III PREMIO COMPLUTENSE DE TRADUCCIÓN UNIVERSITARIA «Valentín García Yebra», Aitziber Elejalde

Lunes 4 de julio de 2022.

En la tercera convocatoria del III Premio Complutense de Traducción universitaria «Valentín García Yebra» se presentaron dieciocho traducciones y quedaron seis finalistas: Francisco Javier Carpes Salar (inglés), Ángela del Castillo Petidier (francés), Aitziber Elejalde (euskera), Alberto Gordo (alemán), Natalia Morozova (ruso), Joan Marco Perales (sueco).

El jurado, compuesto por José Manuel Lucía Megías, Carlos Fortea Gil, Carmen Gómez García, Helena Aguilà Ruzola, Juan David González Iglesias, Itziar Hernández Rodilla e Isabel Vaquero García de Yébenes, después de constatar la calidad de las traducciones presentadas y de analizar las mismas y los informes que les acompañan, decidió por unanimidad otorgar los tres premios a las siguientes traducciones:

  • Primer premio: Alberto Gordo (alemán): Der Anderede, Arthur Schnitzler
  • Segundo premio: Ángela del Castillo Petidier (francés): Esquisses morales: pensées, reflexions et maximes, de Daniel Stern
  • Tercer premio: Aitziber Elejalde (euskera): Malko bedeinkatuak, de Karmelo Etxegarai

Lágrimas benditas, Karmelo Etxegarai – 1888

(Texto original)

I

Corría el invierno del año mil setecientos cincuenta y seis.

Era una noche oscura, el cielo estaba cubierto de enormes nubes negras. De vez en cuando caía algún rayo que iluminaba los claros del bosque con una luz azulada, para después dejarlos más oscuros que antes.

Sobre una colina, rodeado de hermosos y extensos hayedos, se encontraba Ezkurrua, un grandioso caserío. En la cocina se hallaba toda la familia reunida alrededor del fuego.

Sentado en un banco, Joane tenía a un niño de unos tres años sobre las rodillas. Era el cabeza de familia de aquel caserío, llevaba ochenta años en el mundo y no había traspasado la frontera guipuzcoana. Mientras bailaba al niño con las rodillas, cantaba canciones tradicionales vascas que había aprendido de joven. Frente a él, al otro lado de las suaves llamas que emergían de los gruesos troncos de roble, se encontraba Madalen, la mujer de Joane que, al igual él, tenía un corazón tan puro como el de un niño. Trataba de dormir a un maravilloso ángel que se encontraba en una cuna, cantando con dulzura:

A dormir, mi amor,
ahora tú y luego yo,
soñaremos sin temor.

Joane había tenido cinco hijos y dos hijas, de los cuales vivían tres hijos y una hija. Esta se había casado con el del caserío situado junto al río, en la zona baja denominada Granada. El mayor de los hijos estaba casado y vivía en la casa, y los otros, todavía solteros, vivían también allí con su padre y su hermano mayor.

Aquella noche, los tres hermanos estaban trabajando: Patxi, el mayor, se fabricaba unas abarcas; Anton e Inazio —así se llamaban los otros dos—, se ocupaban de los quehaceres habituales de la casa de un labrador. Mari Josepa, la esposa de Patxi, estaba preparando la cena: unos talos finos y tiernos. Mientras tanto, su hijo Jose Manuel, de ocho años, giraba el tambor que asaba las castañas.

Era admirable lo unida que estaba la familia, así como su apacible vida. Los mayores, debidamente amados y respetados; los jóvenes, dispuestos a hacer todo lo que ellos les ordenaran. El humo había ennegrecido las paredes de aquella cocina, pero no se habían manchado por la falta de paz o el odio como en otras casas con pulcras habitaciones.

Ya al anochecer se veía que aquella noche iba a ser terrible. Así lo atestiguaban los nubarrones negros que envolvían todas las cumbres y, de cuando en cuando, los rayos cruzaban de un lado a otro y se escondían rápidamente, dando paso a los truenos que despertaban los ecos de todas las montañas y pronunciaban en su terrorífica lengua: «¡Aquí viene la tormenta, aquí viene!».

