Invierno de 2003 – Recuperado el 24 de agosto de 2020.
Conferencia de las XI Jornadas en torno a la Traducción Literaria, Tarazona 2003. Publicada en VASOS COMUNICANTES 27.
José Francisco Ruiz Casanova
Cuando hace unos meses se me invitó a leer una conferencia sobre Traducción en el marco de estas Jornadas, pensé desde el primer momento —y así se lo participé, junto con mi agradecimiento, a Maite Solana— que mi contribución no podría ser otra que algún asunto relacionado con uno de los dos temas sobre los que principalmente trabajo como profesor: o bien sobre Literatura Comparada, o bien sobre Historia de la Traducción, si es que éstos son ámbitos distintos, si es que son ámbitos o si pueden disociarse. Las cuestiones relativas a la recepción de las literaturas extranjeras, tanto desde la óptica comparativa como desde la histórica, suelen pagar en muchas ocasiones, e involuntariamente las más de las veces, un peaje descorazonador: los traductores quedan, en tales discursos, condenados a un segundo o tercer plano. Puesto que esta conferencia debía de ser presentada en la Casa del Traductor, creí necesario replantearme —si no posponer— mis intereses más primarios y volver sobre algunas de las ideas que, sin apenas espacio para su desarrollo, dejé apuntadas hace ya tres años en mi Aproximación a una Historia de la Traducción en España. Así que, como quiera que me interesaba, a su vez, tratar de dos traductores catalanes de desigual fortuna editorial, Agustí Bartra y Juan Ortega Costa, sus nombres y mi deseo de retomar aquellas migas de pan dispersas en mi libro me llevaron sin más al tema sobre el que voy a tratar aquí, aun a costa de correr el peligro que denunciaba al principio: que sus nombres y sus obras sean, o semejen, pretexto para una reflexión que me parece principal, cuando se trata de lenguas, traducción y literatura y que, no obstante, poca o nula atención ha merecido hasta la fecha. Estoy refiriéndome a la relación entre exilio y traducción.
Quizá les sorprenda a ustedes que en ese universo virtual con ilusión de infinito o cosmología cibernética, el buscador Google, si tecleamos la secuencia “Exilio y Traducción”, aparecerán únicamente tres resultados; si escribimos “Traducción y Exilio”, uno; si “Exile and Translation”, once; si “Translation and Exile”, cuatro. No merece la pena continuar buscando, máxime cuando ninguno de los 19 resultados trata, en realidad, del tema indagado, sino que únicamente aparece la secuencia buscada como sintagma coordinado en textos que tratan, todos menos uno, de otros asuntos. Ni se les ocurra repetir las búsquedas cambiando los términos “Traducción” y “Translation” por “Literatura” y “Literature”; ya les anticipo los resultados: un total de 395, entre los cuales, obviamente, encontrarán un curso de Literatura Comparada en el doctorado de la Universidad de Sevilla, varias referencias al libro de Claudio Guillén El sol de los desterrados (1995) y, en “Cervantes Virtual”, la Biblioteca del Exilio, algunas bibliografías y el trabajo que está llevándose a cabo en la Universidad Autónoma de Barcelona bajo la dirección del profesor Manuel Aznar Soler. No deja de resultar llamativo que en ninguno de los volúmenes de actas de estos congresos, en los que se reservan apartados monográficos para la narrativa, el ensayo, la autobiografía y memorias, la poesía o el teatro, también para las editoriales y para los epistolarios, en ninguno de dichos apartados de estos ni de otros volúmenes se habilite un espacio para la traducción y los traductores literarios. A mí, al menos, me ha resultado muy llamativo. Así que, sin más preámbulos, éste será el tema de las palabras que siguen a este prólogo o excusatio: exilio y traducción, sintagma que no es igual que traducción y exilio, pues —en esta ocasión— el orden de los factores sí altera el resultado.
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Si hablamos de Traducción y Exilio, y nos ceñimos a la historia literaria española, pronto caeremos en la cuenta de que se trata de un fenómeno más o menos reciente, y podremos remontarnos a los casos históricos de los erasmistas, iluminados o calvinistas que, en nuestro Siglo de Oro, tradujeron la totalidad o partes de las Sagradas Escrituras: por ejemplo, Casiodoro de Reina y Cipriano Valera, autores de la Biblia del Oso, impresa en Basilea en 1569. Si hablamos de Exilio y Traducción, sea aquél debido a causas personales, políticas o religiosas, tendremos que convenir que históricamente, al menos desde Leandro Fernández de Moratín y los liberales perseguidos tras la Guerra de la Independencia, fue el exilio causa principal de muchas de las dedicaciones a la traducción literaria. También, obviamente, durante el periodo que va de 1939 a 1975 y, especialmente, en las primeras décadas de dicho periodo. Es esta segunda alternativa, la de Exilio y Traducción, la que aquí me interesa tratar; de hecho, ya en mi libro, al referirme al estudio de las traducciones al español realizadas entre 1939 y 1975, demandaba una distinción entre las traducciones realizadas por autores españoles en la Península y las realizadas por autores españoles en el exilio. Quienes se interesen por la relación entre traducción y censura saben cabalmente la magnitud del tema, y a él volveré en algún momento y con algún ejemplo.
