Viernes, 14 de agosto de 2020.
Anita Raja ofreció esta conferencia el 16 de mayo de 2020, en el marco de El Autor Invisible, sección dedicada a la traducción, del Salón Internacional del Libro de Turín, celebrado este año en línea. Una versión más amplia de este texto constituye la conferencia que dictó en diciembre de 2015 en la Universidad de Nueva York en Florencia, cuya traducción al inglés apareció en la revista estadounidense de traducción Asymptote, con el título «Translation as a Practice of Acceptance», trad. de Rebecca Falkoff y Stiliana Milkova; el texto completo en italiano se puede leer en la misma revista.
Traducción al castellano de Celia Filipetto (con la colaboración de Juan de Sola para las citas del alemán).
Quiero aclarar que la traducción no es mi profesión, en el sentido de que mi trabajo de traductora literaria del alemán ha sido siempre una actividad secundaria que en los últimos treinta y cinco o cuarenta años me ha acompañado de forma constante aunque ocasional, y que la he llevado a cabo esencialmente por placer. Se trata de una diferencia importante, dado que nunca me he ganado la vida trabajando de traductora, he tenido el gran privilegio de poder elegir los textos que me interesaban, que en mi opinión reunían buenas cualidades literarias, aunque no fuesen elevadas, y que, en cualquier caso, suponían una implicación más o menos fuerte por mi parte.
¿Qué es para mí traducir literatura? Es establecer una relación por completo verbal que, partiendo de un texto escrito, genera otro texto escrito: por lo tanto, no es solo una relación entre dos lenguas, sino sobre todo una relación entre dos escrituras, entre dos actos de palabra que, por su naturaleza, se encuentran fuertemente individualizados.
Esta relación no es igualitaria, al contrario, se caracteriza por la desigualdad, porque quien traduce se encuentra siempre en una condición de servicio, es decir, se pone al servicio de un texto de partida que dicta el texto de llegada. Quien traduce debe dejar sitio a un texto fuertemente estructurado, y para ello debe apartarse, acoger al otro, a la otra, dejarse invadir, darle cobijo.
Naturalmente, hablo de traducir el texto de una gran escritora o un gran escritor, es decir, de una persona con una capacidad de formalización muy elevada. En tal caso, quien traduce se siente atraído por la autoridad, por la fascinación del texto de partida, y ofrece su propio lenguaje con amor, con pasión, con admiración, con devoción. Traducir significa entonces someterse palabra por palabra, frase por frase, a las necesidades del texto de partida, forzar la propia capacidad de lenguaje, más modesta, para estar a la altura del original.
En fin, mi tesis es que la traducción es una obra de reescritura, que tiene la prerrogativa de la hospitalidad y la obligación de reinventar cada vez un espacio lingüístico adecuado a las necesidades del texto original. Por lo tanto, traducir no es nunca transcribir, sino reescribir en otra lengua, naturalmente de forma no libre y, sin embargo, inventiva. El traductor está totalmente consagrado a inventar, en el sentido de «descubrir», «idear», la mejor manera para dar cobijo al original.
En el curso de esta comunicación, me referiré a mi trabajo de traducción de dos autoras del siglo XX: Christa Wolf (de la que me ocupé de forma sistemática) e Ingeborg Bachmann (una experiencia muy importante para mí, aunque he trabajado sus textos de forma ocasional).
En cuanto a Christa Wolf, diré que dada la unicidad irrepetible del vínculo que establecí con ella —con su obra y su persona— difícilmente pueda reducirse a un esquema.
Llegué a Christa Wolf (1929-2011) a principios de los años ochenta, tras haber traducido a autoras de la antigua República Democrática Alemana, tarea que, en aquella época, me apasionaba porque se sabía poco o nada de los países de la Europa del Este y me parecía estimulante la posibilidad de hacer de puente entre culturas y sensibilidades femeninas alejadas y, al mismo tiempo, sorprendentemente próximas. La lectura de los textos de Wolf, sin embargo, me llevó mucho más allá de esta curiosidad: recuerdo la impresión que me causó Casandra, el primer libro que traduje de ella; recuerdo la gran admiración que me produjo la fuerza de su escritura, a pesar de su tono «elevado», bastante alejado de mi sensibilidad. La vida en la Alemania del Este, la situación de una autora siempre en precario equilibrio entre oposición y conformidad se lanzaban a una revisitación del mito moderna y apasionante, animada por un modo nuevo de dar forma a la experiencia femenina.
A partir de 1984, con la publicación de Casandra en Italia, el conocimiento de la autora por mediación del texto traducido se transformó en conocimiento personal, en amistad. La relación entre dos lenguas, la relación entre el texto original y su traducción se convirtió también en relación entre dos personas. De la palabra escrita pasamos a la oral, al cuerpo, a la voz, al espacio doméstico, al espacio público, en fin, al conocimiento directo de muchos aspectos de la experiencia que ella transformaba en literatura.
