1993 – Actualizado el 23 de marzo 2020.
Artículo publicado en Letra Internacional en noviembre de 1993 y reproducido en VASOS COMUNICANTES 20, otoño de 2001, con motivo del homenaje a Esther Benítez tras su fallecimiento el 12 de mayo de 2001.
No pienso hacerme la pregunta tópica de siempre, de si es posible la traducción y, dentro de ella, la traducción literaria. Plantearse semejante interrogante equivaldría, en verdad, a poner en tela de juicio la propia existencia, y a meterse por alambicados derroteros. Y como lo cierto es que yo –y conmigo muchos colegas– nos sentimos existentes, operantes y útiles para la cultura de nuestro país y nuestra lengua, no voy a entrar aquí en disquisiciones metafísicas de cuño orteguiano. Ahí están Ortega, Octavio Paz, Francisco Ayala o Augusto Monterroso con sus brillantes reflexiones literarias sobre la traducción, y asimismo Georges Mounin, George Steiner, Valentín García Yebra o Amparo Hurtado con sus imponentes volúmenes de teoría. Doctores tiene la santa Iglesia, los cuales no acaban de ponerse de acuerdo, por cierto, sacan de continuo sus pesas y medidas para evaluar al milímetro y al miligramo morfemas, fonemas y sintagmas, y engrosan día a día el ya abrumador caudal bibliográfico de eso que se ha dado en llamar traductología, con títulos tan apasionantes como «Conceptos metodológicos para la medida de la equivalencia»[1]…
La práctica cotidiana nos dice que la traducción es posible; partiendo de esa posibilidad, y de mi experiencia de casi treinta años en esta labor, quisiera hacer un breve esbozo de las cualidades y saberes de un traductor literario, aquel que traduce literatura de creación: teatro, poesía, novela, pues el ensayo, por espléndidamente escrito que esté, por difícil que pueda resultar, lo dejaré en otra parcela, la que denominamos genéricamente «Humanidades».
Traductores, por tanto, de poesía, teatro y novela. Por seguir deslindando el terreno, daré de lado al teatro –el representado, claro, no el publicado en forma de libro–, cuya traducción es muy peculiar, con sus características propias (me limitaré a observar que la adaptación no sólo es práctica general sino que está bien vista). Su ejercicio, además, se halla protegido por las poderosas Sociedades Generales de Autores, con sus modélicas conexiones internacionales, lo cual sitúa a sus cultivadores en una aristocracia de la traducción, muy por encima de sus colegas de a pie, los traductores de libros. Entre las peculiaridades de la traducción del teatro cabría señalar, por otra parte, que hay muy pocos profesionales dedicados a ella, pues, en aras de la vistosidad de los carteles, compañías y empresarios prefieren nombres de relumbrón, que, partiendo a veces de una versión ajena –y en ocasiones sin siquiera citarla, como en el caso del pleito que enfrentó hace un par de años a Ángel Luis Pujante con Manuel Vázquez Montalbán por una traducción de Shakespeare–, sitúan su nombre en el cartel debajo del autor.
Me limitaré, pues, a la traducción de poesía y de novela. Aunque los géneros difieren con toda evidencia –ni la fidelidad léxica y métrica, ni una sólida formación histórica o filológica dan como resultado, sumadas, un poema– los problemas que plantean una y otra son idénticos. Tiempo atrás yo opinaba que para ser traductor de poesía era imprescindible ser poeta –Baudelaire traduciendo a Poe, Jorge Guillén vertiendo al español a Valéry, o Clara Janés dándonos espléndidas versiones de Vladimir Holan–, pero recientes experiencias propias y ajenas –María Luisa Balseiro trabajando espléndidamente con los poemas incluidos en la novela Posesión, de Antonia Byatt– me han convencido de que traducir poesía, como verter prosa, no requiere sino buen oído, vasta cultura y sensibilidad creativa.
