Cuatro traductoras

Martes, 20 abril 2021.

 

Hernández, MireyaMeteoro (Caballo de Troya, 2015)

Freixas, Laura, Esto a mí no me iba a pasar (Ediciones B, 2019)

Mesa, Sara, Un amor (Anagrama, 2020)

Busquets, Milena, Gema (Anagrama, 2021)

 

En fechas recientes hemos añadido a nuestra LISTA DE OBRAS CON TRADUCTORES cuatro títulos con algunos rasgos en común interesantes. Las cuatro obras están escritas por mujeres nacidas en España entre los años sesenta y los años ochenta, y tienen como protagonista a una traductora. Todas ellas incluyen, además, reflexiones sobre la traducción y sobre el ejercicio cotidiano de la traducción literaria. De hecho, tres de las autoras son también traductoras habituales o esporádicas, de manera que, más que un «cómo nos ven los novelistas», bien podríamos pensar aquí en un «cómo nos mostramos a los lectores» o «cómo se muestran las traductoras» (lo que, a su vez, podría dar pie a distintas subsecciones de la mencionada LISTA).

A modo de centón y sin entrar en análisis más profundos, vamos a reproducir aquí literalmente los fragmentos que mencionan la traducción en estas obras, que veremos por orden cronológico de publicación.

Mireya Hernández (Madrid, 1982), la más joven y menos conocida de las cuatro autoras, es licenciada en Filología Inglesa; trabaja como traductora, lectora editorial y profesora de español e inglés. Meteoro (2015) es su primera novela, publicada en Caballo de Troya, editorial del grupo Penguin Random House, «Un sello con perfil de editorial independiente integrado, paradójicamente, en un gran grupo», según definición propia. «Este proyecto tiene una idea principal, que es descubrir y publicar nuevas voces con la impronta personal de jóvenes autores españoles con recorrido en el panorama literario de nuestro país».

De acuerdo con esta línea, la editorial publicó Meteoro en 2015. Se trata de una novela, escrita en primera persona, en la que se nos narra la vida de una pareja, Martina y Pablo, que deciden abandonar Madrid para ir a vivir a un pueblo del Pirineo aragonés. Martina es traductora y, si bien la traducción no es tema principal de la novela, se menciona con frecuencia como actividad diaria y necesaria para subsistir, descrita desde un punto de vista que nos suena muy familiar. Por ejemplo, trata de la deseable rapidez en el trabajo: «Me dijo que tenía que buscarme algún programa para traducir más rápido»; «A veces, cuando estoy atascada o me queda poco para entregar una traducción, le pido ayuda. Sabe mucho inglés y traduce muy rápido»; las interminables jornadas laborales: «Tenía que acabar una traducción y apenas me moví de la alcoba en los doce días que siguieron a mi vuelta de Madrid». «Yo llevaba cinco horas seguidas traduciendo y me sonaban las tripas». «Paro para comer, leo un rato, sigo trabajando, ceno y antes de acostarme veo una película o traduzco un poco si tengo que entregar algo pronto». «La traducción infinita que me tuvo secuestrada en casa semanas enteras». Aparecen también las dificultades de concentración: «El capítulo que estaba traduciendo apenas tenía diálogos y el calor de la alcoba no me dejaba concentrarme»; «El piano de Chopin resuena en mi cabeza y la traducción avanza a trompicones en la pantalla del ordenador, como un coche que se queda sin gasolina en medio de una carretera secundaria».

Mireya Hernández recurre a frases sueltas, pequeñas pinceladas que reproducen con fidelidad la vida cotidiana de una traductora.

 

La segunda, por orden de publicación, es Esto a mí no me iba a pasar (2019), de Laura Freixas (Barcelona, 1958). Según su página web, Laura Freixas, licenciada en Derecho, ha traducido a Virginia Woolf, Madame de Sévigné y André Gide; en el ISBN encontramos también títulos de David Lodge y Colette.

