Una victoria del espíritu, Efim Etkind

Otoño 2000 – Recuperado el lunes, 12 de octubre de 2020. 

Reproducimos aquí el texto de Efim Etkind publicado en VASOS COMUNICANTES 17, otoño del 2000.

Traducción de Agata Orzeszek

 

Cuando se apagó el sonido de los aplausos, una voz femenina exclamó: “¡Autor!” En la otra punta de la sala se oyeron risas, que en un primer momento me indignaron. Sin embargo, no tardé en entender por qué algunos se habían reído: se acababa de representar el Don Juan de Byron. El público, no obstante, comprendió el sentido de la excamación y más personas empezaron a gritar: “¡Autor!” Nikolái Pávlovich Akímov, que había salido al escenario con sus actores, una vez más estrechó la mano a Voropáiev —que hacía de protagonista— y se acercó al límite de las tablas; levantándose de su asiento, le salió al encuentro una mujer ataviada con un largo vestido negro, parecido al hábito de una monja. Se sentaba en la primera fila y ahora, obedeciendo al gesto de Akímov, subió al escenario y se colocó junto a él; encorvada y desesperadamente exhausta, dirigía su mirada perpleja hacia un lado. Los aplausos arreciaron, algunos espectadores se pusieron de pie y tras ellos se levantó el patio de butacas entero: todo el mundo aplaudía de pie. De repente, en un instante, se hizo el silencio: la sala vio cómo la mujer de negro se tambaleaba y empezaba a desplomarse; si Akímov no la hubiese sostenido, habría caído. Se la llevaron: era un infarto. ¿Sabía el público que había acudido al ensayo general del Don Juan de Akímov el origen de la obra? ¿Era el grito de “¡Autor!” una mera reacción espontánea y emocional? ¿O, tal vez, la mujer que había proferido esa palabra tan significativa conocía la historia que me dispongo a contar?

Tatiana Grigórievna Gnédich, tatarasobrina del traductor de la Ilíada, a comienzos de los años treinta asistía a los cursos de posgrado de la Facultad de Filología de la Universidad de Leningrado (en aquella época la llamaban por su abreviatura rusa, LIFLI); se dedicaba a la literatura inglesa del siglo XVII y se había entregado tanto a su estudio que no se daba cuenta de lo que sucedía a su alrededor. Y eso que eran tiempos difíciles: a cada momento se repetían las purgas y de la Universidad se expulsaba a los “enemigos”: ayer a los formalistas, hoy a los vulgares sociólogos y —siempre— a los nobles, a los intelectuales burgueses y a los imaginarios trotskistas y fraccionistas. Tatiana Gnédich se sumergía en la obra de los poetas isabelinos y no quería saber nada más. Sin embargo, la devolvieron a la realidad con una reunión, en el curso de la cual la acusaron de ocultar su origen noble. Ella misma, por supuesto, no había acudido a la reunión, pero al enterarse expresó en voz alta su asombro: ¿podía acaso ocultar su origen? Al fin y al cabo llevaba el apellido Gnédich y ya desde tiempos anteriores a Pushkin se sabía que los Gnédich eran una familia de rancio abolengo. A continuación la expulsaron de la Universidad por “presumir de su origen noble”. Así actuaba en aquella época el partido en el poder: y no se equivocaba. La realidad era absurda y no lo ocultaba. La única arma de la que disponían sus víctimas —por lo demás del todo indefensas— no era sino ese mismo absurdo, que podía destruirlas pero también —si estaban de suerte— salvarlas. Tatiana Gnédich supo demostrar en lugar oportuno que semejantes acusaciones se excluían mutuamente: ella ni ocultaba ni presumía. La readmitieron. Así, volvió a la enseñanza, tradujo a poetas ingleses, escribió versos de corte acmeísta e incluso empezó a traducir poesía rusa al inglés.

