Cómo se hace un traductor y algunos apuntes de (imprescindible) contexto

© Xavier Senín

Miércoles, 9 de diciembre de 2020.

Con motivo de su reciente Premio Nacional a la Obra de un Traductor, Manuel Arca Castro y María Alonso Seisdedos entrevistan a Xavier Senín Fernández.

 

Lo llamaremos Senín, que Xavieres, con be o con uve, hay muchos. A Senín le tocó nacer en Pontecesures, un topónimo que se abre con «puente», como hecho a medida para un traductor. A Pontecesures, cuando se inventaron las provincias allá por 1883, la metieron en la de Pontevedra. Al otro lado de la raya pintada en el suelo se quedó su hermana Padrón, la Padrón de Rosalía, con su ventana abierta al mar. Algunos humanos creen emular el poder de los ríos dibujando líneas que separan. Luego vienen los ingenieros y las borran horadando túneles o levantando puentes. Como los traductores. Como Senín.

El niño Senín vino al mundo en la primavera de 1949. Días antes se había puesto sello y firma al Tratado de Londres, un documento que establecía ―otra vez los ingenieros imaginarios― los cimientos del Consejo de Europa, destinado a impulsar la defensa de los derechos humanos y la colaboración entre los países suscritos. Aunque el Estado poco grande y menos libre en el que el niño Senín rompía a llorar y a reír por primera vez no hubiera entrado ni mucho menos en tal pacto, no queda mal como horizonte de futuro. Es lo que tiene la primavera.

Una madre modista y un padre zapatero se encargaban del cuidado de los siete hermanos (no deja de tener su gracia el número). Como tantos padres de entonces ―y, por desgracia, aún de ahora― hablaban entre ellos y con otras personas en gallego pero se dirigían a sus hijos en castellano. Como se podía. Con todo, sabían lo importante que es ir dando puntadas para avanzar, y los chiquillos, entre becas y esfuerzo, puntada a puntada estudiaron todos. También el protagonista de este relato, que a los diez años se fue interno al Seminario de Santiago.

Quién sabe si en algún momento, separado de su familia, sintió tristeza o miedo. Seguramente sí, pero no es eso lo que quiere recordar. Si cierra los ojos, se ve estudiando feliz, entusiasmado con la lectura, la música y los deportes. No le importaba que lloviera porque entonces les permitían ir a la biblioteca. Y en Santiago, de septiembre a junio, el agua puede dar para muchas, pero que muchas, muchas horas de lectura. Tampoco aquí les permitían comunicarse en gallego y aunque él lo hablaba a veces, a esas alturas había perdido la gheada[1] y el seseo característicos de su zona. Pero ya empezaba a pelearse con las traducciones de latín a castellano, como en un juego de birlibirloque.

A principios de los setenta aterrizó en Salamanca. Santiago y Salamanca se diferencian en el color de la piedra y en las cuestas. Llegaba con la intención de matricularse en Clásicas, pero el pragmatismo hizo que la balanza se inclinara hacia Lenguas Modernas: inglés y francés. Fue estudiando las lenguas ajenas en tierra ajena cuando cobró conciencia de la propia, la que se le había hurtado. Nunca es tarde. Tarde es nunca. El dinero necesario lo iba ganando con los trabajos de verano en Bruselas y París, además de las clases particulares de latín, griego y francés durante el curso: enseñar para poder seguir aprendiendo. Deberemos agradecerle al amor, al que llamaremos Chicha, que lo (a)trajese de vuelta a los días lluviosos de lectura y a las cuestas de piedra verdinegra compostelanas, donde se especializó en francés, mientras se embarcaba también en el italiano y el gallego.

Terminada la carrera, ese verano impartió clases de gallego para maestros, el curso siguiente lo pasó en un colegio privado de A Coruña, opositó y, por fin, obtuvo plaza de profesor de enseñanza media en Redondela. Redondela es un pueblo pequeño que huele a sal y a algas cuando baja la marea. Dos viaductos ferroviarios lo atraviesan. Uno, el más antiguo, lo construyó un señor al que llamaron Pedro Floriani. A Pedro Floriani no quisieron pagarle la obra porque decían que aquella armazón de hierros entrecruzados se caería en cuanto una locomotora asomase el morro en ella. Pedro Floriani, arruinado económica y moralmente, intentó suicidarse arrojándose desde el puente. De milagro no se mató… tal vez para que pudiera ver pasar, no ya una locomotora, sino un tren entero (¡y los que vinieron detrás!), sin que el puente se cayese. La leyenda no cuenta si al final le pagaron, pero el instituto de Vilagarcía lleva su nombre. Justicia poética.

