Viernes, 2 de diciembre de 2022.
Preguntaba una traductora en Twitter por una alternativa actual (a ese actual volveremos) para la conocida expresión «está como el camarote de los hermanos Marx». Sí, ya; es conocida para quien la conoce (perdón por la tautología), es decir, para quien atesora cierta cultura cinematográfica. En otro orden de cosas, es impropia para la descripción de un barrio en una revista académica de arquitectura o en boca de un personaje de ficción de una obra situada en los años veinte (e, incluso, en los treinta). Pero ¿qué pasa si un traductor o un corrector piensan en esa expresión y deciden que no es oportuno usarla no porque no sea el registro adecuado o porque resulte anacrónica, sino porque la gente joven no la usa? Ya hemos vuelto a aquel actual. Si ser actual (¿son Bach, Quevedo y la sal de frutas actuales?) es el criterio primero para el uso de una expresión o una palabra en un texto, quedan invalidadas la mayoría de las paremias; claro que siempre cabe actualizarlas: «así se las ponían a Juan Carlos», «tomar las de Abu Dabi», «en mayo ya puedes quitarte el sayo», «nadie da leuros a ochenta céntimos»…
Las paremias de todo tipo son uno de los aspectos en los que el profesional de los textos antes demuestra lo que sabe. Si ante un «take away this cup from me» un traductor escribe «quita esa taza de ahí» (sucedido real, valga el pleonasmo), tiene un hándicap (no un reto ni un desafío) muy serio para ser un buen profesional; y el corrector que no lo detecta tiene otro. Resulta que las expresiones bíblicas recorren la buena literatura de todos los tiempos y es más fácil que un camello (o una soga)[1] pase por el ojo de una aguja que traducir o corregir bien sin ese acervo. Pero, cuidado, pues esas expresiones no se limitan a la creación literaria. No es difícil que haya chivos expiatorios en un ensayo político o que algo pase de Pascuas a Ramos en el análisis histórico de la música; y no sirven cabras sacrificables, en el primer caso, ni periodo de casi un año, en el segundo.
El asunto de fondo no es la caducidad o la actualidad de una expresión, sino qué lengua maneja el profesional cuando trabaja. En realidad, cuando la traductora preguntaba por una expresión que se entendiera hoy en día, buscaba algo familiar para ella y la gente de sus entornos; quizá por eso lo buscaba en Twitter. Lo cierto es que hay mucha gente que comprende y emplea la frase alusiva a Una noche en la ópera y, de esa manera, sigue viva; solo que quien le busca una alternativa actual no oye hablar a toda esa gente. El atolladero está en que actual signifique ‘que yo lo conozca’, pues mi lengua ―mi variedad y mi registro― y la de la gente cercana a mí no puede ser la lengua del texto que estoy trabajando porque, entonces, no traduzco ni corrijo, sino que cuento las cosas a mi manera. Esa es la madre del cordero: mi lengua no es la lengua de trabajo.
El asunto de fondo no es la caducidad o la actualidad de una expresión, sino qué lengua maneja el profesional cuando trabaja
Español nivel usuario
El traductor aficionado (acepción 2 del Diccionario de la lengua española, DLE) no es el que no ha cursado estudios específicos en la materia, sino el que traduce de oído, es decir, con lo que sabe por ser un solvente hablante de varias lenguas. Más, si cabe, ocurre con el corrector, pues los estudios superiores de corrección son muy recientes. Está bien asumido entre traductores, correctores y editores, que haber trabajado un año en Londres no sirve como capacitación para trabajar de traductor. Pues bien, algunos correctores profesionales (acepción 2 del DLE, no la 4) hacen un razonamiento análogo al de mi primo el waiter: «Corrijo porque soy hablante con pericia, o hasta filólogo, y lector compulsivo y me salían bien las redacciones en el cole». Estupendo, ya estás listo para hacer correcciones borjianas, es decir, del tipo de la restauración del Ecce Hommo de Borja.[2] La idea es que me gusta una materia, me encantaría ganarme la vida con eso, le pongo muchas ganas, creo que con lo que la naturaleza me dio ya no me hace falta que Salamanca me preste nada y… ya tenemos un libro hecho un eccehomo (valga la polisemia), con las comas a la virulé, y todos los plurales distributivos del inglés, y las expresiones calco que suenan molonas, y las preposiciones de Instagram (donde haya un desde que se quiten las otras 22), y la racanería en los pronombres átonos; y muchos realizares, e increíbles y vibrantes a destajo (acepción 2 del DLE), y todos los retos y desafíos que se pueda.
