Viernes, 24 de junio de 2022.
Es una pregunta y una reflexión a la que llevo dándole vueltas hace algún tiempo y parece que ahora, cuando las opiniones y reseñas sobre libros ya no están restringidas a diarios y a revistas especializadas, es un buen momento para plantear algunos aspectos del asunto.
Ya conocemos las respuestas habituales a por qué los críticos suelen pasar por alto un comentario algo desarrollado al trabajo del traductor: que no tienen acceso al texto en el idioma original o que, de tenerlo, no conocen el idioma para dar una opinión fundamentada.
Vayamos a la parte agradable del asunto, cuando salta a la vista que el resultado es excelente sin necesidad de tener el original de la novela, el ensayo, los poemas, la pieza teatral, en un idioma que casualmente dominamos y podríamos cotejar, ahora que las bibliotecas están bien surtidas y podemos comprar online o acceder a bibliotecas que han digitalizado a los clásicos. No solo los traductores profesionales pueden darse cuenta de que ahí ha habido una buena mano (y unas neuronas con sus sinapsis en forma, y horas previas de lectura y un surtido de diccionarios de papel, online y vivientes). Un lector con cierto bagaje se da cuenta de que el traductor ha peleado por cada palabra, que no ha cedido a la pereza de quedarse con un verbo aproximado y que en lugar de, pongamos, «chancletear» ha escrito «trapalear». Lo que eso significa como señal de confianza en su propio trabajo y en el lector es una especie de contrato implícito que los buenos traductores –y las editoriales que optan por no corregirlo por otra solución más llana– defienden al entregar el libro traducido. Si nos ponemos estupendos, estupendamente capitalistas, diríamos que esa es su «marca»; si nos ponemos trascendentales, que ese es su legado, su contribución a una historia de la traducción, ya que decisiones de este tipo determinan las ocurrencias (apariciones) de una determinada palabra y facilitan así que sucesivos traductores tomen decisiones menos vacilantes.
Pasemos de inmediato a las traducciones malas malísimas, esas que ni conociendo el idioma original en «modo nativo», pongamos coreano, llegas a entender qué calamares ha dicho el personaje porque el subtitulado parece salido de las manos de un pulpo trabajando a full. Ya sé que el pulpo no tiene manos, pero la compañía que contrata a pulpos para que ocho manos aporreando un programa de traducción a tantos céntimos el minuto de video resulte en astronómicos beneficios está dispuesta a afirmar lo contrario. El problema de esa combinación de codicia y surrealismo es que los comentarios al subtitulado espantoso o a la traducción infumable de tal o cual libro adquieren, gracias a (por culpa de) las redes sociales, dimensiones virales, es decir incontrolables. Pese a las horas de diversión y jolgorio que procura leer los disparates que resultan de la mezcla de traducción automática y «posedición» humana, el problema que subyace es lo bastante serio como para que algunos de los atacados, los subtituladores, salgan a defenderse.
De hecho, ya en 2014 la revista especializada L’écran traduit publicaba un largo artículo con una propuesta más que sensata: Pour une critique grand public des traductions/adaptations audiovisuelles (A favor de una crítica de las traducciones/adaptaciones audiovisuales con destino al gran público), donde «gran público» es el elemento clave porque determina la jerga a utilizar en el comentario, así como la profundidad y desarrollo de la crítica que haría, o debería hacer, quien publique en prensa u otros soportes. La autora del artículo, Anne-Lise Weidmann, clama desde el título un «Criticadnos, pero criticadnos bien»; por eso empieza repasando los usos y costumbres en prensa –francesa– y programas culturales de radio de máxima audiencia, en relación al doblaje y al subtitulado y la evolución de su presencia y recepción: desde los comentarios no siempre negativos al doblaje en los primeros años 30 hasta su omisión olímpica, al considerar la traducción y cómo se plasma en pantalla un componente de la película que solo se menciona cuando fracasa: demasiado texto, errores de interpretación, erratas, incongruencias, falta de sincronización, dobladores inadecuados, etc.
En los primeros años del siglo XXI, la prensa se hace eco de que tal actor participa en el doblaje de tal película o pone la voz a tal personaje animado. Los actores talentosos, y dotados además para el marketing personal, saben cómo dar relieve a esa faceta: pensemos en Antonio Banderas dando voz al Gato con Botas o en Alexis Valdés a la cebra de Madagascar. Este tipo de proyectos tenía ya, por supuesto, un director de doblaje y del subtitulado se encargaba un traductor de trayectoria «contrastada», es decir curtido en títulos. El presupuesto para estos menesteres era decente o incluso alto y la publicidad empleada en informar de qué actor o actriz doblaba a tal o cual bicho era inversión que se recuperaría en taquilla y mercadeos paralelos.
