Tercer premio del II Premio Complutense de Traducción Universitaria «Valentín García Yebra»

24 de febrero de 2020.

Con el siguiente texto, Robert Szymyślik obtuvo el tercer premio en la segunda convocatoria del Premio de Traducción Universitaria Valentín García Yebra en los Premios Complutenses de Traducción 2018.
El texto original se puede consultar en este enlace.

 

Tadeusz Miciński

Noesta. El libro secreto de los montes Tatra

DESIERTOS VESPERTINOS

Las tenebrosas fortalezas de los antiquísimos montes Tatra, sobre las que se asolea el Rey de las Serpientes… una mole que envuelve siete veces y media la gigantesca montaña, cubierta por un oscuro bosque osuno y rematado en la cima por bloques de hielo que jamás se derriten.

El Rey de las Serpientes… es el trueno y el sol para unos, es la Vida o el Maligno Espíritu Pensador para aquellos que ya lo conocen dentro de sí mismos. Verde veneno se acumuló formando una gruesa capa sobre su lomo. Una maravillosa y terrible corona de tormentos sobrehumanos se oscurece sobre sus ojos esmeralda.

Hacia su legado nos dirigimos.

Hacia estos sombríos Tatras, procedentes no de esta época, sino de una que vería un clarividente.

Los Tatras: el Himalaya.

Los Tatras, a cuyos pies hay un mar de zafiro inconmensurable, labrado en forma de grandes crestas de olas por el siniestro encanto de la Luna y el viento del sur, el halny; las manos amorosas de los fiordos se adentran en la frondosidad del bosque, en los misteriosos recovecos del montano, semejantes a los virginales pechos de las gigantes.

Allí los bloques de hielo se han elevado hasta la Casa de la Muerte, inaccesible para los vivos.

Allí los ríos caen en cascadas semejantes al Niágara.

Los ráksasas, los demonios de las noches hindúes se sentirían aquí como en casa, desplegando las gigantescas alas sobre los glaciares.

El rapsoda del Kalevala cantaría secretos sobre la diosa del aire y el primer hombre, Väinämöinen, sabio y mago de las palabras.

Una tierra no de fantasía, sino de lo más profundamente terrenal, se extiende ante nosotros.

Avanzamos tras la sombra de las nubes que fluyen, tras las desaparecidas plumas del águila, tras el eco de la cascada que irisa entre las aromáticas frambuesas del bosque.

Nosotros, las sombras… no se nos ve.

Nosotros, los intocables… sentimos, no obstante, bajo los pies la blanda hierba. Con un soplo de voluntad podemos elevarnos hasta las nubes y navegar en estas sedosas carrozas.

El sol ya se ha puesto.

El Rey de las Serpientes emerge de su infernal abismo. En la salida del valle se levanta una poderosa pared montañosa, sobre ella, ya en el cielo, arrojan nieve los glaciares.

Aquí hace frío. Es cómodo. Todo es vasto, misterioso, entre los robustos árboles, de los que cada uno es una iglesia.

Alguien ha apartado las ramas de los cembros.

Él ha salido, el hijo de esta floresta. Al mirarle, de pasada nos creemos las leyendas acerca de las personas de una raza superior de cierto rey iraní, encerrados entre las montañas.

Los negros cabellos le llegan hasta los hombros.
La ropa es escasa. De escamas de pez tiene los zuecos.
Sobre los potentes hombros, parecidos a gruesas ramas de roble, se oscurece la piel de león

marino con melena.
Este hombre puede tener alrededor de treinta años.
Se ha vuelto pardo por las tormentas en el mar. De su rostro emana melancolía y salvajismo. Los héroes hindúes tenían esta apariencia: Serpientes, los hijos del Rey de las Serpientes del

Himalaya, el dios Shiva. Veían el misterio por todas partes, le rezaban al misterio, con el misterio

contenían su Tabú amoroso, misterio que solo se manifestaba en el crimen de las ciudades ardientes, en el poderoso estruendo del arquitrabe que se quiebra en el templo excavado en la roca… Rameshwaram. Este hombre, al que seguimos, fatigado debe de estar.

No se tumba, mas apoya la mano en el tronco de un cembro.

