Entrevista a Catalina Martínez Muñoz

Viernes, 7 de mayo de 2021.

Continuamos con la entrevista de VASOS COMUNICANTES a Catalina Martínez Muñoz la serie de artículos y entrevistas a traductores destacados dedicada a analizar el panorama histórico de la traducción en España durante estas últimas décadas. 

Feria del Libro, Madrid, 2002

Catalina Martínez Muñoz estudió Filología Hispánica en la Universidad de Autónoma de Madrid y se licenció en Traducción e Interpretación en la Universidad de Granada. Se ha dedicado casi en exclusiva a la traducción de libros desde 1984, y ha traducido alrededor de 250 libros de todo pelaje, principalmente del inglés y principalmente novela del XIX, además de novela contemporánea, no ficción y crítica de arte, también del francés. Entre los principales autores clásicos y clásicos modernos: Willa Cather, Wilkie Collins, Arthur Conan Doyle, Joseph Conrad, Charles Dickens, Elizabeth Gaskell, Thomas Hardy, Henry James, Elizabeth Jenkins, Rudyard Kipling, D. H. Lawrence, Jack London, Doris Lessing, George Steiner, R. L. Stevenson, Mark Twain, Derek Walcott, Edith Wharton, Oscar Wilde y Virginia Woolf. Entre los contemporáneos: Donald Barthelme, William Boyd, Anita Brookner, Rachel Cusk, Anita Desai, Penelope Fitzgerald, Sarah Hall, Elmore Leonard, Janet Malcolm, Robert McFarlane, Eoin McNamee, Gretta Mulrooney, Barbara Mutch, Edna O’Brien, Michael Ondaatje, David Peace, Jean Rhys, Francis Spufford, Gary Shteyngart, Thomas Steinbeck, John Updike, Dubravka Ugresic y John Wyndham.

Tras varias décadas traduciendo y alrededor de 250 títulos traducidos, eres probablemente uno de los traductores en activo con más experiencia profesional. ¿Cuál sería tu balance tras estos años?

Más de treinta años de ejercicio profesional dan para mucho en todos los sentidos, y en cierto modo llegan a convertir cualquier actividad en una función casi orgánica. Traducir probablemente sea uno de los oficios más apasionantes que se pueden desempeñar, por lo que tiene de búsqueda, de juego y de acceso al conocimiento. El balance es que sigo aprendiendo, que las posibilidades de expresión son infinitas, que a veces tanta riqueza de posibilidades bloquea y paraliza más de lo que facilita la operación. Que ningún texto se deja seducir sin resistencia, que los fáciles pueden resultar complicadísimos y los difíciles encontrar un atajo inesperado. Que los hay dóciles y los hay indomables, y son estos segundos los que nos obligan a utilizar todo el ingenio y todos los recursos expresivos. Que hay que ponerse al servicio del texto, pero sobre todo de la lengua materna y del lector sin caer en el servilismo, con tanta humildad como atrevimiento y espíritu crítico.

Me sigue fascinando a diario el misterio del lenguaje, esa herramienta que nos hace humanos y tiene el inexplicable poder de nombrar el mundo y modelarlo de formas tan particulares y tan universales. No recuerdo quién dijo que el traductor es un ser escindido. Creo que este enunciado no es una simple frase ingeniosa y tampoco una ocurrencia, sino que encierra una verdad muy profunda. De ese múltiple juego de tensiones que es habitar en distintas lenguas salimos inevitablemente transformados; somos esencialmente los mismos pero hemos incorporado elementos ajenos. Y exactamente lo mismo le ocurre al texto traducido. Esta es la parte bonita y creativa del oficio. No faltan, claro, momentos de desvelo y libros arduos, desmañados, triviales y nada gratificantes si atendemos al esfuerzo y el tiempo de trabajo invertidos. Es importante dosificar las fuerzas y calibrar el grado de dedicación que requiere y merece una traducción.


En 1997, diez años después de la promulgación de la mítica LPI, cuando ya muy escarmentados publicamos el primer Libro Blanco de la Traducción en España, quedó meridianamente claro que habíamos caído en una trampa


 

¿Cómo y por qué empezaste a traducir? ¿Te has dedicado en exclusiva a la traducción de libros?