Ahí, en ese pueblo que huele a sal y algas, a herrumbre y resistencia, a Chicha y a Senín ―o como ya se ha dicho, al amor― les nacieron dos hijas. También ahí, en las jornadas que se organizaban en el instituto para celebrar las Letras Galegas conoció a algunos de los escritores e intelectuales más importantes de este país pequeño. Valentín Arias, Carlos Casares, Xesús Alonso Montero o Francisco del Riego se revelarían cruciales en su futuro de traductor.

De Redondela a Vilagarcía hay cincuenta y tantos kilómetros de curvas. Chicha, Senín y sus dos hijas las sortearon en 1981 para trasladarse a su nuevo destino: la cátedra de francés complementada con clases de gallego, además de sus primeros trabajos de corrección y traducción para la Editorial Galaxia y su labor como coordinador de los libros de texto y la colección Barco de Vapor de SM. Un tercer hijo, Adrián, vino a completar el cuadro. Dice Senín que trabajó mucho en esos años. Yo digo que no hace falta ni que lo diga, pero tampoco es que haya trabajado menos en los siguientes.

El pasado 11 de noviembre, hacia las dos y media, Senín estaba preparando la comida. Un menú especial. Sonó el teléfono y tuvo que bajar el fuego. Se limpió las manos apresuradamente con un paño de cocina y descolgó. Ese día comió tarde.

 

¿Cómo fueron sus inicios en la traducción? (Aunque ya haya repetido diez veces que entonces no traducía nadie y que lo recomendó Antón Santamarina a Editorial Galaxia).

No recuerdo que tuviera una especial querencia por dedicarme a esta labor, si bien, durante el bachillerato, me gustaba mucho traducir del latín. En lugar de suponerme un suplicio como les sucedía a otros compañeros, lo tomaba como un pasatiempo, casi un juego. Después, poco a poco, le fui cogiendo gusto a ese trabajo silencioso y callado. Tuve también la suerte de entrar en contacto con grandes traductores y nunca me importó asesorarme con gente que sabe más que yo. Todavía lo hago ahora; si surge alguna dificultad, no dudo en recurrir a personas amigas que me puedan echar una mano. En casa siempre he recibido mucho apoyo. Tanto Chicha [su primera mujer, fallecida en 1995] como Maricarmen han sabido procurarme momentos de sosiego.

 

¿Cómo aborda los textos que traduce? ¿Cuál es su método de trabajo? (¿Lee la obra completa antes? ¿Va traduciendo y descubriéndola poco a poco? ¿Elabora un borrador y prefiere saborear el texto en las sucesivas revisiones…?)

Si tengo la posibilidad y no apremia el encargo, prefiero leer antes la obra, preferiblemente, si existe, en edición anotada. Durante la lectura voy marcando a lápiz las expresiones que desconozco o que me podrían resultar complejas. Acto seguido, hago una primera versión, en la que localizo los pasajes difíciles o cuya redacción no me convence. Por último, voy puliendo hasta llegar a lo que me parece que se puede aproximar más a una buena traducción. Lo normal es que no quede satisfecho del todo con el resultado. Me resulta difícil alcanzar la perfección.

 

En su currículum se cuentan por decenas las traducciones que ha publicado en colaboración con otros profesionales (sobre todo, con Isabel Soto). ¿Cómo abordan una traducción a cuatro manos?

Isabel y yo empezamos a compartir alguna traducción hace ya bastantes años, así que nos entendemos bien. Si se trata de un texto de muchas páginas, primero lo leemos entero, porque antes es necesario conocer todo el original. Eso nos sirve para acordar ciertas cuestiones fundamentales, como los niveles de lengua e incluso otras menos importantes como los nombres de los personajes, los topónimos… A continuación, uno de nosotros empieza por el principio y el otro a partir de la mitad. Luego intercambiamos los borradores, discutimos problemas y cavilamos entre ambos hasta llegar a la versión definitiva. En textos cortos es mucho más sencillo el trabajo conjunto. Aun así, le damos bastantes vueltas a la traducción antes de entregarla.

 

El jurado que le concedió el Premio Nacional a la Obra de un Traductor destacó su «conocimiento poco común de las variedades diatópicas [geográficas], diastráticas [niveles de lengua] y diafásicas [registros] del gallego». ¿Cómo ha cultivado, a lo largo de los años, esta perspectiva casi lexicográfica de la lengua?

