Conversación entre Victoria Alonso y Ana Alcaina

Viernes, 15 de enero de 2020.

Victoria Alonso Blanco (Zamora 1961). Licenciada en Filología Inglesa por la Universidad de Granada y Máster en Estudios Hispánicos por la Universidad de Leeds. Es traductora de narrativa, ensayo y teatro en lengua inglesa. Ha traducido, entre otros autores, a Margaret Atwood, Dave Eggers, Tibor Fischer, Karen Russell, David Sedaris, Miguel Syjuco, Dennis Lehane y Stephen Woodworth. En la categoría de teatro, ha traducido al castellano las obras de Arthur Miller Todos eran mis hijos y Después de la caída.

Es socia de ACE Traductores desde 1997. Su traducción de Nueve cuentos malvados, de Margaret Atwood (Ottawa, 1939), ha sido finalista del Premio Esther Benítez 2020 y ha obtenido el XXIII Premio de Traducción Ángel Crespo.

 Ana Alcaina es traductora y profesora de la UAB.

Enhorabuena por el premio por esta traducción, Victoria, finalista del Esther Benítez, además. ¿Qué significa para ti este reconocimiento, tras más de veinte años de trayectoria como traductora literaria del inglés al castellano? Una trayectoria que arrancó juntando palabras de ambos idiomas, literalmente, como lexicógrafa del diccionario Oxford bilingüe y continuó ya como traductora de libros, hasta ahora. ¿Cómo fueron esos inicios en Inglaterra y cómo aterrizaste en la traducción editorial?

Gracias, Ana. Pues significa un gran estímulo, un acicate para seguir en la brecha unos cuantos años más. Llega además en un momento muy oportuno (si es que existe algún momento inoportuno para recibir un premio) porque, profesionalmente, empezaba a caer en el desencanto. No con el trabajo en sí, que me sigue apasionando, sino con las condiciones laborales en las que toca desempeñarlo.

Respecto a la trayectoria, sólo ahora me doy cuenta de lo enriquecedores que fueron aquellos tiempos en Bloomsbury, donde un grupo de españoles, colombianos, argentinos y uruguayos trabajábamos a lápiz todavía, con atriles y diccionarios mastodónticos, como amanuenses medievales, aplicando la lupa a la palabra aislada. Después, al pasar a la traducción literaria, me costó horrores cambiar de lente y ampliar el foco. Al principio me eternizaba, pero tuve la suerte de que la primera traducción llegó de la mano de Carlos Milla, prolífico traductor y estupenda persona, que en aquel momento trabajaba como editor de mesa en Plaza y Janés, donde yo hacía informes de lectura. Entré en el club traductor con El club, una pamplina de novelita, facilísima (vista ahora en perspectiva, claro), para la que Milla me concedió tres largos meses. El día de la entrega aguantó como un santo varón las casi dos horas de vomitona neurótica con mis dudas y mis cuitas. Fue el espaldarazo ideal para una novata, y siempre le estaré enormemente agradecida.

 

¿Qué es lo que más valoras de dedicarte a la traducción editorial? ¿Y lo que menos?

Lo que más, poder pasar el día entre libros y letras con la libertad de horarios que esta profesión permite. Lo que menos, las condiciones que mencionaba antes: con tarifas que siguen congeladas en el pleistoceno y plazos que nos impiden echarle al cocido un poquito de condimento con fundamento en lugar de tristes y flatulentos garbanzos alimenticios. Pero bueno, por añadir algo de dulce a la mesa: parece que circulan rumores entre nuestras filas asociativas sobre la necesidad de dedicar unas jornadas a debatir cómo afrontar un imprescindible aumento de tarifas, y eso me parece muy ilusionante. Aunque, por razones personales que no vienen al caso, a veces pueda ser un tanto «convidada de piedra» en esta asociación, siempre he procurado ser solidaria con el gremio desde la trinchera: no aceptando tarifas ni plazos imposibles, ni dejándome deslumbrar por la oferta de autores que luego puedan brillar en el currículum. Y no quisiera que eso sonara arrogante, porque entiendo perfectamente que cada cual tiene sus circunstancias y cada cual libra la batalla a su manera.