Me he dedicado a la traducción de libros casi en exclusiva. También di clases de Traducción Literaria en el Máster de Traducción de la Universidad Complutense de Madrid, y he traducido muchas docenas de artículos de prensa cultural, catálogos de arte y algunos guiones de documentales de TV. Aterricé en este oficio en cierto modo por azar, aunque el instinto me había empujado desde siempre al lenguaje y a los libros. En un viaje a Granada decidí que quería vivir una temporada en aquella ciudad deslumbrante. Un profesor de la entonces Escuela de Traductores, al que conocí a través de amigos comunes, me animó a matricularme. Abrí esa puerta, que daba a un río, y desde entonces navego esa corriente.

¿Cuál ha sido tu traducción favorita?

Recuerdo que en su día me causaron admiración dos traducciones de poesía, que es la máxima expresión del lenguaje y el reto máximo al que puede enfrentarse un traductor: Los sonetos de Shakespeare, en la versión de Agustín García Calvo, y la Divina Comedia en la versión de Ángel Crespo.

Entre mis traducciones, siento un cariño especial por Tess de los d’Urberville, de Thomas Hardy. Es una traducción de enorme exigencia, en la que convive un abanico de registros de lengua tan variopinto como sus personajes —de lo filosófico a lo más vulgar—, cargada de idiolectos, simbolismos, citas ocultas, dobles sentidos y prolijas descripciones de paisajes. Hardy hizo nada menos que doce revisiones del texto en las sucesivas reediciones de la novela, lo que da cuenta del grado de precisión al que aspiraba y obliga al traductor a estar a la altura del desafío.

En general soy muy feliz en el siglo XIX, el período de entreguerras y los años setenta; por lo demás prefiero con creces un buen ensayo o un buen trabajo divulgativo a cualquier obra de ficción. De mis trabajos contemporáneos me interesa en particular la obra de Rachel Cusk, una autora que corta la realidad como un bisturí.

¿Qué consejo darías a un estudiante de traducción que deseara iniciarse en la profesión?

No soy muy partidaria de dar consejos, porque nadie escarmienta en cabeza ajena y porque cada generación tiene derecho a buscar su propio camino. Con la experiencia de más de 30 años de ejercicio profesional, ¿qué consejo me daría a mí? Me tienta decir que no me dedicaría a traducir en exclusiva, o a traducir en exclusiva libros, pero creo que buena parte de la debilidad del colectivo radica en que son mayoría quienes no ejercen la traducción como actividad principal: hay mucha gente de paso por la profesión, mucho traductor bisoño ocasional y otros para quienes la traducción es una fuente de ingresos marginal o secundaria. Esta situación, sumada al creciente ejército de reserva, tira continuamente de las tarifas a la baja.

Más que dar consejos invitaría a la reflexión y la actuación. Estamos en un momento muy delicado, que exige cambios estructurales a partir de un análisis riguroso y una mirada innovadora. Naturalmente, no tengo la fórmula mágica que dé solución a nuestros problemas. Supongo que hacia el horizonte se camina activando la inteligencia colectiva, poniendo muchas cabezas a pensar juntas, sin ideas preconcebidas, con generosidad y con el bien común como único objetivo. La Ley de Propiedad Intelectual es un traje muy viejo, muy estrecho, a la medida de la industria más que de los autores. Plantearía tres objetivos principales: la recuperación del poder adquisitivo perdido en las dos últimas décadas; derechos de autor por tramos (en una horquilla creciente, con incrementos del 0,25% por cada 1.000 ejemplares vendidos, hasta un tope del 2% en derechos vivos y un 4% en dominio público); y, por supuesto, un incremento anual de las tarifas en idéntico porcentaje al del conjunto de los salarios. El qué es evidente, el cómo es otro cantar. Tampoco descartaría considerar con detenimiento si el modelo de derechos de autor es el que más nos beneficia o si, visto lo visto, conviene imaginar marcos más favorables a nuestro bienestar económico.