El problema radica en que todos usamos la lengua con solvencia. Incluso las personas analfabetas y sin formación académica se expresan perfectamente (a menudo con precisión y una lengua rica) y entienden lo que les dicen; y quienes tienen formación escriben sin cesar: la lista de la compra, una nota para el compañero de piso, decenas de wasaps y varios tuits cada día, muchos exámenes en el instituto o en la universidad, el trabajo fin de carrera y el de fin de máster… Y también hay muchos humanos capaces de pintar las paredes de su casa y hasta un dibujito gracioso, pero a ninguno de estos se les ocurre que cualquier galería de arte expondría un cuadro suyo ni que pueda restaurar un Goya. Por otra parte, seguro que nadie cree que ir al Museo del Prado todos los días para observar sus pinturas con esmero y devoción capacite para pintar o restaurar un cuadro con solvencia. ¿Por qué, pues, ser muy pero que muy aficionado a la lectura y devorar novelas habría de dar algún plus, ni siquiera una ventaja de inicio, para ser traductor o corrector? Ser hablante de una lengua ―español nivel usuario― es el principio y proporciona muchos recursos para el traductor y el corrector (y para el autor y el redactor), pero no es suficiente para ser un obrero del texto; ser hablante es, por tanto, condición necesaria, pero no suficiente, ya que la lengua que habla cada cual no es un instrumento de trabajo ni, mucho menos, la materia prima de la traducción ni de la corrección. La materia prima es la lengua del texto, que es diferente en cada texto con el que nos las habemos quienes hacemos de esto un ministerio (acepción 5 del DLE).
El nivel de lengua necesario para tratar un texto profesionalmente es el nivel profesional ―valga la redundancia―, que es muy distinto del nivel usuario. Quien quiera estar ahí debe tener más léxico, conocimiento de la gramática y de la pragmática, dominio de la puntuación, nociones de dialectos, idiolectos, sociolectos, cronolectos y variedades geográficas, y, sobre todo, sentido de la lengua y del texto y capacidad de reflexionar sobre ambos.[3] Por si fuera necesario aclararlo, tener nivel profesional significa que se es capaz de acometer trabajos con tal solvencia (no sin errores, que siempre queda alguno) que se puede pedir una tarifa, entre digna y de excelencia, que permita ganarse la vida holgadamente con una dedicación laboral estándar.
El nivel de lengua necesario para tratar un texto profesionalmente es el nivel profesional ―valga la redundancia―, que es muy distinto del nivel usuario
Correctología para dummies
Para ser traductor hay que conocer las lenguas (la de partida y, sobre todo, la de llegada) en un grado que supera con mucho el del hablante, además de la cultura, la historia y las costumbres. Eso se enseña en traductología: ¿cuál es la unidad de traducción? La palabra ya sabemos que no; la frase, solo a veces; el párrafo, por lo menos; el texto, sin duda; y hay quien sostiene que la unidad de traducción es la cultura entera reflejada y reconcentrada en cada texto. Por tanto, todo apunta a que las palabras que una persona emplea en su vida cotidiana y la sintaxis que manejan sus interlocutores habituales no le bastarán para traducir muchos de los textos que se le pondrán por delante.
Por lo que respecta a la corrección,[4] el concepto de unidad de trabajo debería ser cercano al de la traducción, pero, además, hay que conocer algo de historia de la lengua, de usos y costumbres (y de escuelas) ortotipográficos; todo eso no lo sabe el hablante más exquisito ni falta que le hace. Además, hay que tener una base sólida de gramática, pero no a nivel usuario, sino en un nivel más profundo, en ese en el que te planteas si huele a rosas, pero se percibe olor de rosas, si es el día más importante de nuestras vidas o de nuestra vida, qué pleonasmos son pura redundancia hueca y cuáles son expresivos o forman parte de la esencia de la lengua. Por supuesto, y por lo menos, el corrector tiene que saberse la Ortografía de la lengua española (OLE). Bueno, a lo mejor no hace falta que se la sepa entera; ahora, la puntuación, de pe a pa;[5] asimismo, debe tener presente que hay otros asuntos que no se conoce al dedillo, pero que tiene que saber consultar cuando aparezcan.