Vivíamos en el mismo edificio; se trataba de una de esas casas de “pisos en propiedad”, famosas en Petersburgo —y luego en Petrogrado y Leningrado—, la cual se hallaba en el número 73-75 del paseo Kamennoostrovski (más tarde Kírov); en aquel inmenso edificio, que aparecía revestido de granito y que se levantaba junto a las Islas, vivían destacadas personalidades de la cultura rusa, tales como el historiador N. F. Platónov, el literaturólogo V. A. Desnitski o el poeta y traductor M. L. Lozinski. Quiso el destino que yo naciera en aquella casa: mi padre había sido dueño del piso número 2; pero más tarde me encontré en ella por casualidad: recién casados, a mí y a mi mujer nos asignaron, por un tiempo y en un gran piso colectivo, la habitación del padrastro de mi joven esposa. Tatiana Grigórievana Gnédich vivía con su madre en un piso aún más colectivo, en otra escalera, en una habitación impregnada de olor a naftalina y, creo recordar, también a lavanda, repleta de libros y de fotografías antiguas y llena de muebles no menos antiguos, que aparecían cubiertos por tapetes que ellas mismas habían tejido a mano. Yo iba a aquella casa a estudiar inglés con Tatiana Grigórievna; y, a cambio, le leía poesías francesas, que, la verdad sea dicha, ella se las habría compuesto perfectamente para comprender sin mi ayuda.

Empezó la guerra. Yo acabé la carrera y, con mi mujer, me trasladé a la ciudad de Kírov y luego al ejército: al frente de Carelia. De Tatiana Gnédich sabíamos que justo antes de la guerra ella y su madre se habían mudado a una pequeña casa de madera que se hallaba en la Isla de Piedra. Más tarde, ya en el frente, supimos que su madre había muerto durante el sitio, que la casa había ardido y que ella misma trabajaba como intérprete en el ejército, en el Estado Mayor para el movimiento partisano. De vez en cuando llegaban sus cartas, a menudo poesías; luego dejó de dar señales de vida. Durante mucho tiempo. No hubo manera de enterarse de su paradero. Varias veces intenté averiguarlo, pero en vano: a Tatiana Gnédich parecía habérsela tragado la tierra.

Después de la guerra mi mujer y yo fuimos a parar al mismo piso de la casa número 73‑75. Ya no estaban los antiguos inquilinos: casi todos habían muerto durante el sitio. En algunas ocasiones se topaba uno con damas del antiguo régimen, salvadas de milagro, que llevaban sombreros con velo. Un día —creo recordar que allá por el año de 1948— vinieron a buscarme del piso 24; el que pedía que fuese a verlo era Lozinski. Cosas así ocurrían muy rara vez: salí corriendo. Mijail Leónovich me invitó a sentarme en el sofá junto a él y, bajando aún más la voz —ya de por sí baja—, musitó: “Me han enviado de la Casa Grande un manuscrito de Tatiana Grigórievna Gnédich. ¿Se acuerda usted de ella?” ¿De la Casa Grande, de Liteiny, sede de la Seguridad del Estado? (Lozinski, por vieja costumbre, decía ya ChK, ya GPU.) “¿Qué ocurre? ¿Qué quieren de usted?” “Se trata —siguió Lozinski— de la traducción del poema de Byron, Don Juan. De la traducción del poema entero. ¿Comprende? Entero. Escrito en octavas, preciosas octavas clásicas. Todos sus diecisiete mil versos. Un inmenso volumen de poesía de primera calidad. ¿Y sabe por qué me lo envían? Para que lo reseñe. La Casa Grande necesita mi reseña de la traducción del Don Juan de Byron. ¿Cómo debo entenderlo?” Yo estaba no menos atónito que el propio Lozinski, tal vez más aún; ni siquiera sabíamos que Gnédich estuviese detenida. ¿Por qué? En aquellos tiempos nadie preguntaba “por qué”; incluso si alguien pronunciaba estas palabras, no dejaba de aclararlas con la irónica expresión: “¿Por qué?: pregunta del idiota”. Y ¿de dónde había salido el Don Juan? La traducción de Gnédich era realmente espléndida. Lo comprendí cuando Lozinski, muy discreto y parco por lo general, leyó algunas octavas, a media voz y disimulando su entusiasmo; al comentarlas mencionó dos modelos precedentes: La casita de Kolomna, de Pushkin, y El sueño de Popov, de Alexéi Tolstói. Y yo no paraba de repetir: “Pero si aquí hay diecisiete mil versos como estos, son más de dos mil octavas… Y qué finura, qué delicadeza, qué libertad y al mismo tiempo qué exactitud en las rimas, qué ingenio, qué brillantez, qué hallazgos tan maravillosos en las perífrasis eróticas, qué torrente de discurso…”

Lozinski escribió la reseña, pero yo nunca la he visto; a lo mejor un día alguien consigue encontrarla en los archivos del KGB.

