¿Quién puede traducir a Amanda Gorman? Cuando la literatura se confunde con el marketing, Martina Testa

Martes, 13 de abril de 2021.

Reflexiones de Martina Testa, profesional que lleva veinte años trabajando en el sector editorial literario italiano como traductora y editora. Publicadas en italiano en MicroMega, el 2 de abril de 2021. Traducción de Celia Filipetto

 

En los últimos tiempos, en los ambientes literarios, de las editoriales y del periodismo cultural se ha hablado mucho de Amanda Gorman, poeta afroamericana de veintitrés años. En primer lugar, por su intervención en la ceremonia de investidura del presidente de Estados Unidos Joe Biden, en cuya ocasión leyó, con el ritmo y la gestualidad típicas de la spoken word, un texto suyo titulado The Hill We Climb: una representación de gran impacto emotivo reproducida por los medios internacionales y las redes sociales. En segundo lugar, como consecuencia de las controversias vinculadas a la publicación del citado poema en formato libro en dos países europeos.

La editorial Meulenhoff de los Países Bajos había encargado originariamente la traducción a Marieke Lucas Rijneveld a quien se considera, tras haber ganado el International Booker Prize por su novela De avond is ongemak[1], como uno de los mayores talentos de la nueva literatura holandesa. Sin embargo, a raíz de un artículo de la periodista y activista Janice Deul aparecido en Volkskrant y de un tuit de la intérprete de spoken word Zaire Krieger surgió una protesta en las redes sociales: se acusaba al editor de haber elegido erróneamente al preferir a un autor blanco y no binario antes que a diversas escritoras y poetas de color que habrían sido más indicadas como traductoras. El editor holandés se justificó diciendo que la elección de Rijneveld había contado con la aprobación de la autora a través de su agencia literaria (Writers House, de Nueva York); sin embargo, en un segundo momento, Rijneveld renunció a la empresa y el editor anunció que encomendaría la traducción a un equipo.

En Cataluña, la editorial Univers había encargado la traducción a Victor Obiols, traductor literario con larga experiencia; en este caso, fue la agencia literaria de Amanda Gorman la que rechazó la elección y, según declaraciones del traductor a la Agence France-Presse, solicitó que se confiara la labor a una mujer, joven, activista y, preferentemente, afrodescendiente. En Italia, tanto en la prensa como en internet, el tema dio origen a una protesta contra la idea de que «los blancos no puedan traducir a los negros»: decenas de traductores, escritores, comentaristas culturales emplearon ríos de palabras para sostener la obvia inaceptabilidad de este argumento, y reivindicando, por el contrario, la traducción literaria (y la literatura misma) como una actividad de mediación, de creación de puentes, de superación de las barreras identitarias.

A mí, que desde hace veinte años trabajo en el sector editorial literario como editora y traductora, esta lectura de los hechos me parece poco útil, porque desplaza al plano de la literatura lo que es una operación de marketing.

 


A mí, que desde hace veinte años trabajo en el sector editorial literario como editora y traductora, esta lectura de los hechos me parece poco útil, porque desplaza al plano de la literatura lo que es una operación de marketing


 

De qué hablamos cuando hablamos de Amanda Gorman

The Hill We Climb no es un texto literariamente complejo (es fácil comprobarlo leyendo las versiones inglesa e italiana, disponibles en línea desde hace semanas, por ejemplo, en la web de Vanity Fair), desde el punto de vista lingüístico se trata de un texto bastante elemental que en la página pierde la fuerza que tiene al recitarlo; carece de ambigüedades, como se exige, por lo demás, a la oratoria pública. Sobre todo, no es un texto que tenga un valor universal: se presenta de modo explícito como una exhortación a la unidad dirigida al país al día siguiente de la victoria de Biden sobre Trump, el «nosotros» en el que se fundamenta no son «los negros», los afroamericanos, las mujeres, los oprimidos del planeta o todos los habitantes del mundo sino los ciudadanos de Estados Unidos de América de 2021. Entonces ¿por qué The Hill We Climb se publica en Holanda, España (en castellano y en catalán), Alemania, Francia, Suecia, en decenas de países del mundo y, obviamente, también en Italia? En fin, ¿por qué estas 710 palabras, que pueden leerse gratis en internet, saldrán a la venta gracias a Garzanti, en una edición de 64 páginas a 9,50 euros?