Si algún lector de este artículo es subtitulador, seguramente sabrá mejor que yo en qué momento y de qué manera se fue al garete el negocio y cómo le afectó la llegada de las plataformas y los modos semiesclavistas de producción actuales. Como esta crisis ha ido a la par del aumento de tontería per cápita a nivel mundial, que se ha traducido en la convicción que tiene cada espectador, lector, usuario de cualquier artefacto o dispositivo de estar en condiciones, y en su derecho, de emitir una crítica sobre lo que le plazca y que valen lo mismo que la opinión/juicio del especialista, el artículo de Weidmann es útil para describir el estado de cosas actual y demostrar de qué manera un crítico especializado puede justificar su trabajo, desde complementando tal información –que el subtítulo de las poesías que el actor interpreta se extrajeron de tal versión autorizada que publicó la editorial X– hasta observar que hay detalles relevantes –los tres idiomas que se hablan en cierta película– que el subtitulado no tiene en cuenta.
Se trata de decidir de antemano –el coordinador de crítica o de suplemento podría hacerlo– los niveles mínimo y máximo de complejidad y especialización que se ofrecerán al lector y qué información es preferible reservar para una publicación especializada.
Hasta aquí estamos hablando del tipo de publicaciones donde el espacio reservado a la crítica de la traducción, y del subtitulado con sus detalles específicos, es escaso. También nos hemos referido a que la calidad del resultado es evidente, en sentido positivo o negativo. Hay otras variables peliagudas de las que se trata menos: cuando la traducción parece buena, da el pego para el gran público, llega incluso a vender miles de ejemplares, pero el especialista detecta errores de interpretación, atajos o supresiones y le parece que ¡puaf! o que «ejem, ejem». Hace ya años un amigo, empecinado lector en varios idiomas y catedrático de inglés retirado, me dejó intrigada al comentarme que la traducción del griego al castellano de cierto escritor famoso, que en esos momento leía con original y traducción a mano, omitía detalles del griego. En otro momento, un libro de enorme éxito se vio sometido a una pequeña pero áspera polémica porque un traductor del idioma original, minoritario aún, criticó con ferocidad la traducción, dio numerosos ejemplos de errores publicados, también de esos atajos que se utilizan más para sortear las dificultades de la expresión original que para evitar repeticiones o cacofonías, o para evitar sembrar de notas una obra literaria. Como se trataba de una discusión en la que podía protegerse con un seudónimo, apoyó su crítica no solo con ejemplos que demostraban su propia especialización, sino la de una crítica igualmente radical publicada en una revista a la que pocos lectores podían tener acceso. Hace poco también, leí una tesina en la que una estudiante muy joven contrastaba versiones traducidas –creo que al castellano y al catalán– de un clásico inglés adaptado al francés para niños. Lo curioso es que las dos primeras críticas las hacían dos especialistas en lenguas, el segundo en la misma del exitoso libro traducido, pero tenían carácter confidencial. Este podía aprovechar la repercusión de la discusión en redes para, quizá, conseguir que la editorial hiciese o pidiese una revisión. La tercera crítica es la más peliaguda porque el marco universitario parece avalar que lo que la estudiante afirma en su tesina es cierto, cuando está llena de afirmaciones «arriesgadas», no siempre argumentadas, en las que demuestra desconocer algo fundamental: el proceso de edición.
Y que alguien salga de la carrera de traducción ignorando que lo que se publica no es necesariamente lo que el traductor decidió es preocupante.
Dentro del mismo contexto universitario está el artículo que detonó la pregunta sobre la crítica de la traducción que queremos. En Palimpsestes, y dentro del dossier «Cuando los traductores toman la palabra: prólogos y paratextos traslativos», Maïca Sinconie le da un repaso a la actitud que adoptaba Marguerite Yourcenar en el prólogo a su traducción de Las olas, de Virginia Woolf. En otro artículo ya hablé de las versiones al francés que hizo de Baldwin y de Kavafis y de las reacciones que hasta el día de hoy provoca.
Como resumen del artículo (que traduzco), Sinconie escribe:
En 1936, Marguerite Yourcenar traduce The Waves para las Éditions Stock. Por entonces realiza una visita a Virginia Woolf, un encuentro que nutre el prólogo de su traducción. Auténtico intento de integrar la obra woolfiana en la esfera yourcenariana, este paratexto construye la figura del traductor en majestad a la vez que oculta una realidad divisoria/polarizante –la pérdida de su madre al nacer, el temor a la fragmentación, el rechazo de la alteridad. Yourcenar procede con brío: se apropia del texto de origen en nombre de su visión de la literatura de acogida y desvía la atención del lector de la operación de traducción, en nombre de su concepción de la traducción, equiparable exclusivamente a la creación. El paratexto se convierte en el lugar donde se produce una transferencia narcisista que permite una forma de autorrepresentación, y su retrato lírico de Virginia Woolf impide la construcción especular de la relación del traductor con el autor, lo cual deja a Yourcenar plena libertad para crearse una posición dominante de coautora. De este modo impone su visión del mundo y de la literatura, así como una lectura intertextual de la novela. Este distanciamiento constituye además una estrategia defensiva contra sus tormentos personales. El paratexto le permite borrar el género femenino, acceder a un dominio imaginario del lenguaje, e inscribir la obra traducida tanto en la historia de la literatura como en el campo de la literatura francesa de su tiempo. Auténtico espacio de seducción, la suya es una postura desenvuelta y voraz que sitúa al traductor en una llamativa situación de poder.