Transcurrieron ocho años. Hacía tiempo que mi mujer y yo vivíamos en otro piso colectivo, no muy lejos del anterior: en el paseo de Kírov, 59. Un buen día se oyeron tres timbrazos, señal de que nos llamaban a nosotros; de pie, en el umbral de la puerta estaba Tatiana Grigórievna Gnédich, aún más anticuada que antes, metida en un tabardo de guata y con un hatillo en la mano. Regresaba de un gulag, donde había pasado ocho años. En el tren de vuelta a Lenigrado había abierto la Gazeta literaria y había visto allí mi artículo titulado “Un clásico polifacético” —reseña sobre un nuevo volumen de Byron que contenía traducciones de diversos poetas, a veces muy diferentes los unos de los otros—, recordó el pasado y, tras encontrar nuestra dirección (de la que se había enterado en el piso antiguo, el del 73‑75), había venido a nuestra casa. No tenía dónde vivir, así que se quedó en nuestra habitación; ya éramos cuatro y, con la asistenta Galia, para quien habíamos organizado una yacija, cinco. Cuando colgué el tabardo en el vestíbulo común, los numerosos vecinos del piso montaron en cólera: la peste que despedía era insoportable; la fufaika, como llamaba a aquella cosa Tatiana Grigórievna, había absorbido todos los olores carcelarios desde Leningrado hasta Vorkutá. No hubo más remedio que tirarla; como no tenía otra y las tiendas estaban vacías, salíamos de casa por turnos. Tatiana Grigórievna pasaba cada vez más tiempo ante la máquina de escribir: copiaba su Don Juan.

Y así fue como había surgido.

A T.G. Gnédich la detuvieron en 1945, justo antes del final de la guerra. Según sus palabras, ella misma se había denunciado; lo que nos contó no resulta muy verosímil, sin embargo pudo haber sido consecuencia de esa especie de psicosis de guerra que atenazaba a todo el mundo. Según dijo, ella misma, en aquella época candidata a miembro del partido (condición sine qua non en el Estado Mayor para el movimiento partisano), llevó al comité correspondiente su carnet de candidata y lo dejó allí, no sin antes declarar que no tenía derecho moral a pertenecer al partido después de lo que había hecho. La detuvieron. Los agentes encargados de interrogarla intentaron sacar agua clara de aquella confesión suya. No se creían ni una palabra de lo que ella les decía (yo tampoco le habría creído si no supiese que Tatiana Gnédich tenía bastantes rasgos de yuródivaia: loca inocente). A saber: que satisfaciendo la petición de un diplomático inglés, había traducido —en octavas inglesas— el poema de Vera Inber El meridiano de Púlkovo para su publicación en Londres. Él, después de leerlo, dijo: “¡Qué bien estaría si usted trabajase un tiempo en mi país!; ¡lo mucho que podría hacer usted en favor de las relaciones culturales ruso-británicas!” Las palabras del diplomático le causaron una fuerte impresión y la idea de viajar a Gran Bretaña se instaló en su conciencia; la consideró, sin embargo, como una traición. Y devolvió el carnet. Se comprende que los instructores no dieran crédito a una confesión tan estrafalaria; pero tampoco encontraban otras acusaciones. La sometieron a juicio —en aquella época ya se celebraban “juicios”— y la condenaron a diez años de trabajos forzados en un gulag, acusada de “traición a la patria”, por el artículo 12, que contemplaba la intención de delinquir sin realización del delito.

Después del juicio permaneció en la Shpalérnaia, encerrada en una celda abarrotada de gente, en espera de ser enviada al gulag. Un día la llamó el último de sus interrogadores y le preguntó: “¿Por qué no usa nuestra biblioteca? Tenemos muchos libros; tiene derecho…” Gnédich le contestó: “Estoy ocupada; no tengo tiempo”. “¿Que no tiene tiempo?”, repitió él, ya sin sorprenderse tanto como anteriormente (había comprendido que la presa bajo su custodia se distinguía por, dicho sea con suavidad, ciertas rarezas). “¿Y en qué está tan ocupada?” “Traduzco”, dijo ella, y añadió: “Un poema de Byron”. El instructor había resultado bastante culto; sabía qué significado encerraba el Don Juan. “¿Tiene el libro?”, preguntó. Y Gnédich le contestó: “Traduzco de memoria”. Él se quedó aún más atónito. “¿Y cómo se las arregla para memorizar la versión final?”, preguntó, demostrando una inesperada comprensión del meollo del problema. “Tiene usted razón —le dijo Gnédich—, es lo más difícil. Si pudiera escribir lo que ya está hecho… Además, me estoy acercando al final. No recuerdo más.”

