La relación entre el traductor y el autor, y II

Viernes, 20 de agosto de 2021. 

(Segunda parte del CENTÓN publicado el viernes 13 de agosto de 2021)

Marta Sánchez Nieves: Yo no tengo en nómina a mucho autor vivo, así que no soy muy representativa. Motu proprio creo que solo una vez he pedido el contacto de la autora, porque no daba con el original francés de una cita. La mujer no se acordaba y la pobre no estaba en un momento vital donde la traducción de su obra fuera una prioridad. Se mostró muy agradecida por la labor de los traductores, eso sí.

El resto de las pocas veces no he tenido problemas en que la editorial me facilitara el contacto con ellos. Una vez hasta me pidieron que lo hiciera porque la autora era un tanto peculiar y estaba ofendida porque no le hubiera preguntado nada. Así que me inventé unas dudas sobre unas citas que salían en el libro, la mujer me respondió muy amable pero incorrectamente y la editorial y yo decidimos no usar sus respuestas, porque no hubiera quedado bien poner en la nota: la autora dice que son de x, pero nosotras sabemos que son de y.

María Teresa Gallego: Algunas anécdotas:

Amin Maalouf (que es un ser especialmente adorable). He tenido pocas dudas que consultarle (alguna de esas palabras que pueden referirse igual a una cosa o a otra y prefería asegurarme). Pero, cuando traduje el libro de cocina libanesa de su mujer y Andrée y yo nos escribíamos con frecuencia, para matizar las diferencias entre el bulgur y el alcuzcuz por ejemplo, siempre metía baza. Me acuerdo de una larga charla de madrugada sobre si usar en ese libro en concreto la palabra sésamo (que viene del griego y el latín, aunque me dijo que también el árabe tiene una palabra con esa etimología) o ajonjolí (que viene del árabe andaluz).

Patrick Modiano: Tiene un título que me resultaba un poco esotérico (y a Jorge Herralde también y no estábamos del todo de acuerdo sobre por dónde cogerlo) Vestiaire de l’enfance (podía referirse a varias cosas, y en sentido propio o figurado). Así que le escribí (correo postal, claro). Me contestó con una larga carta manuscrita (que tengo más o menos enmarcada en esa zona de mi rincón de trabajo que Arturo Peral llama «tu egoteca»), contándome que era el nombre de un comercio que había sacado de una guía de teléfonos antigua (algo muy suyo, por cierto) y que no sabía en realidad qué comercializaba, pero que había pensado sin más que le iba bien a ese libro. Yo le explicaba mi opción y el porqué. Y me dijo: Decida usted, seguramente sabe más sobre mí que yo. La traducción se llama Ropero de la infancia

Pierre Michon: La mayoría de las veces las palabras de Michon tienen deliberadamente varios sentidos. Y en castellano pues… no siempre ni mucho menos es posible encontrar una palabra que cumpla con esos requisitos. Cuando le he preguntado: ¿De todos esos sentidos, cuáles son «preferentes»? (por si encontraba algo que en castellano cubriera varios de esos sentidos, si no todos), la respuesta siempre ha sido: Mais… tous! Entonces le preguntaba si le parecería bien que usara dos palabras, bien ensambladas, eso sí, en vez de una y me decía que sí. (Había, por ejemplo, unas «lames» que eran a un tiempo las olas de un río y los cuchillos de los bandidos que cruzaban el río a nado que para qué os voy a contar). Le encanta el uso de la palabra «caballero» en castellano por monsieur y dice siempre: Ah, que j’aime cela.

Jonathan Littell: la traducción en España de Las benévolas fue la primera en salir en el mundo mundial. Así que le hice una listita de algunos despistes (una carretera que primero era de asfalto y luego, no, por ejemplo) y se mandó esa lista a los demás traductores a otros idiomas con la corrección de los despistes en cuestión. Vino a Madrid para charlar sobre el ritmo musical de las diferentes partes (que llevan nombres de partes de composiciones musicales, zarabanda, escocesa, etc.). Y me pidió que no respetase el libro impreso en una parte en que un personaje le retuerce la nariz a Hitler. Gallimard no le había aceptado que el personaje le mordiera la nariz a Hitler, pero él quería aprovechar para volver a su primera versión. Así que en la traducción al castellano se la muerde (en las demás, no sé).