 

Dices en otra entrevista reciente que «Toda traducción, como todo escrito, siempre es susceptible de mejora, y cuanto más se pula, más luminosa será, pero si vives de este noble oficio y la pulsión perfeccionista se te desmanda, puedes quedarte sin comer». ¿Cuántas veces has revisado los Nueve cuentos? ¿Cómo abordaste esta traducción en concreto? Desde el momento en que llegó el encargo a tus manos hasta el de la entrega, ¿cómo fue todo el proceso?

Pues mi primera versión suele ser un borrador pésimo, casi una lectura a fondo y poco más. Así que la revisión es bastante intensa, porque me obliga a pulir mucho y a fustigarme con el látigo de súper Cicuta (perdón por la referencia viejuna). Raras veces tengo tiempo de hacer una segunda revisión a fondo, que sería cuando podrían aletear las musas. Sin embargo, en el caso de estos Nueve cuentos, por gracia o por desgracia, sí tuve la oportunidad de hacer esa segunda revisión, porque hubo una primera corrección fallida en la que se planchaba el léxico y muchos de los recursos morfosintácticos que intentaban reproducir el sarcasmo de la autora. La editorial entonces asignó una segunda correctora, paciente y rigurosa, con la que estuvimos quince días trabajando al alimón para revisar las pruebas y el zafarrancho de notas y desatinos que se habían colado, incluidos los míos. Inevitablemente, cuando pasan tantas manos por un texto siempre hace falta una lectura general para engrasar goznes, pero no hubo más tiempo.

Respecto al proceso, Nueve cuentos malvados, que ocupa el número 55 en la trayectoria de Margaret Atwood, tardó mucho en salir a la luz. Cayó en mis manos hace cinco años a través de Enrique de Hériz, entonces asesor editorial de Salamandra, quien cinco años atrás había leído una traducción mía, la de Ilustrado para Tusquets, y le había gustado. Esto lo cuento no por darme pote, sino por lo que tiene de esperanzador: el empeño que pongas en el trabajo, a veces (ay, sólo a veces), da su fruto. Y lo cuento también por gratitud a Enrique, que ya no está en este mundo. Como bien dice Rafael Carpintero en su blog, con el gracejo y la inteligencia que lo caracterizan, detrás de un premio de traducción siempre hay un buen autor, y está claro que si en lugar de brindarme la oportunidad de traducir el arsénico finamente destilado de esta gran fabuladora me hubiera tocado la baba pringosa de Perico Palotes, ahora mismo no estaría contándote todo esto.

 

Ironía a raudales, incisiva como ella sola, intertextualidad… Traducir a Margaret Atwood ya es todo un reto (y un caramelo) de por sí, pero ¿cuál ha sido la máxima dificultad de traducción de este libro en particular y cómo has hecho para resolverla con tan buenos resultados?

Un caramelo, sin duda, si bien algo envenenado también porque, como dice su autora, «la belleza tiene su lado oscuro, igual que las mariposas venenosas». Me refiero a que fue una gozada traducirlo, pero casi se me desencaja la mandíbula de tanto darle a las meninges. El mayor escollo no fueron las referencias metaliterarias ni todas las citas ocultas de los clásicos ni la variedad de estilos que la autora despliega, ni los juegos de palabras; lo peor fue ese léxico preñado de ironía, ese sarcasmo despiadado, ese humor corrosivo que permea todos estos cuentos. Bueno, todos menos uno: «Lusus Naturae», para mi gusto no el mejor, pero sí el más escalofriante. No deja de ser pertinente que en un libro sobre la sombra del ser humano, sobre nuestros instintos más oscuros, Atwood trate con delicadeza a esa niña monstruo apartada del mundo, excluida del amor y de la vida por voluntad de la sociedad y, lo que es peor, de su familia.