Ojalá fuera posible encontrar intersecciones, impulsar alianzas y hacer frente común con otras asociaciones de traductores, con pequeños editores y libreros, damnificados como nosotros por las gigantescas disfunciones del sector, con otros trabajadores precarios del mundo de la edición. Las dificultades son enormes, las soluciones muy complejas y el apoyo de los poderes públicos imprescindible para poner coto a los abusos de la industria. Sinceramente, la coyuntura no es demasiado favorable, pero hay que intentarlo por todos los medios y confiar en la fuerza vital de la juventud.

Al final sí voy a dar un consejo a los jóvenes traductores –no puedo resistirme–, y es que no acepten con inercia acrítica el estado de cosas que encuentran al llegar a la profesión, en todos los órdenes. Tienen derecho a construir su propio futuro, y en esta empresa les deseo la mejor de las suertes.


Ojalá fuera posible encontrar intersecciones, impulsar alianzas y hacer frente común con otras asociaciones de traductores, con pequeños editores y libreros, damnificados como nosotros por las gigantescas disfunciones del sector, con otros trabajadores precarios del mundo de la edición


¿Qué has visto cambiar durante este tiempo en el mundo editorial?

Han cambiado muchas cosas y otras esencialmente no han cambiado nada. Gatopardismo puro. Los cambios tecnológicos han producido una transformación radical del sector, en todas sus facetas, de una magnitud desconocida. Yo todavía trabajé algunos años con una máquina de escribir, y recuerdo muy bien el folio maquillado de Tipp-Ex. Allá por 1989, los primeros procesadores de texto trajeron un ensanchamiento inimaginable de los límites de la revisión del texto para los traductores, y un ahorro sustancial de los costes productivos para los editores. Ahí empezó la serie tragicómica que podría titularse La tecnología al servicio de la acumulación de capital. Que no os asuste el título: en realidad es un thriller bastante entretenido. En capítulos posteriores, la diabólica herramienta de recuento de caracteres o palabras nos asestó un golpe brutal del que seguimos arrastrando las secuelas. Las tarifas cayeron, ya sabéis, en torno a un 15% de la noche a la mañana; es cierto que la presión de los traductores hizo que la industria se aviniera a un apañito para compensar la tropelía, al menos parcialmente, pero lo que nos dieron con una mano nos lo quitaron enseguida con la otra, en forma de congelación de las tarifas. Poco después llegaría otro recorte, de un euro si mal no recuerdo, al calor de la crisis de 2008. Desde entonces las tarifas siguen congeladas. La buena noticia es que, según dicen, la muerte por congelación es dulce.

Lo cierto es que he visto cosas que jamás creeríais. Os cuento algunas: en aquellos tiempos felices que hoy parecen un sueño, cuando en España todo el mundo se creía de clase media y hasta el más tonto hacía relojes, he visto agasajar a los autores en sus giras de promoción con carísimas botellas de vino, a la vez que se negaba a los traductores modestos incrementos 50 pta x folio; he visto cómo la cubierta de un libro pasaba a ser más importante que la calidad tanto del original como de la traducción; he visto cómo el castellano se parece cada vez menos a sí mismo; he visto un crecimiento insostenible de la producción de libros; he visto una progresiva concentración empresarial que ha devenido en un duopolio, y una concentración de las ventas en un número de títulos cada vez más reducido; he visto incrementarse el número de aspirantes a traductores de una manera que el mercado difícilmente puede absorber en condiciones dignas. Y, sobre todo, he visto (oído) hablar mucho de piratería y derechos de autor a los piratas (los protas del thriller), los que pisotean los derechos de los traductores e imponen condiciones leoninas, simples contratos de adhesión en los que todo es innegociable. Un amigo escritor dice que cuando oye la palabra cultura «amartilla»; yo «amartillo» también cuando oigo invocar los «derechos de autor». También he visto surgir en los márgenes un buen puñado de editoriales que está ofreciendo propuestas de literatura y pensamiento muy refrescantes y muy necesarias. Bienvenidas sean.


Las tarifas cayeron, ya sabéis, en torno a un 15% de la noche a la mañana (…), pero lo que nos dieron con una mano nos lo quitaron enseguida con la otra, en forma de congelación de las tarifas. Poco después llegaría otro recorte (…) al calor de la crisis de 2008. Desde entonces las tarifas siguen congeladas


Dedicaste muchos años a trabajar en la junta de ACE Traductores como secretaria general, ¿cuáles crees que fueron los mayores logros de la época?