Pero cuando se trata de Exilio y Traducción ni podemos ceñirnos a una literatura, ni a una lengua ni a un espacio, pues, en realidad, estamos apuntando a una categoría esencial y primigenia del mismo acto lingüístico que llamamos Traducción: la traducción implica siempre, de un modo u otro, un arte o una experiencia personales del exilio. Entre aquellas migajas dispersas en mi libro a las que aludía antes, y perdónenme de nuevo la autocita, escribía yo entonces:
El exiliado no sólo lo es porque su entorno físico ha cambiado o porque la materialidad de su vida debe ser reordenada, como en nuevo nacimiento; el exiliado puede ser un transterrado por partida doble: por un lado, de su país; por otro, de su lengua […]
[Las traducciones] son también la vía que reintegra al transterrado su identidad lingüística y, desde este punto de vista, la ilusión de comunicarse con aquellos que hablan su misma lengua. Es más, en el caso de la traducción, el paso de un texto de su lengua original a la del traductor en el exilio supone vencer ilusoriamente las resistencias de su condición física; la traducción cumple, de este modo, con un fundamento cuasi alquímico que restaura a quien padece exilio (escritor o lector) el orden de lo natural.
Si el exiliado o el transterrado es un individuo al que se priva de la identidad jurídica, donde leemos exiliado o transterrado podemos entender siempre, de modo absoluto o relativo —permítaseme el neologismo— translinguado. Una de las expresiones literarias más certeras de dicha condición la plasmó el ilustre liberal José María Blanco-White, desde su exilio británico, al traducir estos versos de Ricardo II de Shakespeare que tituló, como si de poema autónomo se tratase, “El idioma nativo”:
Si algo he merecido
de parte de mi Rey, no es la amargura
de ser así arrojado al ancho mundo.
El idioma patrio que he aprendido
más de cuarenta años, me es inútil
de hoy en adelante. ¿Qué es mi lengua
ya para mí sino harpa destemplada
o instrumento sonoro puesto en manos
no acostumbradas a pulsar sus cuerdas?
Con doble cerco habéisla aprisionado
en mi boca, Señor; y la pesada,
la estúpida, la estéril ignorancia
le dais por carcelera.
2
En un contexto cultural de censura institucionalizada como mecanismo de control, la traducción siempre es, de un modo u otro, un discurso articulado de la resistencia. En unos casos la censura se instala como interruptor de dominio ideológico en un marco territorial, cultural o lingüístico, y en estos casos la resistencia se manifiesta tanto en los exilios forzosos que propicia la censura como en la escritura traducida que, circule o no por el ámbito vedado, suele ser discurso de respuesta a un estado de cosas extraliterario y extracultural, cuando no aliterario y acultural. Me refería antes a los traductores bíblicos y la persecución inquisitorial, pero el discurso de contestación (esto es, en nuestro caso, el texto traducido) puede ser también cercenado en alguno de sus elementos por el propio traductor. Suelo recordar a mis alumnos, en este sentido, la famosa traducción de Hamlet realizada por Moratín en Inglaterra en 1793. Dejando a un lado que Moratín tradujo la obra en prosa y que no tenía mucho conocimiento (más bien casi nada o muy poco) de la lengua inglesa, en el Acto III, Escena II, poco después del famoso monólogo hamletiano, el príncipe debe continuar su indagación y fingirse loco, de modo que, entre otras perlas, le suelta la siguiente a la sufrida Ofelia: “Es una idea suculenta reposar entre las piernas de una doncella”; la dama le pregunta: “¿Qué queréis decir, señor?”, y Hamlet responde: “Nada”. En la traducción de Moratín (que les recuerdo que ha sido reeditada incluso en afamadas colecciones de libros de bolsillo), se lee:
HAMLET.- ¡Qué dulce cosa es…!
OFELIA.- ¿Qué decís, señor?
HAMLET.- Nada.