He echado mano de los libros de la carrera, acudido a bibliotecas universitarias… En muchas ocasiones sí he tenido que recurrir a la ayuda de diversas amistades, que me facilitaban bibliografía y me revisaban el trabajo.

 

Con respecto a esta última cuestión, ¿considera que las susodichas variedades están lo suficientemente definidas en el gallego literario o que un cierto casticismo guía aún nuestras elecciones? Si bien la pregunta es compleja (y polémica), me refiero a los dialectalismos elevados a la categoría de estándar como choiva agás o incluso a arcaísmos como bardante catar, frecuentes todavía en el «gallego literario».

En mi caso hablo y escribo un gallego bastante estandarizado y, sin embargo, procuro emplear a propósito palabras y giros castizos. Siempre he tratado de estar muy atento a toda esa riqueza que atesoran nuestras gentes. He aprovechado varias comidas de fiesta en las aldeas para sacar el bolígrafo y anotar palabras o expresiones que oía utilizar. Bastantes veces he pedido que me explicaran el significado de alguna frase.

Mi amigo y maestro Valentín Arias era un claro ejemplo de utilización de una lengua muy pegada al habla popular y, además, era un buen conocedor de los grandes clásicos de nuestra literatura. He recurrido a él en multitud de ocasiones.

 

Desde hace un tiempo, se encarga de las versiones de Astérix tanto al gallego de Astérix como al castellano. ¿Dos lenguas distintas en situación sociolingüística distinta exigen estrategias distintas?

Los Astérix los trabajamos en equipo. En este caso, la primera versión, el borrador, lo hace cada persona en una lengua y, claro está, tenemos presentes las distintas situaciones en que se hallan, lo que se refleja en el resultado final. Ahora bien, no hay que perder de vista que gallego y castellano son también lenguas próximas, aunque tengan que mantener su identidad. Procuramos estar muy atentos a que no se superpongan las dos lenguas.

 

¿Cuál fue la obra que más dificultades/satisfacciones (que, posiblemente, sean lo mismo) le deparó? (La pregunta de siempre).

Cada obra es un mundo. Recuerdo una de las primeras, Loureses, que traduje con Antón Figueroa, porque me descubrió un universo que desconocía. He trabajado con mucho placer en algunos libros infantiles o juveniles, sobre todo en los de mi amigo Juan Farias. Especiales son los Astérix porque desde joven me gustaron y me exigen un esfuerzo de adaptación que requiere mucha atención y, a veces, ingenio.

Si me tuviera que quedar con una sola, escojo El Quijote. Al principio no nos decidíamos a traducirlo porque pensábamos que había otras prioridades, pero el editor nos aseguró que si no éramos nosotros serían otros y eso nos animó. Fue un trabajo arduo y que exigió un largo proceso de documentación y de consulta, dirigido y coordinado por Valentín Arias. Pero nos satisfizo el resultado. Años más tarde, otro equipo en el que también participó el propio Valentín se encargó de la corrección y adaptación a la normativa actual de la edición para la Xunta de Galicia.

 

Como miembro de la Asociación de Tradutores Galegos (ATG), en la que ha ejercido varias responsabilidades, siempre ha luchado por el reconocimiento a la labor de los traductores. ¿Dónde considera usted que se debe situar ese reconocimiento? ¿Es preferible que el traductor permanezca en «la sombra»?

Cando se creó la ATG nuestra intención era promover las traducciones que considerábamos imprescindibles para cualquier lengua de cultura y visibilizar el resultado de nuestro trabajo. Entonces había mucha tarea por delante y ningún proyecto colectivo. Se elaboró una primera lista de títulos para traducir y nos pusimos manos a la obra. Por desgracia, muchos de ellos se quedaron en un cajón. Años después echamos a andar el proyecto de la Biblioteca Virtual de Literatura Universal en Galego (Bivir), una iniciativa que promovió Xulián Maure. En pocos años hemos publicado en formato digital más de doscientos títulos que son de acceso libre en nuestra web.

Por otra parte pretendíamos dignificar nuestro oficio. La persona que traduce no es una máquina y debe reconocérsele el trabajo desde el punto de vista económico y de prestigio. No obstante, yo prefiero trabajar en la sombra. Me siento más cómodo cuando se apagan los focos.

[1] La gheada es un fenómeno que se da en la mayor parte del territorio gallego por el cual el fonema oclusivo velar sonoro [g] se realiza, con algunas variantes, como fricativo faringal sordo [ħ].