Desbrozando el terreno de lo obvio, que cualquiera puede saber o intuir, entro en derechura en el tema: las cualidades y saberes del traductor literario. Empecemos por los saberes. El punto de partida fundamental para un traductor literario es el buen conocimiento de la lengua de partida y sobre todo y fundamentalísimamente de la lengua de llegada. Afirmar esto semeja una perogrullada, pero por desgracia la mayoría de las traducciones que circulan en España están realizadas por indocumentados, primos, tíos, sobrinos de algún responsable editorial que, tras una breve estancia en el extranjero, se consideran en condiciones de traducir. ¡Y así pasa lo que pasa! Uno de los errores más comunes, el de los falsos amigos, se da «siempre» en el traductor aficionado. Cuando éste se encuentra ante la frase italiana: quella vecchia via romano, larga e bella, en la cual se da una identidad casi total de significado con los homófonos españoles, salvo en el caso del adjetivo larga (que, al igual que el francés large, significa ancha), se lanza sin más a los brazos del falso amigo y se queda tan campante tras traducir «larga».
No digo que en la obra de un traductor experimentado, serio, concienzudo, no quepan esas falsas amistades, aunque ése es otro tema, el de la «presión del sistema lingüístico ajeno». Los falsos amigos son escollo que abunda más, como es natural, entre lenguas muy próximas: un traductor del parsi o del japonés no hallará, con toda seguridad, esas trampas disimuladas bajo sus pies, prontas a engullirlo al menor descuido. Valga una muestra de un traductor experimentadísimo. Enrique Sordo, en la primera edición española de La playa y otros relatos, de Cesare Pavese (Barcelona, 1958; en honor de la editorial Seix Barral, hay que decir que la sustituyó por otra traducción, de J. A. Masoliver, en posteriores ediciones). Decía el original:
Dalle finestre attraverso la piazza cominciarono a pioverci mele e certe proietili duri –ossi di pesca– e poi…
Rezaba la traducción del 58:
Desde las ventanas de la plaza comenzaron a llovernos melocotones y otros proyectiles duros –raspas de pescado– y luego…
Cuando debería decir (y dice en la versión posterior):
De las ventanas en torno a la plaza empezaron a llover manzanas y unos proyectiles duros –huesos de melocotón– y luego…
Con toda evidencia, el cruce de falsa amistad entre mela y melocotón parece comprensible, pero para mí constituye un misterio el razonamiento que indujo a Sordo a convertir ossi de pesca en raspas de pescado, como no sea la traidora semejanza entre pesca y pescado, que lo llevó a deducir que, como los peces no tienen huesos, esos ossi serían raspas… ¡Difícil se me antoja también incluir, por lo demás, las raspas de pescado en la categoría de proyectiles duros, pero los caminos del non sense son inexcrutables!
La más repetida de las preguntas que los profanos nos hacen se centra en general sobre este conocimiento de ambos idiomas, la lengua de partida (aquella de la que se traduce) y la de llegada (aquella a la cual se traduce). ¿Qué es más importante, conocer bien ésta o aquélla? Yo suelo responder con un refrán: «por mucho trigo nunca es mal año». Cuanto más trigo, cuanto más conocimiento, mejor. Ese saber debe llegar lo más lejos posible; jamás sobra todo lo que se conozca de un idioma; y ello en ambos casos: en la lengua de partida y en la lengua de llegada. Aunque, si hubiera que rebajar en una, tengo por más fundamental conocer a fondo todos los recursos, posibilidades y mecanismos de la lengua de llegada, normalmente la materna. La rebaja, eso sí, nunca podría llegar a no conocer bien la lengua de partida. La fórmula ideal sería, pues: para la lengua de partida, un buen nivel de conocimiento –el del hablante culto en esa lengua–: para la lengua de llegada, un excelente nivel de conocimiento. Una receta que en este último campo suele dar sus frutos consiste en recomendar a los traductores la lectura de los escritores de su lengua, clásicos y modernos, de los buenos escritores de su acervo cultural. En ellos hallarán mil y un recursos expresivos que le serán sumamente útiles en su trabajo diario.