En una de sus notas, el dramaturgo español metido a traductor aclara que la razón de sus puntos suspensivos es que considera el resto de la frase indigna de ser impresa, con lo cual alivió de trabajo a los censores inquisitoriales que todavía se aplicaban con celo sobre los textos literarios y, de paso, hizo de Hamlet no el príncipe dubitativo o la split-personality que subrayan los manuales sino, por la vía rápida, un idiota y, de paso, el texto es una reescritura sutil pero de tales consecuencias que deja sin sentido todo el parlamento de los dos protagonistas.
Ante situaciones como éstas, prácticas de traducción semejantes e irresponsabilidades culturales de tal índole, uno se remonta necesariamente a Babel para recordar, y recordarse, que su castigo no fue la división de los hablantes sino que hablar lenguas distintas supuso, inevitablemente, el exilio. Antes de Babel no existía tal dimensión del exilio, pues, no lo olvidemos, cuando se glosa sin descanso este episodio del Génesis siempre se recuerda la parte de la confusión lingüística pero nunca o casi nunca las palabras con que termina este episodio: “Se le dio el nombre de Babel, porque allí fue confundido el lenguaje de toda la tierra, y desde allí los esparció el Señor por todas las regiones”. La maldición de Babel no fue tanto la incomunicación, como egoístamente creemos los que nos dedicamos a las lenguas, cuanto la invención del exilio que, como dije, no es en esencia un asunto territorial sino pura y principalmente lingüístico.
Asumida, pues, la condición de expulsados del territorio mítico monolingüe, y si revisamos la Historia de la Traducción como la Historia del Exilio, aquélla nunca ha estado o está al lado del poder sino que pretende ser una restitución de la unidad originaria o, visto desde la perspectiva de lo político, un propuesta de corrección de aquellos discursos que son pura y llanamente tautología. Como escribiera Steiner, un especialista en la aplicación misma de esta cita: “En la poética, en la filosofía, en la hermenéutica, la obra que vale la pena se gesta las más de las veces contra la corriente y al margen”. En el margen se escribieron, en su día, las glosas emilianenses, y contra la corriente tradujo —conocido es— fray Luis de León, contra la corriente que quiso imponer el misterio del verbo, que el ser humano sólo participase de la forma pero no del sentido y que, por lo tanto, toda interpretación —toda lectura— fuese sin más herejía.
Mas si se estudia la traducción en el exilio como resultante de una lógica causa-efecto, donde la causa es el exilio y la consecuencia la traducción, debe descenderse forzosamente de toda altura metafísica y del placentero juego filosófico de salón y considerar, en toda suerte de coordenadas, los marcos históricos, intelectuales, editoriales y personales en los que se inscriben las obras traducidas en el exilio y sus traductores. Es obvio que todo movimiento comunicativo, y la traducción lo es, implica la búsqueda de un receptor; pero no menos cierto es que las circunstancias vitales gravitan sobre la escritura, se posan en ella, la zarandean o, simplemente, reescriben nuestra escritura. La traducción en el exilio, lo sabemos, deriva en algunos casos de la actividad desarrollada como profesor: valgan aquí el ejemplo de Luis Cernuda y las versiones de poemas ingleses insertos en sus ensayos o el de Jorge Guillén, que se autotraduce a la lengua inglesa en su famosa serie de conferencias norteamericanas Language and Poetry, que se imprimirán primero en dicha lengua y luego en la propia del poeta. En otros casos, la traducción es, sin más, un medio de vida, una parte de la actividad profesional y/o editorial del exiliado, tanto sea en la modalidad de traducción por encargo como en la de aquellas versiones que se realizan como restitución, esto es, como testimonio de la afinidad estética que el traductor siente por lo traducido o por el traducido. Quisiera traer aquí, como ilustración, los nombres de dos mujeres del exilio republicano: Ernestina de Champourcín, traductora de Bachelard, Eliade, Anaïs Nin o William Golding, y Rosa Chacel, traductora de Eliot, Racine y Camus.
Y cuando se habla de la traducción en el exilio, en su vertiente de Exilio y Traducción, y puestos a descender en consideraciones, deben tenerse en cuenta cuestiones tan elementales como la calidad de los originales, las posibilidades de cotejo de ediciones y de otras versiones anteriores, los recursos bibliográficos y, por supuesto, ese íntimo enemigo del traductor que es el tiempo, su escasez. Aquí me gustaría recordar unas palabras que no por inquietantes dejan de ser bellas: las escribió Ernst Robert Curtius en el prefacio a la primera edición de su enciclopédica obra Literatura europea y Edad Media latina, impresa en 1948, y que en la versión de Margit Frenk y Antonio Alatorre dicen así:
No ha estado a mi alcance la literatura científica extranjera de los años de la guerra y postguerra. Además, desde 1944 una parte de la Biblioteca de la Universidad de Bonn está inutilizada, y otra fue incendiada durante un bombardeo. De ahí que más de una cita haya quedado sin cotejar y más de una fuente sin revisar.
