba. Hasta entonces no había pensado nunca en dedicarme a la traducción, pero una de mis aficiones (que creía tan inútil como la de hacer crucigramas) era traducir diálogos, o trozos de obras de teatro, o cosas como el Jabberwocky de Alicia. Cuando se terminaron los artículos traducibles, pregunté si había más trabajo y me dijeron que sí, que aún quedaban por redactar los artículos de creación, y ya no cuento más, porque supongo que ahí acaban mis inicios y empiezan mis continuaciones.

* Para Diorki Traductores, por cierto, ya que ha salido el tema.

Zoraida de Torres Burgos: Aviso: es un poco largo… Es que me he extendido hasta hoy, porque tengo la impresión de que lo mío no ha sido un comienzo sino una sucesión de comienzos.

A los 13 o 14 años veía «Encuentros con las letras» y me fascinaba la forma en que Esther Benítez hablaba de las traducciones. Me impresionó mucho la entrevista que hizo a una traductora del árabe; no sé quién era la entrevistada pero recuerdo muy bien el orgullo con el que hablaba de una aliteración que le había resultado particularmente difícil de trasladar al español. Decidí que su oficio debía de ser el más apasionante del mundo.
Después tuve una juventud dispersa y desorientada. Empecé a estudiar Exactas y lo dejé, quise matricularme en la EUTI y no lo hice, empecé Filosofía y, mal que bien, terminé… Y entre tanto comencé a ganarme la vida en una serie de empleos cutres y mal pagados. Uno de ellos, como «perforista» en una editorial de libros de texto. Utilizaba un Mac prehistórico y me encargaba de introducir en el documento informático las modificaciones señaladas en el papel y también de teclear los originales que los autores entregaban escritos a máquina en holandesas que llevaban marcados los márgenes y líneas de la plantilla (¡qué cosa tan antigua!). Aprendí mucho conversando con los correctores de la casa. Dejé este trabajo y estuve un tiempo interina en el Parlamento catalán, hasta que los horarios fijos y las tareas burocráticas me causaron tal angustia que me lié la manta a la cabeza, me marché y me hice autónoma. Empecé a trabajar desde casa para la editorial de libros de texto y colaboré como correctora y editora con una empresa de servicios editoriales a la que se había trasladado una compañera de mis tiempos de perforista. Empecé a estudiar en la facultad de Traducción de la Autónoma. Contesté a un anuncio de prensa y me contrataron a media jornada en una agencia; allí traduje y revisé multitud de textos técnicos, sobre todo de medicina y farmacia (entre ellos, un estudio sobre la recién aparecida Viagra; el cliente era un señor canoso que aguardaba impaciente en la calle, en un coche de lujo…).

En esa etapa me encontré en el metro con un amigo de la época de Filosofía, que había hecho un máster de edición y estaba trabajando para un gran grupo editorial. Él me pasó varias correcciones de estilo y por fin, por fin, me hizo mi primer encargo de traducción «literaria». Traduje tres libros para él, hasta que lo trasladaron de sello y dejó de ocuparse de la selección de traductores.
Estuve un par de años sin traducir libros, pero sí traduje más textos técnicos, varios cómics, tres películas para una empresa que quebró y nunca pagó a sus últimos colaboradores y un montón de artículos para una revista de videojuegos y otra de informática y electrónica de consumo. Más tarde contesté a un mensaje que apareció en la lista de ACEtt y entré en contacto con una editorial de Barcelona para la que empecé a hacer correcciones tipográficas y de estilo. Para esta editorial y otros sellos del mismo grupo traduje varios libros del francés, el inglés y el catalán, hasta que las discrepancias en cuestión de tarifas y recuentos separaron nuestros caminos…
Ya hace algún tiempo que he dejado la corrección y sólo traduzco libros y, afortunadamente, puedo encadenar un encargo tras otro. Con una de las editoriales con las que trabajo actualmente empecé gracias a un anuncio que salió en la lista de ATIC; con las demás, porque alguien les dio mi nombre y ellos mismos me llamaron. Agradezco que haya sido así, porque venderme se me da muy mal y las pocas veces en que he intentado presentar directamente mi currículum o una muestra de traducción, no me han hecho ni caso.
Y así estamos, hasta que el cuerpo aguante.