Sin duda, todo esto me enriqueció, aunque no sé si influyó en la relación que, como traductora, mantuve con el texto traducido. He aludido antes a la desigualdad que caracteriza la traducción literaria. Por supuesto, la relación con la autora fue para mí muy fecunda, se pusieron en juego sentimientos importantes: afecto, admiración, reconocimiento, en la doble acepción de gratitud y algo más que conocimiento. Pero la desigualdad se mantuvo, implícita en el texto y, en cierto modo, el vínculo personal la hizo más visible.
El texto nos domina. Nos mantiene atrapados en su red, incluso cuando leemos un libro que nos gusta es difícil entender dónde terminamos nosotros y dónde comienza el personaje, dónde nos sometemos a las intenciones del autor y dónde imponemos las nuestras. En el trabajo de traducción el texto nos atrapa y nos gobierna aún más. Traducir supone aceptar esa desigualdad, ver el texto con claridad, dejarnos atrapar conscientemente en su red. Cuando un texto despierta nuestra admiración, cuando nos domina, tenemos la sensación de que el escritor ha plasmado cosas para las que carecíamos de palabras. Notamos que de haber sabido escribir, nos habría gustado escribir ese mismo texto tal como está escrito, que es como si el escritor lo hubiese escrito pensando en nosotros.
El acto de traducir debe acoger y potenciar estas impresiones. Aceptar que la palabra del otro es más poderosa que la nuestra implica buscar con todas nuestras fuerzas el modo de superar esa distancia y acercar, en la medida de lo posible, el texto original y el texto de llegada. En la medida de lo posible, precisamente.
Aceptar la desigualdad no supone rendirse, al contrario, decidirse a traducir es no darse por vencido. El traductor marca sus propios límites, sin embargo, por devoción, está dispuesto a forzarlos o al menos lo intenta. El hecho de reconocer la desigualdad plantea la pregunta que debería acuciar a cuantos traducen: «¿En qué medida seré capaz de trasladar sus palabras a mi propia lengua?». Hablamos de Christa Wolf, una escritora que actúa sobre las estructuras léxicas, gramaticales y sintácticas de la lengua alemana, sobre su capacidad metafórica, sobre su modo de establecer nexos lógicos. Un elemento peculiar de su escritura es el juego con los pronombres: una persona es compacta, luego se divide en «yo», «tú», «ella», según las etapas de la vida. El yo que realiza el acto de escribir no se oculta sino que aflora siempre de modo explícito en la página, señala sus puntos de identificación con los hechos narrados, con los personajes. La escritura tiende a forzar la coherencia de la secuencia narrativa y a reproducir la coexistencia y simultaneidad de hechos interiorizados que no se someten a la cronología lineal. El hilo de la narración se desenvuelve libremente entre planos temporales distintos, mezclando alto y bajo, citas literarias cultas, expresiones coloquiales y jergales. Las palabras más comunes pueden deshojarse, pétalo a pétalo, pasando de una oración a otra a través de las capas de sentido acumuladas a lo largo de su historia. El discurso directo y el indirecto se dan paso sin solución de continuidad. En este caso, traducir supuso no solo vigilar con rigor los movimientos del texto original, sino sobre todo preguntarse por las posibilidades de la lengua de quien se acerca a él. Pensemos en el sexismo de la lengua. Cuando empecé a traducir, tenía una conciencia práctica y una percepción lingüística vaga y distraída de él. Sin embargo, Christa Wolf tenía una percepción tan elevada de la cuestión, que me obligó a tener en cuenta el sexismo del italiano, a recorrer el sendero de la autora dentro de mi universo lingüístico específico tratando de seguir sus pasos. Podría ofrecer numerosos ejemplos: la atención a las «metáforas muertas» de las que se apodera el lenguaje; la falsa neutralidad de la forma impersonal; la atención a las desinencias pronominales y la dificultad de trasladarlas al italiano; la obsesión por los participios pasados, que en alemán no se concuerdan y en italiano sí; la atención a un masculino que enmascara un neutro universalizante; etcétera.
Al traducir a Christa Wolf descubrí que el trabajo de traducción puede desafiar los límites del lenguaje; se trata de un desafío particularmente estimulante porque la lengua poderosa del original incide en quien traduce y lo empuja a internarse por caminos que quizá, de otro modo, no habría explorado. La apuesta queda sintetizada en una fórmula de Christa Wolf cuando dice que un texto debe tener «la indeterminación más precisa, la ambigüedad más clara». La traducción literaria debe tener esta ambición: conseguir en la lengua de llegada «la indeterminación más precisa, la ambigüedad más clara» del original. Christa Wolf ha utilizado esta fórmula para hablar de la escritura de Ingeborg Bachmann, autora que, en principio, me propuse traducir casi por necesidad, a raíz de mi trabajo con Christa Wolf.