El instructor se disponía a irse a su casa. Antes de salir dio a Gnédich una hoja de papel, diciéndole: “Escriba aquí todo lo que ha traducido; mañana le echaré un vistazo.” Ella no se atrevió a pedir más papel, y se sentó a escribir. Cuando a la mañana siguiente volvió él a su despacho, Gnédich aún estaba escribiendo. A su lado permanecía sentado el guardia, furioso. El instructor miró el papel: no se podía leer nada; con letras más pequeñas que la cabeza de un alfiler, cada octava ocupaba, como mucho, un centímetro cuadrado. “¡Lea en voz alta!”, ordenó. Era el canto noveno, sobre Catalina II. El instructor se pasó largo rato escuchando, reía de vez en cuando y no daba crédito a sus propios oídos; ni tampoco a sus ojos: las dos caras de la hoja con el membrete “Declaraciones del acusado” estaban cubiertas por diminutos cuadrados con estrofas que ni siquiera a través de una lupa se podían leer. Interrumpió la lectura. “¡Por esto deberían darle el premio Stalin!”, exclamó: no tenía otros criterios. Gnédich le respondió con una broma amarga: “Ya me lo habéis dado”. Y eso que no era una mujer que se permitiese a menudo bromas semejantes.

La lectura se prolongó durante mucho tiempo; Gnédich había hecho caber en la hoja más de mil versos, es decir, unas ciento veinte octavas. “¿Puedo ayudarla en algo?”, le preguntó el instructor. “Usted puede, ¡y nadie más que usted!”, contestó Gnédich. Necesitaba el libro de Byron (y nombró la edición que le parecía más fiable y que contenía comentarios), el diccionario Webster, papel, un lápiz…, “bueno, y, claro, una celda individual”. Unos días después el instructor recorrió con ella la prisión interior de la Seguridad del Estado junto a la Casa Grande, en la calle Voinov (Shpalérnaia) y encontró una celda algo más luminosa que las demás; llevaron allí una mesa y todo lo que había pedido.

En aquella celda Tatiana Gnédich pasó dos años. Casi nunca salía a pasear, ni tampoco la vieron leer un libro: vivía de la poesía de Byron. Al hablarme de aquellos meses me dijo que no había cesado de repetirse los versos que Pushkin había dirigido a su lejano antepasado, Nikolái Ivánovich Gnédich:

 

Tras largo tiempo con Homero a solas,
esperado por el mortal gentío,
bajas, luminoso, de las cumbres misteriosas
y nos das tus tablas de la poesía.

 

Él había pasado largo tiempo “a solas” con Homero; ella, con Byron. Dos años más tarde, al igual que su antepasado Nikolái, Tatiana Gnédich “bajó de las cumbres misteriosas” y aportó sus  “tablas de la poesía”; sólo que sus “cumbres misteriosas” no eran otra cosa que una celda carcelaria equipada con un bacín maloliente y un “bozal” en la ventana que tapaba el cielo y la luz del día. Nadie la molestaba; salvo en aquellas pocas ocasiones en que, cuando iba y venía por la celda en busca de la rima, el guardián abría la puerta con estruendo y gritaba: “¡Se te ha ordenado escribir, no pasear!”

Dos años se habían prolongado sus conversaciones con Byron. Cuando hubo puesto el último punto al pie del canto diecisiete, hizo saber al instructor que el trabajo estaba concluido. Él la mandó llamar, cogió de sus manos las apiladas hojas y le comunicó que no iría al gulag antes de que el manuscrito fuese copiado a máquina. La mecanógrafa de la prisión tardó mucho en pasarlo. Finalmente, el instructor enseñó a Gnédich tres ejemplares: metió uno en la caja fuerte, el segundo se lo entregó a ella junto con una cédula-permiso de posesión y en lo referente al tercero, preguntó a quién debía enviárselo para su reseña. Fue el momento en que Tatiana Gnédich nombró a Lozinski.