Dando por adquirido ese buen conocimiento de las dos lenguas en sus distintos niveles, otro de los fundamentales saberes de un buen traductor consiste en un dominio del entero trasfondo cultural del país –o países– de cuya lengua traduce. Esto es, un dominio de su historia, su literatura, su vida cotidiana de hoy y de antaño. Un solo ejemplo (entresacado de un texto sobre el cual trabajé mucho, Le ventre de Paris, de Emile Zola. Me sirve de referente una traducción anterior, de la editorial Schapire, de Buenos Aires que, sin ser globalmente horrorosa, está plagada de incontables desatenciones de la traductora. Fina Warschaver, explicables, que no disculpables, por esos factores que se inscriben en nuestro particular cahier de doléances: honorarios ínfimos, prisas, etc.). Para ilustrar el conocimiento de este paisaje cultural al que me he referido tomo una frase (capítulo IV):
Cette maison, à auvent, qui se renflait, toute sombre d´humidité, avec sa caisse verdie des plombs, à chaque étage, devenait, elle aussi, un grand joujou[2].
Traducción argentina:
Esa casa, con sobradillo, toda oscura de humedad, con la caja herrumbrada de los fusibles en cada piso, se convertía también en un gran juguete.
¿Qué habría sucedido para que «la caja verdosa de la atarjea» se convirtiera en «la caja herrumbrosa de los fusibles»? Plomb puede ser, en efecto, en español, los plomos o fusibles de la luz. Y en cambio la acepción les plombs (en plural) está ya envejecida y no se suele encontrar en el francés de hoy, pues se refiere a lo que en español llamamos (también con un vocablo en desuso) atarjea: el conducto de las aguas residuales que, en las viejas casas humildes de París, estaba en el exterior de la fachada –de ahí el renflement, la hinchazón, perdida también en la traducción–, y era común para los vecinos de cada piso. Lo curioso es que, tres líneas más adelante, la traductora traduce plombs por caños, con lo cual me resulta inexplicable que haya podido escribir poco antes fusibles, siendo así que es totalmente anacrónico hablar de fusibles antes de la electricidad (y en El vientre de París, cuya acción se desarrolla hacia 1860, los personajes de la novela deambulan entre luces de gas).
El traductor, pues, tiene que saber que si trabaja sobre una novela cuya acción transcurre en esa época, términos como fusibles están absolutamente proscritos. Y ha de saber también lo contrario: que no es forzoso traducir camion por carro, pues camión, por modernas imágenes que evoque, y aunque la propia María Moliner lo defina como «automóvil grande para el transporte de mercancías», no tiene por qué ser un vehículo automóvil. En el Nuevo Diccionario Enciclopédico de la Lengua Castellana, de 1914, que conservo como oro en paño y que utilizo mucho al trabajar con autores decimonónicos, camión es «una especie de carro fuerte para transportar fardos, cajas», definición que se ajusta como guante a la del francés camion: charriot bas, à quatre roues de petite diamètre, pour le transport de marchandises pesantes.
Estos saberes del traductor literario no se circunscriben, como en el caso de nuestros colegas científico-técnicos, a uno o varios campos del conocimiento. En las publicaciones del sector los traductores técnicos se explayan a menudo sobre las dificultades lexicográficas que les plantea su especialidad. ¡Felices ellos, en condiciones de salir del paso con un buen dominio de UN lenguaje especializado de UNA jerga ad hoc! El traductor literario es lo más parecido al hombre universal que existe en nuestros días. Para traducir un solo libro ha de dominar todo un abanico de saberes: será antropólogo, veterinario, sociólogo, botánico, experto en modas, arquitecto, médico, todo de una pieza, en una sola persona y sin perder el compás.