Esta es una obra distinta a las otras tres mencionadas, ya que la autora, escritora y crítica literaria, la presenta como «una autobiografía con perspectiva de género».

Freixas cuenta en esta obra una etapa de su vida en la que se vio atrapada en una jaula dorada. El trabajo intelectual era para ella una necesidad para escapar de un mundo que la ahogaba; sin embargo, se daba la paradoja de que con ese trabajo no podía conseguir ser libre, ya que no ganaba lo suficiente para vivir de manera independiente.

¿Trabajo? ¿Cuál? Hace quince años que dejé mi último empleo, el de la editorial. ¿Qué voy a poder encontrar ahora?Traducciones. Correcciones de estilo. Clases de francés. Miserables trabajos de hormiguita.
—Es muy fácil salir del mercado de trabajo y muy difícil volver a entrar —observaba Paula, imparcial.

No son pocas las mujeres que se han encontrado alguna vez en esta situación y han recurrido a trabajos mal pagados, subsidiarios de la industria editorial. Cabe destacar que de las tres obras, esta es la única que aborda la precariedad laboral o incluso la traducción como clavo ardiendo transitorio entre actividades mejor remuneradas.

Horas enteras, días enteros, semanas enteras, fines de semana enteros, haciendo traducciones. Traducciones, correcciones de estilo, artículos a peso, críticas literarias para oscuras revistas que cuando por fin te van a pagar la miseria que te deben, quiebran… ¿Eso es libertad? (Pero ¿por qué estoy condenada a eso? ¿Qué pecado tengo que expiar, qué error estoy pagando?) Compara esa vida con la de ahora, te dirá cualquiera, pensará todo el mundo. Con una asistenta que limpia y plancha y recoge a los niños en el colegio si hace falta. Pudiendo dedicar la mitad del día a escribir. Con un chalé de trescientos metros, con vacaciones en Australia.

Freixas se enfrenta a los problemas cotidianos que tan bien acota la cita de Virginia Woolf (Una habitación propia, 1929) que encabeza el libro:

Todos los platos están cocinados, los vasos y platos fregados, los niños enviados a la escuela y al mundo. Nada queda de todo eso. Ningún libro de historia, ninguna biografía, tiene ni una palabra que decir al respecto, y las novelas mienten.

En definitiva, la traducción es una actividad que puede ejercer penosamente, pero no una profesión que le permita iniciar una nueva vida: «Yo trabajaba, entre las traducciones, los artículos, la novela, la niña, la casa… mucho más que antes, pero ganaba mucho menos».

 

Sara Mesa (Madrid, 1976), escritora y periodista, estudió Filología Hispánica. A pesar de que en su biografía no se menciona que sea traductora, sus reflexiones son detalladas y pertinentes. Su novela, Un amor (2020), ha ganado numerosos premios y ha sido objeto de numerosas reseñas, así que no entraremos aquí a analizarla y menos todavía a destripar el contenido de una obra muy recomendable: no queremos estropear ese placer a los lectores.

La obra narra la historia de Nat, una joven traductora que se muda a una casita en un pueblo llamado La Escapa, donde intenta sobrevivir traduciendo unas obras de teatro. Si bien el punto de partida es similar al de Meteoro, a diferencia de las otras obras analizadas, esta está escrita en tercera persona y el desarrollo y el papel de la traducción son diferentes, ya que Nat prácticamente no consigue traducir.

Nat se retrae. No quiere dar detalles. Era un trabajo de oficina, dice. Traducciones comerciales, correspondencia con clientes extranjeros, cosas así. No un empleo mal pagado, pero sí muy alejado de sus intereses. Píter enciende un cigarrillo, arruga los ojos con la primera calada.
Por las tardes se sienta a traducir una o dos horas. Nunca logra la concentración suficiente. Quizá necesita un periodo de adaptación, se dice, no debería obsesionarse de momento. Para despejarse, camina por los alrededores.