 

«Ñiquiñiqui-tracatraca»; «que si patatín, que si patatán»; «facundia inmortal»; «ese desmelene, esa cosa salvaje del pelo liberado»… Tu traducción está plagadita de expresiones genuinas e idiomáticas que —resistiéndose a ese planchado editorial del que hablabas antes— hacen de la lectura una gozada absoluta. ¿«Ves» la palabra en castellano en el momento de traducir o resuena en tu cabeza en la revisión o cómo lo haces para conseguir esa naturalidad apabullante?

Pues a veces veo la palabra de inmediato y a veces me la llevo al agua. Me refiero a que nado, mucho, a diario, y entre brazada y brazada a veces me asalta la solución a algún juego de palabras o alguna duda que se me hubiera enquistado en el magín. Pero en general soy una traductora sin método ni orden. Me lanzo en picado, con mayor o menor fortuna. A veces me avergüenza confesarlo, porque con los años he descubierto que es un gran error, pero de mis traducciones anteriores no guardo ni glosarios ni excels, sólo algunas notas en libretitas —¿antigua yo?— donde voy apuntando todas las dudas que surgen para irlas rumiando.

Sobre la naturalidad de las expresiones, pues no soy consciente, pero quizá se deba a que llevo implantada en el cerebro esa otredad acerca de la que hace poco hablaba desde estas mismas páginas Rita da Costa, en un artículo bellísimo. Yo llevo en las venas sangre andaluza y zamorana por parte de mis abuelas, y leonesa y manchega por la de los abuelos. Esas fueron las voces de mi infancia. Supongo que de ese cóctel, filtrado por años de emigración aquí y allá, sale un popurrí bastante ecléctico. Aunque hay que tener cuidado de no emborracharse con esa naturalidad, de no resbalar hacia el casticismo y acabar colocando un «¡Y un jamón con chorreras!» en boca de un facineroso del Bronx, por ejemplo.

 

En cuanto a intertextualidad, la propia autora comenta en los agradecimientos que varios de los cuentos son cuentos acerca de otros cuentos. En el caso de «Sueño con Zenia, la de los colmillos rojo brillante», por ejemplo, ¿conocías ya a los personajes de La novia ladrona? (Y aquí tenemos que agradecer a las amigas de Deforme Semanal que, casualmente, hayan aludido a este libro en particular en su último podcast). ¿Consultaste la traducción de la novela para documentarte? ¿Y en el caso de otros problemas de intertextualidad, como cuando dices: «Seguro que él lleva más cuernos en la testa, como diría el bardo»?

Pues me documenté sobre los personajes y su función en La novia ladrona, pero a decir verdad no tuve tiempo de leer esa novela ni de consultar la traducción siquiera. Sí leí en cambio bastantes traducciones de las citas de Shakespeare que salpican el texto, bien agazapaditas, como también de los versos de Tennyson y de los epigramas de Marcial, aunque al final tuve que traducirlo todo a mi aire para que encajara en el texto.

En cuanto a otros problemas de intertextualidad, en algún caso donde me pareció que quizá era tomarse demasiadas licencias acabé solicitando la autorización de la autora. Por ponerte un ejemplo divertido, en el paródico cuento La mano muerta te ama, el protagonista es un escritor de novelas de terror de serie B que ha triunfado gracias a la inspiración de una musa «casposa, hortera y folletinesca», y el hombre, ya caduco, lamenta la pérdida de aquella fogosidad de su lozana juventud jugando con la letra de una canción de cuna, una de esas temibles nursery rhymes que tanto nos hacen sudar a los traductores de inglés, y que repite a lo largo del texto, como si de una invocación se tratara: «Jack be nimble, Jack be quick and his once dependable candlestick». La traducción literal hubiera ralentizado el flujo de la narración y una nota a pie de página no digamos, así que como Jack es un diminutivo de John, se me ocurrió acercarlo a nuestro protomacho más internacional, el viril Don Juan, con su espada siempre en ristre. Pero reconozco que en otros muchos casos no pedí consentimiento.