Como ejemplo de todos esos saberes cito aquí un libro, quizás el más arduo de toda mi trayectoria profesional, aunque no hace sino condensar en sí lo que en otros textos aparece más difuminado a lo largo de las páginas. El original italiano, Il sorriso dell´ignoto marinaio de Vincenzo Consolo, era un texto de 140 páginas. En extensión tan sumamente reducida había setenta y cinco problemas de traducción que no me resolvía ningún diccionario. Y aclaro que, tratándose de una novela cuya acción transcurre en Sicilia, mis primeras indagaciones me encaminaron hacia los vocabularios dialectales, que de entrada me aclararon no pocas dudas, no incluidas, como es natural, en esas setenta y cinco. ¿Qué saberes se requerían de mí para solucionarlas?
- Literatura italiana. Dentro del texto, y sin que nada las señalara como distintas a la creación del autor, había dos «trampas para atrapar a traductores», dos citas encubiertas: un texto del siglo xiv, un poemilla del emperador Federico II de Suabia, y un pasaje de Los novios, de Manzoni, la conversión del Innominado. Sacar el pie a tiempo de estas trampas tiene mucho que ver con otra cualidad imprescindible: la intuición.
- Construcción naval: la speronara, por ejemplo, es una embarcación típica del sur de Italia, con la cual jamás me había encontrado en traducciones anteriores y que, naturalmente, no aparece en los diccionarios al uso.
- Vocabulario policial (y anacrónico, por añadidura): angeliche muffoliche cuffiesche, alude a garruchas, grillos y cascos de hierro, torturas todas ellas practicadas por la policía borbónica en Italia.
- Artes menores: jacobpetit es el nombre –deformado encima en el texto, pues la grafía correcta es Jacob Petit– de una fábrica de porcelana francesa del siglo xix, que producía piezas ricamente decoradas, de adorno y de uso, hoy totalmente olvidadas.
- Diccionario secreto. Palabras como infoiatura –cachondez– o sticchio –coño– no suelen aparecer así, negro sobre blanco, ante los pudibundos ojos de los traductores (y muchos diccionarios las eliminan de sus listas).
- Antropología. Fragmentos de un canto carnavalesco siciliano, la Tubbiana, desaparecido a comienzos de nuestro siglo y aderezado, a más de por su rareza lingüística, por sus alusiones obscenas que había que respetar en el texto español y que residían más en el sonido que en el sentido lógico de las palabras.
Corto ya, para no aburrir hasta a las ovejas; añadiré sólo que, amén de lo expuesto, había que saber de ictiología (nombres de peces), de numismática, de bromatología (salazones inexistentes en España), de botánica, y para ir completando estos conocimientos algo había que entender de redes, telares, arquitectura… En fin, una auténtica delicia.
Una vez que el autor –por fortuna vivo y coleando, lo cual no es siempre el caso– me lo hubo explicado todo en una detallada carta de veinte páginas, la investigación siguió: encontrar los equivalentes españoles de los conceptos ya precisados en italiano, rebuscando aquí y allá, y no precisamente en los diccionarios —El arte de matar de Daniel Sueiro, me fue muy útil para las torturas, por poner un ejemplo; otras consultas me las hubiera resuelto, de estar publicado entonces en español, el utilísimo Diccionario de las Artes Decorativas[3]–.
Il sorriso, aunque especialmente endiablado, por lo cual me ha servido de ejemplo primero y principal, no constituye una excepción en lo que solemos traducir. Por referirme brevemente al francés, dejando el italiano, para una novela como La Curée, de Zola, y en concreto para resolver los muchos vocablos y expresiones de modas que en ella aparecen, no basta un simple diccionario, por excelente que sea. Una vez «fijado» el concepto en francés –el Littré puede valer para ello– hay que encontrar el equivalente en español. En el caso de La Curée, para traducir expresiones del tipo de «delantal cubierto de bullones de gasa de seda», o «falda tableada, túnica y paletó de diagonal azul marino, con bieses de faya del mismo color», o bien «túnica polonesa de vigoña gris» o «casaca de guardia francesa», hube de recurrir a la consulta, en la Biblioteca Nacional de Madrid, de las revistas La moda elegante e ilustrada (1861) y El correo de la moda. La de bringas, de Benito Pérez Galdós, obra en la que el recuerdo de una lectura antigua me hizo poner grandes esperanzas, me decepcionó por entero a la hora de la verdad: sus protagonistas, que se pasaban toda la novela hablando de trapos, eran unas meras afrancesadas, y su vocabulario, nada castizo, estaba entreverado de fulard, gros glacés, ruche, pouff, fichús, marabús, egretas, etc.
