Del amigo, el consejo: entrevista a Juan de Sola

Jueves 16 de abril de 2020.

Continuamos en esta serie de entrevistas breves originada en el número 43, en esta ocasión con una entrevista al traductor Juan de Sola (Barcelona, 1975), que estudió Filosofia y Teoría de la Literatura en Barcelona, Berlín y París. Trabaja como traductor y editor autónomo desde 2002. Esta especializado en la traducción de literatura, crítica y ensayos sobre arte moderno y contemporáneo. Ha sido profesor en la Universitat Oberta de Catalunya y en la actualidad trabaja, con intermitencias, en su tesis doctoral sobre los conceptos crítica y traducción en Goethe y Schiller. Ha traducido al castellano obras de Goethe, Marcel Proust, Jacques Rivière, Robert Walser, Samuel Beckett, Bertolt Brecht, Malcolm Lowry, Gabriel Josipovici, Erika Tophoven, Jean Paul Richter, Peter Weiss, Philippe Lançon, Rainer Maria Rilke y Marianne Fritz, entre muchos otros. Ha tenido la suerte de recibir varias distinciones y premios, entre los cuales el XXI Premio Ángel Crespo (2018) por su versión de la Correspondencia entre Proust y Rivière. En 2018 y 2019 obtuvo sendos «Übersetzungsprämien» de la Cancilleria Federal Austríaca por sus traducciones de Rilke y Marianne Fritz. Actualmente prepara una edición de los Ensayos de Proust y una antología de textos de Walter Benjamin.

Un libro sobre traducción

Imposible citar sólo uno, y menos entre los canónicos. Al margen de los treinta o cuarenta títulos clásicos que todos hemos, creemos o decimos haber leído, citaría, de los más recientes, La Langue mondiale: Traduction et domination (Seuil, 2015), de Pascale Casanova, el último que publicó antes de morir prematuramente, y que es un intento más de situar la traducción en el centro del campo de tensiones literario (perdón); This Little Art (Fitzcarraldo, 2017), de Kate Briggs, que aúna diario y reflexión sobre el oficio a partir de su trabajo como traductora de Roland Barthes (en breve lo publicará Jekyll & Jill en castellano, en traducción de Rubén Martín Giráldez); Sympathy for the Traitor: A Translation Manifesto (MIT Press, 2018), de Mark Polizzotti, que es una síntesis perfecta de los problemas teóricos y prácticos con los que topa la traducción; aunque no dice nada nuevo para los del oficio, lo dice tan bien que invita a volver a los libros y antologías clásicos sobre el tema. Quizá añadiría también las memorias o libros de entrevistas con traductores como George-Arthur Goldschmidt (À l’insu de Babel, 2009; La Joie du passeur, 2013), Erika Tophoven (Glückliche Jahre: Übersetzerleben in Paris, 2011), Swetlana Geier (Ein Leben zwischen den Sprachen, 2008) o Gregory Rabassa (If This Be Treason: Translation and its Dyscontents: A Memoir, 2006). Lo cual me lleva a plantearme una pregunta en voz alta: ¿Por qué nuestros traductores no salen del armario y publican sus memorias sobre el oficio?

 

Una traducción favorita

Si se me permite la broma, el Eugenio Oneguin de Nabokov, que es la antitraducción por antonomasia. El aparato de notas y comentarios que arma es abrumador, parece que no confíe en el lector, cuando en verdad no confía en sí mismo ni cree en la posibilidad de la traducción. El debate a que dio pie esta obra es interesantísimo. Sin ir más lejos, a Nabokov le costó la amistad con Edmund Wilson.

Ya en el terreno de la realidad puedo citar algunas versiones que he leído admirado y las que vuelvo a menudo en busca de soluciones o tonos: Isabel García Adánez y sus Mann, sobre todo Los Buddenbrook y el Félix Krull; el Rabelais de Gabriel Hormaechea; los Faulkner de Maria Iniesta y Esther Tallada; el Mumbo Jumbo, de Ishmael Reed, traducido por Inga Pellisa; Las historias de Jacob, de Mann, en traducción de Joan Parra, que en sí son una teoría aplicada de la traducción; los Amos Oz de Raquel García Lozano; los John O’Hara de David Paradela; todo, absolutamente todo lo que tradujo Juan José del Solar Bardelli; los Michon de Maite Gallego; los Krasznahorkai o los Bódor de Adan Kovacsics; los Döblin de Carlos Fortea; las Alicias de Gabriel López Guix; las versiones de Dylan Thomas que hizo Marià Manent, que me acompañan siempre; el Retrato del artista adolescente, de Joyce, en traducción de Martin Schifino, que convive plenamente con la versión clásica de Dámaso Alonso; pasa lo mismo con El Zafarrancho aquel de via Merulana, de Gadda, del que teníamos en la versión de Juan Ramón Masoliver y podemos ahora disfrutar de nuevo en la traducción de Carlos Gumpert. La convivencia de varias traducciones de un mismo autor –cosa que viene casi siempre determinada por su paso a dominio público– me parece una de las mayores riquezas de que puede gozar una tradición. Los franceses sólo pueden leer una versión de la Recherche. Nosotros, en cambio, podemos leer de momento cinco, dos de ellas, las de Carlos Manzano y Mauro Armiño, relativamente recientes y contemporáneas. Lo considero un lujo.

