El desdén de Zeda, Jordi Fibla

Viernes, 7 de julio 2023.

En 1959, el crítico e historiador de la literatura Jorge Campos realizó una serie de visitas a Azorín con la finalidad de componer un libro de conversaciones. En aquellos días el anciano escritor se levantaba en plena noche y leía y escribía hasta la mañana unos breves textos a los que llamaba apuntes. Publicó varios tomos de esos apuntes, entre ellos Ejercicios de castellano, uno de cuyos textos trata de la traducción. El apunte, titulado «Ser traducido», es un breve diálogo entre dos escritores, Equis y Zeda.

Equis quiere convencer a Zeda de las grandes ventajas que comporta ser traducido. Zeda replica que las traducciones no le han preocupado nunca y que no las ambiciona. No suele contestar a las cartas de los editores extranjeros que le solicitan autorizaciones. No cree que sus libros puedan interesar fuera de España y los países de habla castellana. Mientras Equis da mucha importancia al prestigio que procuran las traducciones tanto en el país del autor como fuera de él, Zeda se encastilla en una actitud profundamente reaccionaria. ¿En qué aumenta la traducción la esencia, el ser íntimo, la conciencia del escritor? Y sus libros son demasiado españoles. A la objeción que le pone Equis de que precisamente, por ser demasiado españoles, pueden interesar, Zeda se despacha con una verborrea lírica que hace exclamar a Equis: «Se va usted, ¡por qué andurriales!» Los matices sutiles, imponderables, de esa demasía en el ser español se evaporan al pasar a otra lengua. ¿Qué es lo español según Zeda? No tiene que ver con las costumbres ni con el color local.

[Es] un crepúsculo vespertino en un campo solitario; o un rayo de sol que entra por la ventana en una estancia encalada; o el sonido de una campana ─con retiñir─ en una vieja ciudad, a lo lejos; o un hombre que camina meditativo, por uno de los llamados «viejos caminos»; o un joven que escribe en una mesa y que, de pronto, se detiene y reclina la mano en la mejilla; o una bella mujer que en la declinación de su vida ─en la declinación de su hermosura─ se encuentra sola, de noche, en el salón iluminado de su palacio provinciano.

¿Y qué dificultades plantea la traducción de todo esto, de lo que se puede escribir a partir de ese guion, a cualquier otra lengua? En principio no veo ninguna, como tampoco las ve Equis. Pero Zeda insiste: en los paisajes que él describe no pasa nada, en sus libros no pasa nada. Y es este estatismo, es la falta de acción lo que los hace intraducibles. A esto Equis opone que «en la Berenice del gran poeta tampoco pasa nada». Y así Zeda, que en modo alguno dará su brazo a torcer, llega a la conclusión: «No pasa nada; pero ¿qué es la Berenice traducida? ¡Ser traducido! Comer ─los extranjeros─ un manjar insípido. ¿Y el idioma? ¿Y las particularidades del idioma? Sbarbi ha demostrado que muchos de los pasajes del Quijote no se pueden traducir».

 

II

El libro Conversaciones con Azorín, de Jorge Campos, tiene 260 páginas, 103 de las cuales recogen retazos de las charlas en las que el escritor salta continuamente de un tema a otro. El resto son «apuntes» del propio Azorín, como los que componen Ejercicios de castellano y oros tomos similares, que Azorín le daba al entrevistador en cada uno de sus encuentros. Uno de los apuntes más largos, «Bendrix», trata de una traducción. Bendrix es el protagonista de The End of the Affair, de Graham Greene. Según Azorín, la versión que ha leído tiene el insulso e inexacto título Final de relaciones. Hoy existe una versión reciente de Eduardo Jordá con epílogo de Mario Vargas Llosa, El final del affaire, pero la que tuvo Azorín en sus manos debió de ser en realidad El fin del romance, de Ricardo Baeza. Bendrix le atrae porque es un escritor que habla de su oficio y, cree Azorín, un trasunto del mismo Greene, a quien él tiene en alta estima. Ahora bien, los métodos de trabajo de Bendrix le abruman: no pasa día sin que escriba quinientas palabras, pero ni una más hasta el día siguiente, aunque esté en medio de una escena. Él, que escribe «sin mesura, desmesurado», no lo entiende. Pero, a medida que se adentra en la lectura del libro, le va pareciendo que los métodos de Bendrix/Greene no serán tan extraños cuando con ellos «se puede lograr un trabajo tan fino».

Aunque no entra a valorar la traducción de Baeza, es evidente que si puede aquilatar la finura del trabajo de Greene es porque el traductor lo ha hecho posible en su versión al español. Él es un extranjero que no come un manjar insípido a pesar de las particularidades de la lengua en la que la novela se escribió. Entonces. ¿por qué una madrugada, al tomar la pluma para escribir su apunte cotidiano se escindió en Equis y Zeda? Probablemente lo escribió horas después del encuentro con Jorge Campos que dio pie a esta anotación del entrevistador: «Me explica que ha recibido una carta pidiéndole los derechos para traducir una de sus obras. “No puedo contestar. Hace mucho tiempo que no recuerdo cuáles tengo concedidas y a quién, y doy lugar a confusiones y protestas». En otro libro, Memorias inmemoriales, se refiere a su biógrafo Ángel Cruz Rueda: «Viene a solicitar un dato, a consultar una fecha, a llevarse un ejemplar de una traducción mía que he recibido del extranjero y que él incorporará a su archivo». Hay en esta manera de referirse a las traducciones de sus obras un desapego, un distanciamiento que parecen responder a la convicción de que no solo en sus libros no pasa nada, sino que traducidos, separados de la lengua que les da sustancia, no son nada.