Andrés Ehrenhaus: hice mis primeras traducciones en 1972, en Buenos Aires, para un psicoanalista conocido de mi madre. el individuo necesitaba un secretario y chico pa (casi) todo barato, y uno a los 17 años suele prestarse a esos trotes. O sea que me instaló en la minúscula cocina del piso donde tenía la consulta y me encargó que le tradujera… ¡un seminario de Lacán! el hombre debió de tragarse mi chapuza porque, en lugar de echarme, me dio más cosas, pero acabé yéndome yo porque era más trabajoso arrancarle la paga que colarle goles juveniles al lacanismo.

Con ese currículo hice esporádicas traducciones de psicología y medicina (mi carrera por entonces) y, ya en España, bastantes años después, amplié el campo a los manuales industriales, la economía de batalla, la publicidad, el arte…, para agencias, editoriales perdidas, fundaciones, bancos (¡traduje una hoja de prensa de bolsa!), periódicos, fábricas… Mi primer pinito en la traducción literaria fue como negro de un gran amigo: la firmaba él. no sólo continuamos siendo íntimos sino que rindo desde aquí un sentido homenaje a esa institución que, bien administrada, tantos buenos traductores ha formado. y aprovecho para hacer una confidencia a medias: un traductor enorme (no en volumen sino en calidad) y muy admirado y querido fue negro mío ¿De quién hablo?

María Teresa Gallego Urrutia: Me acabo de acordar de algo así como una a modo de negritud ma non troppo que hice allá por muy principios de los setenta, en una temporada en que tenía nada de pasta, muchas cargas y una niña muy pequeña.

Una traductora del francés —cuyo nombre he olvidado y que no sé de dónde me sacó—, una persona que entonces me parecía muy mayor y ahora no me lo parecería, que tenía mucho volumen de trabajo y no quería perder tiempo en buscar dudas, me pagaba para que le solucionara las dudas.

Iba a su casa a intervalos regulares y me decía dónde tenía dudas. Algunas se las solventaba sobre la marcha —las de lengua y algunas de civilización o historia—; otras me las apuntaba y las rastreaba —no había internet y había que ir a librerías y bibliotecas—.
Me pagaba una cantidad por cada duda.

Y me venía muy bien para llegar a fin de mes. O a mitad de mes, en el peor de los casos.

Y hay que ver lo que aprendí…

Joaquín Garrigós: Hola. En otros tiempos solía aparecer más por la lista. Ahora, por estreses, trabajos de obligación y de devoción, la abro de tarde en tarde y los cientos de mensajes que veo me desaniman. De manera que suelo llegar tarde a los debates y cuando quiero participar en alguno que me interesa ya se ha cerrado.

Bueno, por lo visto, en algún mensaje que no leí, se pide a los listeros que contemos nuestros primeros vagidos traductoriles.

Yo soy traductor de vocación tardía. Conocía un idioma que no me servía para nada, el rumano. En 1991, en mi primer viaje a Rumania tras la caída de Ceausescu, compré la obra completa de narrativa fantástica de Mircea Eliade y me entusiasmó. Y volví a sentir el gusanillo de los años del bachillerato cuando traducía a César y Jenofonte. Total que quise que se conociera aquí ya que no había nada traducido. Me dirigí a un montón de editoriales que no me hicieron ni caso. Pero, oh maravilla, en 1993 se estrenó el Drácula de Coppola y eso puso de moda el mito. Conque elegí un libro donde Eliade trata del vampirismo, pero poniéndole faldas, haciendo una vampira. Se lo propuse a Lumen, mandé la versión francesa, a Ester Tusquets le gustó, traduje el libro y se publicó en 1994.

Esa fue la primera piedra, luego vinieron otras hasta levantar una pequeña pared.

Abrazos para todos.

