Conversación entre Esther Benítez, Eduardo Zúñiga, Clara Janés, Miguel Sáenz, Miguel Ángel Vega, Catalina Martínez y Ramón Sánchez Lizarralde

1993- Actualizado el 4 de marzo 2020.

En 1993 los participantes en esta conversación, más un equipo de redacción integrado por Carlos Alonso Otero, Mariano Antolín Rato, María Luisa Balseiro y Miguel Martínez-Lage.  pusieron en marcha VASOS COMUNICANTES. Reproducimos la mesa redonda titulada «Seis traductores a escena», publicada en el primer número de VASOS COMUNICANTES, en verano de 1993, con las intervenciones de Esther Benítez, Clara Janés, Catalina Martínez, Miguel Sáenz, Miguel Ángel Vega y J. Eduardo Zúñiga y la coordinación de Ramón Sánchez Lizarralde.

Ramón Sánchez: Es esta una mesa redonda para hablar de la traducción, de su estado y vicisitudes, y del futuro, si es que lo tiene, de acuerdo con como lo pensamos cada uno.

En cuanto al procedimiento, voy a intentar enunciar y poner sobre la mesa diversos temas que tenemos premeditados y a partir de ahí podremos establecer cierta forma de diálogo. No se trata de que plantee interrogantes que debáis contestar uno por uno.

Ya os conocéis todos. De modo que sobran las presentaciones. La composición de la mesa permitirá, al menos eso espero, un contraste entre la visión de las personas que ya son muy experimentadas o consagradas y las que no lo son, porque llevan poco tiempo en el oficio, o porque les cuesta penetrar en el olimpo de los dioses…

Bien, para empezar, la primera cuestión que lanzo, evidentemente a los veteranos, es ésta: ¿Cómo se hace o cómo se hacía un traductor? Ahora, según parece, se hacen algunos en ciertas facultades y escuelas, aunque no existe demasiada confianza en el método. De modo que: ¿Cómo se hace un traductor? ¿Por amor a la literatura, por casualidad, por dinero, por decisión pragmática? Podríamos empezar por vuestros propios casos.

Esther Benítez: En mi caso, por puro azar. Esto es, cuando yo empecé a traducir, fue en el año 66 ó 67, no existía ningún tipo de formación universitaria, y aunque la hubiera, quizás no habría acudido a ella. Tenía la formación típica que se puede exigir a un traductor, una licenciatura, o, mejor dicho, dos: en filología románica y filología italiana. Empecé a trabajar en la enseñanza, pero la enseñanza a niños de bachillerato no me divertía mucho; entré luego en una editorial como responsable de colecciones y, corrigiendo otras traducciones, revisando el trabajo ajeno, comencé a darme cuenta de que aquello era bonito hacerlo bien y, entonces, por puro azar, empecé a traducir.

Muchos años antes, cuando estaba aún en la facultad, devolví sin hacer mi primera traducción, un texto de teología que me mandaron de Taurus, diciendo: » Tú que sabes un poco de italiano ¿por qué no traduces esto?» Entonces leí aquel texto, ni recuerdo el autor, y lo devolví a Taurus diciendo: «Queridos, no entiendo nada de lo que pone este texto, o sea, que no lo traduzco.» Pero, vamos, en mi caso fue el azar.

Después, cuando ya empiezas a trabajar, te entra el gusanillo. Evidentemente se daba el supuesto de amor a la literatura del que hablabas, pero en mi caso el comienzo fue por pura casualidad, porque era un trabajo que me divertía, que vi o me empezaron a decir que hacía bien y así empecé.

Clara Janés: Mi caso es un poco distinto. Yo empecé a traducir movida por un impulso, por un instinto de conocer bien una obra y de darla a conocer. Empecé con una novela, Martín el náufrago, de Golding, muchos años antes de que le dieran el Nobel. Me gustó muchísimo, pensé que aquí no se conocía a este autor, lo propuse y milagrosamente lo aceptaron. Entonces me metí en eso, sabiendo insuficiente inglés para una obra tan difícil, y fue una pelea bestial para llegar a buscar todo el sentido de la obra. Más que una traducción era casi una meditación continua sobre la obra, pero me mereció muchísimo la pena. Luego, de nuevo, el descubrimiento y el impulso de entrar dentro de una obra y de darla a conocer hizo que, al descubrir al poeta checo Holan, me pusiera a estudiar el checo para leerlo y para traducirlo, y ahí empecé una batalla bastante feroz, porque era un poeta dificilísimo. Todos los checos con los que entré en contacto decían que era completamente intraducible, los mismos checos lo tenían que leer con diccionario; pero, en fin, estudié lo suficiente, de modo que no era tan fiero el león como lo pintaban. Además, cuando conocí a Holan,  me encontré con que cuando yo le preguntaba algo me decía: «Invente usted.» Entonces yo, con este aval, ya me sentí mucho más segura y seguí por este camino.