Dejemos ya el terreno de los saberes, tras este breve desbroce, y pasemos al de las cualidades. Salvo una de ellas –adelanto ya que se trata de la humildad–, las cualidades del traductor tienen mucho que ver con las que posee el creador literario. No en vano en muchos países los traductores están en las mismas asociaciones que los escritores, pues las preocupaciones del escritor son en buena medida las nuestras, escritores por persona interpuesta, autores con respecto a nuestra traducción, como ha reconocido hace tiempo la legislación internacional sobre derechos de autor. Veamos, pues, esas cualidades.
Ante todo habría que mencionar una –tenida por defecto en otros campos– imprescindible en nuestra labor: la desconfianza. El traductor a quien los dedos no se le vuelven huéspedes no tiene un gran porvenir. Un gran profesional, José Luis López Muñoz, habla siempre de la ignorancia invencible como uno de los peores achaques que nos aquejan, esto es, de la ignorancia que no sabe que es tal, y que por ende es incorregible. Un traductor solvente no deja pasar sin cotejo un topónimo, un nombre –de persona o cosa– dudoso, un título de libro o de película. Un ejemplo –mínimo, por no alargarme innecesariamente, de cada caso:
a) En la edición española de Poderes Terrenales, de Anthony Burgess, aparece sistemáticamente el topónimo Leghorn; a los traductores no les extrañó nada esa insólita conjunción, en italiano, del grupo gh delante de una o, y dejaron la forma inglesa de lo que nosotros llamamos tradicionalmente Liorna (el Livorno italiano);
b) en la traducción de los Ensayos de Montaigne con abundante aparato crítico y profusas notas, se da por supuesto que las adaptaciones francesas de los nombres italianos citados por don Miguel de la Montaña –exagero, pero en nuestros clásicos aparece a veces trasladado así– son tal cual en español, y aparecen Pic de la Mirandole o Marsil Fiein en lugar de las formas correctas de esos nombres en español: Pico de la Mirándola y Marsilio Ficino;
c) los criterios editoriales de llamar la atención con un título desembocan a veces en curiosas mutaciones: Diablerie, de Evelyn Waugh, es el título francés de lo que en la edición española se llama Incidente en Azania, o Ne vous mariez jamais a Monte-Carlo, de Graham Greene, aquí publicada como El que pierde gana;
d) y en cuanto a los filmes, a High Noon, por ejemplo, le conozco hasta tres títulos, según los países, cada uno de su padre y de su madre: Solo ante el peligro, Mezzogiorno di fuoco y Le train siffla trois fois; quien no se preocupe de comprobar ese título y lo traduzca del inglés, el francés o el italiano, meterá la pata hasta el corvejón.
Y vayamos ahora a las cualidades propiamente dichas. Primera y principal: saber leer. La mayoría de los errores de traducción provienen de defectos de lectura. Un par de ejemplos espigados en el ya citado Vientre de París ilustrarán lo que afirmo:
Dice el texto original: Maintenant, elle tournait ses violettes en marchant, traducido así: «Ahora envolvía sus violetas como comerciante». La confusión entre el participio de presente marchant y el sustantivo marchande (en femenino), sólo es posible como fruto de una lectura apresurada, que hace incurrir a un traductor teóricamente experimentado en un error inexplicable en un alumno de los primeros cursos de francés.
Otra muestra: Elle avait des pratiques, «ella tenía práctica». Una simple consulta a cualquier diccionario, que la lectura apresurada no propicia, revela que pratique tiene un significado, hoy quizás envejecido, de «cliente», o «parroquiano», que diríamos con una palabra también hoy en desuso en el español de España.