Dos horas antes del anochecer comenzaron los primeros azotes del viento, que cada vez adquirían más fuerza: las ramas secas de los árboles, al golpearse entre sí por el vendaval, causaban un gran estrépito. Los aullidos, chillidos y silbidos del viento entre los árboles parecían los gritos de los enfermos. Empezaron a caer gotas y, al chocar contra la tierra, con la fuerza que llevaban, parecía que estaban lloviendo piedras del cielo. Entre los gritos y chillidos, los aullidos y silbidos, se escuchaba un trueno, y luego otro, y luego más, como si quisieran aparecerse. Solo se necesitaba su vibrante fragor para que la música de la tormenta se escuchara en toda su grandeza.

La cocina de Ezkurrua, a pesar de su tamaño y sus gruesos muros, no tenía fuerzas para mantenerse inmóvil durante tal tormenta, y el estruendo era inmenso.

—Mala noche —dijo Joane—, hacía tiempo que no teníamos una así. Me acuerdo del terremoto del año pasado. ¡Aquello sí que fue horrible! Como si alguien lo estuviera moviendo desde debajo, parecía que el suelo bailaba y, con él, las casas, los bosques, las montañas, todo. No estabais lo que se dice alegres, ni yo tampoco. Menos mal que acabó pronto. Si no, no sé qué hubiera pasado.

En ese momento se levantó el perro que estaba tumbado junto al fuego y se fue acercando a la puerta. Cuando llegó, empezó a ladrar.

—¿Qué le pasa al perro? —dijo Joane.

—Sentirá el ruido de la tormenta —le respondió Patxi— y ladrará por eso.

—No —le dijo Joane—, ese no se ha movido por la tormenta. Hay alguien alrededor de la casa.

—No está el tiempo como para andar por ahí —dijo Madalen—. De todas formas, será Martín el de Etumeta, hoy había ido a Aia.

—No es él —dijo Anton—, volvió a casa al atardecer. Además, nuestro perro conoce a Martín y cuando ha pasado ni se han inmutado.

—Enseguida sabremos qué es —dijo Inazio y dejó lo que estaba haciendo para ir a mirar. En ese momento, alguien golpeó la puerta de la cocina por el exterior.

—Que llegue con bien el que Dios haya traído a nuestro hogar a esta hora —dijo Joane mientras Inazio abría la puerta.

Y con un «buenas noches» entró un hombre en la cocina, goteando agua por todos lados, con la cara triste y el ceño fruncido, y con una larga barba llena de canas. Por su forma de vestir parecía forastero, pero las dos o tres palabras que murmuró en euskera dejaron al descubierto de dónde era.

Todos le hicieron sitio junto al fuego y Joane le dijo:

—Viene empapado, necesita ropa seca y creo que sería mejor que se cambiara cuanto antes.

—¡Sí! —dijo Madalen, y dejó de mecer la cuna para ir a por ropa seca para el recién llegado.

Mientras tanto, Joane y Patxi le hicieron algunas preguntas, pero solo respondía «sí» o «no». Joane pensó que estaría cansado y le dejó en paz. Cuando regresó tras cambiarse de ropa, la cena estaba lista y le dijeron que se sentara junto a Joane. Se sentó y cenaron todos juntos.

Al acabar, Joane, siguiendo la vieja costumbre, rezó el santo rosario. No supieron si el forastero había contestado o no. Estaba tan decaído, silencioso y ensimismado, que nadie adivinaba qué hacía. Cuando terminaron con el rosario, todos se fueron a la cama. El forastero también, en la mejor habitación de la casa.

Al levantarse por la mañana, estaba tan decaído como la víspera y las mujeres, algo asustadas, le dijeron a Joane:

—No sabemos quién ha entrado en nuestra casa. Tenemos miedo de que haga algo que no debe.

—En cualquier caso —respondió Joane— nosotros le hemos ayudado y no nos va a pasar nada malo. ¿No basta con los cuatro hombres de la casa para evitar que haga algo?

Las mujeres se callaron al oírle, pero no perdieron el miedo a aquel hombre extraño.

Así pasaron el día siguiente, sin hablar mucho con el forastero. Durante todo el día siguió el temporal, pero con algo menos de fuerza que la noche anterior. Aquel desconocido observaba el exterior como si quisiera seguir su camino, pero cuando veía la fuerza de la tormenta, se quedaba en casa.