En mi opinión, la respuesta la encontramos en la primera línea de la ficha de presentación del libro en la web de la editorial: «Los libros de Amanda Gorman son superventas incluso antes de su publicación». Siguen muchas otras líneas en las que se declara que los versos de The Hill We Climb constituyen un mensaje de fraternidad universal que nos anima a «buscar la luz detrás de cada sombra», es más, «a convertirnos en luz»; que esos versos son «fundamentales para nosotros y, sobre todo, para nuestros hijos»; una simple lectura del texto original basta para revelar que esta es una interpretación infundada. La cuestión es que, comprensiblemente, el libro se anuncia ya en Estados Unidos como un colosal éxito de ventas, y en el contexto del mercado editorial internacional de hoy casi cualquier producto cultural de enorme éxito en Estados Unidos se importa de modo entusiasta y, con frecuencia, acrítico y descontextualizado.

En este caso, valiéndose de la explosión del fenómeno Amanda Gorman en Estados Unidos (al día siguiente de su intervención en el Capitolio, sus libros saltaron al primer puesto en la clasificación de Amazon solo con las reservas, cuando ni siquiera habían sido publicados) la agencia Writers House puso a la venta en el mercado internacional los derechos de traducción de un paquete de tres títulos: el famoso The Hill We Climb, publicable por separado; una antología que reúne ese y otros poemas y un libro infantil ilustrado. En Italia se desató una subasta entre varias editoriales (a las que se pidió presentar sus ofertas sobre la base de un «manuscrito parcial», es decir, sin siquiera haber leído los textos completos) que concluyó al cabo de pocas horas por unas cantidades que solo puede permitirse un gran grupo editorial. En definitiva, Amanda Gorman no llega a Italia después de una operación rigurosa y apasionada de búsqueda entre las mejores voces de la poesía norteamericana, como las que lleva a cabo, por ejemplo, Black Coffee, una pequeña editorial de Florencia, con sus valiosas antologías, sino que llega empaquetada como un producto comercial por una agencia literaria neoyorquina que la vende a grandes editoriales del mundo.

La publicación de The Hill We Climb ejemplifica un modo generalizado de publicar, intelectualmente pasivo, impreciso, a menudo súbdito del mercado angloamericano, basado en exclusiva en la lógica del beneficio que, por otra parte, a largo plazo me parece perdedora porque no crea verdaderos lectores. Grandes inversiones en superventas anunciados (que, sobre todo en el caso de escritores noveles, corren el riesgo de crear desagradables retrocesos en la futura carrera del autor si el éxito de ventas no responde a las expectativas), contenidos fácilmente etiquetables, máxima previsibilidad; la idea de proporcionar contenidos que agraden al lector debidamente perfilado, que lo tranquilicen, que le confirmen una vez más aquello que ya sabe o cree saber. (Un vago horror a la ambigüedad, a la dificultad, a aquello que amenaza con perturbar). Si la operación editorial se configura así, ya no estamos en el plano de la transmisión de un contenido literario, sino en el de la difusión comercial de una marca: una marca que se compone de juventud, femineidad, negritud y mucho, muchísimo éxito (ah, y de un abrigo amarillo). El asunto de la elección del traductor no tiene que ver con la práctica de la traducción, sino con el empaquetado de un producto. El cuestionamiento de la elección de Rijneveld por parte de las activistas de color holandesas, lejos de invocar la traductología (por lo demás, no venía de un grupo de traductores), me parece más bien equiparable a la petición de verse implicadas en una campaña publicitaria: asociar el propio nombre al libro equivale a aparecer en un anuncio (al aceptar o rechazar al traductor, la agencia literaria está haciendo una especie de casting para ese anuncio). Es como pedir que en la publicidad de cosméticos no solo aparezcan mujeres blancas; como pedir que en la publicidad de detergentes se vean hombres y no solo mujeres. Se puede discutir en qué medida contribuye la inclusión en el imaginario publicitario a la superación real de la discriminación y la desigualdad, pero me parece importante que se entienda que en el caso Gorman, de hecho, ese es el campo de juego.