En cuanto a la traducción, más que una forma de buscarse el sustento, es un desafío intelectual que le resulta inabordable, dado su estado de ánimo.

Cada palabra se convierte en enemiga y traducir es lo más parecido a batirse en duelo con una versión previa, y mejor, de su texto. Avanza con tanta lentitud que se desespera. ¿Es el calor, la soledad, la falta de confianza, el miedo? ¿O es, simplemente —y debería admitirlo—, su ineptitud, su torpeza?

Si bien al principio el hecho de que Nat sea traductora parece un mero pretexto para dar una profesión al personaje, a medida que avanza la novela Sara Mesa incluye reflexiones sobre la traducción:

Al verla decaer, Píter cambia amablemente de tema, le pregunta por su trabajo actual, por la traducción. Es el primer encargo que recibe, explica ella. El primero de traducción literaria, matiza, nunca antes se había enfrentado a algo así. De hecho, podría considerarse que está a prueba. La editorial que le ha ofrecido el trabajo confía en sus capacidades, pero se trata de un salto cualitativo, eso es innegable. La traducción comercial es puro trámite y esto…, bueno, lo que ella hace apunta a la esencia, hacia el meollo mismo del lenguaje. (…)

Píter no está tan interesado en disquisiciones teóricas como en el libro en sí. De qué va, le pregunta. ¿Es novela, es ensayo, qué es? No es posible explicar de qué va, dice Nat. No tiene un argumento que se expanda y que pueda reducirse a una sola frase o a dos. Son piezas teatrales muy cortas, casi esquemáticas, de tono filosófico. Su autora no las escribió en su lengua materna, sino en la del país adonde se exilió, así que el lenguaje es muy rudimentario, incluso plano. Al principio Nat pensó que sería una ventaja para la traducción, pero se le está empezando a revelar como lo contrario, como una dificultad. Ahora se ve obligada a dilucidar si la aparición de cada palabra inesperada o ambigua se debe a un error debido al desconocimiento del lenguaje o si es un efecto buscado tras una intensa meditación. No hay modo de saberlo.
—¿Y no puedes preguntarle a la autora?
Nat niega con disgusto. Esa mujer murió, a lo mejor es preferible así, de ese modo se ahorra el disgusto de ver el estropicio que está haciendo con su libro.
Píter sonríe, mira otra vez el cielo. Bonita profesión, dice, la traducción. Interesante y útil, añade. Necesaria.

La relación  de Nat con el texto que traduce es compleja: muestra la insatisfacción con el resultado, las dudas sobre la propia capacidad, presentes siempre en los traductores, especialmente en los primerizos:

Tarda muchísimo en traducir cualquier frase, incluso las más simples. De hecho, son las más simples las que ejercen una mayor resistencia. Una vez más, aflora la tentación de abandonar. ¿Por qué empeñarse en algo que, a todas luces, se le da tan mal? Se levanta un par de veces a mirarse al espejo: ojerosa, pálida, no está en su mejor día, piensa. Se peina, se maquilla un poco. Vuelve a su sitio. Insiste, dando vueltas y vueltas en torno al mismo párrafo. (…)
Al amanecer, vuelve a la traducción. Ce n’était pas une vision. J’ai touché ses cheveux… Las palabras resuenan en su cabeza un buen rato: huecas, mudas, sin forma, hasta que empiezan a tomar sentido, todos los sentidos posibles. ¿Tocar los cabellos o acariciar los cabellos? Tocar suena mal, pero es lo que aparece en el texto original. Si se refiriera a acariciar, ¿no habría escrito la autora caresser? ¿Y cabellos? ¿Por qué no pelo? ¿No es más natural, después de todo, acariciar el pelo, tocar el pelo? ¿Cómo lo diría ella? ¿Tocar la cintura o acariciar la cintura? ¿Qué diferencia hay entre tocar y acariciar? Traduce: No fue una visión. Toqué su cabello. Al releerlo, siente crecer el asco en su interior. Se levanta y da vueltas por el cuarto. Sieso la sigue con la mirada, pero no es una mirada limpia: parece haber un juicio tras sus ojos.

