La traducción como problema personal, Gudbergur Bergsson

Invierno 2005 – Recuperado el 17 de agosto de 2020.

Conferencia de Gudbergur Bergsson en las XIII Jornadas en torno a la Traducción Literaria, Tarazona 2005. Publicado en VASOS COMUNICANTES 33

Es de mi parecer que tanto en lo que se refiere a la novela como en el caso del poema, el acto creativo surge como algo corporal, es decir, de buena o mala salud física y mental, pero, sobre todo, surge como problema personal. Este estado físico y mental  no es necesariamente de origen social y aún menos es algo puramente estético si no se da el caso de que, por una razón inexplicable,  lo que se puede llamar casi «precreativo», el cerebro parece, por una razón u otra, producir una especie de química que fluye con su extraordinaria rapidez por la mente acompañada de un incesante vaivén de colores parecidos a las auroras boreales en el cielo oscuro. Por lo menos es así en los comienzos, al iniciarse el acto creativo, cuando el novelista, el poeta o el traductor nota el soplo y la idea todavía no puede llamarse idea porque aparece líquida e informe. Este fenómeno mental suele, en la mayoría de los casos, llamarse inspiración.

Al terminar la primera fase, la inspiración puede  llegar a su agradable fin convirtiéndose en algo concreto. Luego, las auroras boreales han terminado su función, desaparecen de la mente y, a continuación, poco a poco las ideas toman forma y buscan palabras o frases. Es decir, si deciden seguir el camino del sentido y con ello abandonar el estado de puro placer mental, la región de los sueños.

Componer una obra en prosa o versificar un poema suele ser no solamente técnico para la persona que se embarca en hacer este tipo de trabajo. El contenido, la construcción, el ritmo, la complicada orquestación de las palabras, la obra entera, sin olvidar su atmósfera, su museo de olores, provienen sobre todo del autor mismo, de su ser insaciable y múltiple. Tiene su origen en el lugar que no es un lugar, puesto que es secreto puro y, como tal, nunca será conocido del todo, ni siquiera será localizado por lingüistas, psiquiatras o especialistas en literatura o en el arte da la traducción. Si alguien intenta acercarse a él enseguida se aleja, se esconde o se multiplica, los lugares serán miles como sucede en los cuentos populares cuando alguien corta del árbol mágico una rama y crecen en su lugar otras mil para perplejidad y maravilla del atrevido.

Dejado atrás el paraíso de la inspiración, allí, precisamente en éste su lugar sagrado, y por lo tanto maldito, no reina, por supuesto ni la paz ni la concordia y aún menos la indiferencia sino la pregunta insegura del creador: ¿Lo consigo o no lo voy a conseguir?

Una obra literaria es siempre conflictiva, tanto para su autor como para su traductor y, finalmente, el lector. Es la conflictividad en sí un acto de violencia mental porque durante el proceso de composición de un texto la persona que lo hace tiene que tomar muchas decisiones desagradables o, por lo menos, no muy sencillas.

Escribir novelas, y no menos el arte de traducirlas, es tanto en su composición como en su elaboración un acto de tirantez múltiple que gradualmente se va basando tanto en la ética como en la estética, perdiendo su primitiva inocencia durante la inspiración. El que trabaja en una obra literaria —y no importa en qué consiste su trabajo— entra en la dificultad de la labor en un sentido general. Es decir, el autor no solamente tiene que usar diversas palabras sino, a cada paso, buscar la palabra supuestamente exacta, aunque tal palabra no exista, ya que ésta, la palabra exacta, tiene que tener, además de su exactitud, un significado incierto porque tanto el arte como la vida es, sobre todo, misterio concreto y no concreto. Una persona que trabaja creando textos pronto ha de darse cuenta de que en la mayoría de los casos en su labor hay más de una palabra exacta para escoger, ya que las lenguas son resbaladizas, secretas, ricas pero francamente tacañas.

Teniendo en cuenta este fenómeno,  el arte de escribir o traducir consiste antes en excluir palabras que en admitirlas en un texto. Hay que escoger una y excluir muchas según su sentido y capacidad de producir alucinación. Y cuando, finalmente, se escoge una, llamada la justa, el autor lo hace únicamente según la ética que cabe en este preciso lugar dentro del propio texto, en ningún otro lugar o en otro sentido. Es decir, la palabra escogida es, según el trabajador del texto, la correcta, o, mejor dicho, lo es más que cualquier otra en este preciso lugar. Fuera de él puede ser incorrecta y hasta indecente. Puede que la palabra escogida no sea necesariamente la más bella de todas, en el estricto sentido de la buena o correcta palabra según las reglas de buena educación vigente en la vida cotidiana o en otros temas.