También, en tal descenso conceptual a los infiernos del exilio, debe contemplarse la tantas veces conflictiva relación (en el plano cultural o en el doméstico) que el exiliado establece con las lenguas, con la suya y con la del país de acogida: proverbial es el caso, sin salirnos del siglo XX, de Juan Ramón Jiménez y el inglés, que por lo visto sólo hablaba en su intimidad más íntima (o sea, para sí mismo); pero tampoco debe ignorarse que la propia lengua queda reducida en muchos exiliados a lengua familiar o a puro valor de cambio profesional o, rizando el rizo, puede pensarse en las contradicciones y paradojas de los hablantes y escritores de la lengua catalana, pongo por ejemplo, en Europa, o en México, su condición de doble exilio lingüístico, su dedicación a la escritura de versiones en español de obras extranjeras. Tal es el caso, como veremos, de Agustí Bartra. Por otra parte, todos los escritores exiliados tienen dos obras y algunos tres: la anterior al exilio, la realizada en el exilio y, en algunos casos, la posterior. La obra en el exilio dispone, cuando ocurre, de canal de difusión propio, sufre —cuando la sufre— la censura y, si difíciles son de recuperar para su reedición las obras originales, mucho peor es lo que ocurre, en general, con las traducciones.
Más. Puestos a preguntarnos por enigmas, ¿qué literatura completa la labor de los traductores exiliados, por ejemplo, en Hispanoamérica tras la Guerra Civil española? ¿La del país de acogida? ¿La del país de nacimiento, si se salva la censura o se pacta implícitamente con ella? ¿Establecen las traducciones un puente entre las literaturas nacionales hispanoamericanas y la peninsular o, por el contrario, subrayan la propia censura y sus efectos y denuncian el atraso que padece la literatura peninsular en lo que respecta al conocimiento de obras y autores extranjeros?
Hasta aquí vengo defendiendo, con mayor o menor fortuna, que el exilio es el texto o la lengua de partida y que el regreso es el texto o la lengua de llegada; que la traducción reafirma, en esencia, dos condiciones, la del exilio y la del habla; que el exilio entraña una cierta —por verdadera— insularidad; que el exilio puede insularizar el habla (y la escritura), pero también convertirlas en útiles de la supervivencia (artículos periodísticos, conferencias, presentaciones, prólogos, traducciones…, esto es, “encargos”) y que en estos casos la escritura pasa, en determinadas condiciones, de ser arte estético a arte utilitario o práctico. Para aliviarnos un poco de todo lo dicho hasta ahora, recomiendo visitar de vez en cuando ese monumento literario a la ironía sazonada de inteligencia y de crueldad que es el Diccionario del diablo de Ambrose Bierce. Si buscamos la definición que de “exiliado” da el escritor norteamericano, leeremos: “Individuo que sirve a su país viviendo lejos de él, y sin embargo no es embajador”.
George Steiner, quien junto con Harold Bloom casi siempre tiene la última palabra cuando se trata de la Literatura, tomando a Nabokov como emblema del siglo pasado, que afortunadamente ya pasó, escribe en Extraterritorial: “Un gran escritor, a quien las revoluciones sociales y las guerras expulsan de lengua en lengua, es un símbolo cabal de la era del refugiado”.
Quizá los dos textos más bellos y precisos sobre el exilio o las translinguación que se han escrito en nuestra lengua, si no los únicos, son el libro de Claudio Guillén, El sol de los desterrados, y un breve artículo de Luisa Futoransky, ambos de 1995. Para Guillén, en el exilio —escribe— “es todo un conjunto semiótico lo que está en juego”; para la argentina, “traducción y exilio siempre son sinónimos de pérdida”. Guillén, apelando a nuestro Siglo de Oro, tiempo en el que se escribió todo en nuestra lengua, copia estos tercetos de Enrique Gómez, poeta hoy olvidado:
Dejé mi albergue tierno y regalado
y dejé con el alma mi albedrío,
pues todo en tierra ajena me ha faltado […]
Hallé mi cuerpo convertido en uso,
que el que muda de patria decir puede
que a mudar de costumbre se dispuso […]
Hablo y no me entienden, y esto siento
tan sumamente que me torno mudo,
barriendo sin fe mi entendimiento […]
Dos preguntas últimas antes de pasar a Bartra y Ortega Costa, quienes, como están pudiendo comprobar, esperan pacientemente y temen haber sido convertidos —ya— en pretexto de esta conferencia. Primera pregunta: ¿Dónde se ubican los estudios de Literatura Comparada cuando se trata de la relación entre Exilio y Traducción, máxime cuando es éste un proceso cultural más que podría servir como pilar de la negación de las literaturas nacionales? Segunda: ¿Y los hipercorrectísimos (políticamente) estudios postcoloniales? Como diría Jorge Manrique, ¿qué se fizo dellos?
