Viernes, 16 de abril de 2021.
Interpelada por VASOS COMUNICANTES para colaborar en nuestra revista con un recuerdo personal de Luis Sepúlveda, en el aniversario de su fallecimiento, su buena amiga y traductora al italiano, país donde era un autor enormemente conocido, se confiesa incapaz aún de escribir nada acerca de su muerte, pero nos envía esta semblanza sobre el escritor chileno que escribió hace tiempo para el Festival Dedica de Pordenone y que más tarde se publicó también en el suplemento cultural Tuttolibri del periódico turinés La Stampa.
Tengo ante el escritorio la foto de un hombre corpulento con el pelo y la barba negros. Lleva gafas oscuras, un chaquetón de cuero y sonríe en medio de un río de ovejas blancas. Detrás de él se extiende el gris tenue de una pradera recortada por vallados precarios, palos de madera y alambre de púas. El hombre abre los brazos y es como si con ese gesto abriera la foto, la desplegara frente a mis ojos. El horizonte no se ve, pero yo sé que es amplio, inmenso, porque estamos en la Patagonia.
Ese hombre robusto de barba y pelo negros se llama Luis Sepúlveda y me ha hecho compañía durante varios años de mi vida: todas las mañanas me sentaba a traducir sus historias hasta caer la noche, veinticinco libros, un buen número de poemas, dos guiones. y ya no sé cuántos artículos que dieron su aliento, su color a mis días, un hilo de palabras tan extenso como para unir con él para siempre esos pedazos de mi pasado: hijos que nacen, padres que mueren, alegrías y dolores de la vida.
Una vieja metáfora sostiene que traducir es como poner los pies en las huellas de otro, y es grande el esfuerzo por medir exactamente cada paso, para que sean de determinada longitud, a veces más pesados, otras más leves sobre su tierra latinoamericana. A veces el terreno te es adverso: esa pradera hecha de hierbas que no tienen nombre en italiano y ese verano cegador que refulge durante nuestro invierno. A veces el extravío es más sutil: ¿por qué ha adoptado el escritor ese ritmo, por qué toma precisamente ese sendero entre todos los senderos que podría haber tomado en su idioma, en su literatura? El seguimiento se vuelve más complicado, no basta con estudiar el paisaje, hace falta escuchar también. Entonces, en el silencio, suena suavemente la voz de un ausente, que habla de los demás y de sí mismo y, como siempre sucede, de sí mismo también al hablar de los demás. Claudio Magris ha dicho que «para traducir un color que cae en un ocaso sobre un recodo de un río, uno debería saber de alguna manera en qué consistió esa vivencia, en ese preciso atardecer». Creo que es a esa intimidad extrema, casi aterradora, a lo que tienden todos los traductores, aunque al final se contenten con simples presentimientos, pequeñas intuiciones, minúsculos descubrimientos.
Podría describir la mirada interrogativa que me lanzó, la vacilación en mi voz cuando me presenté, y el abrazo de oso con el que casi me levanta del suelo mientras me agradecía que le prestara mi voz ante los lectores italianos. No traidora, sino compañera de camino, como me dijo en español
A veces, la intimidad del papel que une al traductor con el escritor se ve sacudida por un encuentro real. La primera vez que vi en persona a Luis Sepúlveda fue hace más de veinte años y podría explayarme acerca de la ansiedad que me acompañó durante todo el viaje desde las colinas toscanas hasta Milán, porque un traductor suele ser recibido con tenaz desconfianza, no se halla en casa ni a este lado ni al otro de la frontera que separa dos idiomas, dos mundos, y vive siempre en precario equilibrio sobre la fina cresta que separa fidelidad y belleza.
Podría hablar de los latidos acelerados de mi corazón en el vestíbulo del hotel esa noche cuando vi salir del ascensor a un hombre corpulento de barba y pelo negros, exactamente igual a la foto publicada en los periódicos con un pie por debajo que rezaba «Luis Sepúlveda». Podría describir la mirada interrogativa que me lanzó, la vacilación en mi voz cuando me presenté, y el abrazo de oso con el que casi me levanta del suelo mientras me agradecía que le prestara mi voz ante los lectores italianos. No traidora, sino compañera de camino, como me dijo en español.
Si las fotografías mostraran también el otro lado, es decir la escena que tiene delante el hombre de barba y pelo negro, sé que vería a un hombre delgado, vestido de oscuro, de barba y pelo rojo que se vuelve gris con el blanco y negro, Daniel Mordzinski, el fotógrafo que lo retrató. Desde aquella noche de hace muchos años, en Milán, Luis Sepúlveda nunca ha dejado de invitarme a su mesa, junto a Daniel y Pelusa, a los amigos de muchos países lejanos, para compartir una copa de vino. Y no podría estarle más agradecida por este camino que hemos recorrido juntos.
(Traducción de Carlos Gumpert)
Ilide Carmignani ha traducido al italiano en su dilatada carrera a autores como Andruetto, Bolaño, Borges, Cernuda, Cortázar, Fuentes, García Márquez, Neruda, Onetti, Paz, Sepúlveda, Soriano. Ha impartido cursos y seminarios de traducción literaria en universidades italianas y extranjeras. Obtuvo el Premio de Traducción Literaria del Instituto Cervantes, el Premio Nacional de Traducción del Ministero per i Beni Cultural italiano, el premio «Bodini» por su nueva traducción de Cien años de soledad y el premio «Quercia del Myr». Desde 2000 organiza los actos y encuentros sobre traducción literaria en el marco de la Feria del Libro de Turín (l’ AutoreInvisibile) y desde 2003 coordina, junto con el prof. S. Arduini, las «Jornadas de traducción literaria». Ha publicado li autori invisibili. Incontri sulla traduzione letteraria (Besa, 2008) e Storia di Luis Sepúlveda e del suo gatto Zorba (Salani, 2021).