Traducir una obra literaria, sea una novela o un poema, no es un ejercicio puramente técnico, no es algo sencillo que se puede aprender a base de estudiar y conocer lenguas extranjeras. No es únicamente llevar a cabo una nueva versión de una novela o un poema en otra lengua sin traicionar la versión original. Traducir es mucho más el resultado de haber encontrado una parte oculta de uno mismo, su otro yo, de haberlo encontrado en otra lengua y luego conseguir convivir con su doble encontrado hasta el fin de la traducción. Traducir es el encuentro con el otro yo en el universo de una novela o poema escrito en lengua extranjera.

Naturalmente hay traducciones basadas en un mero acto técnico. Esto es el digno oficio de traducir correctamente, lingüísticamente hablando. Esto es la habilidad de encontrar felizmente idéntico sentido en palabras y frases de lenguas distintas. Traducciones que son exclusivamente de esta índole, el buscar las equivalencias, suelen tener la gran ventaja de no estar destinadas para los ojos del público lector, que es generalmente alguien de gusto imprevisible y entendimiento caprichoso. En general están hechas para alumnos, políticos o especialistas que trabajan en algo práctico. Por lo tanto puede que sean textos científicos y como tales no hace falta que el traductor tenga en cuenta que el texto exprese alguna esencia del alma humana, situaciones sociales o tal vez las características de una nación con sus múltiples contradicciones. La única exigencia que se hace al traductor es que el texto deje claro el contenido y la intención de su autor. Es decir, el texto no tiene lo que se llama interioridad sino supuestamente el absoluto rigor del pensamiento de su autor, algo concreto y destinado a algún tipo de aprendizaje. Debe transmitir por ejemplo información, lógica o algo sumamente útil para la humanidad.

No se puede decir otro tanto de las traducciones literarias. Novelas y poemas no caben dentro de lo que generalmente  se considera sumamente útil. Son de otra índole: muchas veces son destrucción necesaria, sobre todo cuando el autor entra por alguna razón en conflicto con el arte de la narración y el gusto reinantes. Su sentido ético-estético (la moralidad de su propio ser) dice que con sus novelas no puede formar parte del coro de lo establecido. Pero novelas hechas con esta perspectiva o no, para el editor las novelas están siempre destinadas al mercado del gran público no especializado y deben obedecer a lo que pide el gusto de la gente.

Aunque el público no tenga interés en obras traducidas y probablemente no las lea nunca, siempre hay que tener en cuenta su gusto y capacidad de entender. Teniéndolo en cuenta, y a pesar de ello, muchos escritores sienten en su novelística la picaresca necesidad de desorientar lo que está demasiado orientado en el arte o en la sociedad, y para ello usan una especie de estilo desorientador. La traducción difícilmente se puede permitir este lujo. Casi ningún editor lo aceptaría. Las exigencias que hacen son sobre todo que una traducción se lea bien, que sea fluida, es decir que su lectura no pida más esfuerzo que el que puede tener una maestra de escuela que descansa de las travesuras de los niños durante sus vacaciones de verano leyendo una novela negra o algo que no sean los manuales edificantes de doctor Spock.

Tal vez el traductor y seguramente el autor piensen de otra manera. Sólo el fabricante de novelas escribe decididamente para el gran público lector o tal vez para lectores de cierto gusto, por ejemplo gente que sigue las pautas de alguna ideología, o para amigos críticos o profesores de literatura. El escritor serio, aunque sólo lo sea entre comillas, generalmente dice que no escribe pensando en el lector. Pero, a pesar de su afirmación bien sabe que escribe para el lector, o mejor dicho un lector, puesto que en el acto de escribir mientras avanza la escritura de su obra escribe exclusivamente para sí mismo.

Cada autor es su primer lector ya que durante la composición de su novela es a la vez autor y lector de su texto. Lo mismo pasa con el traductor. Únicamente más tarde, al salir la novela de la imprenta el autor será indudablemente su autor, y lo mismo sucede con el traductor: será su traductor aunque, a veces, ni siquiera aparece su nombre en la solapa del libro impreso. Además, una vez salido el libro ambos suelen tener igual miedo a sus lectores, los temibles desconocidos. Son personas que no van a leer la novela o su traducción de la misma manera que ellos. Pero al fin y al cabo, entendida o no entendida, leída o no leída, el texto no cambia. Todo el mundo puede tener acceso a él y leerlo a su manera, pero al fin y al cabo el autor y el traductor siempre serán el lector más fiable de su trabajo. Bien lo saben pero es un conocimiento inútil: el libro ya no está en sus manos sino en el mercado.