La publicación de The Hill We Climb ejemplifica un modo generalizado de publicar, intelectualmente pasivo, impreciso, a menudo súbdito del mercado angloamericano, basado en exclusiva en la lógica del beneficio que, por otra parte, a largo plazo me parece perdedora porque no crea verdaderos lectores


Creo oportuno subrayar por qué se han confundido ambos campos. Por citar ejemplos que conozco, relativos a mi actividad de editora y traductora para Edizioni SUR, ninguna activista de color italiana tuvo nada que objetar por el hecho de que quien tradujera The Underground Railroad[2], de Colson Whitehead (Premio Pulitzer 2016) y Girl, Woman, Other[3], de Bernardine Evaristo (Booker Prize 2019), fuera yo, una persona blanca. A nadie se le ocurrió polemizar por el hecho de que en 2019 la nueva traducción de The Color Purple[4], de Alice Walker, la hiciera Andreina Lombardi Bom, una blanca. Antes bien, muchas lectoras italianas de color manifestaron su entusiasmo por estas publicaciones. ¿Cómo es posible? Porque estas publicaciones fueron operaciones literarias serias, rigurosas, complejas, explicadas con honestidad, y no fáciles operaciones de marketing y de desarrollo de marca. Entonces no hay confusión posible. La traducción literaria sigue siendo lo que, en mi opinión, debe ser: una cuestión de competencia y mediación cultural, y no de visibilidad o representación identitaria.

 

Mediadores competentes

Me gustaría añadir algunas reflexiones sobre este tema, ya que, aunque no venga a cuento, como se sacó a relucir la cuestión de «quién puede traducir qué», no abordarla podría parecer una especie de represión. Como bien se dijo, nadie sostuvo la postura de que «los blancos no pueden traducir a los negros». Pero en los comentarios a una publicación de Facebook vi sostener, por ejemplo, la postura de que un traductor judío es más indicado para traducir los libros de un autor judío (el autor del comentario daba ejemplos de traducciones italianas de textos de escritores judíos en las que los términos relativos al judaísmo se habían traducido, según él, con torpeza, y cuyo desaliño lo ofendía). En primer lugar, me parece una cuestión mal planteada: lo que se traduce es el texto, no al autor, y la posible afinidad del traductor debe medirse con respecto al texto. A pesar de que en los últimos años se hace mucha literatura basada en la autoficción, en las características consideradas fundadoras de la propia identidad personal, no está claro que una mujer afroamericana musulmana solo escriba desde el punto de vista de una mujer afroamericana musulmana; si escribe una novela desde el punto de vista de un campeón de baloncesto, convendrá encontrar un traductor que esté familiarizado con ese deporte, prescindiendo del sexo, el color y la religión. Y digo más, la traducción no es simplemente cuestión de competencia léxica, es también, y en gran medida, cuestión de eficacia, fluidez, naturalidad de la versión italiana; tampoco un gran jugador o experto o fanático de baloncesto será el mejor traductor de esa novela si no posee la técnica, adquirida a través de la experiencia, que le permita evitar calcos y frases farragosas y escribir otras que suenen italianas en su sintaxis.

Sin embargo, me resulta fácil comprender —mutatis mutandis, obviamente— la frustración que el lector judío expresaba en su comentario: después de veinte años aún recuerdo la rabia que me dio cuando en 2002 leí los Journals[5], de Kurt Cobain, publicados por Mondadori, en una traducción apresurada que, a mi modo de ver, demostraba una total ignorancia del contexto del que provenían aquellas páginas, es decir, el ambiente musical de Seattle (para muestra, bastará este botón, se confundía al músico y productor Calvin Johnson con el estilista Calvin Klein). Mi rabia nacía de comprobar una incompetencia y se agudizaba por el hecho de que el ambiente grunge había formado (y todavía sigue formando) una parte importante de mi identidad cultural; por ello, una parte de mí se sentía mal representada, ignorada. ¿Por qué no habían encargado la traducción del libro a alguien que compartiera en cierto modo aquella identidad? (¿No lo habría traducido mejor yo?). No es de extrañar que se tratase de un superventas anunciado, importado de Estados Unidos y lanzado simultáneamente en todo el mundo, circunstancia que implica siempre una reducción de los plazos de producción, así como los riesgos de las prisas y la falta de esmero. Sin embargo, un tipo de trabajo editorial distinto garantiza resultados de otro nivel, incluso desde el punto de vista de la «representación» de las voces.

En 2017 traduje para Edizioni SUR Anatomy of a Soldier[6], de Harry Parker, escrito por un soldado británico, veterano de Oriente Medio. Desconocía por completo el ambiente militar, pero era fundamental llamar a las cosas con el mismo nombre que habría utilizado un soldado italiano. Por lo tanto, en mi calidad de editora, pedí una lectura de todos los capítulos en los que se empleaba jerga militar a un soldado italiano de profesión que había estado en misión en los mismos lugares y en los mismos años. Una vez publicada, la traducción circuló ampliamente en ambientes militares y recibió elogios unánimes. Por lo tanto, sin duda, si hay textos que reflexionan sobre la pertenencia del autor a determinada comunidad, que contienen la lengua específica de dicha comunidad (y repito que no es el caso de The Hill We Climb), al traducirlos es necesaria la aportación de alguien con un buen conocimiento de ella. Y es responsabilidad del editor que esa aportación la haga el traductor, o bien un revisor técnico. Pero eso es muy distinto a decir, con cierto esencialismo, que si un autor pertenece a cierta minoría, el traductor más adecuado es una persona que pertenece a esa misma minoría.