Sí, ¡caramba!, oyes. Este es el resumen de varias ideas críticas que desarrolla a lo largo de diez páginas. Se trata, entre otros objetivos, de denunciar la posición dominante de la traductora sobre el texto ajeno, aquí nada menos que de V. Woolf; de la actitud y el resultado de la traducción, y especialmente del prólogo, infiere una serie de síntomas que analiza dentro del marco psicoanalítico, a menudo extraño no solo para los lectores comunes, sino también para los especialistas en traducción o en otras teorías literarias. De Yourcenar nos dice Sinconie, apoyándose en otros artículos críticos con la escritora francesa, que utiliza a Woolf como imagen doble de sí misma, a la vez que atrae el mundo literario de la inglesa al propio, de forma que el lector en francés de esta edición de Woolf entra en el sistema simbólico y literario de Yourcenar antes que en el de la autora de Las olas, e incluso en lugar de en este.
Yourcenar efectúa sobre Woolf una suplantación a veces, otras una duplicación, viene a decir Sinconie. Las ideas son muy interesantes, más para un traductor-escritor, porque desde ellas nos adentramos en el género del misterio y escapamos, por un momento por lo menos, de nuestra más reciente y humillante caracterización, la del traductor proletarizado, explotado por corporaciones regidas por algoritmos –que no deja de ser otra imagen metafórica inspirada en la ciencia-ficción–. Aquí vale señalar que la crítica hacia Yourcenar es mucho más dura que la que se le hizo a Baudelaire sobre sus versiones de De Quincey y de E.A. Poe.
La cuestión sigue pendiente y al final lo que nos va a convencer es qué análisis de la traducción se lleva a cabo para determinar si la traducción es de verdad buena o mala o si, dando el pego, es eficaz. El método debe ser contrastivo, pero debemos introducir a otros elementos de la cadena: el corrector y el editor. Hace afirmaciones sobre terreno movedizo la universitaria que redactaba, y publicaba, su tesina sin saber que las traducciones pasan por un corrector –el cual no siempre conoce el idioma del que se traduce o no toma en cuenta las observaciones del traductor, otras sí y la mejora o simplemente la adapta al sistema editorial–, y a veces también por un editor, que toma decisiones de entrada que justificarían cambios de registro u omisiones como las que me señalaba el amigo que leía al novelista griego.
Esta lectura crítica contrastiva es la que practica Gema Andújar Moreno en «Traducción entregada versus traducción publicada: reflexiones sobre la normalización en traducción editorial a partir de un estudio de caso». Merece la pena la lectura, especialmente en contexto universitario, porque acota muy bien los diferentes espacios de intervención de los principales protagonistas de la cadena (traductor/corrector/editor) y nombra las prácticas editoriales sin dejar de distinguir entre «normalización editorial» y pérdida de capacidad de decisión del traductor cuando las editoriales de grandes grupos se saltan una de las cláusulas del contrato: enviar la traducción corregida para que su traductor dé o no el visto bueno.
De manera que, ¿podemos ya responder a qué tipo de crítica de la traducción queremos?
BIBLIOGRAFÍA:
Andújar Moreno, Gema (2016). «Traducción entregada frente a traducción publicada: reflexiones sobre la normalización en traducción editorial a partir de un estudio de caso.» Meta, 61(2), 396–420. https://doi.org/10.7202/1037765ar
Sinconie, Maïca (2018). «Préface de Marguerite Yourcenar à sa traduction, Les Vagues, de Virginia Woolf : le traducteur en majesté ? », en Dossier: Quand les traducteurs prennent la parole, Palimpsestes, 31, pp. 105-115
Weidmann, Lisse-Ann (2014). «Critiquez-nous ! Mais critiquez nous bien. Pour une critique gran public des traductions/adaptations audiovisuelles», en L’Écran traduit, 2014, núm. 3, pp. 49-72.
Sobre el doblaje de la película Madagascar, la ficha aparece en la página web El doblaje: https://www.eldoblaje.com/datos/FichaPelicula.asp?id=7822
María José Furió es traductora de francés, italiano, catalán e inglés al español, colabora además con editoriales y empresas españolas y extranjeras como lectora de textos ya publicados o de manuscritos para su posible traducción al castellano y en la revisión y editing de textos. Especializada en no ficción, entre los libros traducidos se cuentan: Smash!, la explosión del punk californiano en los ’90, de Ian Winwod (Ediciones Cúpula), Los cuentos de una mañana y El último sueño de Edmond About, de Jean Giraudoux (Lom Ediciones), La travesía del libro, de J.J. Pauvert (Trama) y Las ambiciones de la historia, de F. Braudel (Crítica). Publica regularmente crítica literaria y reportajes sobre fotografía y cine en diferentes revistas españolas y extranjeras.