Ramón Sánchez: ¿Que pasó para que reincidieras, qué es lo que sucede en ese punto?

Clara Janés: Sucede que me interesa mucho, que me meto dentro de la obra y, claro, lo que me interesa es la poesía. Pero esto hace que me sienta todavía muy amateur, aunque llevo casi treinta años trabajando, porque sé que el tiempo que empleo, económicamente no me reporta, porque si me tengo que poner a aprender una lengua para traducir a un poeta… y ahora estoy haciendo un disparate parecido: he empezado a traducir la poesía de Rumi y he empezado a estudiar el persa, lo cual no sé adónde me llevará. Pero es un impulso de descubrimiento y de dar a conocer a los demás algo que no se conoce y que creo que merece la pena, y luego el riesgo… quizás en ese aspecto soy bastante nietzscheana, me gusta vivir en peligro y eso es un riesgo tremendo. Son cosas que sabes que nunca acabarás de abarcar porque, verdaderamente, si leyendo un texto en tu propia lengua nunca llegas a saber todo lo que ha querido decir el autor, si lo haces con lenguas que conoces medianamente, aunque las vayas aprendiendo, llegar a dominarlas es muy difícil, es un riesgo y, sin embargo, tengo la certeza de que sale algo muy positivo. Por eso sigo adelante.

Juan Eduardo Zúñiga: No fue así mi caso al comenzar. Yo estudiaba francés con bastante asiduidad y debía de jactarme mucho, porque un amigo, que estaba en una editorial, me dijo: «Mira, con los conocimientos que tienes de francés, deberías traducir». Y yo traduje nada menos que a Taine, la introducción a su Historia de la literatura inglesa, que es un texto programático, y esa fue mi primera traducción, digamos, seria. Anteriormente había traducido poesía, por la cual sigo siempre seducido y, en realidad, no puedo hablar de que haya traducido prosa, he traducido muy poca prosa, las escasas traducciones que he hecho han sido de poesía, me interesa mucho…

Pero este consejo que ha dado Holan a nuestra amiga Clara a mí me da mucho miedo; yo creo que en poesía es muy peligroso inventar, porque entonces existe el peligro de que, si el traductor es imaginativo o maneja el idioma y le gusta utilizar sus propios recursos, puede influir en el texto original y modificarlo. No soy partidario de ese tipo de traducción en la poesía.

Clara Janés: Holan me dijo esto a propósito de las palabras que él inventaba, que eran bastantes, pues la lengua checa se presta a la invención. Lo cierto es que hay que inventar con fidelidad, desde dentro, eso es…

Zúñiga: La gran tarea es conservar todas las palabras, incluso defender el orden de las palabras en la construcción de la frase, en la construcción del verso…

Catalina Martínez: Esa es la gran diferencia entre el autor y el traductor. El autor puede crear con absoluta libertad mientras que el traductor tiene que atenerse fielmente a lo que ya está dicho. Y realmente nuestro campo de acción está bastante limitado por ese texto original.

Clara Janés: Pero en poesía no puedes mantener fidelidad al orden de las palabras, porque si tú sabes cómo haces un poema, que es una cosa tan compleja y en la cual estás calculando justamente el orden para elegir tu final y es tan importante, yo creo que al traducir tienes justamente que hacer el mismo cálculo y, si necesitas variar el orden de las palabras, lo varías para que el efecto final sea el mismo que tenía el poema. A mí me está pasando ahora con esta traducción de Rumi, que me lo han traducido todo, digamos, fonéticamente, y yo sé muy bien, porque he aprendido un poco de persa…, yo sé muy bien lo que está haciendo Rumi con las palabras y con los conceptos; entonces, es importantísimo poder conseguir lo mismo, pero es tan complejo, porque él juega continuamente con los sonidos, con las palabras…, Si lo consigues al final en la traducción es fabuloso; pero, a veces, claro, no puedes mantener el orden exacto, aunque puedes conseguir una cosa análoga. Ya es mucho.

