Viernes, 12 de abril de 2024.
El jurado de los Premios Complutenses de Traducción, organizados por la Facultad de Filología de la UCM en colaboración con ACE Traductores para fomentar la traducción literaria entre los estudiantes universitarios y reconocer la labor realizada por un traductor a lo largo de su vida, decidió por unanimidad otorgar los tres premios a las siguientes traducciones:
- Primer premio: Susana Schoer Granado por la traducción del libro tercero de Gods and Fighting Men: The Story of the Tuatha de Danaan and of the Fianna of Ireland (1904) de Isabella Augusta Gregory (Lady Gregory).
- Segundo premio: Sofía Lacasta Millera por la traducción de dos fragmentos de Les Onze Mille Verges ou les Amours d’un hospodar de Guillaume Apollinaire.
- Tercer premio: Marina García Pardavila por la traducción de dos cuentos del escritor Francisco Álvarez de Nóvoa (1873-1936), «Turuleque» y «A horta embruxada».
Cuentos de Francisco Álvarez de Nóvoa, «Turuleque» y «A horta embruxada», traducidos por Marina García Pardavila.
Turuleque
Aunque rebuscasen entre todos los anales policíacos de la ciudad de Las Burgas, no se encontrarían hazañas como las de aquel condenado de Turuleque, ni en el glorioso padrón de los pillabanes ilustres habría constancia de alguien con tantos méritos como para ser socio honorífico del Casino, en el que los jóvenes maleantes se reunían antaño y del cual no queda hoy más que un viejo canal tapiado que va de Las Burgas al Barbanza.
Debía de tener unos diecisiete años y era un buen mozo: alto, de buen ver y garrido, como quien se ha librado de la ceba, pillo por naturaleza, de genio alegre, sentido, todo corazón. No era la primera vez que había dado las perras que había ganado haciendo encargos a un compañero hambriento o a una anciana que no tenía más ayuda que la voluntad.
Así pues, si para los guardias municipales y la gente de paz era una pesadilla constante, para los vecinos del pueblo y de los barrios de Trinidad y Pena Vixía era, en pocas palabras, su ojito derecho. Siempre que estuviesen al tanto, encubrían sus travesuras y burlas de los guardias del municipio, o villeus, como él los llamaba con afán de mofa, por acordarse de los tiempos que había pasado de niño en la ciudad del Apóstol.
[…]
Sí que tenía amigas, una más amiga que el resto por ser más aniñada, más pobre, más solitaria, menos alegre y morena, menos fuerte y resuelta.
La llamaban María y era hija de una tripera que en paz descanse. Le había dejado un dinerillo en manos de un bribón y este, después de zampárselo, la retuvo en casa a fuerza de matarla de hambre y golpearla. Y Turuleque, de corazón bondadoso, halló váyase a saber qué encanto en aquellos ojos azules vidriosos, que parecían rogar el perdón a todos por la falta de carácter.
Cuando huía de casa entre lágrimas por el hambre o el maltrato, buscaba a su compañero, le contaba sus pesares y él, Turuleque, después de jurar y perjurar que de mayor le comería las tripas al viejo tacaño, si no tenía un duro para comprar el pan a María, se lanzaba a caminar entre los senderos para robar fruta para ella o lo que le saliese al paso, si no era dinero o algo que valiese lo mismo.
Por lo demás, salvo por estas tristezas, no había muchacho más tranquilo en el mundo.
[…]
No les daba paz a los villeus: si no lo habían pillado —ocurría en contadas ocasiones—, andaban a la caza. En ocasiones se les subía encima de un salto; otras tantas, les tiraba la teresiana al suelo. Cuando los insultaba, echaba a correr, y si estaban a punto de pillarlo, el susodicho se tiraba al suelo cuan largo era y el pobre hombre se tropezaba y caía en plancha. De noche se oía a veces un silbido: se arremolinaban todos aquí, sonaba allá; llegaban allá, volvían los silbidos aquí, hasta que, bajo un farol que luego estallaba él mismo, veían al demonio del granuja haciéndoles la higa. Turuleque estaba tan convencido del cariño que los villeus le profesaban por aquellos sucesos, que cuando veía a uno, aunque no hubiese hecho nada, daba un rodeo para no encontrárselo, al igual que hacen los perros abatidos.
Pero el terreno de sus hazañas era la huerta: sabía cuándo salían las primeras ciruelas, las primeras peras de San Juan, las primeras uvas, los primeros higos o cuándo los pájaros hacían los primeros nidos, y él era el primero en catar todo, no sin reservar lo mejor para María. Los dueños ya lo tenían tan asumido, que calculaban la primera fruta sin tener en cuenta la de Turuleque, dado que ni con tiros de sal, chuchos, cepos o alimañas se libraban del tributo: no parecía sino oler el peligro, como los cuervos la pólvora.