Además, un revisor técnico es algo muy distinto a un sensitivity reader, figura que en los últimos años se está implantando en las editoriales estadounidenses, en particular, en el sector de la literatura juvenil. Se trata de lectores profesionales que se ocupan de comprobar que el texto que va a publicarse no contenga representaciones inexactas, estereotipadas, ofensivas para determinada comunidad o un lenguaje «problemático». Está claro que buena parte del patrimonio de la literatura mundial, de Catulo a Charles Bukowski, no superaría semejante examen. La idea de promover una literatura que, en cierto modo, sea incapaz de perjudicar me parece el resultado último de un sector editorial ligado a un imperativo comercial: el de no perder lectores, no disgustar al cliente, prever y prevenir las reclamaciones, especialmente en un contexto en el que las reclamaciones, expresadas en las redes sociales y amplificadas por las «burbujas de información» se transforman en ruinosas «tormentas de tuits». (Lamentablemente, esta tendencia no es exclusiva de los grandes grupos editoriales; en Estados Unidos, la editorial independiente Counterpoint canceló la publicación de la última novela de Bruce Wagner porque, según el autor, se negó a cambiarle el nombre a un personaje que se definía a sí mismo como Fat Joan, es decir, Joan la gorda. En Holanda, Blossom Books, pequeña editorial dedicada a la literatura juvenil, en su edición para niños del Infierno de Dante suprimió el nombre de Mahoma, según declaraciones de la editora, para no «herir inútilmente» la sensibilidad de los jóvenes lectores al verlo condenado al noveno círculo en su calidad de fundador del islam).

 

La visibilidad del traductor

Hay un último punto al que me gustaría referirme, porque en los últimos días se ha tratado mucho a propósito del asunto Gorman: el de la visibilidad del traductor. Como he dicho, en el caso de la traducción al neerlandés de The Hill We Climb la petición de aparecer como traductor equivale a una petición de visibilidad dado el carácter comercial y publicitario de la operación. Pero ¿qué pasa si hablamos de traducción literaria propiamente dicha? ¿El traductor debe ser invisible, debe «desaparecer» detrás del autor? ¿O es justo que reclame salir a la palestra, que reivindique un papel de coautor? ¿Se habla demasiado poco de los traductores? Un aspecto de la cuestión (por el que se discute más) a mi modo de ver es irreductiblemente subjetivo: según su sensibilidad personal, algunos traductores querrán concebirse como transparentes, otros, como cocreadores. Sin embargo, cabe hacer algunas observaciones objetivas: en los últimos veinte años es innegable que el oficio del traductor ha adquirido un estatus de mayor visibilidad. Existen decenas de cursos y másteres en traducción, así como congresos sobre la materia; se entrevista a los traductores en la radio y en la prensa; un suplemento cultural como Tuttolibri del diario La Stampa dispone de una sección titulada «Diario di traduzione»; hay editores que publican el nombre del traductor en la cubierta, que a la biografía del autor añaden la del traductor, que publican notas del traductor como apéndices del texto; hay traductores literarios que en las redes sociales tienen centenares cuando no millares de seguidores. Pero ¿ha mejorado la situación real del traductor como trabajador?

Hace siete años, la falta de pago a los traductores literarios era una práctica lo bastante extendida como para dar lugar a una iniciativa de denuncia, «editores que pagan», en un blog en el que sin nombrar explícitamente a los insolventes por temor a represalias legales, los traductores citaban a los que sí les habían pagado. ¿Han mejorado hoy las cosas? Quizás en el sector se oyen menos historias de graves insolvencias (algunos de esos editores que no pagaban entretanto han cerrado). Existe un activo sindicato de traductores (que durante la pandemia consiguió para los traductores editoriales unas ayudas económicas considerables si se comparan con las de otros sectores: hasta 3.000 euros de contribución). Con todo, cabe recordar que una parte importante de la industria editorial basa su producción de traducciones no en contratos con traductores profesionales sino en la adjudicación de esas traducciones a empresas de servicios editoriales donde el trabajo del traductor se retribuye peor, está menos protegido, es más invisible.