Estos dos seres tienen la ventaja de que conocen muchos  secretos y rincones de la obra. El lector ajeno o el experto podrían decir lo mismo: “¡He conseguido descifrar el mensaje de este tipo de literatura!” Pero se da demasiada importancia. Sólo está en la situación de poder interpretar lo que ha leído; pero interpretar algo no es lo mismo que entender o conocer.

Teniendo ese fenómeno en cuenta al hacer una traducción de una obra literaria, el conocimiento en sí, la ética, la honradez, suelen complicar la tarea. El traductor es consciente de que traduce una obra cuyo  texto original no es suyo. Por lo tanto en su trabajo no será nunca más que un lector luchador hasta que haya terminado el trabajo. Entonces, indiscutiblemente, es  el autor de su texto traducido.

El traductor sabe que su libertad nunca puede ser absoluta, el texto original siempre pertenece a su autor, el extranjero, y su texto por muy elaborado que sea siempre será una especie de sombra, pero será una sombra que en gran parte es libre e independiente y, como tal, a veces consigue hacer un viaje mucho más largo del que el texto original hubiera podido hacer. A pocos les interesa saber o se ocupan de comprobar su calidad y se preguntan en que medida la sombra refleja con fidelidad el original, la imagen de donde proviene.

En los tiempos que nos toca vivir, hay un factor deformador y peligroso para la autenticidad de la sombra: el editor exige cada día más que el texto traducido linde con lo trivial. Entonces la sombra no solamente tiene que perder su color original sino aparecer como un travestido con plumas para atraer inmediatamente la atención del comprador.

Surge un problema especialmente grave y personal si el traductor ha decidido traducir de una lengua que no forma parte del grupo de las llamadas grandes lenguas: el inglés, francés o alemán, y ahora el español (que, con la muerte de Franco, ha levantado el vuelo porque la gente joven lo toma en serio y se estudia en todo el mundo. Incluso gana terreno, sobre todo al francés y el alemán. Se considera una lengua ligera, algo como una morena Coca-Cola light mediterránea, fácil de aprender sin tener que romperse demasiado la cabeza).

No es que una lengua sea más grande que otra o de una calidad superior pero obviamente en muchos casos más gente usa una lengua que otra. A pesar de ello, el chino, el japonés, el árabe, el hindi, lenguas habladas por más gente que las lenguas europeas, no forman parte de las llamadas grandes lenguas; nunca serán lo suficiente light para nosotros. Para que se despierte en las naciones del mundo occidental interés en sus culturas, las naciones que las usan y hablan tendrían que invadir Europa con guerras crueles. Ahora se empieza a despertar interés por la lengua árabe debido a la guerra de Irak, pero todavía no se traducen muchas obras o novelas escritas en esta lengua.

Leyendo el texto de un traductor se nota que el problema de su trabajo puede variar según la dificultad de la lengua original, si la lengua es grande o pequeña; es decir, poco conocida en el país del traductor. Las lenguas más o menos marginadas, de países periféricos, las que están lejos del interés general, crean infinitos problemas. Además, como las grandes naciones consideran que ellas como tales son autosuficientes en lo que se refiera a la cultura —y en cierto sentido, lo son— no necesitan tener en sus librerías obras traducidas. Se considera que los pocos que quieren leer obras escritas en lenguas raras tienen que molestarse y aprenderlas. Esa actitud se nota sobre todo en el claustrofóbico y ya autodestructivo mundo anglosajón donde se traduce relativamente poco. Pero romper la regla en cualquier país, grande o pequeño, es sumamente complicado. En España esta dificultad se nota claramente en los escritos de Clara Janés al contar sus relaciones con la lengua checa. Se deduce que no es suficiente entender la obra, conocer dos lenguas, para traducir. Hace falta algo mucho más.