Salió bajo escolta hacia su gulag. En él pasó —de cabo a rabo— los ocho años de condena que le quedaban. Nunca se separó de su Don Juan, y eso que sus valiosas páginas a menudo habían corrido grandes peligros: “¡Deja de moverlas de una vez! ¡No nos dejas dormir! —gritaban las mujeres de los camastros vecinos—. ¡Quita de aquí esos papelotes de mierda!” Los protegió hasta el regreso, hasta aquel día en que se sentó ante la máquina de escribir en nuestra casa de la avenida Kírov y se puso a copiar su Don Juan. En los ocho años se habían acumulado cambios; además, el manuscrito —que había pasado por la cárcel y varios campos— despedía la misma peste que la fufaika.

En la Unión de Escritores se celebró una velada poética en el curso de la cual su protagonista, Tatiana Gnédich, leyó fragmentos del Don Juan; la traducción fue valorada de acuerdo con sus méritos. Gnédich estaba especialmente orgullosa de las generosas alabanzas que le dispensaron algunos maestros cuyo juicio tenía en la más alta estima, tales como Elga Lvovna Linetskaia, Vladímir Efímovich Shor o Elizaveta Grigórievna Polónskaia. Transcurrió un año y medio. La editorial “Bellas Letras” publicó el Don Juan, con un prólogo de Diákonova, en una tirada de cien mil ejemplares. ¡Cien mil! ¿Pudo haberlo soñado la presa Gnédich, que durante dos años había compartido su celda individual con las ratas de la cárcel?

Aquel verano vivíamos en la aldea Sivérskaia, a orillas del río Oredezh. Allí mismo, cerca de nosotros, alquilamos una habitación para Tatiana Gnédich. Un día, al pasar cerca de la estación, me topé con ella: acababa de bajar del tren con un enorme saco a la espalda. Me lancé a prestarle ayuda pero me dijo que el saco no pesaba. Y en efecto: era muy liviano. Resultó que contenía juguetes de cartón y celuloide destinados a los hijos de todos sus vecinos. Tatiana Grigórievna había recibido los honorarios por su Don Juan; mucho dinero: 17 mil versos, más un sustancioso plus por la tirada (en aquella época, la tirada base para la poesía no pasaba de diez mil ejemplares); por primera vez en muchos años se compró lo imprescindible y regalos para los demás. Aquella mujer no tenía nada: ni una estilográfica, ni un reloj, ni siquiera unas gafas enteras.

En el ejemplar que me regaló se lee “Núm. 2”. ¿A quién fue a parar el primero? A nadie. Estaba destinado al instructor, pero Gnédich, a pesar de todos sus esfuerzos, no encontró a su bienhechor. Seguramente era un hombre demasiado inteligente y liberal; a juzgar por el hecho de que todas sus huellas habían desaparecido, lo más probable es que los “órganos” lo hubieran pasado por las armas.

Más tarde salió una nueva edición, revisada y mejorada. Me enorgullezco de que, en la portada interior, Gnédich me escribiese un poema en octavas que concluye con palabras de agradecimiento por la ayuda que le había prestado en días difíciles. Dicho poema, fechado el 22 de octubre de 1964, es una gran distinción. Pero más grande aún, inestimable, lo es aquella legendaria hoja de “Declaraciones del acusado” en la que Gnédich había hecho caber mil versos de su traducción: me la regaló a mí. Esta hoja, al fin y al cabo, no representa sino aquello que tenía en mente Pushkin cuando se dirigía a su amigo Nikolái Gnédich:

 

Bajas, luminoso, de las cumbres misteriosas
Y nos das tus tablas de la poesía.

 

El director de teatro Akímov leyó el Don Juan durante las vacaciones, quedó maravillado e invitó a Gnédich a colaborar con él, como coautora, en la versión teatral. Y juntos convirtieron el poema en un texto para ser representado. De la amistad entre ambos también nació una segunda obra de arte, poco común ésta: el retrato de Gnédich que pintó el director teatral se revela como uno de los mejores de la serie de retratos que de sus contemporáneos había hecho. El espectáculo que puso en escena y dirigió en su leningradense Teatro Comedia tuvo un gran éxito; tanto, que se mantuvo en cartel durante varios años. La primera representación, de la que se ha hablado al comienzo de este relato, culminó con el triunfo de Tatiana Gnédich. Por aquella época la tirada de las dos ediciones del Don Juan había alcanzado los ciento cincuenta mil ejemplares y ya había aparecido una nueva edición del libro de K. I. Chukovski El gran arte, donde se decía de la traducción de la obra que se trataba de uno de los más grandes hitos de la traducción poética contemporánea. También había salido ya mi libro Poesía y traducción, donde, tras repasar someramente la historia de esta versión, la califiqué como obra maestra del arte traductor. Con todo, aquel instante en que se levantaron de sus asientos los tan sólo setecientos espectadores del Teatro Comedia con su unánime manifestación de agradecimiento al “Autor” presente en el escenario, fue precisamente la mayor apoteosis de Tatiana Gnédich y de su increíble creación.

