M.ª Isabel Reverte Cejudo, in memoriam, Amaya García Gallego

Miércoles 29 de abril de 2020.

Isabel Reverte con Amaya García, Madrid, 1982

El pasado 22 de abril falleció, a causa de la pandemia, Isabel, que hoy habría cumplido 78 años. Para quien no se acuerde de ella, baste decir, de momento, que María Isabel Reverte Cejudo (Madrid, 1942-2020) cotradujo con María Teresa Gallego Urrutia libros como el, aún hoy, tan celebrado León el Africano de Amin Maalouf o el, en su momento, tan rompedor Diario del ladrón de Jean Genet. También fue una de las socias fundadoras de ACE Traductores y, aunque llevaba ya muchos años sin traducir, nunca se dio de baja.

Isabel estuvo muy presente en casi toda la primera mitad de mi vida, como un miembro más de la familia cuya influencia me caló muy hondo, no solo en lo personal, como cabe esperar, sino también, curiosamente, en mi carrera de traductora, que es por lo que VASOS COMUNICANTES ha tenido la amabilidad de dejarme rendirle desde sus páginas este modesto homenaje. Trataré pues de no extenderme en detalles biográficos y sentimentales que no guarden relación directa con nuestra profesión.

Cuando Isabel Reverte y Maite Gallego (mi madre, para quien aún no lo sepa) se conocieron, esta última ya había hecho sus pinitos como traductora. Mientras tanto, Isabel se había licenciado en Filología Francesa en la universidad Complutense (la primera promoción) y había sacado plaza como agregada de francés en el instituto de El-Aaiún; por su condición de «funcionaria poco adepta al régimen» la trasladaron a Cádiz, desde donde, esta vez a petición propia, se trasladó de nuevo a Madrid. Allí, en el instituto Matemático Puig Adam de Getafe, llegado el momento de incorporar un profesor interino al seminario de francés, eligió la candidatura que había presentado Maite.

Isabel Reverte con María Teresa Gallego, Elche, 1976

En realidad, aunque no lo supieran, ya se conocían de vista: se habían cruzado en la facultad (Maite se licenció en Filología Francesa un año después que Isabel) y en la biblioteca del Instituto Francés, donde trabajaba Maite y a la que acudía Isabel como lectora. Pero nunca habían trabajado juntas. Corría el año 1971, yo apenas tenía dos años pero contraje ya mi primera deuda con Isabel: si ella no hubiera elegido como compañera a mi madre, esta no habría entablado amistad con la extraordinaria Carmen de Michelena, profesora de matemáticas, y yo no habría acudido a su Colegio Michelena, del que guardo un recuerdo maravilloso.

La casualidad quiso, además, que Maite e Isabel vivieran, literalmente, a la vuelta de la esquina una de otra: la primera en la calle Coslada de Madrid y la segunda, en la calle Ardemans (en una de esas casitas obreras de La Guindalera, que desgraciadamente ya no existe, y donde también pasé tantos momentos gratos). Esta circunstancia propicia no solo que vayan y vuelvan del instituto juntas, en el Seat 600 de Isabel, sino que el resto de miembros de ambas familias, afincados casi todos en el mismo barrio, se conozcan y se encariñen. Contra todo pronóstico, el renacuajo que era yo le cae en gracia a una persona tan poco niñera como Isabel. De este modo, la relación profesional no tarda en convertirse en relación personal, de amistad y casi puede decirse que familiar.

Isabel Reverte con Amaya García, Elche, 1976

La siguiente vuelta de tuerca es que de la amistad nace la segunda relación profesional: la de cotraductoras. Maite compagina las clases con las traducciones que siguen encargándole y, en algún momento, por su afinidad con Isabel, le propone hacerlas juntas. Isabel acepta, casi por diversión. Así llegan a su primera colaboración literaria: Diario del ladrón de Jean Genet, con la que ganan el Premio Fray Luis de León en 1976.