La explicación –fácil, por lo demás– de tantas malas lecturas está en una igualmente mala remuneración, que obliga a trabajar a todo gas, sin tiempo para reflexionar y ni siquiera para leer bien o pararse a abrir el diccionario. Es, por desgracia, la pescadilla que se muerde la cola. Y tampoco es achaque nuevo: ya en el xvii John Dryden (1631-1700), en su Life of Lucian, publicado póstumamente en 1711, se lamentaba así:
Aquí los libreros son los últimos responsables de la ejecución de las obras de esta naturaleza [las traducciones] y se trata de personas cuya devoción va más dirigida a sus propias ganancias que al honor público. Se muestran muy parsimoniosos a la hora de pagar a los desgraciados escritorzuelos a los que dan empleo y no les importa cómo se haga la cosa con tal de que se haga. Viven de vender títulos, no libros. Mientras las traducciones continúen así, en manos de los libreros, y no cuenten con mejores jueces y pagadores de la labor, será imposible que realicemos progreso alguno en un arte tan sumamente útil para un pueblo curioso y para la mejora y difusión del conocimiento, el cual no constituye precisamente la peor de las salvaguardas contra la esclavitud[4].
Otra cualidad muy necesaria en el traductor literario, tan imprescindible como en el músico, es la del oído. Uno de los problemas que nos plantea la traducción es el de la música del texto. Esto, evidentísimo en ciertos autores, como por ejemplo en Pavese, aparece incluso en escritores a quienes la musicalidad de la palabra escrita semeja traerles sin cuidado, como por ejemplo Guy de Maupassant. En uno de sus cuentos, Deux amis, la frase inicial reza así: Paris était bloqué, affamé et râlant. Les moinaux se faisaient bien rares… ¡Un alejandrino nada más empezar! Para conservarlo de alguna manera en la traducción hube de prescindir de était y empalmar esa frase con la siguiente, saltándome un rotundo punto. El resultado, «En un París bloqueado, hambriento, agonizante, los gorriones escaseaban…», no me dejó del todo insatisfecha en lo que atañe al respeto a la musicalidad del texto.
Por ponerles un ejemplo a la inversa, el traductor extranjero que carezca de oído y acometa la tarea de verter a su idioma La lluvia amarilla, de Julio Llamazares, no captaría esos ritmos endecasilábicos y heptasilábicos que martillean al lector español a lo largo del texto, como por ejemplo (y elijo al azar):
Incluso hablamos –recuerdo todavía– de levantarnos pronto al día siguiente para arreglar el cierre de una borda que el viento había roto aquella tarde (p. 79).
Al principio, pensé que aquel murmullo llegaba desde fuera de la casa, que era el ruido del viento al arrastrar las hojas muertas por la calle. Llegaba de algún sitio de la casa, y era un ruido de voces, de palabras cercanas, como si, en la cocina, hubiera alguien hablando con mi madre (p. 87).
Probemos a separar las unidades rítmicas, prescindiendo de la puntuación:
Incluso hablamos –recuerdo todavía / de levantarnos pronto al día siguiente / para arreglar el cierre de una borda / que el viento había roto aquella tarde… / Al principio, pensé que aquel murmullo / llegaba desde fuera de la casa, / que era el ruido del viento al arrastrar / las hojas muertas por la calle / Llegaba de algún sitio de la casa, y era un ruido de voces, / de palabras cercanas / como si, en la cocina, / hubiera alguien hablando con mi madre.
No he tenido aún oportunidad de cotejar la musicalidad de las traducciones de La lluvia amarilla, cosa que me gustaría hacer algún día, para comprobar cómo los diferentes traductores se ha desempeñado con un texto en apariencia sencillo, y que en el fondo presenta este complicado escollo.