Annie Ernaux: Los años es un libro tan lleno de connotaciones culturales y cotidianas de la vida francesa de determinada época que no quedaba más remedio a veces que aclarárselas al lector español. Pero se trataba de no pasarse en las notas a pie de página porque se trataba de que el lector la leyera a ella, no a mí. Así que estuvimos en contacto durante toda la traducción para meter algunas «morcillas» que ahorrasen la mayor cantidad posible de notas. Llegamos al criterio común de que cuando en francés se hablase de cosas ya un tanto olvidadas, que al lector francés más joven no le iban a sonar y tendría que buscarlas, al lector español lo asimilábamos a ese lector francés. Y en otros casos, cuando ningún lector francés fuera a notar extrañeza, se ponía una breve nota o se introducía una breve «morcilla» o inciso. Fue una colaboración muy agradable y provechosa. La editorial para quien traduje ese libro cerró y dejó de editarlo. Hace poco otra editorial encargó a otra traductora otra versión. No sé cómo se lo ha planteado ella ni si habló con la autora.

Luisa Gutiérrez Ruiz: Me uno a la conversación sobre la relación con autores.

La mía ha sido estupenda con todos los autores excepto con una. Fue mala, malísima. Ejemplo: Le pregunté una duda y me respondió: «Mira en el diccionario, que para eso están». Tuve que buscar a unos profesores de una universidad en Estonia para que me resolvieran la cuestión.

Cuando la editorial me ofreció otro libro de la misma autora, lo rechacé amablemente, me decanté por otro trabajo más pequeño pero sin estrés.

Carmen Francí: Una respuesta muy borde y muy poco inteligente por parte de la autora: se supone que es ella quien tiene más interés en que la traducción sea buena.

Lo que nos lleva a otra pregunta: ¿preguntamos poco por temor a respuestas de este tipo? ¿Serían mejores las traducciones si el contacto fuera más fluido? ¿O al revés, mejor que cada uno se dedique a lo suyo?

María Teresa Gallego: Pues un ten con ten entre ambas cosas…

Marta Sánchez Nieves: Voy a sonar un poco sobrada, pero estoy tan acostumbrada a no tener autor al que preguntar, que es un «recurso» que no me planteo.

Alicia Martorell: No es sobradismo, Marta. Es que además, por mucho que pueda ser útil preguntarle lo que quiso decir, o subsanar erratas y errores, yo soy del equipo «el texto es lo que es». Una obra que tendrá cosas buenas y malas pero ya está, «le trait est tiré il faut faire la somme». Por muy mal que me caiga Sartre, es una cita con la que me identifico muchísimo (Huis-clos, si no me equivoco).

Por eso (entre otras cosas) prefiero autores muertos. Y porque además soy muy mía, si me pasa lo que a Buenaventura no sé por dónde habría salido, pero por peteneras, seguro.

Marta Sánchez-Nieves: Yo entiendo que puede haber despistes, pero, oye, si en su momento nadie lo revisó y se publicó así, pues qué se le va a hacer.

En Los hermanos Karamázov el hermano mediano pasa a ser el mayor en un determinado momento. Y el dinero robado (no os destripo nada, no preocuparse) tan pronto estaba debajo de la almohada como debajo de la cama. A mí, viniendo de familia numerosa, lo primero me pareció muy normal. Lo segundo… pues es que Dostoievski era así, y se murió antes de que se publicara.

Hay un relato de Dovlátov, creo que se llama Los nuestros, muy divertido en el que la tía del autor cuenta sus disputas con los autores porque no aceptaban determinadas correcciones, tipo «una mesa cuadrada ovalada», que acabó así en la versión definitiva porque el autor decía que, oye, ¿por qué no va a existir una mesa cuadrada y ovalada?

María Teresa Gallego: Los clásicos y sus despistes (que son sagrados ya) y las dudas de interpretación que puedan solucionarse hablando con los autores vivos son dos historias diferentes.

Enrique Alda: Pues yo no sé si lo que hice con Timothy O’Grady cuando vino a España a repasar la traducción de Sabía leer el cielo fue un pseudoproceso de coescritura, pero trabajamos juntos varios días, y no solo con el significado de las palabras, sino con el ritmo del texto. Me hizo algunas peticiones que no siempre pude cumplir, como: «Me gustaría que no hubiera comas en esta frase» o «Preferiría que en esta frase no hubiera verbo».

Acabamos siendo buenos amigos, igual que con la mayoría de poetas que he traducido y tratado en persona.

No recuerdo haber tenido ningún roce con los autores a los que he consultado dudas. Eso sí, algún disparate me ha tocado corregir.

El último autor muerto que he traducido se equivocó en el nombre de un personaje histórico y lo corregí sin más.