Las relecturas de Genet son el primer recuerdo propio que conservo de Isabel y Maite traduciendo a dos voces. Para entonces ya nos habíamos mudado al Barrio del Pilar, después de que mi madre sacara la plaza de catedrática de francés en el instituto Gregorio Marañón, a cuyo claustro se incorporó Isabel al año siguiente después de solicitar el traslado. La doble relación profesional y la amistad se consolidan. Durante el curso 1974-1975 (el del mismo verano en que, de vacaciones en la playa, yo arranco a leer en el asiento trasero del coche de Isabel, mientras ella y mi madre arrancan a traducir, a mano en un cuaderno, su primera obra literaria juntas), aprendo a hablar francés en el colegio, para gran satisfacción de Isabel, que ya tiene el pretexto perfecto para traer de sus viajes a Francia tebeos y discos infantiles que también le gustan a ella (y no es que fueran mis únicos libros y discos en francés, pero aún hoy, cuando vuelvo a tararear una canción de Anne Sylvestre o a desternillarme con una historieta de Gaston Lagaffe, no puedo evitar recordar que fue ella quien me los descubrió). Estoy pues en situación de seguir en dos idiomas los debates lingüísticos y las encrucijadas que plantea cualquier traducción, aunque bien es cierto que no siempre me entero de qué va el libro (Genet a los seis años resulta bastante hermético; aunque las palabrotas tienen su atractivo). No sé muy bien en qué momento exacto empecé a prestar atención, qué fue lo que me animó a quedarme escuchando (aparte de las palabrotas) en el cuarto de estar de nuestra casa de la calle Ribadavia, donde Maite e Isabel atendían muchas tardes, después de clase, entre música barroca y volutas de humo de Bisonte. Puede que fuera, precisamente, que no entendía la historia y quería probar si, escuchando más rato, conseguía hacerme con ella; o quizá la variedad de diccionarios que se podían consultar; o el hecho de que algunas palabras no aparecían en ningún diccionario y había que rastrearlas de otros modos (algo que, más adelante, también aprendí de mi padre, cuando trabajaba como corrector editorial). El caso es que, poco a poco, se convierte en una rutina, suya y mía: ellas releen y yo escucho en silencio, a menudo hojeando algún tomo enciclopédico que ha quedado fuera de su sitio después de que lo hayan consultado; eso sí, siempre sin intervenir, porque he aprendido que a Isabel no le gustan nada las interrupciones y las colaboraciones espontáneas, por muy bien que le caigas.

La escena se repite a lo largo de varios años, de varios libros. Algunas veces, la trama de la traducción de turno me interesa más  (La condesa sangrienta, de Valentine Penrose, o León el Africano, de Amin Maalouf) y procuro no perderme ninguna relectura, como si de una radionovela se tratara. Otras, sin planearlo, me toca oír el mismo pasaje en la relectura de los sucesivos borradores y así tengo ocasión de observar cómo ha evolucionado. Y todas ellas constituyen un a modo de clase magistral involuntaria.

Porque esa era la clave: Isabel y Maite no hacían nada que no hicieran y sigan haciendo otros buenos traductores; lo importante, en mi caso, es que lo hacían juntas, se comunicaban oralmente, reflexionaban en voz alta… y yo estaba allí para escucharlas. Si en la trayectoria como traductora de Maite no se hubiera cruzado ninguna Isabel, si mi madre hubiera traducido en solitario y releído en silencio, si yo no hubiera podido asistir a ese proceso… no estoy segura de que hubiese acabado traduciendo a mi vez.

Ahora que ya llevo media vida traduciendo y que, en los últimos años, Maite y yo releemos del mismo modo que hacía ella con Isabel (aunque ahora sea con una pantalla, un teclado y un ratón en vez de un taco de folios mecanografiados, una pila de diccionarios y un lapicero), me sorprendo a mí misma «siendo» Isabel. Uno de esos pasajes que oí evolucionar a lo largo de sucesivas relecturas pertenecía a Infancia de Nathalie Sarraute: en él explica cómo de pequeña la obligaban a masticar la comida «hasta que fuera líquida» (cito de memoria) para poder tragarla sin percances. Recuerdo que cuando lo leía Isabel, yo pensaba para mis adentros: «Como tú», pues si por algo se caracterizaba Isabel era por su parsimonia en todas sus actividades en general y por su lentitud para comer en particular. De lo que no me daba cuenta, hasta ahora, es de que procedía del mismo modo con el texto… igual que hago yo cuando atendemos, empeñándome en consultar casi cada palabra, cada acepción, cada matiz, en varios diccionarios, hasta que la tengo bien masticada para poder tragarla. Aunque en otros momentos, también «soy» Maite, más intuitiva y espontánea. Me gusta creer que supe quedarme con lo mejor de cada una.