Eduardo Zúñiga: Efectivamente, el orden es muy difícil, pero, por ejemplo, la conservación de las palabras… Yo creo que el poeta, cuando elige una palabra, la carga de significado. Muchas veces en las traducciones vemos que se prescinde de palabras fundamentales, de palabras que nosotros conocemos cuando nos sabemos de memoria un poema y que las hemos saboreado, y luego vemos que en la traducción han desaparecido, si comparamos la traducción con el original. Esto para mí es un error de traducción.

Miguel Ángel Vega: Se trata de integrar, digamos, ese aprendizaje de la traducción y ese innatismo traductor. No recuerdo literalmente la frase de García Lorca que dice que uno es poeta por la gracia de Dios y por el esfuerzo propio. Yo creo que una cosa parecida se podría aplicar a la traducción. Se puede ser traductor por inspiración, por voluntarismo, por simpatía con el texto, pero sobre esa simpatía, sobre esa afición se puede montar también un saber hacer, el aprendizaje y uso de ciertas técnicas traductológicas, el desarrollo de una estética traductora, una experiencia textual… Creo que en esto estribaría la ciencia de la traducción. Ninguna de las dos posturas es excluyente, ambas serían válidas, la que afirma que el traductor nace y la que afirma que se hace. Y la tercera también: nace y se mejora.

Ramón Sánchez Lizarralde: A propósito, ¿cómo te metiste en este mundo…?

Miguel Ángel Vega: Yo comencé por casualidad. La casualidad consistió en que me ofrecieron traducir una antología de Schlegel imponiéndome una fidelidad a la letra a ultranza. Sobre esa casualidad intenté levantar una reflexión que sustituía el concepto de fidelidad por el de lealtad, al decir y al querer decir, del texto y… fue así como desarrollé un gusto por la cosa. Creo que de la conjunción de ambos aspectos, la casualidad y la reflexión, pueden salir buenos traductores. Casi todos los escritores que pasaron por la traducción combinaron ambas. En todo caso uno intenta o debe intentar ser buen traductor. Eso es lo importante. Y me parece no sólo injusto, sino también aventurado decir: “¡Qué mala traducción!” Mal traductor tal vez sólo lo sea aquel que no ha entendido el original o quien, sin darse cuenta, atenta contra el propio idioma. Quien conscientemente no lo respeta, está, conforme a la teoría orteguiana, en su derecho. Ensanchar los límites del propio idioma, si se hace conscientemente, es una opción en traducción. Pero volviendo al tema: yo entré en el ramo por una casualidad, la casualidad de muchos otros traductores. Un día te ofrecen una traducción y te dicen: “¿Te atreves a traducir esto?” No me atrevo, pero voy a intentarlo. Y así se acaba en la traducción.

Miguel Sáenz: Yo creo que hemos mezclado muchos temas; por un lado el de cómo hemos llegado a traducir, otro podría ser si se puede enseñar a traducir, otro el problema de la traducción de poesía, que es un mundo…

Miguel Ángel Vega: Tú has enseñado a traducir, de modo que…

Miguel Sáenz: Yo dudo de que haya enseñado a traducir. He dado clases, pero no sé si nadie habrá entendido nada… Creo que, en el fondo, todos hemos llegado a traducir por casualidad, porque no había escuelas de traducción, no había posibilidades de formarse. Pero si alguien tiene afición a la literatura y al idioma, llega un momento en que quiere transmitirlo. Si lees algo en un idioma que conoces por la razón que sea, sientes deseos de traducirlo. Cuánta gente hay que traduce por nada. Encuentras por ahí personas que han traducido poemas o novelas enteras sin ninguna pretensión de publicarlos, simplemente por el placer de traducir.