Jaime Valero: Yo tampoco he sido nunca de contactar con los autores, quizá porque nunca me he encontrado en un callejón sin salida tan grande como para necesitar recurrir a ello. Como ya se ha comentado por aquí, opino que cada cual debe realizar su trabajo y, cuando se ha presentado alguna dificultad, he preferido tirar de mi intuición, o de la del editor de turno, o, ya en fechas más recientes, de los colegas de esta asociación que han tenido la amabilidad de resolverme dudas que he compartido por la lista de correo.

Como curiosidad, hace unos años sudé bastante tinta con algunos pasajes de The First Fifteen Lifes of Harry August. En el foro de WordReference me topé con alguien que consultaba algunas de las mismas dudas que tenía yo, y resultó ser la traductora de la novela al checo. Contacté con ella y nos estuvimos escribiendo durante el proceso para compartir y resolver dudas. Hay que decir también que cuando traduje esa novela no sabía quién era la autora, porque la escribió bajo seudónimo y tenían su identidad guardada en secreto para crear expectación.

Celia Filipetto: En mis primeros años en esta profesión fui una isla con poco contacto con el resto de colegas. El panorama de la traducción editorial era bien distinto al de ahora. La posibilidad de consultar con el autor no entraba en la ecuación. Al menos en la mía. Mis dudas, muchas y variadas, las resolvía como podía, con diccionarios, míos y de la biblioteca, mediante consultas a los informantes más variopintos. Me curtí con este modus operandi que, por lo que comentan otros colegas, me coloca en el grupo de los traductores que preferimos arreglarnos por nuestra cuenta, con nuestros medios.

Apuntarme a ACE Traductores y, paulatinamente, conocer a mis colegas me permitió dotar a mi isla de un nuevo y potente canal de comunicación y aprendizaje al que recurro para resolver dudas, comentar soluciones, analizar en voz alta, comparar mis estrategias traductoras con las de mis compañeros. Los autores siguieron un tiempo más fuera de la ecuación.

Cuando consultar con el autor se fue generalizando, yo también me animé a ponerme en contacto con algunos. En general, no me puedo quejar de ninguno de los autores a los que consulté mis dudas. Fueron siempre muy amables y se mostraron dispuestos a aclarármelas. Pero como no escapamos de nuestros orígenes, y siendo el mío el de isla, solo les escribo después de haber agotado todas las posibilidades de solución. Todavía me sigue dando un poco de apuro hacerlo. Nunca he trabado amistad con ninguno. Me tomé una cerveza con uno solo, en la presentación de uno de sus libros que tuve el gusto de traducir. Y comí con otro en Madrid cuando asistí a un acto de presentación de su novela.

Ahora puedo decir que ya no soy una isla. Mejor dicho, soy una isla dotada con el moderno canal de comunicación con los autores al que recurrir si es preciso, anclada en el mar de saberes de la lista de distribución de ACE Traductores. Es realmente asombroso la de cosas que llegamos a saber todos juntos. Mi agradecimiento a todos los colisteros.

María Teresa Gallego: Personalmente, no entiendo eso del decoro. Si con lo del decoro se pretende decir que consultar al escritor es faltarle al respeto, no estoy de acuerdo. Faltarle al respeto sería más bien, pudiendo aclarar una duda para que la traducción sea fiel y atinada, no hacerlo. (Y no creo que en las reuniones de traductores, para discutir problemas y matices, que organizaba Günter Grass, de las cuales nos ha hablado tanto Miguel Sáenz, considerase nadie, él el primero, que se faltase al decoro a nadie.) Cada cual tiene su trabajo, por supuesto; y el mío es precisamente dar al lector en castellano la mejor versión posible, que lea lo que dice el escritor, y no otra cosa.

Y si por decoro se entiende que debo avergonzarme de tener dudas y por eso no debo preguntar, pues tampoco estoy de acuerdo. Mi propio decoro consiste en recurrir a todo cuanto esté en mi mano para cumplir con mi obligación.

No se trata de andar agobiando al escritor con incontables preguntas innecesarias. Se trata de, muy de vez en cuando, y agotados los demás recursos, pedir una necesaria aclaración que irá en bien de todas las partes implicadas.

Pongo un ejemplo: Édouard Glissant tiene un poema que empieza: Éclats! El poema no me decía si éclats era luz, ruido o algo que se quebraba, podían caber todas las posibilidades. Habría sido pecado imperdonable, pudiendo hacerlo, no preguntárselo. Glissant es un poeta difícil del que he traducido dos libros. Sólo le hice tres consultas. Pero se las hice sin vacilar. Y no le falté al decoro ni me lo falté a mi misma. Antes bien.