Isabel Reverte con Amaya García, Guadalest, 1975

Cuando Isabel se apeó de la traducción literaria (después de haber traducido una treintena de libros, siempre con Maite, que siguió en solitario), yo ya hacía algunos años que había dejado de mirar desde el andén y me había subido a mi propio tren como traductora (gracias, en gran parte, a aquellos años de aprendizaje, a mi capacidad de imitación y a mi desfachatez juvenil). Poco a poco, nos fuimos distanciando en todo lo demás, pero esa parte de la historia ya no está directamente relacionada con la traducción y por tanto no tiene cabida en esta revista. Precisamente por eso me dejo muchas cosas en el tintero, lo cual no significa que las haya olvidado ni que las valore menos. Si fuera así, no me estarían formando ahora mismo un nudo en la garganta con el que me resulta tan difícil seguir escribiendo. Y antes de que empiecen a empañarme la vista, quiero expresar mi pésame y mi cariño a su familia y a todos los amigos comunes que sé que ahora estarán sintiendo lo mismo.

Obras traducidas por Isabel Reverte y María Teresa Gallego:

Jurgis Baltrusatis, En busca de Isis (Siruela, 1996)
Yves Beauchemin, Gatuperios (Alianza, 1989)
Paule Constant, White Spirit (Debate, 1991)
Paule Constant, La hija del Supremo (Círculo de Lectores, 1998 – Tusquets, 2002)
Paule Constant, Confidencia por confidencia (Tusquets, 1999)
Jean Constentin, Los medicamentos del cerebro (Debate, 1996)
Claude-Prosper de Crébillon, El sofá (Alba, 1996)
Marguerite Duras, La lluvia de verano (Alianza, 1990)
Mircea Eliade, El burdel de las gitanas (Siruela, 1994)
Jean Genet, Diario del ladrón (CUPSA, 1976; premio Fray Luis de León)
Jean Genet, Milagro de la rosa (Debate, 1980)
Jean Genet, Santa María de las Flores (Debate, 1981)
Jean Genet, Un cautivo enamorado (Debate, 1987)
Jean Genet, Pompas fúnebres (Debate, 1991)
Sadeq Hedayat, La lechuza ciega (Siruela, 1992)
Alexandre Jardin, Pisando fuerte (Debate, 1989)
Bianca Lamblin, Memorias de una joven informal (Grijalbo-Mondadori, 1995)
Amin Maalouf, León el Africano (Alianza, 1988)
Amin Maalouf, Las cruzadas vistas por los árabes (Alianza, 1989)
Guy de Maupassant, Mont-Oriol (Alba, 1995)
Valentine Penrose, La condesa sangrienta (Siruela, 1987)
Pascal Quignard, Las nieves de antaño (Debate, 1995)
Raymond Roussel, Impresiones de África (Siruela, 1990; premio Stendhal de la Fundación Consuelo Berges)
George Sand, El órgano del Titán (Siruela, 1989)
Nathalie Sarraute, Infancia (Alfaguara, 1984)
Nathalie Sarraute, El planetario (Alfaguara, 1985)
Nathalie Sarraute, Entre la vida y la muerte (Alfaguara, 1985)
H. y A. Stierlin, La Alhambra (M. Moleiro, 1992)
Jules Verne, El tío Robinsón (Debate, 1992)

 

Amaya García Gallego empezó a traducir en 1995, después de licenciarse en Geografía e Historia en la universidad Autónoma de Madrid y titularse en Documentación y Biblioteconomía. Compagina la traducción técnica con la editorial; ha trabajado como asalariada y como autónoma; alterna las traducciones en solitario con las cotraducciones. En los últimos años se ha dedicado casi en exclusiva a traducir al castellano narrativa francófona de autores de los siglos XVIII al XXI.