Miguel Ángel Vega: Cabría pensar que en el sino del traductor hay algo de determinismo, algo de suerte o desgracia que da con sus huesos en la traducción. Posiblemente al nacer esté ya dirigido, temperamentalmente orientado hacia el uso de la palabra…

Miguel Sáenz: Quizá nosotros separamos demasiado lo que es escribir una obra propia de lo que es traducir. En el Este, el propio Holan, Brodski y todos esos poetas traducen continuamente. No hacen tanta diferencia entre cuando crean desde cero y cuando crean a partir de. Quizá sea el Romanticismo, con la potenciación del genio, del autor, el que trae la idea de originalidad, pero antes del XIX los escritores robaban argumentos, empezando por Shakespeare ¿no?, tomaban lo que les parecía y no distinguían muy bien cuándo estaban traduciendo, cuándo estaban haciendo una nueva versión y cuándo estaban creando.

Ramón Sánchez Lizarralde: Es un asunto que conviene plantear, en esta casa en particular. Esta es una asociación profesional e interesa, al hablar de la traducción, discutir sobre si somos profesionales o somos, en alguna medida, intelectuales; creadores con la lengua o no. O bien qué hay de las dos cosas, si es que se trata de una mezcla de ambas… En todo caso –Catalina debería hablar de su caso ahora–, yo he llegado por esa misma vía que habéis mencionado a la traducción. De repente, como resultado de una serie de factores ajenos a la escritura, aprendo una determinada lengua, conozco una determinada literatura y me digo: Esto tengo que ponerlo en mi lengua, comunicarlo. Y a partir de ese hecho me hago traductor…

Catalina Martínez Muñoz: No, no, mi caso es completamente distinto al vuestro. Cuando yo me encontré en el momento de iniciar unos estudios universitarios sí existían ya las escuelas de traducción, o sea que yo entré aquí con premeditación y alevosía, puede decirse, aunque también por lo mismo que Clara, por un impulso y un gran interés por la traducción y un agradecimiento profundo a los traductores que durante muchos años me habían permitido leer obras que no habría podido leer de otra forma. Siempre me había parecido una cosa fascinante. De todas formas, después de haber pasado por una escuela de traductores, creo que la traducción no se puede enseñar. Se pueden establecer ciertas pautas, se puede ofrecer una formación lingüística sólida, no sólo en lo referente al idioma, pues se supone que ya hay que saberlo cuando se entra en estas escuelas, sino estrictamente lingüística, que me parece fundamental para nuestra profesión. Pero difícilmente se puede enseñar a traducir, un traductor es casi como un poeta, tiene que nacer traductor, aunque luego se vaya formando y vaya mejorando en el ejercicio de su profesión.

Miguel Ángel Vega: Mi actitud ha sido un poco integradora y creo que ambas cosas son posibles, que primero naces y después te haces: el genio es bruto, y el genio hay que pulirlo, hay que someterlo a unas normas, a unas leyes, a unas reglas y eso se obtiene…, da lo mismo que sea en una universidad, en una escuela o en un centro como éste.

Esther Benítez: Lo que pasa es que hay una cosa que al menos yo tengo muy clara, esto es: si yo tuviera ahora dieciocho años y las ideas que tengo –cosa que es imposible– no me matricularía en una EUTI , ni posiblemente en una facultad de traducción a la que entrara directamente desde el bachillerato. Haría una licenciatura en arquitectura, en letras, en derecho, en lo que fuera, y después… El vuestro, el de la EULMT, es un modelo que, en general, todas las asociaciones de traductores literarios cuando nos reunimos recomendamos, esto es, una formación seria en lo que sea, una formación universitaria, o la formación muy completa que alguien puede adquirir como autodidacta…

Miguel Ángel Vega: Estoy completamente de acuerdo.

Miguel Sáenz: Yo no estoy de acuerdo. Nadie nace traductor. Lo primero que adquieres y aprendes es tu idioma, en tu familia o luego. De manera que nadie nace traductor, como nadie nace escritor. Lo primero que tiene que poseer un escritor es su propio idioma.

Catalina Martínez Muñoz: Sí, pero hay un impulso, una disposición natural, una sensibilidad especial para la lengua que no todo el mundo tiene.

Miguel Sáenz: Que proviene de tu ambiente familiar, de si en tu casa había libros o no… ¿Y no se puede enseñar a traducir? Bueno, depende. La traducción es un arte y una técnica; la técnica se aprende. ¿Se puede enseñar a pintar? Claro que sí: no se aprende a ser Goya, pero hay una técnica que se aprende. A lo mejor puedes aprenderla por ti mismo, pero es más largo y más difícil; y si tienes un buen profesor, te puede acortar muchos caminos y enseñarte muchas cosas que ni sospechas. Otra historia es saber si las escuelas de traducción que hay son buenas, pero ése es otro problema.

