Martes, 6 de julio de 2021.
Lenguas entre dos fuegos. Intérpretes en la Guerra Civil española (1936-1939), Jesús Baigorri Jalón, Editorial Comares Interlingua, Granada, 2019, 216 páginas.
Empezando por el mismísimo mito de Babel, es un lugar común asociar la diversidad de lenguas al caos y al conflicto. Y, a la inversa, en los enfrentamientos armados entre fuerzas que hablan diferentes idiomas es obvia la necesidad —y la relevancia— de los intérpretes y traductores, tanto durante el enfrentamiento como en la posterior gestión de la paz y la posguerra. Traducción y guerra han ido tan de la mano en la historia que, como nos recordó Eduardo Mendoza en unas Jornadas en torno a la Traducción Literaria celebradas en Tarazona, el juicio de Núremberg supuso un cambio radical en la práctica de la interpretación.
Si bien es mucha la bibliografía publicada sobre la Guerra Civil española, tal vez no se haya prestado todavía suficiente atención al importantísimo papel de los intérpretes y traductores en un enfrentamiento que no fue solo interno sino que agrupó un número considerable de extranjeros.
En Línea de fuego, reciente novela sobre el frente del Ebro, Pérez Reverte pone en boca de uno de sus personajes la siguiente frase: «Es lo malo de estas guerras: que oyes al enemigo llamar a su madre en el mismo idioma que tú». Sin duda, refleja el dramatismo de una guerra civil. Pero respecto a la española, también habría podido decir justo lo contrario: «Es lo malo de estas guerras: los tuyos hablan lenguas que no entiendes».
En este sentido, el libro de Baigorri es un interesantísimo estudio sobre el papel de los intérpretes —tanto profesionales como espontáneos— durante una guerra que, tal como destaca el autor en la introducción, en más de una ocasión se ha considerado que fue preludio de la II Guerra Mundial y planteó situaciones que se verían años más tarde en el resto del mundo.
La dificultad que supusieron las barreras lingüísticas y culturales para la comunicación entre combatientes o con la población civil fue considerable. Aunque los extranjeros solo constituían una pequeña parte del total de las tropas, su presencia se hizo notar, precisamente por los problemas de comunicación que planteaba, tanto en el frente como en las zonas de la retaguardia.
Según datos comúnmente aceptados (que aporta Baigorri en la página 18), el bando rebelde contaba con efectivos del protectorado español en Marruecos (80 000), efectivos aportados por Mussolini (79 000), miembros de la Legión Cóndor enviados por Hitler (20 000) y un pequeño número de efectivos portugueses (10 000), además de un reducido contingente irlandés, francés y de voluntarios de otros países, alistados por lo general en la Legión. Por su parte, el gobierno de la República recibió el apoyo de unos 35 000 voluntarios de más de 50 países en las Brigadas Internacionales, así como el de unos 2 000 asesores soviéticos.
Los efectivos enviados por Hitler y por Stalin vinieron acompañados de sus intérpretes, encuadrados en las unidades: 650 intérpretes en las primeras y 205 en las segundas. Sin embargo, en las Brigadas Internacionales las soluciones tuvieron que ir improvisándose; los propios soldados se fueron incorporando a esas tareas de manera espontánea, lo que hace prácticamente imposible saber cuántos fueron los intérpretes que participaron de un modo u otro en el conflicto. Algunos brigadistas, como George Orwell cuenta de sí mismo en Homenaje a Cataluña (1938), hicieron esfuerzos por aprender algo de castellano con ayuda de un diccionario.
Baigorri investiga el papel de estos hombres y mujeres a partir de la documentación diversa que atestigua su papel fundamental en la contienda. Los archivos, las memorias y los testimonios hablan de vidas apasionantes que, a pesar de lo riguroso de la investigación, parecen propias de personajes de una novela. Todos ellos merecerían una obra como Enterrar a los muertos, de Ignacio Martínez de Pisón, dedicada al traductor José Robles Pazos, el cual desapareció porque, precisamente debido a su condición de intérprete de los consejeros militares soviéticos, sabía demasiado. Por no hablar del impresionante testimonio del escritor y traductor Arturo Barea en La forja de un rebelde.
No obstante, tal como se aclara en la introducción, la reflexión de Baigorri va más allá de la investigación del papel de los intérpretes en las guerras:
Mi investigación se ocupa de cuestiones habitualmente menos tratadas o sencillamente pasadas por alto en las historias militares generales. A pesar de ese olvido, sostengo que las lenguas son un arma más en situaciones de guerra (…) La idea de la lengua como arma no es meramente metafórica: la falta de entendimiento entre diferentes unidades de combate o entre la tropa y el enemigo o la población civil puede acarrear consecuencias imprevisibles en el desarrollo de las operaciones bélicas. (…) Este es uno de los ejes de este libro: si la guerra es uno de los fenómenos en los que se manifiesta el motor de la historia, las lenguas fueron a menudo aceite de engrase de ese motor y, a veces, también gasolina vertida en el fuego de la contienda para atizar la llama.
Por todo ello, la lectura de este libro no solo puede ser provechosa para historiadores, intérpretes y traductores, sino para todos aquellos interesados en el uso del lenguaje en un conflicto bélico.