No me cabe en la cabeza que humanos que se dicen correctores no se hayan estudiado el capítulo 3 de la primera parte de la OLE.[6] Y aquí va una premisa para esa correctología que empezamos a construir: la unidad básica de intervención para ser corrector no es la errata ni la falta de ortografía, sino la puntuación, al menos el punto y la coma. La puntuación es el armazón del texto, precisamente porque responde a la sintaxis y la refleja; así que ni el traductor ni el corrector pueden poner o quitar comas según les parezca que hay que respirar aquí o allí. El traductor tiene que ver la arquitectura y el ritmo del texto en el original y reflejarlos en la puntuación. Por su parte, el corrector vigilará que esa traslación funcione y que observe las normas de puntuación de la lengua de llegada; o acudirá a donde no haya llegado el traductor (o el autor si se corrige un original). Pero ni el gusto ni la capacidad pulmonar del profesional o su tirria por la hipotaxis pueden determinar la sintaxis del texto.
En este sentido, las competencias del traductor y las del corrector no son las mismas. Por eso un excelente traductor no necesariamente es corrector; y un buen corrector que conozca otra lengua distinta de aquella en la que corrige no es, por ese mero hecho, traductor. Sí hay personas que son las dos cosas e, incluso, maquetistas, y también editores, y hasta jardineros o trompetistas, pero lo son porque han estudiado varias disciplinas y han profundizado en ellas, no porque hacer bien uno de esos oficios lleve aparejado dominar otro. Tampoco, hay que repetirlo, haber leído mucho enseña a traducir ni a corregir: ¿acaso se aprende a cocinar comiendo y a conducir viendo pasar coches?
La lengua de los otros
Pero volvamos a pensar qué lengua deben usar el traductor y el corrector.
– Se ha pegao una hostia en el culo.
– Presenta contusión en la nalga.
– Dícese que ha recibido un golpetazo en el trasero.
Puede parecer una obviedad que esas tres expresiones cuentan lo mismo, pero cada una con su registro. Claro, porque entre una conversación cotidiana, una historia clínica y una serie de época hay tal distancia que a ningún profesional de la lengua se le pasará por alto atender a ello. ¿Y si quien expresa que se ha pegado un golpe es una mujer de Villarejo de los Olmos nacida en 1919 y que ha vivido en Valencia trabajando de criada? ¿Y con las mismas fechas, pero de Río de Janeiro y administradora inmobiliaria? Quizá no todos los traductores ni todos los correctores tengan que trabajar con textos en los que aparezcan esas voces, pero es difícil que un profesional no lidie con, al menos, un puñado de ellas a lo largo de su carrera.
Lo que no sirve para traductores y correctores es acogerse a la máxima descriptivista que preconiza que la lengua la hacen los hablantes, que, por cierto, es otra perogrullada y, a la vez, una falacia. Los hablantes hablan y escriben como quieren en el sentido de que no andan todo el día con el DLE y la OLE para verificar la corrección de sus palabras, su sintaxis y su puntuación; ¡y menos mal!, pues así se propagan y se naturalizan cambios que modifican sin cesar la lengua!, pero suponer que hay voluntad en ello es mucho suponer. Por el contrario, lo más común es que todo hablante imite a otros; es lo que hacen los niños cuando comienzan a hablar y casi todos los aspirantes a literatos cuando empiezan a escribir. Por añadidura, en tiempos de difusión masiva de mensajes, argumentarios y propagandas varios, los modelos ―que son lo que impulsa la evolución de la lengua― son calco de términos y estructuras que de continuo se oyen y se ven escritas. No es difícil percibirlo. De hecho, es un fenómeno que los traductores y los correctores observamos con atención, registramos con esmero ―y a menudo con horror― y aplicamos cuando el texto ―o el cliente― lo requiere. Nadie será tan ingenuo de pensar que los hablantes han decidido realizar a mansalva muletillas cansinas como si no hubiera un mañana porque está claro, no, lo siguiente, que lo peor está por llegar. Han llegado para quedarse, sí, pero no han llegado solas. Ha habido una correa de transmisión que es como una apisonadora: lengua inglesa > mala traducción > persona con altavoz que la repite (periodista, político, famosillo) > hablante > traductor o corrector en el que, cuando trabaja, sigue operando el hablante en vez del profesional.