A la mañana siguiente, el viento se apaciguó, el tiempo se suavizó y, vestido con sus ropas ya secas, el forastero salió de Ezkurrua. Durante todo el día no tuvieron noticias de él, lo único que sabían es que había tomado el camino hacia Errezil. Por eso no podían creerlo cuando, al anochecer, se presentó en la cocina buscando alojamiento para aquella noche.

II

De nuevo salió a la mañana siguiente y de nuevo regresó a Ezkurrua por la tarde. Los del caserío no salían de su asombro. Las mujeres seguían diciendo que se trataba de un malhechor, pero Joane siempre las acallaba con palabras caritativas. Pasaron los días de esta manera, hasta que una tarde no apareció.

—¿Qué le habrá pasado? —decían.

Y cada uno opinaba una cosa.

Pero al día siguiente, Anton fue a preguntarle al herrero si necesitaba carbón, aprovechando que tenía que ir hasta Altzola, y vio al forastero en un espeso hayedo sentado sobre las raíces de un árbol con la cabeza entre manos. Contó en casa lo que había visto y Joane dijo:

—Es un hombre desdichado y se le debe tratar con la mayor compasión posible.

Aquel extraño hombre pasó todo el invierno por los bosques situados entre Urdaneta y Errezil, y por la noche se acercaba a un caserío u otro. Nadie conocía su nombre, por lo que todos los que habitaban la zona le empezaron a llamar «el montaraz».

Cuando la primavera llenó todos los rincones de pájaros y flores, cantos y olores, hojas y nidos, los rebaños de ovejas que habían bajado para el invierno a los prados y a la costa volvieron a aquellos escarpados montes. Los campos de la zona de Etumeta estaban espectaculares: cubiertos de hermosas flores, con enormes rebaños de ovejas pastando sobre ellas.

En Etumeta había un joven muy amigo de Inazio el de Ezkurrua. Cada día, cuando recogía el rebaño en el redil, tenía por costumbre volver a casa entonando alegres irrintzis. La gente decía que en los alrededores no había ningún irrintzilari mejor que él. Pero esos gritos enfurecían al montaraz, que solía estar solo en el bosque.

Le dijeron a aquel pastor de Etumeta que sería mejor que dejara los irrintzis para que no le ocurriera nada malo, y preguntó:

—¿Qué es lo que pasa?

—El montaraz se ha enfadado por tus gritos —le dijo un amigo.

—¿Qué mal le he hecho yo?

Nadie le respondió.

A partir de ese momento no se volvió a escuchar por aquellos montes ningún alegre irrintzi como los de antes.

Llegó el día de San Isidro, fiesta patronal en Erdoizta, y al anochecer, cuando volvían a casa, muchos que desconocían la historia del montaraz iban hacia sus caseríos lanzando irrintzis. Y, así las cosas, al escuchar uno de esos gritos, el montaraz se encontró con el pastor de Etumeta y, con una voz que parecía más bien un bramido, le dijo:

—¿Te puedes a callar y dejar de gritar?

El pastor, asustado, se fue lo más rápido que pudo a casa: incluso el murmullo del río le parecía que eran los pasos del montaraz que le perseguía. Desde aquel día y hasta finales de agosto, no fue una época tan alegre como hasta entonces para el pastor de Etumeta.

III

¡Qué día tan maravilloso! El veintinueve de agosto, día en el que San Juan fue degollado, conocido como San Juan Txiki por aquellos montes.

Desde bien pronto por la mañana, antes de ver la dulce luz rosada del amanecer, comienzan los irrintzis, los cánticos, los gritos de alegría, desde Aia hasta Errezil, desde Aizarna hasta Asteasu.

No se vislumbra Hernio, la niebla todavía es muy densa. En la zona inferior se oye el agradable murmullo del riachuelo. La gente sale de todos los caseríos vestida con las mejores ropas de los días festivos.

¡Por fin aparece el sol! En los helechos brillan las gotas de rocío, la niebla va despejándose y al bajar se une a los márgenes de los arroyos y a las hendiduras de las laderas.

La gente se dirige hacia Hernio desde Errezil y Aizarna, desde Asteasu y Aia, y de todos los lugares desde donde hay camino. Y en uno de esos grupos aparece el montaraz.