3
Agustí Bartra nace en la Rambla de Santa Mónica el 6 de noviembre de 1908. Su familia reside desde 1917 en Sabadell y el joven Bartra comienza a trabajar en una fábrica de tejidos en 1922. En 1928 se instala en Barcelona, realiza el servicio militar, y trabaja de 1930 a 1935 en una fábrica de sedas de la capital. Ese año, 1935, entra a trabajar en el Ayuntamiento de la Plaza Sant Jaume e inicia sus colaboraciones literarias en publicaciones como Mirador. Después de la guerra, en 1939, pasa a Francia, es recluido en el campo de concentración de Saint Cipriane, de donde escapa, y luego es confinado en el campo de Agde. Tras su liberación, viaja a París, Burdeos y Casablanca, con destino final en la República Dominicana. Publica una autotraducción de su libro de poemas L’arbre de foc bajo el título El árbol de fuego, y después de varios recitales y colaboraciones en revistas hispanoamericanas, viaja a Cuba en 1941 y llega a México en agosto de ese mismo año. Allí se reencuentra con Pere Calders, publica algunas obras, incluso prueba fortuna con la instalación de un taller de carpintería, y a partir de 1943 comienza su actividad como traductor. En 1948, una beca Guggenheim le permite vivir en Brooklyn y New Jersey. Es durante este periodo (1949-1950) cuando traduce al catalán una amplia muestra de la poesía norteamericana contemporánea (Walt Whitman, Emily Dickinson, Edgar Lee Masters, Robert Frost, Wallace Stevens, William Carlos Williams, Ezra Pound, Marianne Moore, T.S.Eliot, E.E. Cummings y Hart Crane, entre otros muchos): la primera edición de este libro, titulado Una antologia de la lírica nord-americana se publica en México en noviembre de 1951; su breve “Prefaci” está firmado en Long Island en mayo de 1950. Bartra volverá a EE.UU. con otras becas Guggenheim, impartirá cursos y conferencias en Yale y ocupará la cátedra Juan Ramón Jiménez de la Universidad de Maryland. Por en medio quedan otros trabajos en México (en una librería, en la editorial Jackson) y, sobre todo, una continua dedicación a la traducción que ocupa no menos de treinta años de su vida, desde mediados de la década de los cuarenta hasta mediados de los setenta. Bartra regresó a Cataluña en 1970, y pronto se instaló en Tarrasa, donde murió el 7 de julio de 1982.
Bartra tradujo, preferentemente, de la lengua inglesa y, en segundo término, de la francesa, y tanto poesía como prosa narrativa o ensayística. Hasta donde he podido ver, no parece que fuese muy dado a eso que algunos llaman ahora “reflexiones traductológicas”, seguramente porque —como ocurre con los buenos traductores— no estimaba necesaria explicación alguna de un trabajo (la traducción) que, o bien se defiende por sí mismo, o bien recuerda al lector en cada palabra y en cada línea que no es la obra original.
Sus primeras traducciones fueron de obras francesas en prosa y para pequeños sellos mexicanos: El crepúsculo de la civilización, de Jacques Maritain, y El hombre de púrpura, de Pierre Louis, en 1944; y el ensayo de André Rousseaux, Tres poetas iluminados: Baudelaire, Verlaine, Rimbaud, en 1945. Después, de su experiencia norteamericana es la antología poética traducida al catalán a la que me he referido, en 1951, y la Antología poética de la poesía norteamericana, de 1952 (y reeditada en México en 1957 y 1959; y en España, en 1974), que no es en absoluto retraducción de sus versiones catalanas ni contiene, tampoco, los mismos poetas ni poemas, y es —además— bilingüe. Traducirá varios libros en prosa, tanto ensayo como narrativa, para Grijalbo, Cumbre, Joaquín Mortiz y Era, todos en México, entre 1956 y 1968; de entre unas dos docenas de títulos rescato aquí Desayuno en Tiffany’s (reeditada en España por Círculo de Lectores, por Bruguera y, finalmente, por Seix Barral), los Viajes de Guilliver, La vuelta al mundo en 80 días, la Autobiografía de Benjamín Franklin, tres novelas de Bretón (Nadja, Los vasos comunicantes y El amor loco), cuentos de Hans Christian Andersen, volúmenes de cuentos policíacos y de misterio en lengua inglesa, etc. Justo es añadir, en este apartado, que Bartra fue el primer traductor que tuvo George Steiner al español: tradujo la tesis del intelectual judío parisino, Tolstoi o Dostoievski (1960), en 1968, y ésta es la versión que Siruela ha reeditado en 2002. Ya en Barcelona tradujo, al catalán, La Ventafocs y La Bella dorment, de Perrault, y El mur, de Sartre.