Hay operaciones y prácticas editoriales que favorecen la banalización, la reducción de la complejidad, que solo crean rutas de importación y, en el fondo, desvalorizan la traducción


Es ejemplar el caso de Permanent Record[7], la autobiografía de Edward Snowden, publicada en 2019 por Longanesi. Leí el libro en inglés y me gustó muchísimo por ser muchas cosas a la vez: una novela de suspense, una investigación, una confesión personal, una reflexión sobre la relación entre el ciudadano y el estado, y, además, está bien escrito; el autor contó con la ayuda de Joshua Cohen, un escritor de reconocido talento. En fin, se trata, una vez más de un superventas anunciado en Estados Unidos cuyos derechos de traducción se habrán vendido a los editores europeos en poco tiempo y por cantidades enormes. En esta ocasión se trata de un libro serio, útil, no de una pura operación de marketing. Sin embargo, si consultáis la edición italiana (lanzada mundialmente en la misma fecha con todas las demás) y buscáis el nombre del traductor, no lo encontraréis: en el colofón solo se indica «traducción y redacción a cargo de NetPhilo Publishing», una empresa de servicios editoriales de Milán a la que muchas editoriales encargan la elaboración de sus títulos. A saber si Longanesi, a través de NetPhilo, confió la traducción del libro de Edward Snowden a un traductor hombre o mujer, experto en espionaje o informática, o a un grupo de traductores que trabajaron en paralelo a toda prisa, cada uno haciendo una parte del libro para llegar a tiempo a la fecha de lanzamiento. El caso es que no encargó la traducción a un traductor cuyo contrato establecía que su nombre aparecería en la cubierta. ¿Y por qué una editorial que publica un libro tan importante lo hace de esta manera, literalmente borrando la identidad del traductor y reemplazándola por la de una empresa (cabe suponer que cuidando hasta cierto punto la calidad de la traducción)? Nunca lo sabremos. A menos que algún indignado vaya a pedir cuentas a la editorial, aunque parece ser que ciertas operaciones no desencadenan tormentas de tuits.

Y termino. Entre la izquierda, comprensiblemente, muchos vieron en el asunto de Amanda Gorman una ocasión para hablar del motivo por el que algunas personas, o algunas identidades, están menos representadas en determinado sector, es decir, del motivo por el cual «en la habitación no hay bastantes XXX»; a mí me pareció una buena ocasión para hablar de modo más detallado sobre cómo está hecha la habitación. Hay operaciones y prácticas editoriales que favorecen la mediación de los contenidos literarios en toda su complejidad y riqueza, que crean verdaderos puentes, que valoran la traducción; hay operaciones y prácticas editoriales que favorecen la banalización, la reducción de la complejidad, que solo crean rutas de importación y, en el fondo, desvalorizan la traducción.


Hay operaciones y prácticas editoriales que favorecen la mediación de los contenidos literarios en toda su complejidad y riqueza, que crean verdaderos puentes, que valoran la traducción; hay operaciones y prácticas editoriales que favorecen la banalización, la reducción de la complejidad, que solo crean rutas de importación y, en el fondo, desvalorizan la traducción


[1] La inquietud de la noche, Marieke Lukas Rijneveld, trad. María Rosich Andreu, Temas de Hoy, 2020.

[2] El ferrocarril subterráneo, Colson Whitehead, trad. Cruz Rodríguez Juiz, Literatura Random House, 2017.

[3] Niña, mujer, otras, Bernardine Evaristo, trad. Julia Osuna, Alianza, 2020.

[4] El color púrpura, Alice Walker, trad. Ana María de la Fuente, Plaza y Janés, 1984.

[5] Diarios, Kurt Cobain, trad. Ángeles Leiva Morales, Reservoir Books, 2016.

[6] Anatomía de un soldado, Harry Parker, trad. Javier Guerrero, Sexto Piso, 2016.

[7] Vigilancia permanente, Edward Snowden, Esther Cruz Santaella, Planeta, 2019.

 

© Andrea Cardoni

Martina Testa es traductora y trabaja como editora en Edizioni SUR donde se ocupa de mantener relaciones con agencias literarias y autores anglófonos, de leer y seleccionar libros en inglés, de comprar los derechos, negociar la contratación así como encargar las traducciones y revisarlas. Ha vertido al italiano numerosas obras de autores estadounidenses, entre los que pueden citarse a Colson Whitehead, David Foster Wallace, Ben Lerner, Zadie Smith y Bernardine Evaristo.