Esther Benítez: Yo aprendí muchísimo revisando traducciones ajenas, al lado de una persona como Marcial Suárez, que era el jefe de redacción en la editorial donde yo era secretaria de redacción, y que tenía un gran genio del idioma, estoy hablando del castellano. Es fundamentar contar con alguien que está todo el día señalándote posibilidades del castellano para solucionar la casuística de la traducción. La barrera es la persona que carece de sensibilidad para el castellano, esa es la barrera fundamental. Muchas veces me llegan gentes que me piden que les eche una ojeada a una traducción, que quieren empezar a traducir o llevan algún tiempo haciéndolo, yo les digo que me traduzcan un texto brevísimo —tampoco estoy para ver un libro entero—, y por lo que hacen en cuatro páginas puedo saber si esa persona mejorará alguna vez o no. Porque la persona que no sabe, que no conoce el castellano, que no lo domina, que no sabe darle la vuelta a una frase, que tiene unas estructuras rígidas en su castellano, por mucho que le enseñes…

Miguel Sáenz: Incluso eso se aprende, ¿cuantos escritores ha habido que eran analfabetos a los dieciséis o diecisiete años?

Clara Janés: Se puede aprender. Quiero abundar en eso que dice Esther, porque yo, como más he aprendido ha sido consultando todas mis dificultades, sobre todo en prosa, tremendas, con Rosa Chacel. Las soluciones que me daba ella eran tan bestiales que sólo apuntar todo aquello ya era un curso de traducción. Y no es que ella se haya dedicado a traducir, sólo alguna vez… Cuando trabajaba en Marguerite Duras todo se lo consultaba a ella, cada día, y me quedaba alucinada. Ahí de verdad vi qué manera de emplear el castellano tenía —traducía del francés—; de modo que es importante el dominio de la propia lengua, y disponer de un contraste así, de alguien que la conozca muy bien.

Miguel Ángel Vega: Yo diría que el aprender a traducir traduciendo, learning by doing, hay que completarlo también con el learning by learning, si se me permite. No sé si es exacta la expresión en inglés. Es decir, aprender a traducir traduciendo, pero también aprender a traducir pensando, reflexionando. Y ese «reflexionando» lo hago sinónimo de ir a una escuela, la que sea.

Catalina Martínez Muñoz: Sí, pero esa reflexión es posterior al trabajo.

Sánchez Lizarralde: Concretando en ese sentido, parece que el defecto fundamental de las escuelas de traducción existentes consiste en que dan muy poca formación en la propia lengua a los alumnos…

Catalina Martínez Muñoz: Sí, sobre todo que, por lo menos en las que yo he conocido hasta ahora, no sé si ha cambiado la modalidad de acceso, no se pedía una prueba de traducción, simplemente se pedían conocimientos del idioma, se pedía una prueba de idioma. Es lo que dice Esther, en un texto de cuatro páginas tú ves perfectamente si una persona es apta o no para traducir, independientemente de que luego pueda mejorar.

Miguel Ángel Vega: En la nuestra, y tú lo sabes, Miguel, se exige un examen de español o de capacidad de expresión en la propia lengua —la lengua A que se llama ahora, no sé por qué—, y eso como condición para después poder desarrollar el currículo. Sí que tienes razón en el sentido de que el plan de estudios aprobado por el Ministerio de Educación para las futuras licenciaturas exige un montón de créditos dedicados al primer ciclo, sólo contempla seis créditos troncales, es decir, sesenta horas de clase de español referidas al propio idioma. ¡Eso es escandaloso! En un conjunto que, hablo de memoria, pueden ser doscientas o trescientas horas… que sólo esas sesenta se dediquen al español, es escandaloso.

Miguel Sáenz: Es que quizás habría que plantearse si una escuela de traducción tiene que enseñar el español u otros idiomas, es decir, si no habría que darlos por supuestos antes de empezar las clases. No es una escuela de idiomas.