Probablemente, le persiguen Espíritus que solo él puede ver, ya que el rostro se le contrae, los ojos hechizados por la monstruosidad de un ataúd flotando en el aire (y también por algo inenarrable), pues súbitamente su cuerpo se desploma, un cuerpo fuerte como el relámpago y el tronco del ahorquillado arce silvestre entrelazados, las manos arrancan pinos negros en un estallido terrible.

Su cabeza choca contra las rocas.
Sobre el negro cabello aparece la sangre.
De los labios cubiertos de espuma, palabras indistintas.
Mas esto no es epilepsia.
Este hombre se levanta.
Se ríe.
Su risa resuena insólitamente orgullosa, como la de aquel que ya ha vencido al Dolor.
Es más terrible ahora en su quietud que cuando le desgarraban las tempestades de los

pensamientos diabólicos.
Está de pie sobre una roca junto al precipicio, en la entrada de esta grieta volcánica, donde

se propaga el calor de la lava y el humo, por la que desapareció el Rey de las Serpientes.
Por lo visto, hacia él va este hombre: ¡se despide de los espíritus de verdes cabellos de los

cembros!
Su alma parece más tenebrosa que este cielo desde el que ya ha caído en la nada el sol. Únicamente estelas sangrientas se diseminan por las cumbres, como la luz de los cirios.
En las pavorosas profundidades, parece inmóvil el mar, que destroza allí en los fiordos las

barcazas más atrevidas. Su murmullo no llega aquí a las mesetas de varios miles de metros sobre el mar.

En este silencio inmensurable se inicia este hombre del desierto.

Su alma, que empieza a callar aquí, habla ese idioma que yace en las profundidades de toda existencia.

Así les hablan los cembros a las rocas, así le hablaba Demiurgo al planeta en formación. Así habla el eternamente ignoto Yo humano en sus profundidades.
Nosotros, las sombras… intangibles, nos retorcemos detrás de los troncos de los árboles. ¡Escuchemos la confesión!

¿O, quién sabe, quizás una extraña comedia?

Pues nunca se sabe dónde acaba el horror y dónde empieza la ironía en la naturaleza y el espíritu.

A veces menospreciamos aquello que nos es muy querido; algunas veces enaltecemos aquello que sería mejor envolver en una espinosa liana del bosque y arrojar a las cavernas para que lo devoraran los dragones.

¡No hablemos, no hablemos, escuchemos!

Memoricemos la confesión. Este temerario parece Jasón, quien hundió su barco Argo para Medea, o se asemeja a un príncipe indio, quien, para rescatar su alma de la ira del santo Vasantena, se convirtió en enterrador y tuvo que sepultar a su propio hijo.

No hablemos, no hablemos. Redactemos las acusaciones.
Ya que «todo lo que existe… merece hundirse hasta el fondo».
Permanece en silencio el hijo de la asombrosa tierra, que tiene la mente ambigua de aquel

que luchó contra los Minotauros… que tiene un corazón que llora rocío.
Permanece en silencio, acariciando los cembros.
Contempla el baile de los invisibles elfos. Permanece en silencio porque nota que

escuchamos. Pero, mirad, ¡no le importamos!

Para él, solo somos hojas que el viento ahogará en unos instantes en los negros lagos infernales de la muerte.

Habla consigo mismo la creación de estas grandes tierras del Clarividente.

Desconfiemos de sus suaves, sosegadas palabras: inconscientemente, su mano marca sobre la corteza de un cembro centenario el terrible signo de la muerte.

***

–Ante vosotros me llamaré Ariamán. Soy un pescador que faena en el mar. Y surco con una barca las sombras de la oscura noche, destellando con mi candil, llamando a los tiburones bajo las peñascosas crestas de los Tatras; sobre mi arpón, más de una vez encuentro prodigios que la gente, que solo camina por la tierra, desconoce. Soy pescador de monstruos, solitario ciertamente, mas no ansío nada más que los espíritus se nos sigan apareciendo, con rayos cegadores, y que el mar nos murmulle eternamente, esto es, más allá de la frontera del sepulcro, a mis dos hijos y a mí.

»Ahora os contaré algo totalmente diferente. Soy incompetente para los relatos y, además, como no veo a ninguno de los míos, solo les hablo a las rocas y a unos cembros que se inclinan sobre mí, a la parda tierra del bosque, que hace un momento golpeaba con la cabeza.

»No creáis que mi relato va a ser triste, no hay nada que aguante menos que el dolor difundido.