En cuanto a la poesía, en México tradujo, e imprimió, además de las dos antologías de poesía norteamericana, a Blake, Rilke, La epopeya de Gilgamesh (ésta fue la versión seleccionada por Borges para su Biblioteca personal), Leonora Carrington y Apollinaire, entre otros; y ya en Barcelona, Hart Crane, Carl Sandburg y la reedición de sus dos versiones (catalana y española) de The Waste Land de T.S.Eliot y la de los fragmentos del Cant de mi mateix de Whitman que completó, póstuma, Miguel Desclot.
Una trayectoria como traductor próxima en número al medio centenar de libros, de la que a mí me gustaría subrayar, sobre todo, la importancia de las dos antologías de la poesía norteamericana, publicadas en México en 1951 y 1952. Y quiero detenerme en ellas por, al menos, tres razones. En primer lugar, creo que con estas antologías Bartra realiza, para la poesía catalana y para la española, un servicio semejante al que sólo unos años antes, entre 1945 y 1948, había realizado, en la Península, Marià Manent (otro gran traductor olvidado o no suficientemente valorado): estoy refiriéndome a los tres volúmenes de la editorial Lauro (después José Janés) titulados La poesía inglesa, a los que seguirían La poesía irlandesa (José Janés, 1952) y, en catalán, Poesia anglesa i nord-americana (Alpha, 1955).
En segundo lugar, la importancia de las antologías de Bartra no puede cifrarse sólo (aunque sería ya bastante) en la calidad poética de sus versiones sino, también, en su acierto como antólogo y su más que avezado gusto para seleccionar incluso de entre las obras de poetas jóvenes, como son los casos de Karl Shapiro o Robert Lowell, ambos menores de 40 años en 1950.
Y he dejado para el final un último y grandioso mérito de Bartra como traductor de poesía de la lengua inglesa: es Bartra, y no Joan Ferraté, quien traduce por primera vez, completa y con las notas de Eliot, The Waste Land al catalán bajo el título (con el que coincidirá Ferraté un año después) de La terra eixorca. A estas alturas, sigo sin entender cómo un lector tan informado (y más en lo relativo a Eliot) como Jaime Gil de Biedma pudo obviar, en su prólogo a la traducción al catalán de los Four Quartets que realizó Àlex Susanna en 1984, cómo pudo obviar —decía— las dos versiones de Bartra, ambas reeditadas en Barcelona: La tierra baldía y otros poemas (Picazo, 1977) y La terra eixorca (Vosgos, 1977), Cualquiera con un cierto gusto y algo de educación poética que compare las versiones catalanas de Bartra y de Ferraté alcanzará a vislumbrar una explicación. Como muestra, reproduzco de una y otra los cuatro primeros versos:
El mes d’abril és molt cruel, llevant
lilas de la terra morta, ajuntant
memòria amb esperança, estufant
les arrels ertes amb la pluja.
(Ferraté)
El més cruel dels mesos és l’abril: engendra
lilas que broten de la terra morta,
mescla records i anhels,
somou les rels enterques amb ses pluges vernals.
