Lunes, 31 de julio de 2023.
Hace poco me di cuenta de una cosa aprovechando una conversación con un amigo irlandés bilingüe afincado en Málaga desde los ocho años. Resulta que me pasó una canción suya escrita en inglés perfecto (es músico). Pero me dijo: «Tradúcela tú, que lo harás mejor, yo cuando escribo en inglés pienso en inglés y cuando escribo en español pienso en español y no sé traducir…» Esto me pareció revelador. Y me ha hecho ver que cuando se traduce un texto, se piensa en la lengua de destino, no en la lengua original. Ahí está la diferencia básica. El acto de traducir es totalmente distinto al de escribir en una sola lengua. Hay que saber hacerlo, a pesar de dominar las dos lenguas (este chico es también escritor en español y de los buenos).
Por esto son necesarios ciertos conocimientos sobre traducción, unas herramientas y sobre todo el dominio perfecto de la lengua a la que se quiere traducir a nivel emocional. Más aún si queremos traducir literatura. Debido a esto también se nos considera autores, porque conocemos los intríngulis emocionales del idioma al que queremos traducir.
Traducir es caminar sobre un campo de minas, cualquier palabra puede significar otra cosa. Pero no nos equivoquemos: es un proceso mental distinto al de hablar la lengua original. O distinto al de hablar la lengua de destino. Por esta sencilla razón una IA nunca podrá igualar la traducción humana. Porque de la misma manera que el espíritu está contenido en la carne, ese espíritu se interpone entre las dos lenguas trabajadas. Algo que una máquina nunca podrá hacer, porque estamos hablando de procesos del corazón, no del intelecto humano.
La psicología estudiaba antaño el paralelismo cerebro/ordenador. El ordenador de von Neumann. Una teoría que hacía extrapolable el funcionamiento de los procesos mentales a los de un ordenador. Tenemos que tener claro que la IA pretende imitar al intelecto humano. Pero los sentimientos, que son la materia de la que está hecha la literatura, se procesan con el corazón, que también tiene neuronas. Algo que nunca podrá imitar una máquina.
Cualquier avatar de la vida, ya sea emocionalmente positivo o negativo, se procesa con el corazón. Esa vivencia, esa experiencia no se procesa con el intelecto. La máquina intenta imitar el intelecto humano, aunque no lo consigue del todo. Una de las últimas teorías en psiquiatría establece que existen dos cerebros interconectados químicamente en nuestro cuerpo. El físico, que es el hardware; el que todos conocemos, y el inmaterial, que sería el software. En este último, se encuentra la cogitativa, en sustantivo. Un elemento que nos permite discernir la realidad que observamos a nuestro alrededor para dilucidar si nos conviene incorporarla a nuestra vida o la desechamos y poder ser de esta manera objetivos para tender así al sentido común.
Pero no hablamos en literatura de lógica. Por esto nos duele el alma, o el corazón, porque son procesos distintos, de distinto lugar, de distinto órgano, a pesar de estar ambos conectados neuronalmente. Como decía Hölderlin, «Dejad que la divina naturaleza quiebre el vaso, y lo divino se convierta en cosa humana».
Si la mente se quiebra, entra la luz. Pero si un ordenador se quiebra, se apaga, irremediablemente.
Ángel Ferrer se inició en la escritura poética en el año 2013 publicando el libro de poemas Aequilibrium, con la editorial Lecturas Hispánicas. A partir de ahí nació en él la necesidad de traducir textos poéticos, del inglés y francés al español, habiendo publicado el poema de Edgar Allan Poe «El Cuervo» en el año 2019, con la editorial Tregolam. También ha participado en la traducción del libro «Un Sonido Atronador» de Ray Bradbury con la editorial Nórdica en el año 2020 y publicó el audiolibro Poemas de Edgar Allan Poe, con la editorial Bubok en 2021. Es miembro de ACE y CEDRO, socio y Community Manager de ASATI y presocio de ACE Traductores.