»Naturalmente, mi corazón se regocija y vosotros conmigo, a quienes la Sibila de los ecos llevará este relato a través de las montañas y los mares, grandes potentados que no saben qué hacer con su vida de aquí en adelante (o prisioneros vigilados por alabarderos), ¡puedo amenizaros esta noche con un relato!

»Pero que las mujeres no esperen que sea un amante ducho, incluso si soy capaz de declarar más de una cosa sobre el amor que nunca hasta ahora ha sido expresada.

»Cembros, inclinad con atención vuestros verdes corazones. Los Tatras tienen un alma interior, que tiene un apariencia totalmente distinta a la que podéis imaginar, pues estáis atados con vuestras raíces a esta porción de suelo estéril.

»Estas llevan en su interior la historia de la Prototierra, tienen también la llave con la que se abrirá la Puerta del Juicio Final.

»He escalado los glaciares de los Tatras sobre el mar que murmulla trágicamente, a pesar de parecer indiferente y negro; he visto monstruos pastando en los pastizales, semejantes a aquellos que devoran a los pecadores sobre el antiguo fresco del Monasterio Rojo: grandes dragones ardientes, gigantescas serpientes coronadas, Anticristos de 666 pupilas que sobrevuelan las profundidades y, cuando se duermen, constelaciones de estrellas les besan amorosamente los ojos y necesitan todo el archipiélago de islas astrales para su profundo sueño paradisíaco.

»En el descubrimiento de estos mundos terrenales, me guio Sabała, el Águila vieja, que me hablaba de las tierras del señor Of, donde las ballenas se revuelcan sobre la hierba y en los torrentes aparecen y desaparecen las féminas monstruosas, las mamunas.

»Estos animales se esconden entre arboledas impenetrables, visitadas únicamente por el espantoso desfile del viento halny… entre las torres de Babel, elevadas sobre el mar anterior a los Tatras, enormes como catedrales, llenas del crucificado Lucifer, malditas antes de la eternidad; entre inimaginablemente peligrosos abismos imperecederos, donde se hunden las amatistas del nocturno fulgor sobre la taciturna y ominosa selva.

»En efecto, el país de la nostalgia de mi alma hecho realidad, ¡el país de la oscuridad más trágica! Allí oí a un Caballero que tocaba un cuerno de uro (un Mago indio, caminando al amanecer de los atronadores relámpagos del dios Perkūnas) y desde la época de este toque de trompeta nunca más conocí el sosiego.

»Pasaron muchas tormentas, vendavales del halny y turbonadas en el mar, muchas noches horrorosas de polar invierno… más de un espíritu condenado, arrastrando una rama de abeto, subía hasta mi puerta el Día de los Difuntos… estaba demasiado triste para sucumbir a la seducción de los aguileños ventarrones. ¡Sé como los dioses!

»De esta humanidad asquerosa, que se anuncia como el chocolate de la empresa Van Houten, ¿acaso no soy incluso yo su Representante? ¿Acaso no estoy hecho del mismo miserable material (¡Fiat, que se haga! ¡Pereat, que perezca!), como todo aquello que se precipita al abismo? ¿De dónde emana, pues, la hybris, la transgresión desenfrenada, tan reprobada por los sabios de la Hélade, para importunar a los Dioses durante su banquetes? ¿O, aunque sea, al Desierto?

»Cembros, murmuráis impacientes con vuestras ramas, ¿os aburre que no cuente hechos de mi vida?

»Ojalá os baste con uno.

»Conocí una vez a un Anciano Brahmán, famoso en todo el mundo, que se llamaba De Mangro.

»Vivía en las islas Hébridas e instruía sobre la inmortalidad del alma y prometió enseñarme a dominar el mundo.

»Acudí a él. Sumido en el trabajo con intrincados cálculos cabalísticos, me preparaba para el gran sacerdocio de almas, ya que ingenuamente concebía que Cristo se revelaría ante aquellos que eran más profundamente meditabundos, que trabajaban en el sótano de los filtros magnéticos del Brahmán De Mangro.

»Él me hechizó con grandes promesas de prohijamiento, representando ante mí el papel del Próspero de Shakespeare.

»Sin embargo, me convencí, a decir verdad, de en qué consisten sus benignas prácticas.