Y las dudas que plantea sobre el texto que traduce son aquí elementos literarios de la propia obra de Mesa, aunque los breves fragmentos citados parecen proceder de L’Épidemie, de Agota Kristof, publicada en Le monstre et autres pièces (2007) (ya traducida por José Ovejero al castellano).

Sobre la mesa está la traducción por donde la dejó, una página con una reflexión acerca del silencio, de notre silence en particulier, une qualité de silence en particulier. Pero si el silencio es la ausencia de palabras, ¿cómo puede existir un silencio en particular? ¿No deberían ser iguales todos los silencios, como es igual siempre el color blanco?

 

La última obra que nos ocupa es Gema (2021), de Milena Busquets (Barcelona, 1972), escritora y periodista, licenciada en Antropología. Navega en complicadas aguas de la autoficción narrada en primera persona. La protagonista, que no tiene nombre, guarda muchas semejanzas con la propia Milena Busquets (y con la propia Freixas): estudios en el Liceo Francés y dedicación esporádica a la traducción, subordinada a la creación literaria. Y si bien la necesidad de terminar una traducción es el motivo para que se quede en Barcelona en el mes de agosto, lo cierto es que su relación con el oficio parece al mismo tiempo más relajada y menos ardua que las anteriores, ya que no se describe como una actividad ligada a la supervivencia económica: no se mencionan las penosas jornadas frente a la pantalla del ordenador y la fecha de entrega se aplaza con una simple llamada al amigo editor para avisar que la traducción no estará a tiempo.

Después de una época bastante frenética, estaba intentando salir menos y ponerme de nuevo a trabajar traduciendo libros del francés y del inglés. Había comprobado que podía estar hasta tres días seguidos sin salir de casa. Cuando por fin ponía un pie en la calle, para ir a hacer un recado con los niños, al cine o alguna reunión social, tenía la sensación de pisar otro planeta, de respirar un aire nuevo, a veces incluso me mareaba un poco, me flaqueaban las piernas y tenía que protegerme los ojos con la mano para que la luz del sol no me cegara.

Busquets apunta temas no visto en los anteriores libros: el respeto al autor y a su obra, el placer de traducir a pesar de la permanente  insatisfacción con el resultado, así como la exigencia, como lectora, en relación con las traducciones ajenas:

Traducía sin demasiado entusiasmo. Esta vez el libro que me había dado Paco, mi amigo editor, era un verdadero tostón. Tal vez lo haya hecho para vengarse de mi lentitud y de mi falta de formalidad, pensé. Sin embargo, me gustaba traducir, era agradable volcarse en las palabras de otro, intentar transmitir lo que una persona más lista y más sabia había querido decir. Siempre trataba las palabras ajenas con muchísimo cuidado, las ponía bajo una lupa, las tendía al sol, las observaba como si fuesen pequeños artefactos arqueológicos, y no dejaba de darles vueltas hasta que por fin desvelaban su verdadera intención. No era rápida, pero era muy minuciosa. Nunca quedaba del todo satisfecha con el resultado. Como lectora ¡había tirado más libros a la basura por estar mal traducidos que por estar mal escritos! Y cuando alguna vez acababa conociendo al autor del libro que había traducido, me parecía estar saludando a un viejo amigo de toda la vida. Ellos, naturalmente, no compartían aquella impresión y debían de pensar que la mujer que los miraba sonriendo como una boba y asintiendo sin parar era una chiflada.

En conjunto, cuatro obras muy recomendables que abordan distintas facetas que se complementan para dar una visión de la vida cotidiana de quienes se dedican a la traducción literaria aquí y ahora.

Carmen Francí