Rafael-José Díaz: En mi caso, no tengo demasiada experiencia a mis espaldas. Empecé a traducir hacia 1992, cuando todavía estudiaba en la Universidad de La Laguna, a la que entonces llamábamos «el único bar de España con universidad». La traducción que hice ese año sólo pude publicarla en 2005: Bajo la montaña, de Jacques Ancet, gracias a la buena acogida de la editorial Bartleby. Luego, hacia 1996, conocí la obra del suizo Philippe Jaccottet, con la que me sentí muy identificado. Para publicar un par de cositas de él en nuestro país he tenido que darles la lata a numerosas editoriales, la mayoría de las cuales han rechazado los libros. Los pocos que han salido son como un milagro. Claro, como Jaccottet no escribe poesía de la experiencia… En fin. Me entretuve también durante tres años, en compañía de mi buena amiga Montserrat Armas, traduciendo El mundo como voluntad y representación de Schopenhauer para Akal, pero después de entregado el texto definitivo la editorial tardó cinco años en publicar el libro y en el ínterin aparecieron dos traducciones más del mismo tratadito en otras editoriales. Mejor fortuna hemos tenido con la reciente traducción de la poesía completa de Hermann Broch para Igitur: ha salido a tiempo y en un momento, al parecer, propicio. No voy a dar muchos detalles, pero en estos casi quince años de traductor ha habido de todo, desde editoriales traidoras que quisieron aprovecharse de mis versiones para publicarlas con el nombre de otro hasta maravillosas alegrías como las de haber podido publicar ya tres libros del gran poeta suizo Gustave Roud, un auténtico desconocido en nuestro país. Así que animo a cualquier traductor que esté empezando a que no ceje en el empeño, a pesar de los traspiés y zancadillas con que sin duda tendrá que contar.

Pedro Tena: No tengo comienzos ni recuerdos de un patio de Sevilla: lo mío son las acordancias. O sea, que cuando me acuerdo, siempre estoy empezando.

Puestos a acordarme, me acuerdo de que mi primera traducción fue un artículo periodístico; un encargo de mi padre a los 18 para un grupo de facinerosos amigos suyos que, a través de una revista de cuyo nombre no quiero acordarme, estaban empeñados en demostrar el contubernio con que los judíos influyentes intentaban hacerse con el mundo. Después de ese artículo, vinieron otros en la misma línea, hasta que empecé a investigar en los apellidos de algunos gobernantes de entonces, y descubrí coincidencias espeluznantes. Decidí que era el momento de hacer una vida más sana. Soy consciente de que esta confesión inconfesable merecería guardarse en el cajón, esperando al día de mis memorias, pero he pensado que me ahorro unos duros si lo cuento aquí: sin pudor —dijo Carmen–; pues, sin pudor.

Unos cuantos años después, nada más terminar los estudios, empecé a trabajar para una editorial que se llamaba, y se sigue llamando Nerea, donde Fernando Villaverde –a la sazón traductor y gran tipo—, me propuso traducir dos libros del italiano. El segundo no me lo dio, porque me dijo que a los que nos gustaba escribir no teníamos ni puñetera idea de traducir.

El caso es que tenía razón y, además, me hizo un favor, porque decidí tomármelo más en serio y traducir unos poemas. Los envié a una beca de traducción del Ministerio, y me la dieron. Luego, con este lamentable ridiculum y altas dosis de insolencia juvenil, me fui al Instituto de Filosofía del CSIC, y algunos desaprensivos investigadores me empezaron a pasar traducciones —directas e inversas, del inglés y del francés. Aún no lo comprendo, pero ahí están publicadas, y sin que yo llegara nunca a entender gran cosa de lo que traducía. Cuando ya me había fogueado bastante con los analíticos ingleses y la última filosofía francesa, una editorial me encargó una traducción de un libro de viajes. Eso sí, traducir seguía siendo, por entonces, aquello que hacía mientras hacía o dejaba de hacer todo lo demás…

Elena Bernardo: Yo hice los dos últimos cursos de la carrera de Periodismo trabajando como vendedora eventual de tarjetas de crédito. Lo que ganaba se me iba en invitar a los amigos a otra penúltima y en irme de viaje; algo quedaba para fotocopiar apuntes. Como la facultad me aburría soberanamente, hinqué los codos para salir de allí cuanto antes.

Al terminar los estudios pasé un año en Estados Unidos haciendo el memo. He observado que muchos traductores han pasado al menos un año haciendo el memo, y que hacer el memo les ha servido de mucho en la vida, por eso lo cuento. Luego me marché a Francia, donde fui periodista durante cinco años, escribiendo siempre en español. Redactar en castellano las noticias de la actualidad francesa me obligaba a traducir constantemente; empecé incluso algunas traducciones literarias para mí, para mejorar mi francés. Lo que estaba mejorando en realidad era mi español, pero entonces no lo sabía.