Y viviendo siempre así, bien apreciado por la artesanía y escapando de los ricos y de los guardias municipales, hecho un harapo en el invierno y prácticamente desnudo en el verano, le llegó la hora de servir al Rey: lo llamaron a Cuba y allá se fue.
Cómo se despidió de María, no lo cuenta la historia; pero sí se sabe que al llamamiento llegó hecho un mar de lágrimas y que, rumbo a la zona de embarque, giró la cabeza para observar la vieja Torre de la Trinidad mientras apretaba los puños y todo tipo de pensamientos le nublaban esos hermosos ojos negros
Pasaron los años, y el que se fue de soldado volvió hecho un señor; aunque el traje del susodicho parecía tener alas por el deseo de desprenderse del cuerpo del dueño. Y conforme llegó a su barrio, preguntó lo que no está escrito. Le contestaron que no sé qué, pero cuando preguntó acerca de María y supo que el hambre y la miseria se habían llevado a la pobre chiquilla, como a tantas otras, debió de sentir un dolor muy profundo, porque no dijo ni hizo nada. Salvo por un panteón que le construyó en el que no había nadie enterrado, pero que tenía una placa de mármol a nombre de su María.
Se compró a la orilla del Barbanza toda la tierra disponible y allí construyó su casita, depositando en ella todos los recuerdos de la niñez que le traían a la memoria la historia de ese amor que jamás había desvelado. También estaban allí las primeras frutas de la temporada y los primeros nidos de la primavera. Pero la huerta no tenía un cerco.
Aquella seriedad del Turuleque, como aún lo llamaban los mayores, se decía que imponía respeto a los muchachos, que nunca se atrevieron a llevarse ni un fruto del níspero, ni a pescar nada que rebasase el límite de su terreno. Y, sin embargo, en aquella huerta no se recogía nada ni jamás se oyó la jarana de la vendimia ni el ruido de las redes de pesca, porque el Turuleque sementaba y labraba, pero dejaba que el fruto se pudriera.
Un día, al anochecer, se oyeron unos pasos entre los senderos, el crujido de las hojas de los árboles y unas voces juveniles hablando en bajo y con voz trémula.
El Turuleque, ya viejo, salió a paso lento de la casa, encogido, hasta llegar al lugar del que provenía el ruido y vio a dos jóvenes, un niño y una niña que, temblando de miedo, cogían unos melocotones. Dejó que los recogiesen y cuando echaron a correr hacia fuera, salió del escondite y se puso delante de ellos.
Los niños se echaron al suelo llorando y pidieron perdón en nombre de su madre: él los agarró de la mano, los metió en casa haciendo caso omiso a los gritos y los encerró en una habitación.
Regresó al poco: les traía en persona la comida y un saco de pavías a cada uno. Luego se sentó al lado de ellos, mirando, como ya tranquilos y alegres, devoraban sin pausa. Y cuando vio que no podían más, les llenó los bolsillos de dinero y los llevó de la mano hasta la puerta.
—Cuando queráis fruta o tengáis hambre, volved aquí con vuestros compañeros, que esto es para vosotros —dijo el Turuleque.
Y dicen los pillabancetes, cuando contaron lo ocurrido, que el Turuleque lloraba al mirar hacia la Torre de la Trinidad, que palidecía por la luz de la luna de una noche tranquila de verano…
La huerta embrujada
Y arrastramos los dos de aquella tarde
El estigma de un lúgubre secreto:
El de una infame yo: ¡tú, el de un cobarde!
I
La casita pintada de rosa se escondía en la orilla del río, en el pliegue de dos ribazos, como un rosado amor entre los senos de una virgen. Llegaban los árboles frutales incluso a besar el agua con las ramas; las vides, sobre las sendas separadas por filas de boj, tras enmarañar los travesaños del emparrado, se enredaban entre los frutos aún por recoger; los manzanos, con los brazos repletos de liquen blanco; los cerezos, como cobras oscuras, lisas, y hasta las mimbreras, los castaños, los nogales, los laureles, los saúcos, los arrayanes, la vegetación toda colmaba como loca la huerta de maleza, trepando y tendiendo las ramas sin podar hacia el cielo, envidiosa de dos acacias que, más altas, más erguidas, se asemejaban a los dos brazos de aquella naturaleza irracional, que pretendía tomar el cielo…
Bajo el gigantesco alpendre de hojarasca, la tierra, también baldía, parecía un robledal de malas hierbas. Los peñascos blancos de ortigas, los botones de margaritas, las manchas borrosas del bejín perlado, como gigantescas telarañas puestas al sol, y aquellas motas de carrizos y de trigo silvestre, chupones y sarmientos, cañizos y plantas adventicias… Parecían los restos de una grandeza muerta, semejanza que confirmaban los pedazos de lo que había sido un jardín, bajo las acacias, en donde los arriates de boj fino abrazaban los macizos de rosas de té, bolas de nieve, dalias, ranúnculos, malvarrosas, tulipanes y colas de caballo. Pero todo ya sin ton ni son, silvestre, rebelde, sin respetar la calidad, a punto de ahogarse por la lluvia de estrellitas de plata que caía en forma de nieve de los cinamomos.