Creo que el desdén que manifiesta Zeda por las traducciones de sus obras, que siempre debieron de ser escasas, carentes de la necesidad de una agencia literaria que las controlase y para públicos muy minoritarios, se debe a la imposibilidad que tiene Azorín de escribir como lo hace Greene, por ejemplo, con un despliegue de imaginación y un estilo aptos para el intento de conquistar otros horizontes. Tiene razón en que la falta de acción en sus libros, el hecho de que su prosa sea un festín lingüístico para golosos del idioma, pero sin trama, sin construcciones complejas, sin tensiones psicológicas, los hace muy poco aptos para su difusión en otras lenguas. En cambio, no tiene razón al extender ese escollo insalvable a otras obras y dictaminar la nulidad de las traducciones de Berenice, ya se trate del poema de Catulo, que se puede leer, por ejemplo, en una excelente versión bilingüe de Juan Petit, ya de la tragedia de Racine en alejandrinos, una de las seis por cuya traducción Rosa Chacel fue seleccionada para el Premio Nacional en 1985.

 

III

Sin embargo, el desdén de Zeda parece un acceso de melancolía puntual. En el epílogo del mismo tomo que contiene el diálogo entre Equis y Zeda, Azorín escribe: «¿Cómo no ver que para la evaluación de una literatura necesitamos el conocimiento de otra? Las palmeras se fecundan a distancia; las literaturas se fecundan también ─sin perder su raigambre, su originalidad─ desde lejos». Es una observación muy atinada que estaría completa si hubiera añadido que esa fecundación se produce por medio de la traducción.

Sean cuales fueren los andurriales por los que deambula Zeda, Azorín es respetuoso, y exigente a veces, con la traducción. Durante una de sus conversaciones con Jorge Campos, mientras habla de Juan Valera, comenta: «Traducir a Longo y suprimir. Póngalo usted en latín, ya que no en griego, pero, en fin, no suprima». La facilidad con que suelta lo de que Valera no traduzca algo supuestamente escabroso de Dafnis y Cloe pero lo haga en latín en vez de castellano me induce a pensar que su respeto hacia la traducción es un tanto peculiar. Hay otro ejemplo de esa peculiaridad en Memorias inmemoriales:

No repudiemos las traducciones; no nos escandalicemos con las traducciones. ¿Podemos leer todos la Imitación de Cristo en latín? ¿Y la Odisea en griego? Y si tenemos que leer las obras maestras, ciertas obras maestras, en traslados más o menos fieles, ¿por qué hacer esos gestos de desabrimiento ante las traducciones?

Hasta aquí, uno solo puede estar de acuerdo con el maestro de los primores de lo vulgar, como diría Ortega, pero entonces, zas, aparece la peculiaridad azoriniana: «Se dirá que lo que se pide es que las obras traducidas sean buenas. ¿Y qué importa que sean buenas o malas (…) ¿Qué más da que lo traducido sea óptimo o mediocre?»

Pero quisiera terminar este artículo con un párrafo de Azorín que, si bien no se refiere en concreto a la traducción, le va como anillo al dedo. Con solo que hubiese puesto «todos los que nos dedicamos a trabajos literarios» después de «luchemos ardientemente», se podría aplicar sin duda alguna a nuestro oficio:

Luchemos ardientemente por que nuestro esfuerzo sea retribuido con justicia; esforcémonos con perseverancia y tesón por que el esfuerzo que hacemos sea realizado en las mejores condiciones posibles ─económicas e higiénicas; pero realicemos el trabajo que hayamos de realizar escrupulosamente, con amor, con fervor. Una vez ante la tarea, olvidémoslo todo, y solo veamos la perfección en la obra que hemos de realizar.

Amén.

Alguien podría señalar que antes he reaccionado a lo que dice Zeda sobre Berenice pero he pasado por alto a Sbarbi. Ah, José María Sbarbi y su libro sobre la intraducibilidad del Quijote… Esa es una curiosidad que bien merece otro artículo.

 

Bibliografía

Azorín, Ejercicios de castellano, Biblioteca Nueva, Madrid, 1960

Azorín, Memorias inmemoriales, Biblioteca Nueva, Madrid, 1946

Jorge Campos, Conversaciones con Azorín, Ediciones Taurus. Madrid, 1964

 

Jordi Fibla Feito nació en Barcelona en 1946. Ha acumulado una obra abundante y muy diversa que él ha calificado alguna vez como «varios archipiélagos de excelencia en un mar de mediocridad». En 2015 le concedieron el Premio Nacional de Traducción por toda su obra.