Después de salir en libertad, Tatiana Gnédich vivió treinta años. Parecía que todo se había arreglado. Incluso apareció una familia: del campo de trabajo se trajo a una anciana, que, instalada en su casa, desempeñaba el papel de madre. También a un hombre lleno de habilidades, el “manitas Yegori”, que hacía las veces de marido. Varios años después adoptó a Tolia, un niño que mostraría devoción y fidelidad por su madre adoptiva; gracias a ella, hizo carrera universitaria y se convirtió en un filólogo italianista. “Parecía que todo se había arreglado”, he aquí una expresión involuntaria. La verdad es que la ”mamá” gulaguiana, Anastasía Dmítrievna, resultó ser una vieja gruñona que a cada momento se hundía en un negro abismo, y el gulaguiano “marido”, el fontanero Gueorgui Pávlovich (“Yegori”), un alcohólico rematado que, además, no paraba de proferir blasfemias y palabrotas. De cara al exterior, Tatiana Grigórievna lo había civilizado; por ejemplo, le había enseñado a sustituir su calificativo favorito por el nombre de un dios de la antigua Grecia, de modo que, dirigiéndose a los alumnos que acudían a casa de su cónyuge, el hombre decía: “Qué, chicos, ¿tomamos algo? —y señalándola a ella, añadía—: Y si a Plutón no le gusta, ¡que se aguante!” La “mamá” y el “marido” no entendían ni una palabra de literatura, de la que, además, ni querían ni podían entender nada. Por otra parte, Yegori, bajo la dirección de su mujer, decoraba el árbol de Navidad con juguetes dotados de ingeniosos mecanismos que él mismo construía. En más de una ocasión se fue de la mano en la relación con su mujer; cuando le pregunté a ésta si no temía algo peor, me contestó sensatamente: “¿Quién mata a la gallina de los huevos de oro?”

Las últimas décadas las vivió Tatiana Gnédich donde siempre había soñado: en Pávlovsk, junto al parque y cerca de su querido Tsárskoie Seló, al que dedicó muchas de sus poesías, poesías que han quedado sin publicar, como la mayor parte de su obra.

En su modesto piso de pueblo había muebles viejos que recordaban aquellos otros, los de la casa 73‑75, que había ocupado en vida de su madre, Anna Mijáilovna. El comedor lo llenaba un gigantesco aparador de roble, atestado de los más diversos objetos decorativos; no recuerdo si Yósif Brodski visitó a Tatiana Gnédich en su casa de Pávlovsk, pero siempre he tenido la impresión de que tenía en mente aquel nostálgico aparador cuando escribió:

 

Por dentro y por fuera,
El viejo aparador que vi allí
Me recuerda
                   Notre-Dame de Paris.

Trabajaba ella de buen grado con los muchos alumnos que acudían a Pávlovsk; fruto de aquel trabajo colectivo fueron las colecciones de poesía traducidas, tales como, por ejemplo, Poesías, del escritor norteamericano Langstone Hughes. Magníficos futuros poetas-traductores figuraron entre sus alumnos; he aquí los nombres de alguno de ellos: Irina Komárova, Galina Usova, Gueorgui Bek, Vasili Betaki. La “gallina”, en efecto, seguía poniendo “huevos de oro”; Gnédich tradujo las tragedias de Shakespeare Timón de Atenas y Troilo y Crésida, el drama de Grillparzer Sapho y no pocas poesías de Byron y de muchos otros poetas. En los años setenta se acordó de sus raíces ucranianas y tradujo al ruso los sonetos de Mikola Zérov, un poeta neoclásico que durante mucho tiempo había estado prohibido por la censura soviética. Tatiana Gnédich murió en 1977; no vivió lo suficiente para verlo rehabilitado ni ver publicadas sus traducciones. Nunca más consiguió alcanzar la altura del Don Juan. En el mismo 1977, reunidas en un libro minúsculo, vieron la luz algunas de sus propias poesías.