Cuando volví a España en 1996, no me gustó el panorama periodístico que se me ofrecía. Un buen amigo me puso en contacto con una editorial francesa, y una de sus responsables me sugirió que llamara a sus coeditores de España y me ofreciera como traductora. De aquella llamada salieron trabajos de traducción de guías de viaje. Luego vinieron más traducciones y más clientes, gracias a alguien que dio mi nombre, o que me invitó a llamar en el suyo, o a casualidades, como aquella chica con la que me crucé en una fiesta y se convirtió en mi mejor cliente durante dos años. No he llegado a abandonar del todo el periodismo, a través de colaboraciones y encargos esporádicos que ya nunca versan sobre temas de actualidad candente y que alguna vez me han conducido a ser chica para todo en algún proyecto editorial. Envidio a los compañeros que logran tener un ritmo de trabajo medianamente constante, porque a mí el trabajo siempre me llega por rachas: o mucho muchísimo, o ná de ná. Cuando toca una racha de ná de ná —y toca al menos una vez al año—, es como si tuviera que volver a empezar. Con cada nuevo encargo, con cada nuevo cliente, hay que superar una nueva reválida. Me gusta esa sensación de tensión intelectual. La otra sensación, la de no estar nunca seguros de tener dinero para llevarnos de veraneo a los pipiolos —porque en casa ambos somos autónomos— es, por su parte, de un mal gusto que me arrebata.

Asunción García: Yo también me uno a las historias de debutantes un poco tarde, porque este fin de semana no he abierto el correo.

Empecé a estudiar idiomas porque me gustaba mucho cantar y quería saber qué querían decir las canciones, sobre todo las italianas de los años setenta, Claudio Baglioni y compañía (lo confieso, me sigue gustando) y los franceses de la bohème.

Mi primera experiencia laboral fue cuando me contrataron en una agencia de traducciones bastante diminuta con sede en Barcelona y sucursal en Madrid. Era un piso pequeño y estaba yo sola con un jefe muy raro que iba y venía Barcelona-Madrid. Había empezado a estudiar inglés, francés, italiano y alemán y van y me contratan de traductora (tenía 22 años). Allí tenía que hacer de todo: captar clientes, facturar, llevar la contabilidad, comprar el material, limpiar la oficina ¡y traducir! Entonces se traducía, naturalmente, sin ordenador. Escribía los textos a mano, los pasaba a máquina y los enviaba por télex. Llevaba sólo tres años estudiando alemán y un buen día me llega un télex enorme para traducir ¡del español al alemán! No pude decir que no y me puse manos a la obra. Después de toda la mañana sudando la gota gorda, acabé el texto y lo envié, no sin cierto terror. Era una especie de contrato o algo así, nada menos. Al día siguiente llego a la oficina y me encuentro una nota muy corta. Era de la empresa alemana que había recibido la traducción y me pedían que, por favor, les enviara el texto en inglés porque no se habían enterado de nada. La verdad es que, cuando lo recuerdo, no sé de dónde saqué la osadía para trabajar allí, probablemente de la falta de años…