En los caminos crecían las gramas; en los deteriorados postes del parral, los parasoles; en los bancos de piedra, protegiditos entre el musgo, los sombrerillos; y en el hermoso estanque retozaban las ranas, entre las espadañas, lirios y llantenes… Aquello parecía algo de una grandeza muerta… muerta por el paso del tiempo, asesinada por el abandono…
Más allá, entre las dos naves de la casa pintada de rosa, se veía el patio de baldosas, con matas de hierba saliendo de entre las juntas; desolado salvo por la broza, en las esquinas, abarrotado por un montón de pontones podridos; la cuadra, desvencijada; la caseta del perro, desierta; la cerradura, roja por el óxido; las escaleras, casi niveladas por el barro de las lluvias; el pasamanos, roto, astillado; los aleros, sin tejas; las cabezas de las vigas, podridas; las ventanas, sin cristal, abiertas, chirriantes; las macetas, libres, sin flores… Todo viejo, muerto, triste, desierto, rezumando humedad, como lágrimas transparentes de un viejo que agoniza solo, terriblemente solo, y que llama a Dios…
Y, sin embargo, las losas del patio guardaban una perfecta disposición; los pontones, una rigurosa escuadra; la caseta del perro dejaba asomar los retazos de una alfombra; las escaleras, entre la lama y el musgo, festones y ribetes bien labrados; en el pasamanos, molduras y adornos bien tallados; en las ventanas, pinturas delicadas, fragmentos de cristales limpios como aire congelado… Pero todos aquellos restos de una grandeza asesinada parecían avergonzados por dejarse ver y luchaban por ocultarse entre las devoradoras parásitas, como si la mano que había borrado tanto esplendor con el puñal del tiempo y del abandono fuese la mano de la justicia…
Dentro de las casitas también estaba todo muerto: se veía el corredor con la pared mordida a la altura de la azada de un hombre, como por el roce de los aperos de labranza; en la cocina aún parecía que el humo ennegrecía las vigas, llenas de ganchos y clavos, y el hogar parecía la losa de un hoyo, cubierto de luto. En las habitaciones, pintadas unas, empapeladas otras, las telas de araña inmensas, llenas de polvo, como sedería vieja, borraban los esquinales, y a veces el movimiento de un repugnante bicho negro peludo y gordo las hacía temblar como hojas de papel. En el salón más grande, se distinguía todavía la marca de los cuadros que habían estado ahí colgados; muy cerca, una habitación pintada de azul pálido, con una ventana sobre la huerta, conservaba todavía una suerte de olor a perfume, y en uno de los rincones, entre un montón de pintura desconchada, se veía un pomo de cristal roto y los trozos de una jaula, unos bibelots y unos espejos… Pero todo tenía un aroma triste, lúgubre, como de humedad, de casas que llevan vacías desde ya hace mucho: olía a muerte, porque las casas abandonadas huelen a sepulcro. Sepulcros de vida o de recuerdos, ¿qué importa? Al fin y al cabo, son fosas.
Si por fuera tenía aquel aspecto de grandeza asesinada por la justicia, dentro tenía el aspecto de un nicho, del panteón de una raza o de un secreto. En los grandes crímenes, en los grandes secretos, en todo dolor titánico, siempre es igual: fuera, sobre el rostro, la cruz; dentro, en el alma, el sepulcro…
Y aquella casa tenía pintada en la puerta la cruz de las malditas, de las embrujadas.
II
Cuando entré por primera vez en aquella huerta, persiguiendo un martín pescador al que había herido en el río, noté en el pecho el respeto que se le tiene a las ruinas; tras reconocer, lleno de asombro, hasta el tejado, sentí el miedo de las soledades abigarradas de recuerdos desconocidos, que hablan de algo muy triste. Cuando me enteré de la historia de la huerta embrujada, sentí pena, pena por la inocente que había pagado por el culpable. Porque siempre es necesario el sacrificio de un alma buena para que se salve una infame.
Os voy a contar la historia: quien no quiera oír miserias, que cierre el libro; quien tenga corazón y fe, que acuda a ella, ya que es verdadera en el fondo.