 

Ya lo ha hecho en muchas ocasiones, la más famosa en El cuento de la criada, pero es impresionante la capacidad que tiene esta mujer para retratar la condición femenina y las consecuencias dramáticas de determinadas situaciones, distópicas o no. Aquí lo hace especial y descarnadamente bien con «Colchón de piedra», el cuento que da título a todo el volumen en inglés, Stone Mattress, un título más sugerente y con más resonancias que el título con el que ha salido en castellano. ¿Sabes por qué la editorial decidió publicarlo solo con el subtítulo de Nueve cuentos malvados?

Sí, ¿verdad? A mí también me hubiera parecido más sugerente titularlo Colchón de piedra o incluso Lecho de piedra, pero la editorial prefirió optar por un título que englobara todos los cuentos. Ese lecho o colchón de piedra es un estromatolito y tiene una función clave en la historia, en toda esta colección, que no quisiera desvelar para no destriparla. De hecho, los estromatolitos tienen una función clave en la historia del planeta en general, porque esas estructuras laminares, formadas por la actividad de algas y cianobacterias, son el vestigio más antiguo de vida en la Tierra. A ellos nos remontamos. Lo divertido es que el germen de ese cuento partió de Graeme Gibson, la pareja de Margaret Atwood. Al parecer, mientras estaban de crucero en el Ártico, un compañero de expedición planteó, a modo de reto, cuál sería el método ideal para liquidar a una persona impunemente durante un viaje así y la «mente retorcida» (Atwood dixit) de Gibson fue la que dio con la solución.

 

El tema de la vejez acecha por todo el libro hasta llegar a la apoteosis con el espléndido y brutal «A la hoguera con los carcamales». Teniendo en cuenta su trayectoria vital, ¿qué lectura haces tú de ese último cuento?

Atwood a veces tiene la fuerza de una pitonisa oracular, como se pone de manifiesto en ese ultimo cuento, una fantasía distópica que ella escribió ahora ya hace unos años, pero que resuena con una crudeza realista escalofriante en estos momentos pandémicos. Algunos críticos anglosajones han apuntado a la voluntad de divertimento que hay en estos cuentos y al deseo de la autora de parodiar algo que sin duda teme, que tememos todos: el implacable deterioro y la decrepitud que la vejez conlleva. Pero yo creo que aquí no sólo se apunta hacia la vejez y la fugacidad del tiempo y la triste condición del anciano inservible en una sociedad de mercado. Para mí la historia encierra un mensaje con miras más altas, y viene a través de una voz despersonalizada, en un mensaje de radio que anuncia el parte meteorológico: la Tierra desatada, cargando contra los seres humanos que poco a poco la hemos ido socavando.

 

Y ahora, ¿qué tienes entre manos? ¿Hay algún otro libro de Atwood en la recámara? ¿Y a qué autor o autora que no hayas traducido nunca te gustaría hincarle el estilete algún día?

Ahora mismo estoy con una novela deliciosamente lírica que publicará Tusquets, ambientada en los páramos de Yorkshire durante el verano posterior a la Segunda Guerra Mundial. En esos páramos viví en la década de los ochenta, así que disfruto rememorando todos aquellos espacios y olores.

Y sí, de Atwood he traducido otra novela para Salamandra, que espero que no tarde mucho en salir. Adelanto que no es una distopía, de hecho tiene tintes autobiográficos, y para mí —qué voy a decir yo, ¿verdad?— es de lo mejorcito que ha escrito la autora.

Hay tantos autores que me gustaría traducir… en el pódium quizá colocaría a Truman Capote y Carson McCullers entre los americanos, y a todos, absolutamente todos, los humoristas ingleses.