Carmen Montes: Terminé filología clásica en Granada; es decir, sabía traducir. Había trabajado en la enseñanza privada antes de terminar y después en la pública un tiempo, (enseñando a traducir latín, como creo que decía Pilar), hasta que los avatares de la vida me llevaron a Estocolmo. No sabía una palabra de sueco, claro. Allí era, súbita y literalmente, analfabeta. A las pocas semanas de llegar, un día en que intentaba familiarizarme con las librerías de la ciudad, entré en una que, en lugar destacado, mostraba un libro de un autor para mí tan desconocido como su lengua y cultura. Sólo que el libro se llamaba Ifigenia y eso sí que lo entendía yo… Por deformación profesional y mientras me matriculaba en la universidad, me puse a traducirlo, que es como los filólogos clásicos aprendemos “lenguas”. Empecé a trabajar como profesora de instituto y, cuando tenía tiempo, traducía; me entrevisté con el autor y con algunos profesores que habían escrito su tesis sobre él, hasta que, un día, terminé la novela. Y, ya que estaba terminada me dije, con toda la ingenuidad de este mundo, que sería estupendo verla publicada. Puesto que yo tampoco me sé vender, como ya ha dicho alguien, hice un par de tímidos intentos, poniéndome en contacto con varias editoriales así, sin más; nunca lo logré y de las más ni me contestaron. Aunque intuía que mi acercamiento les parecería ridículo (no tenía contactos, ni carta de presentación ni noticias de que necesitasen a nadie ni tenía idea remota de cómo funcionaban los mecanismos), me hundió en la miseria la falta de respuesta. Pero ésa fue mi primera traducción literaria, allá por el 90. Un día, un vecino mío de Estocolmo que trabajaba en una financiera me pidió que le tradujese algunos folletos informativos, pues querían ampliar su actividad a España. ¡Buf!, dije yo entre mí. Pero lo hice. Durante dos años, ésas fueron mis primeras traducciones no literarias. Un día, en la facultad de Estocolmo, alguien del departamento de lingüística que me conocía de oídas le dio mi nombre a una traductora que buscaba un traductor literario de sueco a español (ella no tenía tiempo…). Traduje un cuento que se publicó en Quimera por el 92 o así. Ésa fue mi primera traducción literaria publicada. Pero aún no tenía ni idea de que me dedicaría a esto. Me trasladé a Málaga, en la periferia de cuya universidad enseñé gramática española a extranjeros y, puesto que los suecos tenían literalmente tomado el departamento de filología hispánica, propuse a la dirección ofrecerles una asignatura optativa de técnicas de traducción inversa y directa. Contra todo pronóstico, el director del departamento aceptó, “todos” optaron por la optativa y tuve que “inventarme” un programa. Dos años más tarde, volví a Suecia, terminé los estudios allí mientras enseñaba sueco. Volví a España y empecé a enseñar sueco en el centro de lenguas modernas de Granada, también en la periferia de la universidad, cuando, un día, me topé por el pasillo con un amigo de un amigo que se había matriculado en mi asignatura. Tenía una agencia de traducción en Granada y me preguntó si me interesaba trabajar como traductora en plantilla. No me interesaba, propiamente, pero sí me convenía, de modo que empecé a ganarme la vida (aunque mal) traduciendo manuales de DVD, contratos y cosas así, hasta que, un día

Le había enviado mi memoria de diplomatura sueca a la entonces titular de sueco de la universidad de Barcelona, Deerie Persson, por ver si podía convalidar en España algunos de los estudios que había cursado en Suecia o si podía publicarse la memoria a través de algún canal universitario. Le pareció “interesantísima, un trabajo ingente,” etc., aunque…, ni lo uno ni lo otro pudieron ser. PERO cuando, un día, Tusquets llamó a la UB pidiendo desesperadamente un traductor literario de sueco a español, ella les dio mi nombre. Ni siquiera querían hacerme una prueba, “porque tenía tan poca experiencia…” Una de las editoras insistió, no obstante, en que lo intentaran, que no tenían nada que perder, que total, estaban en una situación crítica… Les gustó y empecé a traducir para ellos inmediatamente. Tenían un filón, un best-seller en toda regla que “escribía rosquillas” en sueco. Y así, sin sentir, me convertí en traductora literaria. Con dos novelas traducidas y publicadas, me asocié a ACEtt (¡albricias!). Me lié la manta a la cabeza y dejé la agencia de traducción (¡más albricias!) en 2003, un día en que, por segunda vez, rechazaba una oferta cuyo plazo o tarifa no me encajaban. Desde entonces, soy autónoma, para bien y para mal. Mientras dure.

Ana Fernández: Pido disculpas antes de nada porque me voy a enrollar y leer todo el mensaje puede causar agotamiento (entre otras cosas).

Ahora voy a contar mis “casualidades”.

Yo me licencié en Traducción en el 2003, pero eso no quiere decir que sea una jovencita. Soy casi recién licenciada pero mis relaciones con los idiomas y en concreto, con el alemán, vienen de lejos.

Mis primeros contactos con la lengua alemana fueron en el Kindergarten en el que me matriculó mi madre (aprovecho para recomendar la película Un franco, catorce pesetas a los que aún no la hayáis visto) a la tierna edad de 4 años. Así que soy hija de la inmigración, de todos aquellos que en los años sesenta se fueron a Europa, en el caso de mi madre huyendo de las vacas (somos asturianas) que nunca le habían entusiasmado demasiado. Después de unos cuantos años en Alemania, sufrí una nueva inmersión lingüística, a mis diez años me fui a vivir a un pueblecito de Valencia en el que sus 300 habitantes sólo hablaban valenciano y mi alemán me servía de poco.