Los años que pasé en la Junta de SATL/ACE Traductores fueron de intensa actividad y de esperanza todavía. De todos los compañeros con quienes tuve la oportunidad de compartir aquella época en distintas etapas aprendí cosas valiosas y a todos los recuerdo con respeto, a pesar de las diferencias, a veces importantes. Dejé la Junta de ACE Traductores en 2002, y desde entonces he tenido tiempo y distancia suficiente para reflexionar a fondo sobre el trabajo asociativo de aquel período, los objetivos, la estrategia y los resultados para el conjunto de la profesión.

Llegué a la Asociación hacia 1991. La Ley de Propiedad Intelectual tenía poco más de tres años de vida y había generado grandes expectativas de mejora profesional. Era un momento, para el país en general, en el que casi todo estaba por hacer y muchas cosas parecían posibles. Hoy, con toda franqueza, creo que la LPI fue un espejismo, un fraude.

Pero rebobinemos. Teníamos una Ley que nos prometía el paraíso (en forma de remuneración por derechos de autor que venía a completar la magra remuneración a tanto alzado) y confluimos en la entonces SATL de ACE, en torno a la querida Esther, un grupo de personas con voluntad de organizarse para dignificar las condiciones de vida de los traductores de libros. Dice el refrán que los árboles no dejan ver el bosque, y mientras plantábamos nuestros arbolitos, con mayor o menor grado de confianza en el futuro, en las instituciones, en el ordenamiento jurídico y el cumplimiento efectivo de las leyes, no fuimos conscientes de que el esquema de relaciones económicas y sociales estaba dando un salto crítico a su fase más depredadora, no vimos llegar la ola que iba a arrollarnos.

Y en la encrucijada de la redistribución y el reconocimiento elegimos visibilidad, en la fatua creencia de que mayor visibilidad traería consigo redistribución: mejores tarifas, derechos de autor reales, no entelequias. Y así fuimos creando, a partir de 1993 (no recuerdo el orden exacto), las Jornadas de Traducción de Tarazona, la revista VASOS COMUNICANTES, una lista de correo electrónico para el debate y el encuentro de los traductores, además de talleres y mesas redondas, a la vez que iniciábamos una ronda de conversaciones con el Gremio de Editores con el afán de rellenar las importantes lagunas de la LPI en su aspecto patrimonial (tarifas y porcentajes de derechos). Ese proceso, que visto con perspectiva fue un simulacro de negociación, se plasmó en un acuerdo de Modelos de Contratos de Traducción tan incumplido como la propia ley que supuestamente venía a apuntalar.

En 1997, diez años después de la promulgación de la mítica LPI, cuando ya muy escarmentados publicamos el primer Libro Blanco de la Traducción en España, quedó meridianamente claro que habíamos caído en una trampa. Era el momento de corregir el rumbo pero faltó visión, o faltó inteligencia, o faltó valentía, o faltó buena asesoría jurídica, o faltó determinación y unidad de criterio dentro del propio colectivo: muy probablemente fue una suma de todas estas cosas. Lo cierto es que el medio (la visibilidad) para entonces se había convertido en fin, y la mayor parte de los esfuerzos, la energía, la potencia, se concentraron en actividades que, a la vista está, no han redundado siquiera mínimamente en la mejora de nuestras condiciones de trabajo. Tampoco en etapas posteriores se rectificó el rumbo.

Esto es ya un lugar común, pero hay que repetirlo hasta la saciedad porque seguimos dando vueltas en el mismo laberinto. Tomo como ejemplo mi caso personal. De todos mis títulos traducidos he percibido «derechos de autor» (en cantidades generalmente irrisorias) por no más de una docena de libros y al cabo de doce o quince años de venta por goteo. Hay demasiada desproporción entre los 1.000 ejemplares de media (muy a bulto) que el editor necesita vender para recuperar lo invertido y los más de 10.000 (igualmente a bulto) que nosotros necesitamos que se vendan para percibir unos derechos que nominalmente forman parte de nuestra remuneración pero nunca se materializan. Dicho finamente: nos timaron, nos siguen timando.

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