Es que parece que no nos demos cuenta de que la traducción, en nuestro país, o diría incluso que en nuestro idioma, vive una especie de Siglo de Oro. ¿Que hay traducciones malas? Por supuesto, pero la producción literaria de un país, un idioma o una tradición se juzga por arriba, no por abajo.

Luego hay una cuestión que me fascina: leer autores de mi tradición en traducciones extranjeras. Los Bolaño de Robert Amutio, o sus Levrero, más recientes, son descomunales. Las traducciones alemanas de Numa y Una tumba, de Benet, que hizo Gerhard Poppenberg son una lección magistral del arte de traducir. O El Quijote de Susanne Lange. O los Beckett de Elmar y Erika Tophoven, por ejemplo, algunos de los cuales se publicaron en ediciones trilingües francés-inglés-alemán que permitían asistir casi en directo a los desplazamientos del proceso de traducción, con el autor presente. En cambio, me cuesta encontrar una versión de Lorca que me satisfaga; está como folclorizado, a veces incluso parece un autor del Boom latinoamericano pasado por el filtro de una película de Almodóvar.

 

Un diccionario

El Duden-Das große Wörterbuch der deutschen Sprache, el OED y el Grand Robert constituyen una suerte de Santísima Trinidad. Sin menoscabo de los bilingües, que también consulto a menudo, y no sólo para palabras imposibles. Puedo buscar una tontería, darme de bruces con la realidad o verla confirmada, pero de paso veo siempre una expresión o un giro que me gustan y que no conocía. Con los diccionarios bilingües ocurren dos cosas muy curiosas: por un lado, son el reflejo de una visión del mundo incluso más allá de los idiomas; se aprecia perfectamente en los ejemplos de uso que dan, muchas veces expresión de una sociedad patriarcal: si buscas la voz «fresco-, -a», es fácil que el ejemplo sea «Esa tía es una fresca»; si buscas «cabal», casi seguro que leerás «Es un hombre cabal» o «un artista cabal». Eso merece cuando menos una tesis: los ejemplos de uso que se dan tienen una carga ideológica enorme.

Otra cosa que me gusta mucho de los diccionarios, bilingües o no, son las historias que, sin querer, nos cuentan. Tomo al azar los primeros catorce ejemplos de la voz «dejar» en el Gran Larousse español-francés / français-espagnol:

dejó los papeles en la mesa, deja el abrigo en la percha, has dejado casi toda la verdura, me ha dejado una cosa para ti, dejaré la llave al portero, deja el jarrón, que lo vas a romper, ¿puedes dejarme cien euros?, ¿me dejas el bolígrafo?, dejó el tenis cuando empezó la universidad, ha dejado la bebida, dejó a su mujer, ha dejado el empleo, ¿dónde me deja este autobús?, el metro le deja muy cerca, dejad que los niños se acerquen a mí, deja que te invite yo, ¡dejen paso!, déjame a mí, que tengo más experiencia, el ruido no le deja dormir, ¡déjame en paz o tranquilo!, ¡déjame, que tengo trabajo!, deja que digan lo que quieran, dejemos aparte las introducciones y comencemos la negociación, este perfume deja mancha, has dejado una buena impresión, déjalo, no importa, dejémoslo así, me dejó preocupado | angustiado | triste, dejen el paso libre, dejó los platos sin fregar, el difunto no ha dejado nada, dejó todos sus ahorros a varias instituciones benéficas, etc.

¡Es pura vanguardia!

En cualquier caso, suelo ir a primero al monolingüe; luego acudo a los bilingües, que me orientan incluso cuando se equivocan. Y lo bueno es poder consultar un mínimo de dos en cada combinación lingüística. Ocurre como con los médicos, hay que pedir siempre una segunda opinión. Luego hay herramientas como el CORDE, el NTLLE, el Grimm, el Trésor o los diccionarios históricos, los especializados, los técnicos, los glosarios. Son bases lexicográficas que nos sacan de muchos apuros. Como sea, el mejor diccionario es el colega, o mejor: el debate entre colegas. Eso no falla nunca.

Una vez consultado todo eso, reviso a conciencia el texto con el María Moliner y el Corripio sobre la mesa. Sin ellos no sé traducir.

 

La búsqueda más rara que he hecho en mi vida

Pensad que yo empecé en este cuando ya había internet, en torno a 2003 o 2004. De modo que las expediciones o visitas raras, aunque alguna he hecho, no tienen nada que ver con las de la gente que empezó mucho antes. En cualquier caso, en la red lo encuentras todo, pero que esté todo no significa que sea correcto o esté bien. (Es un terreno hegemónico de la lengua inglesa, luego es muy frecuente topar con anglicismos, calcos o directamente barbaridades.) Destacaría, quizá, la entrevista con un comisario y con un exrecluso para conocer argot carcelario; las consultas a fiscales y forenses para un libro en el que aparecían los bajos fondos y la justicia. O las llamadas a varios hospitales de la península (Madrid, Bilbao, Barcelona, Valencia, Sevilla) para ver cuál era el nombre común de determinado instrumental, que variaba mucho de una provincia a otra. Lo divertido, hoy, es que si buscas en Google cómo se llama cierta pieza de lencería, verás durante tres días anuncios de lencería, que cambiarán a material quirúrgico, muebles del Segundo Imperio, cantimploras o rodamientos según avances en la traducción.

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