En su obra Premesse a Cassandra[1], la autora comentó un poema de Bachmann, Erklär mir Liebe (Explícame, amor). Aunque ya existía una traducción en italiano, tuve que retraducirlo, porque la autora leía a menudo en esos versos significados que el lector italiano no habría podido deducir de la traducción existente. En aquel entonces me encontré en una situación que más tarde se repitió con frecuencia y que trataré de resumir como sigue: mientras que el original estimula lecturas siempre nuevas, sean o no fundamentadas, esa misma virtud no se transmite de veras en ninguna traducción, por más fiel al texto que intente ser el traductor. Traducir un poema de Bachmann a través de la mediación de Wolf me llevó al territorio de la intraducibilidad, es decir, la forma en que Wolf lee a Bachmann me mostró prácticamente que ninguna traducción de un texto literario puede reunir en sí misma todas las posibles lecturas del original.
Desde este punto de vista, Bachmann constituye un ejemplo excelente. Quien traduce se encuentra ante una palabra tan poderosa que siente sin cesar su propia debilidad. Puedo enumerar brevemente algunos temas que caracterizan su escritura:
(1) La pérdida de la distancia entre el yo y el otro, la dificultad de decir «yo» desde el interior de la jaula pronominal de la que disponemos, la imposibilidad de trazar una frontera clara entre el «yo» y el «no-yo» precisamente porque el yo es plural.
(2) La conciencia de que el lenguaje del que disponemos no es adecuado para expresar la complejidad del mundo, para reflejar la experiencia con su maraña de pasado y futuro, para contar de modo exhaustivo, por ejemplo, el amor femenino (pensemos en Malina, novela de Bachmann).
(3) El anhelo de una palabra salvífica, redentora, una palabra que despliegue nuevos mundos, nuevos espacios, que contenga la experiencia de lo imposible, del amor que no termina, de la no-exclusión del otro; en fin, el anhelo de una lengua que se deje forzar por el exceso, que pueda «cruzar fronteras».
(4) La tensión utópica que se abre a la escritura como construcción de un lugar que todavía no existe.
Esta tensión se encuentra en el centro de un poema, plagado de dificultades, nunca traducido al italiano, al que me dediqué hace años: Böhmen liegt am Meer («Bohemia está junto al mar»[2]). Ingeborg Bachmann escribió el poema entre 1964 y 1966, se publicó en 1968, inmediatamente después de la primavera de Praga y la invasión soviética de agosto, de modo que puede imaginarse su gran impacto político. Ya en el título mismo se aprecia una imposibilidad, porque es bien sabido que la región de Bohemia no se encuentra junto al mar.
La multiplicidad de significados somete el trabajo de traducción a una dura prueba. Bohemia es aquí ein andres Land, otro país, un lugar visionario, de geografía incierta, un lugar literario y una tierra prometida. Todo el poema remite a Shakespeare: de la Bohemia fantástica de El cuento de invierno a las figuras y ambientes marítimos shakespearianos. Bachmann utiliza las palabras barajando sus significados estratificados, desplegándolos ante los ojos del lector. Por lo tanto, quien intenta traducir se ve empujado a realizar la misma deconstrucción febril y, al pasar cada palabra de una lengua a otra, descubre lo poco que se gana y lo mucho que se pierde. Tomemos como ejemplo, el primer verso:
Sind hierorts Häuser grün (Si aquí las casas son verdes)
que evoca la expresión «Jemandem grün sein»[3], caer en gracia a alguien, ver con buenos ojos. En alemán, el verde de las casas libera la fórmula de la hospitalidad. Allí donde las casas no son verdes, al yo del poema le resulta imposible encontrar refugio. Solo los países de casas verdes disponen de moradas para los poetas. Pero ¿y en italiano? En italiano hay que conformarse con el verde asociado a la esperanza y a la infancia. La acogida, la buena disposición hacia el forastero, se pierden. Se trata solo de un ejemplo, cada verso de este poema es una oleada de sugerencias difícil de reorganizar en el texto de llegada. Solo diré que toda su estructura formal oscila entre dos polos, el naufragio y la arribada segura, la caída y la subida, la inmersión y la emersión. Alternando desesperación y esperanza, desarraigo y búsqueda de nuevas raíces, los versos consiguen en fin una especie de reconstitución después del desmembramiento, una recuperación de la palabra poética, pero dentro de nuevos horizontes («yo lindo aún con una palabra y con otro país»). En este sentido, Bohemia se convierte en un mundo fantástico en el que los puentes siguen intactos y las casas son verdes, hospitalarias, la patria de todos los sin patria, de los desanclados, aquellos que no tienen ancla.