—¿Qué tendrá ese —se preguntaban los que lo conocían—, tan amigo de la soledad, que siempre huye de donde hay gente, para venir hoy aquí, a donde viene todo el mundo?

—Estará aburrido de estar siempre solo —decía otro.

Y mientras tanto, la gente subía hacia Hernio, y en uno de esos grupos también el montaraz.

Los más madrugadores habían subido a la cruz, rezado sus oraciones y ya volvían. Después iban otros, y otros, y aún más.  Las piedras del camino de Errezil no habían sentido tantas personas sobre ellas durante todo el año. El montaraz también comienza a subir. Camina en silencio: el rostro tan apesadumbrado como siempre, los ojos tristes. Él es el único alicaído entre tantos hombres, mujeres, ancianos y jóvenes alegres.

Al llegar a la cruz, sus ojos han perdido parte de la tristeza que tenían antes. Mira a derecha y a izquierda, derrama unas lágrimas al pie de la cruz y se arrodilla. Se levanta y vuelve a mirar al norte y al sur, al este y al oeste, y de nuevo aparecen las lágrimas y derrama una por lo que la gente de aquellas tierras no ha visto.

Pero, ¿cómo no? Lo que desde allí se vislumbra y lo que siente un corazón estando en ese lugar harían aflorar las lágrimas a cualquiera.

Allí abajo, del mismo modo que una cueva acapara todas las miradas, se encuentra Errezil; por un lado, Larraul, Asteasu y otros pueblos pequeños; más allá, como una línea plateada, el río Oria; por otro lado, el Urola; a la derecha, Tolosa, cuyos montes ocultan la cabeza de Gipuzkoa; a la izquierda, el gran Izarraitz, que protege a Azpeitia de los vientos de poniente; el viejo Iraurgi, lugar de nacimiento de San Ignacio de Loyola; también se puede ver allí, a orillas del Urola, la santa casa del patrón de Gipuzkoa; más allá, hermosos montes, algunos cubiertos de bosques, otros con ásperas peñas; se ve el Aizkorri y Udalaitz, Aralar y muchos otros; y allí, al norte, se vislumbra el ancho mar, y en su orilla el mar Cantábrico besa a la más hermosa de todas las ciudades, San Sebastián, como un pajarillo bajo las alas de su madre, envuelta bajo el monte Urgul. Y, sobre todos esos lugares, aquí está la cruz con los brazos abiertos, puesta sobre la montaña para que todo el mundo la vea. Tiene los brazos abiertos para extender sus favores hacia todos los lugares y salvar a los de ese lado de las tormentas que vienen de Navarra; a los del otro lado, de las malas plagas que circulan por Bizkaia y se apiada de todos los que navegan en mar abierto.

El corazón del montaraz también se eleva al ver todas esas cosas y, mirando a la cruz y observando los montes y el mar a su alrededor, dice derramando unas lágrimas:

—Ay, Señor, que seas bendito por siempre jamás; que te bendigan sobre todo los vascos, pues para recordar tu grandeza les has entregado las dos cosas más grandes que hay sobre la tierra: los montes y el mar.

Descendió hasta Iturriotz y allí pasó el día con los demás. Los que lo conocían decían: «No parece el mismo de antes. Cuando ha subido a la cruz no estaba igual que cuando ha bajado».

Esa tarde, como era costumbre cada año en el día de San Juan Txiki, se reunieron en Iturrioz los tamborileros de Asteasu, Aia y Errezil. Mucha gente se acercaba a beber su saludable agua y se bailaron más de un aurresku.

Mientras iba desde allí hacia Ezkurrua, el montaraz se encontró con el joven pastor de Etumeta y le llamó. El otro tenía miedo, pero como ese día había mucha gente por los alrededores, se le acercó.

—Perdone, joven —le dijo—, no sabía lo que hacía cuando me enfadaba por sus irrintzis. Y, por eso, ahora me gustaría que los dos gritáramos de la forma más alegre posible.

Y así, el viento del atardecer se llevó sus gritos hacia la zona de Beizama.

IV

Es la noche de San Juan Txiki. Reina el silencio en Ezkurrua. Solo se oyen los habituales murmullos del riachuelo que corre allí abajo entre las hojas.

