Hace hoy poco más de un siglo, en 1918 «la gripe española» causaba terribles estragos en nuestro país. El 8 de marzo, Josep Pla, que ese día cumplía veintiún años, comienza su diario: «Como hay tanta gripe, han tenido que clausurar la universidad. Desde entonces, mi hermano y yo vivimos en casa, en Palafrugell, con la familia. Somos dos estudiantes ociosos». En esa primera línea se advierte ya el papel de propiciadora accidental que tuvo la pandemia para la escritura del diario. Luego, se nos hablará de ella en una serie de anotaciones escuetas, secas, sin dramatismo: en casi cada familia hay una muerte, las familias tienen que partirse para ir a los entierros, la gripe no respeta ninguna edad, se ceba por igual en constituciones fuertes y débiles, y no hay más remedio contra ella que el caldo de gallina que aprovecha sobre todo a los vendedores de la materia prima: «Ahora, finalmente, da gusto vivir en Cataluña. La unanimidad es completa. Todo el mundo está de acuerdo. Todos hemos tenido, tenemos o tendremos, indefectiblemente, la gripe» (14 de marzo).
Meses después, en una breve pieza de introspección, el diarista consigna las consecuencias sicológicas del choque cotidiano de la muerte:
La gripe continúa matando implacablemente a la gente. En estos últimos días he tenido que asistir a diversos entierros. Eso, sin duda, hace que empiece a sentir una mengua de emoción ante la muerte ―que sentimientos reales y auténticos se me transformen en una especie de rutina administrativa. Nuestros sentimientos están siempre afectados por lo poco o por lo mucho ―son de una movilidad indecente. Aunque sólo fuese por esta razón, convendría que este escándalo de la patología tuviese un fin ―que la gripe no matase a nadie más. (22 de octubre de 1918)
La presencia de la muerte, nota grave en un libro eminentemente solar, es la sombra que anima el apego a la tierra, la avidez de realidad de una mirada, de una escritura aferrada a la vida y el mundo:
Por la tarde trato de llegar al mas. Por el camino me siento muy constipado, incómodo y me pasan unos escalofríos por la espalda gélida. Reculo. Tengo un momento de miedo. Será la gripe ―pienso; si lo es, la muerte es ineluctable. En el momento de dar la vuelta, contemplo un momento el pueblo de Pals, siempre tan bello, puesto sobre la colina: sobre las viejas piedras doradas había, suspendida, una ligera niebla azulada tocada de escurriduras violeta y malva, muy diluidas, como una digitación vaga. En casa, tomo un gran bol de leche caliente con un chorro de coñac. En la cama, la reacción se produce rápida. (6 de diciembre)
El 24 de febrero de 1919, con la universidad de nuevo en funcionamiento y con el joven escritor en ciernes de vuelta en Barcelona, la gripe aún no ha desaparecido:
He pasado todo el día de ayer y una parte del de hoy en la cama, con la gripe. He sudado como un caballo. Treinta y seis horas seguidas. Me levanto pálido y deshecho. Por un lado me parece que me hubiera podido morir y que me he librado por los pelos. Cuando constato que, a pesar de la fatiga, me puedo levantar, pienso que quizás ha sido una gripe benigna.
La versión castellana de la obra, que debemos a Dionisio Ridruejo y Gloria de Ros, se publicó en primera edición en 1975 y se reeditó en 2013, después de purgar el texto catalán de los numerosos errores de transcripción que había arrastrado desde su publicación (a esta última reedición pertenecen las citas precedentes). En su breve prólogo, ejemplo de agudeza lectora, dice Ridruejo que «la dificultad de traducir a Pla es proporcionalmente inversa a la aparente facilidad de su escritura», y que se ha propuesto observar «la fidelidad con escrúpulo, aunque sin soñar siquiera en lograr una equivalencia tonal perfecta, pues las lenguas tienen su estructura, y lo que se piensa en una hay que volver a pensarlo en otra».
Es una lástima que, con una traducción estilísticamente tan lograda, nadie se haya tomado la molestia de subsanar estos errores (y de corregir de paso las erratas y errores de puntuación). Tampoco nos libraremos, al parecer, de otra pandemia española: la del descuido editorial
El resultado de la traducción está, casi siempre, a la altura de la exigencia del texto y de los propósitos del traductor. Con mínimos y sutiles ajustes en el trasvase idiomático, se conserva la voz, el tono, el estilo del original, tan característicos. También se resuelven con acierto algunos pasos de compromiso (el «aire de compostura» que conservan los asistentes a un entierro traduce bien el «aire mudat» que tienen en el original). En lugar de buscar equivalencias, se dejan en catalán algunos dichos, en cursiva, con su traducción literal al pie («Qui tingui més, que sopi dos cops», «El que tenga de sobra que cene dos veces», p. 86): parece un buen criterio para hacer llegar al lector el sabor peculiar del refranero catalán. Con todo, la traducción presenta no pocos errores de interpretación, algunos de ellos de cierto bulto, como traducir «bufanúvols» (hombre presuntuoso) por «lunático» (p. 57). Es una lástima que, con una traducción estilísticamente tan lograda, nadie se haya tomado la molestia de subsanar estos errores (y de corregir de paso las erratas y errores de puntuación). Tampoco nos libraremos, al parecer, de otra pandemia española: la del descuido editorial.
Marc Jiménez Buzzi (Barcelona, 1976) es licenciado en Traducción y en Filología Alemana. Traduce del inglés, el alemán y el sueco al español y el catalán. Ha traducido obras de Nietzsche, Walter Benjamin, Stefan Zweig, Victor Klemperer, Hilde Spiel o Lluís Nicolau d’Olwer, entre otros.