Pero ¿qué parte de toda esta riqueza llega al italiano? Y si resulta imposible que llegue, ¿qué hacer, renunciar a traducir?
Como he dicho al principio, solo he abordado la traducción de textos literarios y, al principio, ni siquiera siendo consciente de las dificultades relacionadas con la traducción de una obra literaria. Descubrí esas dificultades traduciendo. Poco a poco fui aprendiendo que quien traduce (obviamente, además de conocer bien la propia lengua y la del original) debería ser ante todo un buen lector, una buena lectora, capaz de sumergirse en la complejidad del texto, desmontar su mecanismo, percibir cada uno de sus matices, en definitiva, un lector o una lectora tiene la obligación de reconocer en cada línea la riqueza del original y reconstituirla en el texto de llegada. Pero ¿es posible? ¿Puede un texto pasar íntegramente a otra lengua? ¿Todo es realmente traducible? ¿Qué es intraducible?
Quien traduce un texto literario complejo tropieza sin cesar con este problema, y no necesariamente respecto de las grandes cuestiones relacionadas con el uso literario de la palabra. Con frecuencia, se aborda el problema con la nota del traductor (por ejemplo, «juego de palabras intraducible»). Yo también he echado mano de este tipo de notas. Sin embargo, hoy creo que solo es «intraducible» aquello que, ante todo como lectores especializados, no logramos captar. Por otra parte, considero que cada vez que el traductor detecta una dificultad tiene la obligación de abordarla, despejarla, resolverla. Diría que el traductor debe encontrar el modo de traducir todo aquello que entiende de un texto. Y el principal de sus recursos debe ser su propia inventiva.
La inventiva del traductor es arriesgada, con frecuencia, en nombre de la fidelidad al texto se tiende a prescindir de ella. Pero abordar un problema de traducción con inventiva no significa de ninguna manera renunciar a la devoción hacia el original. La inventiva debe actuar dentro de esa devoción para evitar que la sacralidad mal entendida del texto genere traducciones incomprensibles o la propia intraducibilidad. No me refiero a las «feas fieles» ni a las «bellas infieles», según reza un estereotipo muy extendido. La literalidad es aceptable si resuelve un problema de traducción y no pasa nada si el resultado es poco atractivo. También es aceptable resistirse a la tendencia de las editoriales a verter todo en un «buen italiano» que censura el impacto descarrilador entre el original y la lengua de llegada. La inventiva a la que me refiero cumple otra función: aborda los problemas de intraducibilidad no limitándose a la palabra o la frase individuales sino localizando el recorrido mental del autor, para seguirlo paso a paso en el texto.
¿Las soluciones a las que llegamos son buenas, son malas? Podemos decir con seguridad que las prendas confeccionadas en otra lengua siempre le quedarán demasiado estrechas a una gran obra literaria. Y no solo no reconocemos lo que desborda, sino que ni siquiera lo vemos. Quien traduce debería contar con un gran talento crítico y mimético a la vez. Pero incluso la mirada más aguda, mejor equipada, adolece de cierta miopía. Toda lectura, toda traducción lleva las marcas de la parcialidad histórica. El texto de llegada nunca es definitivo, siempre es perfectible. Quien traduce pone en juego toda su determinación histórica, su estatus, su sexo, su bagaje de conocimientos, su sensibilidad, etcétera. Pero ese bagaje se irá desgastando: la lengua que utilizamos hoy envejecerá; del texto original surgirán en el futuro significados que hoy no vemos o significados que empañarán aquello que nos pareció ver.
Quizá debamos llegar a la conclusión de que la riqueza y plurivocidad del texto original no se reproduce en una sola traducción sino en el conjunto de traducciones, las anteriores y las que vendrán. Y está bien que sea así.
Quizá debamos llegar a la conclusión de que la riqueza y plurivocidad del texto original no se reproduce en una sola traducción sino en el conjunto de traducciones, las anteriores y las que vendrán. Y está bien que sea así
[1] Voraussetzungen einer Erzhlung: Kassandra (Premisas de una narración: Casandra), Christa Wolf, 1983. En 1993 Edizioni e/o publicó esta obra de Wolf con el título Premesse a Cassandra, trad. de Anita Raja.
[2] Poesía completa, Ingeborg Bachmann, trad. de Cecilia Dreymüller, Barcelona, Tres Molins, 2018, pp. 408-411.
[3] Jemandem grün sein, frase hecha con los significados que se apuntan. Literalmente significa «ser verde a/para alguien”.