La luna llena emite su luz plateada y la niebla cubre las orillas de los ríos.

La cocina de Ezkurrua es una gran fiesta. Todos están sentados alrededor del montaraz y este les cuenta su vida de esta manera:

—Yo nací en un caserío de Mutriku, en Arnomendi. Mi madre murió cuando era pequeño y mi padre me envió de criado a la casa del famoso capitán de barco Gaztañeta. Allí en Mutriku me encargaba de las cosas de la casa y, con todo lo que veía a diario, me entraron ganas de hacerme a la mar.

»Hace quince años buscaban gente para el Arantzazu, un barco de guerra, y yo fui el primero que se presentó. Mi padre no quería que me fuera, ya era mayor y no tenía a ningún otro hombre en casa que le ayudara; pero yo, sin escuchar sus palabras, me fui dejándole al pobre en llanto.

»Visité muchos lugares mientras estaba en la mar, pero en una ocasión que volvimos a Pasaia, mi padre me mandó llamar para que regresara a casa, puesto que estaba cada vez más débil. Volví a desobedecerle y dije: «No estoy yo para cuidar a viejos ni a enfermos». Me fui muy lejos, en un barco o en otro, y en una ocasión que no respeté al capitán de la forma debida, me metieron en prisión. Cuando salí de allí me enviaron a casa en un barco que venía a Getaria.

»Pronto recorrí los caminos entre Getaria y mi casa, y cuando llegué no quedaba nada más que las viejas paredes. Pregunté qué había pasado en un caserío cercano y entonces me enteré de que mi padre había muerto antes de tiempo debido al disgusto que le había dado. También supe que se habían instalado unos campesinos de Markina y que, una noche, no saben cómo, la paja se incendió y se quemó toda la casa.

»Fue entonces cuando me di cuenta de mi mal hacer; y después, al igual que anoche, bajé por el monte, caminé y caminé sin saber a dónde ir, hasta que la noche del día siguiente me atrapó una tormenta en estos bosques y entré aquí, más por miedo que por cobijo, ya que me parecía que el silbido del viento y los truenos, y todos los ruidos de la tormenta decían: «Hijo desagradecido, ¿qué le has hecho a tu padre?».

»Así he pasado todo el tiempo que he vivido aquí, siempre angustiado. Pensaba que mi dolor no podía curarse, pues se me había endurecido el corazón. No podía derramar una lágrima y no sabía buscar sanación. Las vicisitudes del mundo habían apagado un poco el fuego que el cristianismo había encendido en mi niñez. Si veía a otra persona alegre, no podía soportarlo, por eso me enfadaban los irrintzis del pastor de Etumeta: me parecían la llamada de mi conciencia.

»Pero esta mañana, al ver a tanta gente caminado, me he animado a ir con ellos. He subido a la cruz y con todo lo que he visto vaya si se me caían las lágrimas, lágrimas benditas, se me ha ablandado el corazón y me ha dado la impresión de que los cantos de las aves y todos los murmullos que se escuchaban traían la voz de mi padre, que decía: «Estás perdonado, mi amado hijo». Desde entonces, soy otro.

No hace falta decir, cualquiera lo podría averiguar, que todos los que le escuchaban se alegraron.

Esa noche, al irse a la cama, Joane abrió la ventana de la habitación para mirar el firmamento, como solía hacer. La luna estaba en el cielo azul, coronada por las estrellas. Abajo, la pálida niebla. En los bosques no se oía nada: solo el riachuelo que descendía con el sonido de siempre.

 

 

Aitziber Elejalde Sáenz (Amurrio, 1986) es licenciada en Traducción e Interpretación por la Universidad del País Vasco y tiene un máster en Traducción Científico-Técnica por la Universitat Pompeu Fabra. Desde el año 2010 trabaja como traductora y correctora profesional para diferentes agencias, estudios de doblaje y editoriales. Además, durante varios años ha sido docente en el Grado de Traducción e Interpretación de la Universidad del País Vasco, donde investiga para su tesis doctoral sobre la traducción de ciencia ficción. Madre de dos niños preciosos, sueña con traducir su primera novela. Si tuviera algún superpoder le gustaría parar el tiempo y poder dedicarse a leer todos los libros que tiene en La Pila.