En cuanto a los libros de los escritores muertos lo que hay que hacer es conocerlos muy bien, conocer muy bien su obra. Y buscar en ella la aclaración de posibles dudas que puedan surgir a veces. Los despistes que puedan haber tenido, de los que hablaba ayer Marta, son otro cantar. Forman ya parte del libro e incluso tienen su interés. Balzac, en La prima Bette, le cambia la edad a una de las protagonistas por lo menos tres veces y no pasa nada, claro está. Pero no es de esas cosas de las que estábamos hablando, creo. Sino de cosas como las del ejemplo de Glissant.

Así que, volviendo al principio, no entiendo eso del decoro.

Palmira Feixas: Al hilo de la reflexión de Ramón Buenaventura, debo confesar que al principio me avergonzaba un poco hacer preguntas a los autores, por temor a que pensaran que no acababa de comprender el original, que no estaba a la altura del encargo. Sin embargo, la experiencia me ha enseñado que es justo al contrario: si me surgen dudas es porque hilo tan fino, porque profundizo tanto en el texto que no me conformo con la primera traducción que se me ocurre. Y, por fortuna, todos los autores a quienes he acudido me han contestado de mil amores, cosa que solo ha redundado en la traducción.

Claudia Toda: Me está pareciendo interesantísimo todo lo que se está comentando. Para mí, además, va a resultar muy útil porque la relación entre el autor y el traductor es un campo en el que he investigado tanto para mi trabajo de grado como para la tesis. De la tesis no hay nada aún publicado pero, por si a alguien le interesa, os dejo el enlace al trabajo de grado: El papel del autor: análisis de la relación directa autor-traductor sobre el ejemplo de Günter Grass, que dirigió Carlos Fortea. Nunca podré agradecer lo suficiente a Miguel Sáenz que consiguiera que se me permitiera asistir al encuentro de 2009 para la traducción de Die Box.

El trabajo cuenta por qué comenzaron a realizarse los encuentros, cuántos ha habido, etc. Pero al final se plantea muy suavemente la cuestión de si este contacto con el autor influye en la manera de traducir, y si los traductores habrían aportado otras soluciones de no haber asistido a los encuentros. Es un trabajo de investigación inicial y se le nota que todavía me faltaba experiencia en muchos ámbitos pero de todos modos os lo dejo por si a alguien le resultara interesante. El papel del autor: análisis de la relación directa autor-traductor sobre el ejemplo de Günter Grass, Claudia Toda Castán, 2009.

Carmen Francí: muchas gracias a todos. Podemos concluir este CENTÓN con una cita del mencionado trabajo de Claudia Toda:

El presente trabajo ha servido, por lo tanto, para, tomando como base el caso concreto de Günter Grass, dejar planteados algunos interrogantes acerca de si el contacto con el autor es tan incondicionalmente deseable como parece a la vista de las opiniones que se encuentran en la literatura referida al tema y extendidas de manera general. La traducción de una obra literaria es un largo viaje del que el traductor, al comienzo, tiene una idea solamente difusa. Una vez tomada la decisión de emprenderlo, va reuniendo información sobre el lugar que quiere visitar y así, con ayuda de los datos y de su fantasía, va surgiendo el perfil imaginado del sitio al que se dirige. El objetivo se concreta y se sitúa en el espacio, y el viajero traza su ruta considerando factores como su longitud, la belleza del paisaje o el tiempo del que dispone. Con una idea del recorrido en mente, examina los medios de transporte de que puede hacer uso, y entonces se pone en marcha. Su viaje, sin embargo, se parecerá más al periplo de un aventurero que al fácil desplazarse de un turista. Puede que su barco se pierda en una tempestad, o que la ruta trazada se desdoble y lo lleve adonde no esperaba; puede que quede atrapado durante largo tiempo en una isla y que su destino parezca alejarse con cada paso que da. La aparición, entonces o al principio, de un guía que conozca a la perfección el lugar de destino y el trayecto más corto, que sepa esquivar las dificultades y enfrentarse a los peligros, y con quien conversar plácidamente por el camino, hará sin duda que el viajero alcance mucho antes, y menos cansado, su meta. Sin embargo, inevitablemente encontrará la Ítaca de su traducción pequeña y pobre comparada con el original. En cambio, el traductor que vive una odisea con cada obra podrá, al llegar al pobre puerto, echar atrás la vista y acordarse de lo que imaginó al principio del viaje, de todo lo que conoció sin esperarlo, de lo que aprendió en Egipto de los sabios, y guardarlo para, fortalecido, emprender el viaje siguiente. Es innegable que toda ayuda resulta valiosa, pero es importante ser consciente de sus contrapartidas.

«Torres de Babel vegetales», serie de acuarelas para VASOS COMUNICANTES de Joan Rieradevall