III
Se llamaba Rosa; tenía el pelo tan negro como la vida y los ojos dorados como el sol de Ourense.
Hermosa, como un amanecer en el mar; fuerte, graciosa y triste, como un pino de la ribera; buena, como una promesa; desgraciada, como un primer amor.
Huérfana desde pequeñita, vivía con su tío, el prestamista de la zona. Un viejo tacaño y ruin que ponía a todos los parroquianos con el agua al cuello, una sabandija que le echaba el guante a lo mejor del pueblo y trataba sin piedad a los pobres labriegos que tenían la desgracia de caer en sus manos.
Pobrecilla ella, que también compartía ese odio que le tenían a aquel ladrón de bolsillos. Y allí, en la soledad del alma, tenía un altar de penas, en el que veneraba el nombre de sus padres y el del Dios de la justicia.
Se hizo mujer, y aquella finca rapiñada por el tío, se convirtió en la luz de su vida, y allí volcó toda la ternura de un corazón ahogado: el ganado, las gallinas, las flores y los pájaros lo fueron todo para ella hasta los diecisiete. Luego… luego, las estrecheces que le hacía pasar su tío desaparecieron: su cuarto mejoró y el miserable del tío le trajo ropa nueva y abrió su arca para ella; cosa que decía, cosa que conseguía. Desde entonces, Rosa compartía a manos llenas y la gente buena empezó a quererla, los pobres a bendecirla y los jóvenes a cortejarla… Y quiso a uno como quieren los corazones vírgenes y afligidos, como quieren las grandes almas: con delirio.
Entonces se descubrió el secreto del tío: la quería para él. Había sentido por ella la terrible pasión de los que ansiaron el oro, más violenta que aquellos de alma virgen, porque son vírgenes para todo lo noble.
Duró un año la lucha. Ese año se oía a la noche, entre la hojarasca de la huerta, el rumor de unas voces melindrosas, opacadas por el tintineo del río. Un runrún de apasionadas zalamerías, risas como de niños miedosos, la fricción de besos rebosantes de un amor todavía puro, pero que ya quemaba, violento por la contrariedad y el misterio.
Una noche de verano, ardiente, húmeda, sofocante, se oyó un apasionado, loco y anhelante «¡soy tuya, tuya para siempre!», seguido de unos gemidos suaves, sofocados por los labios, por los sollozos callados, sosegados, y al poco ahogados por un tiro seco que rasgó la noche con una lengua de fuego, como una hoguera de sangre.
De seguido se oyó el ruido de un forcejeo; pero de esos forcejeos terribles de los que defienden un cuerpo caído, pero no manchado. Pues la bestia ignoraba los derechos sagrados: se enzarzaron en una lucha el viejo y la joven…
Por la mañana aparecieron muertos el novio y el tío de Rosa en un recoveco de la huerta. Parecía el nido de un amor maldito.
La justicia no le dio más vueltas: habían forcejeado, y uno, preso de la agonía, había asfixiado al otro.
Al cabo de cuatro meses, Rosa, que seguía viviendo en aquella misma casa, ocupada a diario con la misma tarea, siempre inquieta y recelosa, como quien espera a que llegue algo, acabó con la paciencia que tenía. Puso rumbo al pueblo y sin poder articular palabra por la vergüenza y el rubor, abrió el biombo del despacho de un médico reputado y célebre…
Al salir, hecha un mar de lágrimas, sonrojada como una milgrana y triste como la luna en el océano desierto, le preguntó por última vez:
—¿No se estará equivocando?
—No, es prácticamente imposible. Ya no hay ningún síntoma.
Rosa volvió a casa, se metió la inocente en su habitación y llorando a más no poder, como a quien se le viene el mundo abajo, quemó una canastilla casi acabada. ¡Si era la obra de su soledad!
Una vez que el fuego hubo devorado aquellos encajes y pequeñas sederías, Rosa dejó de llorar: alzó la vista al cielo, como quien se hace una pregunta. Muertas sus esperanzas, muerto el supremo anhelo de todas las mujeres, se hundió en el abismo de los recuerdos, de los recuerdos de aquella noche de la que Dios no quería dejar una imagen viva…
Entonces se vistió de luto y su vida fue como la de una de esas sombras que viven asidas a un recuerdo, uno de los muchos que atraviesan el mundo buscando un sitio para un corazón que no cabe en el pecho. El pasado sin presente ni futuro.
Rosa no murió: su cuerpo dejó de vivir, porque el alma aún vive, según los labriegos, en la huerta embrujada, expiando el crimen que confesó al morir.
Aun siendo una criminal, cuando los campesinos la nombran, no tienen ni una sola palabra injusta sobre ella: los grandes dolores llevan a los grandes crímenes.