La sensibilidad para los diferentes estilos es otro de los requisitos fundamentales. Esa capacidad que nos permite meternos en la piel del autor, adivinar su pensamiento cuando éste no es suficientemente explícito, y verterlo de manera adecuada, constituye condición sine qua non de una buena traducción. Los distintos tonos que aparecen a veces en un libro –ejemplos insignes El rodaballo, de Günter Grass, o el ya citado Posesión de la Byatt–, los diversos niveles de lenguaje que son como las teselas del mosaico del estilo, exigen una aguda sensibilidad en quien afronta la labor sobre esos textos. De no existir esa sensibilidad, caeríamos en ese «español neutro», exento de matices, al que infortunadamente nos tiene acostumbrados el doblaje de los filmes de la televisión o el cine. Dentro de ese mismo registro de la sensibilidad se encuentra el importantísimo detalle de lograr que un Moravia sea diferente de un Calvino, y éste de un Bassani o un Pavese. ¡Por no hablar de esos traductores que hacen tabla rasa de los siglos y nos ofrecen un Boccaccio que parece escrito en nuestros días o un Fogazzaro en el cual ni una sola palabra hoy anticuada perturba nuestra lectura! Tales dificultades sólo se solucionan a base de sensibilidad e intuición, que en muchos casos viene a ser uno y lo mismo.
Y aquí cabría introducir la discusión a la que dio inicio Ortega en Miseria y esplendor de la traducción. ¿Traer el texto al lector o llevar el lector al texto? Frente a las teorías de Consuelo Berges, «siempre al castellano, y al mejor castellano», puliendo incluso el original, yo me inclino por una solución ecléctica. Respetar lo máximo respetable, pues con toda evidencia el lector sabe que pese a todo el texto que tiene entre sus manos no está escrito en su lengua, y dárselo en el español adecuado al nivel del original: si éste es un nivel pedestre, no hay por qué ennoblecerlo, y a la inversa. Decía Ortega al final de su ensayito:
Es cosa clara que el público de un país no agradece una traducción hecha al estilo de su propia lengua. Para ello tiene de sobra con la producción de los autores indígenas. Lo que agradece es lo inverso: que llevando al extremo de lo inteligible las posibilidades de su lengua transparezcan en ella los modos de hablar propios al autor traducido. Las versiones al alemán de mis libros son un buen ejemplo de esto. En pocos años se han hecho más de quince ediciones. El caso sería inconcebible si no se atribuyese en sus cuatro quintas partes al acierto de la traducción. Y es que mi traductora ha forzado hasta el límite la tolerancia gramatical del lenguaje alemán para transcribir precisamente lo que no es alemán en mi modo de decir. De esta manera el lector se encuentra sin esfuerzo haciendo gestos mentales que son los españoles. Descansa así un poco de sí mismo y le divierte encontrarse un rato siendo otro.
Quizás a lo que haya que tender sea a eso: a que el lector de una traducción haga los gestos mentales de la lengua de partida. Y, para lograrlo, se necesita, insisto, sensibilidad.
Oír, leer, sentir, todas cualidades eminentemente emocionales. ¿Significa esto que la relación del traductor con el texto traducido ha de ser pasional, catártica, que todas las libertades le están permitidas? A corregir esa impresión concurre otra cualidad –creo que la última, por hoy– que me parece supremamente racional: la humildad. Al mismo tiempo que nos metemos en la piel del autor, que sintonizamos con todos los matices de su texto, resulta esencial que no caigamos en la tentación de enmendarle la plana. Limitémonos a decir exactamente lo que él ha dicho, en buen español si el original es excelso, en mal español si el original no es bueno. No pretendamos hermosearlo, corregirlo, amplificarlo. Un breve ejemplo bastará para aclarar lo que entiendo por humildad. Extraído de un cuento de Maupassant, y de la versión de un excelente aunque desigual traductor que trabajó mucho en la inmediata posguerra, Luis Ruiz Contreras[5]:
Une sorte de géant velu, qui fumait, à cheval sur una chaise, une grande pipe de porcelaine, leur demanda, en excellent français: «Eh bien, messieurs, avez vous fait une bonne pèche?».