(Bartra)
Pero es que todavía se puede ir más allá. Anda por ahí impreso un breve volumen titulado T.S. Eliot en España (1996). Son ciento treinta y ocho páginas, ejemplo de lo que algunos dan en llamar investigación científica: Bartra aparece citado dos veces. Una, en la bibliografía (las dos reediciones barcelonesas de 1977) y otra, en el “Apéndice” que se titula “Traducciones de obras de Eliot”. Y de nuevo aquí Bartra aparece por sus reediciones, a no ser que una entrada que se consigna a la, según el autor del estudio, “anónima” Antología de la poesía norteamericana (México, 1952, sin citar editorial) sea, en realidad, la selección de Bartra. En cualquier caso, ni rastro de la tampoco anónima antología de la poesía en lengua catalana, donde —como he dicho— se traduce por primera vez a esta lengua el poema de Eliot completo. Sí que aparece, en cambio, la edición de Ferraté; y, sin afirmarse con claridad, se sitúa ésta tras la primera completa de los Cuatro cuartetos (la de Gaos de 1951) y que cada cual entienda lo que pueda o lo que quiera. Pero es que tampoco se cita la reedición —en realidad nueva edición corregida y aumentada, como ya explica Bartra en su “Prólogo a la tercera edición” : el libro de 1974, que contiene ocho poemas de Eliot (en lugar de la solitaria traducción, en su versión española de 1952, de La tierra baldía y en lugar de los cuatro poemas de la versión catalana de 1951), ni siquiera ha merecido ser consultado con el objetivo de comprobar si se trataba, en rigor, de una reedición o —como ocurre— es en realidad una nueva edición, que, entre otras cosas añade poemas como “Los hombres huecos”, “Miércoles de ceniza” o “The Dry Salvages”.
Más todavía. No tengo la certeza de que José María Valverde en 1977 (que es la fecha en la que firma la “Introducción” de sus versiones Poesías reunidas. 1909-1942, libro impreso en 1978) conociera las ediciones mexicanas de Bartra y puede que las reediciones de éste aparecieran cuando Valverde ya tenía ultimado su trabajo. Aunque con casi toda seguridad no las conoció, veamos los famosísimos cuatro versos iniciales:
Abril es el mes más cruel, criando
lilas de la tierra muerta, mezclando
memoria y deseo, removiendo
turbias raíces con lluvia de primavera.
(Valverde)
Abril es el mes más cruel: engendra
lilas de la tierra muerta, mezcla
recuerdos y anhelos, despierta
inertes raíces con lluvias primaverales.
(Bartra)
Pero lo que sí es seguro, porque las cita Juan Malpartida en su “Introducción”, es que para la última versión española de La tierra baldía (Círculo de Lectores, 2001) sí tuvo en cuenta Malpartida a Bartra (¡y se cita, por fin, la edición mexicana de 1952, pero sigue sin citarse la de 1974!) y a Valverde. Su comienzo es éste:
Abril es el mes más cruel, hace brotar
lilas en tierra muerta, mezcla
memoria y deseo, remueve
lentas raíces con lluvia primaveral.
Y, por ahora, como reclamación de justicia literaria y crítica para Bartra como traductor, creo que con esto es suficiente.
4
Hace aproximadamente un año recibí un correo electrónico de una persona a la que no conocía y que había visto mi libro sobre la Historia de la Traducción en España. Me hablaba en aquel mensaje de su tío y de las traducciones que éste había realizado durante su exilio. Se trataba de un nieto de Joaquín Costa, de nombre Juan Ortega Costa, nacido en Barcelona en 1901 y muerto en Lyon en 1966. Había estudiado Derecho en la Universidad de Barcelona, donde conocería a uno de sus mejores amigos, el poeta Tomás Garcés. Se doctoró en Madrid, colaboró en los artículos de Derecho Internacional de la Espasa y fue destinado a Ceuta, tras oposición al Cuerpo Jurídico Militar, en 1924. Allí, azares de la vida, su afición literaria le llevó a colaborar y a ser Secretario de Redacción de la Revista de Tropas Coloniales, cuyo redactor de editoriales era el entonces coronel Francisco Franco. En 1929 ingresó en la carrera diplomática, tuvo varios puestos en Hispanoamérica, y entre 1931 y 1939 estuvo destinado en la oficina comercial de la embajada española en Bruselas. Tras la guerra, reside en París y en Bélgica, desempeña el cargo de observador del gobierno republicano español en la ONU, publica clandestinamente (bajo el seudónimo de Juan de Valdés) un ensayo sobre el lenguaje político titulado Nuevo diálogo de las lenguas (1949)[1], apoya el nacimiento de la editorial Ariel y trabaja como traductor en la UNESCO, desde 1952, y dos años más tarde en la sede de la OMS en Ginebra. Por su casa suiza pasarían, entre otros, Marià Manent, José Ángel Valente y Aquilino Duque.
Ortega Costa es un traductor de obra poco numerosa pero de principal importancia. A diferencia de Bartra, publicó todos los títulos (antes y después de la guerra) en España, con lo que cabría pensar que su difusión debiera ser mayor de lo que nuestro casi nulo recuerdo de su obra, a día de hoy, nos dice. Ortega Costa tradujo, del catalán al español, el libro de poemas de Tomás Garcés La rosa y el laurel (Ediciones de la Gaceta Literaria, 1927); y, tras la guerra, Británico. Ifigenia. Fedra, de Racine (José Janés, 1954); La Serpiente y la Parca joven, de Valéry (Rialp, 1956); La canción del Mal Amado y otros poemas, de Apollinaire (Rialp, 1960) y La noche de San Juan (Polígrafa, Barcelona, 1969), de Garcés. Dejó concluida una versión, todavía hoy inédita, de la balada de Coleridge, que tituló El rimado del viejo marinero, y que es versión que debería editarse cuanto antes.