Personalmente me di cuenta de lo mismo hace muchos años cuando empecé a traducir obras de autores españoles, tanto conocidos como anónimos, novelistas o poetas, clásicos o contemporáneos, además de los autores sudamericanos que son, en general, aprendices de la novelística española mezclada con la llamada internacional, es decir francesa o norteamericana, pero siempre con ciertos tintes propios, sobre todo en lo que se refiere a la vida en el campo o al paisaje tropical, que, por alguna razón, se llama exótico porque no es europeo. Hasta hace poco el campo y el paisaje se consideraban algo sumamente aburrido, únicamente hecho para escandinavos sosos, pero gracias a la industria y la polución en el mundo, de lo cual nació el ecologismo, el gusto ha cambiado y los lectores de las grandes ciudades coronadas con sombreros de humo piden literatura nacional vigorosa y sana y traducciones extranjeras de crimen y castigo, exigen novelas raras, libros de aventuras donde la acción discurre en un ambiente de buenos y malos, novelas exóticas, sudamericanas con muchas hadas o muertos que hablan o entre sí o dialogan con los vivos. Gracias a esta necesidad naciente los autores sudamericanos encontraron eco en Islandia. Antes de meterme plenamente en lo sudamericano,  aún no había empezado el llamado “boom”, había tenido una larga y complicada preparación bregando con lo español.

Empecé mi trayectoria como traductor intentando traducir simultáneamente dos obras distintas: El Lazarillo de Tormes y Platero y yo. No sé por qué me metí en eso, siendo novelista, tal vez por ninguna razón obvia, como en muchas otras actividades de mi vida, o tal vez lo hice para intentar entrar en la psicología de la lengua española, o porque tenía la impresión de que estas dos obras fascinantes podían enriquecer la cultura de mi país. Aunque sea increíble soy la primera persona que ha traducido literatura española y sudamericana a la lengua islandesa.

Al principio creía que la voz común tenía razón cuando suele decir que para comprender una obra literaria y conseguir traducirla es preferible visitar los rincones donde pasa la acción o los acontecimientos además de conocer los giros lingüísticos, la topografía y la geografía del país en genera;, viajar y husmear, sentir los olores. Con el Lazarillo eso era relativamente fácil, los lugares están bien señalados, pero aún así tardé más de diez años en traducir el libro. Me puse a visitar concienzudamente los lugares que aparecen en el texto, miraba con mucha atención las diversas traducciones a otras lenguas afines y no afines a la lengua islandesa, únicamente para descubrir que para mí no valían como ayuda. Los traductores de las grandes lenguas habían convertido al Lazarillo en una especie de golfo divertido inglés, en el caso de esta lengua, y en el caso alemán tenía su equivalencia en la literatura alemana, de los Taugenichts. Además, los traductores subían la obra de tono, seguramente para hacerla más divertida, incluso graciosa para dar gusto al lector de los respectivos países. El uso de ese método para acercarse al público se notaba sobre todo en las traducciones inglesas.

Así que tenía que escoger mi propia vía. Los traductores ingleses, alemanes o escandinavos podían trastornar el estilo y el texto, doblegar la novela y transformarla a su gusto, pero yo no podía hacer otro tanto con la mía. Además, el humor islandés es más bien sarcástico, así que tenía que encontrar la objetividad de lo neutral inverosímil. El Lazarillo no está basado en la realidad; es literatura sobre lo real, lo increíble hecho creíble.

Finalmente noté lo mismo que he intentado explicar al principio: sentía el rápido fluir por la mente, el constante vaivén de colores parecidos a las auroras boreales en el cielo oscuro, lo que otros llaman inspiración. Sentía que la obra se hallaba escondida en algún rincón de mi propio ser y eso era lo que mi deseo y voluntad querían traducir. Me di cuenta de que, en este asunto como en todo lo que se refiere a la vida humana,  el camino que uno toma o escoge es siempre un problema personal.

Afortunadamente había encontrado el lugar del texto en mí mismo después de haber sentido el algo durante meses y años. Todo lo humano, incluso lo que uno no ha experimentado en su carne, está en el ser. Lo más difícil e importante no es saber enseguida dónde se esconde algo de este todo, sino tener paciencia y poder esperar a que salga cuando sea necesario, a su tiempo.

Desde entonces he tenido la certeza de que el traductor busca su doble en la obra que intenta verter de una lengua extranjera a la suya. Por lo menos es así en el caso del escritor-traductor. De alguna manera, el autor extranjero, vivo o muerto, está allí, en él, y al encontrarlo entonces empieza a hacer lo que hay que hacer. Tiene que encontrar en sí las mismas o equivales situaciones, el orden de los personajes, pero tiene que descartar todas sus costumbres, sus manías, todo lo que le caracteriza como escritor. Tiene que borrarse y sustituirse. De esa manera traducir era y sigue siendo, para mí, un problema personal: el arte de saber olvidar mis costumbres para encontrarme en el texto del Otro.

 

Jaime Salinas y Gudbergur Bergsson en la casa de Felipe Gil (Barcelona) hacia 1957 (TUSQUETS). Fuente. La Vanguardia,