Si esa correa se para en el hablante, estamos ante una dinámica social, pero, si da el último paso, lo que hay es un mal profesional que no sabe que la lengua con la que tiene que traducir o corregir no es la lengua que habla ni la que lee, sino la lengua del texto; y esa va cambiando: de época, de registro y de campo semántico, y, si el texto es narrativo, quizá también de idiolecto. Por si fuera poco, en el caso del español, por encima ―o como base― de todo eso, en las variedades geográficas se abre una brecha oceánica que, por cierto, ni agota ni resume la variación; tengo una noticia: no existen ni el español neutro ni el español de América (¿o caso se confunden el español de México y el de Argentina?).
El problema empieza cuando el traductor o el corrector del texto no sabe cómo es la lengua de las historias clínicas ni cómo hablaban las turolenses a las que en la posguerra llevaron a Valencia «a servir». El problema ―en realidad, la mala práctica― es que el profesional solo domine su lengua, es decir, la que habla, la de su entorno, la de su tiempo.
La segunda parte del artículo se publicará el lunes 5 de diciembre.
[1] Parece ser que san Jerónimo no leyó bien una vocal que es la única diferencia entre las palabras griegas para camello y soga. ¡Hasta el patrón cometió alguna pifia!
[2] https://www.lavanguardia.com/cultura/20120822/54340134226/intentaran-reparar-restauracion-chapuza-ecce-homo.html.
[3] Sentido de la lengua y sentido del texto no son conceptos que se definan en los tratados de filología ni de lingüística; quizá sí en los estudios de traducción, de corrección y de escritura. Sin pretender acuñar una definición, se trata de la capacidad de reflexionar sobre la lengua y el texto, de evaluar si cumplen su objetivo y de aquilatar si están al servicio del autor y llevan la voluntad de este al lector.
[4] La correctología está en mantillas y la concepción del trabajo se debate entre varias escuelas. La reflexión sobre las bases teóricas del oficio y su aplicación práctica en el trabajo todavía es escasa.
[5] Por ejemplo, en esa frase, la coma que va detrás de puntuación no responde a ninguna pausa ni a la entonación, sino a la elisión del sintagma verbal.
[6] https://aplica.rae.es/orweb/cgi-bin/v.cgi?i=KerXLhIYycvSydbZ.
La corrección de este artículo ha corrido a cargo de Fran Sánchez Mazo.
Pilar Comín Sebastián es licenciada en Biología y en Filología Árabe y, sin embargo, hace más de veinte años que sus oficios son correctora, sobre todo, editora de mesa, redactora y traductora. No está especializada en un solo tema ni en un género, sino que corrige textos variados. Mantiene el blog Atutía para textos, es autora del libro Ortografía y gramática para dummies y ha redactado varios libros de estilo. En ese empeño por difundir un uso más preciso de la lengua, imparte clases y talleres sobre las incorrecciones más frecuentes en castellano y su solución. Es profesora en el Posgrado de Corrección y Asesoramiento Lingüístico de la URV.
¡Menudo repaso tan completo y casi exhaustivo! ¡Gracias, Pilar!
Pilar:
Eres una máquina y no puedo esperar al día 5 para seguir leyéndote. De momento, mis apuntes más importantes son dos:
– «Las paremias de todo tipo son uno de los aspectos en los que el profesional de los textos antes demuestra lo que sabe».
– «*Mi lengua* no es la lengua de trabajo».
¡Gracias!
Estas explicaciones tuyas, Pilar, me vienen como frío de diciembre para una alumna de traducción que me ha pedido ayuda. Gracias.
Concha, Isabel y María, muchas gracias por la lectura atenta y por el aprecio.
Corazon(c)ísima, a ese «pues así se propagan y se naturalizan cambios que modifican sin cesar la lengua!» le falta en inicio de exclamación.
Soy fillólogo con interés en la traución: ahora ya sein en qué no debería meterme. Noragüena.
Pues he vuelto a leer tu artículo, Pilar, y soy yo la que se postra ante ti una vez más.
Qué maravilla, Pilar. No lo leí en su día y lo he leído hoy, junto con la segunda parte. Para quitarse el sombrero.
Felicidades y muchas gracias