Todo este bagaje lingüístico me marcó, para qué negarlo. Estudié magisterio y realicé cursos de alemán (para no perder la lengua como les había ocurrido a otros), inglés, francés y valenciano (en los años en los que la defensa de la lengua no era exactamente como ahora).

Durante aquellos años ya empecé a traducir. Son las ventajas de ser una de las dos personas que sabe alemán en una población como Xàtiva. Me dediqué a traducir cartas comerciales, dar clases particulares de alemán, ayudar a los jubilados a rellenar sus impresos para cobrar la pensión de Alemania o Suiza y un largo etcétera. Y mira por donde, el director de una de las bandas de música me pidió que le tradujera un libro sobre Dvorak y su Sinfonía del Nuevo Mundo. Con un diccionario miserable, conocimientos musicales más que limitados y otros detallitos sin importancia conseguí acabar la traducción. Le cobré 80.000 pesetas y nunca más he sabido del asunto. Incluso he perdido la fotocopia que hice.

Mi padre, que había pasado lo suyo en Alemania (y antes en España) me insistía en que preparara oposiciones: trabajo fijo, para toda la vida… y por fin le hice caso.

Aprobé y sufrí un parón traductoril, me dediqué a dar mis clases, a reivindicaciones varias, a criar a mis dos hijas… pero cuando estaba embarazada de la pequeña (12 años en la actualidad) me enteré que iban a poner la Licenciatura de Traducción en Alicante (vivo a 20 kilómetros) y allá que me fui. Cinco años me costó conseguir una plaza por el cupo de ya titulados, pero el que la sigue la consigue.

Cuando cursaba cuarto curso de Traducción me matriculé en un máster a distancia porque era de traducción de alemán y pensé que sería una buena oportunidad para meterme en la traducción literaria (mi objetivo desde el principio) y tuve razón. El director del máster me dio esa posibilidad (el libro sigue sin publicar y yo sin cobrar, pero bueno…). Aunque tengo carta de recomendación.

Dediqué muchas horas a navegar por Internet, buscando trabajo, sin saber por dónde empezar y así descubrí ACE Traductores. Tuve claro desde el principio que me asociaría. Entré en la presección (creo que va para dos años) y me apunté a la lista. ¡¡Una gran idea como se ha demostrado con el tiempo!!

En los primeros meses del 2006, Daniel Najmías escribió un mensaje sobre una editorial que buscaba un traductor de alemán. Ésta es la mía, pensé. Así que ni corta ni perezosa le escribí, una semana más tarde me entrevisté con él (le llevé el primer capítulo del libro traducido) y unos días después ya firmábamos el contrato.

Este mismo editor me ha ofrecido ya dos novelas más (estoy con ellas).

Y hace algo más de dos meses, Marta Pino también envió un mensaje a la lista con una oferta para traducir de alemán.

Y otra vez pesqué la oportunidad al vuelo, éste es mi segundo ISBN.

Es decir, que voy a poder ser socia de ACE Traductores gracias a dos traducciones que he conseguido a través de esta lista de distribución

No conozco a Daniel ni a Marta en persona, pero todo llegará.

Estoy encantada tanto por las oportunidades como por lo que aprendo en la lista. Escribo poco, la mayoría de las consultas son de inglés y francés, pero os aseguro que la lista de ACE Traductores  forma parte de mi vida cotidiana. Es raro que pase un día sin ir a cotillear qué pasa por la lista. Además si me descuido se me inunda el buzón.

Estoy en otras listas y siempre que alguien hace alguna consulta sobre traducción literaria aporto mi granito de arena con los conocimientos adquiridos gracias a todos vosotros y les remito a estudiar bien la página de ACE Traductores  y consultar.

Estos días ha habido varias consultas sobre esa editorial que a través de una agencia ofrece 6,5 euros por página.

Es mi aportación, pequeña, pero a los de «provincias» algunas barricadas nos quedan lejos. Trabajamos desde la distancia.

Para los que hayan leído hasta el final, muchas gracias.