A diferencia, también, de Bartra, y sobre todo en la década que va de 1950 a 1960, Ortega Costa no sólo tradujo las obras que se han citado sino que acompañó dichas versiones de notas o prólogos del traductor en los que siempre tuvo cabida una breve declaración de su poética de la traducción. Así, por ejemplo, en el librito de Valéry puede leerse esto:
De haber querido a todo trance mantener en esta traducción las reglas propias del texto original, se hubiera llegado a una situación insostenible. Ha sido, pues, necesario aceptar un compromiso, cuyas condiciones han sido la prohibición de yuxtaponer dos rimas agudas sucesivas, y la recomendación de no separarlas demasiado.
Y en el de Apollinaire escribe:
Para traducirlos me he atenido fielmente a sus peculiaridades de fondo y forma; en general, he colocado rimas y asonancias allí donde las había puesto el autor, y me he aplicado a imitar su ritmo y a dar a cada verso el porte del modelo.
Esta poética de la acomodación imitativa no es algo que nazca con estas traducciones o que sea el típico párrafo despachado en el prólogo de una traducción por su autor. Entre la documentación que se me ha facilitado existe una carta fechada el 27 de septiembre de 1953 en la que Ortega Costa se dirige, y responde, al hispanista belga Edmond Vandercammen, quien estaba planteando una encuesta sobre la traducción poética. En estos folios Ortega Costa dice, literalmente, que las traducciones deben aspirar “a producirles [a los lectores extranjeros] efectos equivalentes a los que les produciría el original si estuvieran en condiciones de abordarlo directamente”; dice también que el objetivo del traductor es “obtener, no un instrumento de precisión sino un objeto independiente que se afirme solo” y que “cada caso concreto puede servir de apoyo o de pretexto a una teoría”. Respecto de si la poesía debe traducirse en verso o en prosa (viejo debate éste), afirma:
Votaría sin vacilar por la traducción de los versos en verso y, en la medida de lo posible, con las mismas convenciones formales —ritmo y rima— del original. Bien es cierto que para obtener una mínima satisfacción hay que tomar algunas libertades con el texto, manejar con acierto el repertorio de equivalencias, los alargamientos, los recortes, las construcciones y las amputaciones y, lo que supone aun mayor desenvoltura, efectuar a veces auténticos injertos.
Y añade:
El traductor, si conoce bien las astucias de un oficio que se tarda bastante en aprender, no necesita recurrir a los ángulos de opción salvo en muy última instancia y a título de licencia no recomendable. Su talento para la combinación y los inmensos recursos de la lengua que maneja deben bastarle.
El lenguaje teórico de Ortega Costa no es el de los traductores españoles que le son contemporáneos, sino una equilibrada unidad compuesta por argumentos de la Historia de la Traducción en España y por razonamientos más bien propios de un estructuralista o, desde luego, de alguien que tiene y practica —a pesar de la distancia del exilio— una profunda conciencia lingüística y que la aplica a la traducción. Nada de lo que dice en esta carta nos resulta ajeno; nada de lo dicho admite matiz o rectificación; pero, sobre todo, no debemos olvidar que estas palabras fueron escritas hace exactamente medio siglo, y que de conocerse y estudiarse detenidamente nos conducirán a restituir a Ortega Costa —como a Bartra, por otras razones— en los lugares principales que merecen en la todavía hoy maltrecha e incompleta Historia de la Traducción en España.
Las traducciones de los exiliados españoles deberían pasar de ser las “voces de la razón en tabla muda” con que definía el destierro el conde de Villamediana a ser, en muchos casos, la razón de las voces de una época que fue muda.
[1]. Tal y como me indica Pilar Ortega Chapel: “El Nuevo diálogo de las lenguas no se publica en Zaragoza, tanto el nombre de la editorial (Eleusis) como la ciudad (Zaragoza) son ficticias debido a la censura. Fue un riesgo que asumió [Alejandro] Argullós en Barcelona, trabajando un operario de su confianza por las noches”.
José Francisco Ruiz Casanova es traductor, autor de Aproximación a una Historia de la Traducción en España y profesor de la Universitat Pompeu Fabra.