»Nosotros, los jóvenes y las vírgenes, nos formábamos en esta academia como magnetizadores para, tras adormecer a las masas en las salas de conciertos, se pudiera operar en su conciencia con desenvoltura.

»La pureza se entendía como coitus sine ejaculatione seminis.

»Me di cuenta demasiado tarde hacia dónde conducían las secretas sendas de De Mangro, cuando todos nosotros nos habíamos transformado en los animales de Circe.

»Puede que yo sufriera más severamente, ya que, tras emprender un motín, debía ser subyugado por el hijo de De Mangro. Una mujer del monasterio, que se enteró de que caía en la locura (que claramente creía en «humanos superiores»), llegó desde lejos.

»Me adormecían con flores embriagadoras… la pared que separaba nuestros lechos por la noche desapareció.

»El océano zumbaba de tal forma, la luna embrujaba de tal manera…
»Y se convirtió en mi esposa.
»Para mi miseria, me enteré de que era una monja que entró en el monasterio sabiendo que

yo me había jurado a mí mismo no casarme nunca.
»Pregunté a los De Mangro, de esta artimaña… ¿cuál era la meta?
»Me dijeron que querían probar su dominio sobre las personas.
»¿Por qué no cogí una piedra y los maté? Cristo me miraba desde todos los velos del crimen

y la blasfemia.
»Desde entonces, han pasado años de la más profunda incertidumbre.
»Con dificultad obtenía la fuerza para sobrellevar la cotidianidad, ella se atormentaba cada

vez más con la idea de que me había amarrado.
»Al final, llegué a la conclusión de que De Mangro solo era una herramienta de fuerzas

superiores. Mi elegida accidentalmente es aquella que me predestinó el espíritu Ananké.
»Mas, sabiendo esto, ya no podía conocer la dicha… nuestra vida ya se bañaba en sangre. Un

caos monstruoso de diversos embrollos humanos me obligó a escapar hasta aquí… al desierto. »Como Edipo, me asenté entre los abismos, buscando resolver los misterios de mi ser. »Estoy listo para perseguir cualquier Revelación, aunque sea saber de los cainitas si no

puede ser sabiduría de los santos de la Última Cena. ¿Será simplemente una cueva de estranguladores o una gruta celestial donde los Ángeles entonarán el himno del Ofertorio?

»Una noche vislumbré en el cielo nublado un Rayo trenzado… al Rey de las Serpientes. Tenía una corona de fuego que irisaba con millones de joyas sobre un sombrío desfiladero en el bosque y ardía con sublime y orgullosa ventura. Él permanecía solo sobre las cumbres, reflejando

las trágicamente sombrías escamas, de tonos pardos y dorados y como arcoíris pompeyanos por la pátina de los siglos, sobre el cristal del glaciar… como si estuviera maldito, sí… ¡era un invitado condenado sobre una tierra demasiado miserable!

»¿Quién sabe por qué cayó de los cielos? ¿O, si su tierra natal son las profundidades, por qué centelleó desde ellas? Y, más veloz que un pestañeo, desapareció… se enterró más hondo que el propio fondo del mar, ¡solo el silencioso despedazamiento de las rocas que se desplazan allá lejos demuestra que ahí se deslizó el Poder!

»Sometiéndome a la nostalgia del mundo mítico del Ejército de la Cumbre de Ornak, del que tenía que ser un Mando mi Caballero y carcelero el Rey de las Serpientes, abandoné los garlitos y la cabaña.

 

Robert Szymyślik, nacido en 1989 en Polonia, es Licenciado en Traducción e Interpretación y Licenciado en Humanidades, Máster en Comunicación Internacional y Doctor en Traductología. Ha ejercido como intérprete bilateral y de conferencias y como traductor editorial y literario con el polaco, el inglés, el alemán y el español como lenguas de trabajo. En la actualidad, ejerce como docente en la Universidad Pablo de Olavide (Sevilla). Ha obtenido el X Premio de Traducción Francisco Ayala en 2015 (alemán-español) y el II Premio Complutense de Traducción «Valentín García Yebra» en 2019 (polaco-español). En el plano de la investigación, sus trabajos se centran en el estudio de los problemas de traducción asociados a los mundos ficticios narrativos presentes en los géneros de la fantasía, la ciencia ficción y el terror y diseñados en las modalidades literaria, audiovisual, narrativa gráfica y digital interactiva.