Alors un soldat déposa aux pieds de l´officier le filet plein de poissons, qu´il avait eu soin d´emporter. Le Prussien sourit: «Eh! eh! Je vois que ça n´allait pas mal. Mais il s´agit d´autre chose. Ecoutez-moi et ne vous troublez pas».
«Pour moi, vous êtes deux espions envoyés pour me guetter. Je vous prends et je vous fusille. Vous faisiez semblant de pêcher, afin de mieux dissimuler vos projets.»
Una especie de gigante velloso que fumaba tranquilamente una gran pipa de porcelana, les preguntó en correcto francés:
–Bien, señores, ¿han pescado ustedes mucho?
Entonces un soldado puso a los pies del oficial el saco de red lleno de pececillos. El prusiano sonrió:
–¡Eh, eh!… Veo que no iba mal; pero se trata de otra cosa. Escúchenme sin turbarse.
Y después de un breve silencio y una larga chupada a la pipa, el oficial prosiguió:
–Creo que son ustedes dos espías enviados para vigilarme. Yo los cojo y los fusilo. Vinieron a pescar, disimulando así los proyectos que traen.
Dejando a un lado otros aspectos de la traducción que no me entusiasman, pero que podrían ser discutibles, mi estupor ante las libertades –en definitiva, la falta de humildad– que puede tomarse un traductor surgió incontenible ante la frase señalada en cursiva. ¿De dónde había salido? Aunque en ese momento yo estaba manejando las mejores ediciones de Maupassant que existían en francés (Forestier y Schmidt), me entró la duda, esa desconfianza de que antes hablaba. Busqué otras ediciones, cotejé el texto original hasta cinco veces: ¡nada! Simplemente, al traductor le había parecido tonto, o ingenuo, describir a un caballero con una pipa sin que después diera ni una breve chupada. ¡Y se la añadió por su cuenta y riesgo!
Este ejemplo límite creo que ilustra a la perfección la tendencia de muchos de nuestros colegas a sustituir al autor, a enmendarle la plana y, en definitiva, a «mejorarlo», con total falta de humildad. Que es la misma carencia que lleva a ciertos profesionales a trufar de notas el texto, haciendo trabajosa y jadeante su lectura y, lo que es aún peor, mostrando sus propias debilidades de interpretación. Nada hay más revelador que una nota a destiempo –y las que explican el texto en lugar de traducirlo lo son casi todas–.
Y aquí termina mi exposición de las cualidades y saberes que se requieren en la traducción literaria. No quiere esto decir que los poseamos, pero sí que a ellos debemos aspirar. La complejidad de nuestra tarea, el amor que en nuestra obra ponemos y estos requisitos que he ido enumerando acaso en forma deshilvanada, hacen difícil esa sustitución que algunos agoreros nos anuncian para el futuro: ¡El traductor ha muerto, viva la máquina de traducir!
[1] Paolo Balboni, «Concepts méthodologiques pour la mesure de l´équivalence», en Turjuman, Tanger, vol. nº 2 (octubre 1992), pp. 17-30.
[2] Le ventre de Paris, en E. Zola, Oeuvres complètes, ed. De Henry Mitterrand, Carele du Livre Precieuz, vol. 1, p. 702.
[3] John Fleming y Hugh Honour, Diccionario de las artes decorativas, traducción de María Luisa Balseiro, Madrid, Alianza Editorial, 1987.
[4] Debo la cita –y su versión española– a la gentileza de Javier Franco Aixelá, que prepara una tesis sobre traducción. La fuente es: Rainer Schulte y John Biguenet, Theories of Translation, Chicago-Londres, The University of Chicago Press, 1992. Me la acaba de «regalar» amablemente, porque, según sus propias palabras «sé que te dedicas a marear a audiencias con los gajes del oficio». Ahí la tienen, pues, en absoluta primicia.
[5] Guy de Maupassant, Obras completas, vol. II. Ordenación, traducción y prólogo de Luis Ruiz Contreras, Madrid, Aguilar, 1948.