Miguel Ángel Vega: Estoy de acuerdo, pero me estoy refiriendo al primer ciclo, donde se supone que ingresan desde el bachillerato. De lo contrario hay que suponerlo. La Universidad está haciendo básicamente lo que antes hacía el bachillerato, y el bachillerato lo que antes hacía la EGB, y la EGB se dedica a llevar a los niños a granjas, etc., pero lo cierto es que hay una despreocupación por el propio idioma absolutamente escandalosa. Se puede llegar al segundo ciclo, es decir, a tercero, cuarto o quinto curso de facultad y sólo haber dedicado, teóricamente, sesenta horas de clase a reflexionar sobre el propio idioma, eso es lo triste.

Clara Janés: Es muy importante: una de las cosas que uno aprende al traducir es su propia lengua, o sea que, dentro de lo que fuera enseñar traducción, estarías enseñando siempre tu propia lengua. Creo que es fundamental. No es que no tengas que conocerla ya, sino que profundizas muchísimo más. Porque uno la sabe más o menos automáticamente, por más que estudie…; al contrastar con la forma de expresar en otro idioma vas profundizando en la forma de expresar en el tuyo. Esto es lo importante.

Miguel Ángel Vega: Con relación a la traducción, se han ensayado o se están ensayando dos sistemas. Hasta el 30 de septiembre de 1991 existían las EUTI y existían los terceros ciclos; terceros ciclos a los que llegaban personas con una carrera previa que aportaban —a mi parecer, el factor más definitivo en el saber hacer del traductor— madurez. Y no me refiero sólo a la biológica, aunque también a ella. Aportaban, sobre todo, la madurez que proporcionan unos conocimientos profesionales previos. Ese tercer ciclo posibilitaba que sobre una persona madura se montasen unas capacidades, unas destrezas, unas técnicas de traducción, modulación, trasposición… Yo creo que eso era y es positivo. Ahora, coger a un alumno que ha acabado el BUP, el COU, con diecisiete o dieciocho años, y obligarle a enfrentarse a la tarea tan grave, tan solemne de ser el depositario de la cultura literaria del propio país —ciñéndome al caso del traductor literario—, a mí eso me parece exagerado. Y por eso estoy en contra de este tipo de formación de traductores: al muchacho que entra directamente del BUP a primero de una facultad de traducción, se le da una serie de asignaturas que producen, fundamentalmente, una acumulación de conocimientos teóricos. Esas asignaturas no proporcionan saber práctico; acaba con ocho o diez mil horas de clase encima pero sin haber conseguido ese saber largo, ancho y profundo que puede dar la experiencia, que más o menos todos tenemos fundada en el intento, en el error y el intentarlo otra vez…

Catalina Martínez Muñoz: Yo me he dado cuenta de los problemas del trabajo de traducción después de años de dedicarme a ello, cuando llevaba tres o cuatro años trabajando como profesional en la traducción; pero cuando presentaba un texto a un profesor, un texto de una página tomado al azar de una novela, yo no era capaz de ver… para empezar porque estaba fuera del contexto y así no eres capaz de ver los problemas que tiene la traducción de una novela global, eso no lo haces hasta que empiezas a trabajar, hasta que entras en el mercado de trabajo abiertamente.

Miguel Sáenz: Yo estoy contigo en que quizá no se pueda enseñar a traducir, pero, desde luego, se puede aprender, eso está claro y se puede aprender sólo traduciendo…


Miguel Sáenz: «Quizá no se pueda enseñar a traducir, pero, desde luego, se puede aprender, eso está claro, y sólo se puede aprender  traduciendo…»


Catalina Martínez Muñoz: Como lo habéis aprendido todos vosotros.

Miguel Sáenz: Se aprende con la práctica, es decir, se aprende la técnica. Pero en un taller, con un mismo texto y diez personas dando soluciones, se puede aprender mucho. Yo, cuando más aprendí a traducir fue cuando era traductor en las Naciones Unidas y había un señor que revisaba mis traducciones y luego me pasaba mi traducción revisada y yo le decía: «Oye, ¿por qué has cambiado este ‘sin embargo’ por ‘no obstante’?» «Porque me da la gana y porque es mi traducción y soy yo el responsable». “Ah, muy bien. ¿Y aquí?» «Mira, eso te lo he cambiado porque es una barbaridad y no quiere decir tal cosa en inglés, sino tal otra». «Ah, muy bien». Y a lo mejor eso lo hubiese descubierto yo solo al cabo de dos meses, pero en un momento lo aprendía. Y a la inversa, cuando tú revisas traducciones de otros aprendes muchísimo, porque de repente estás viendo la traducción y dices: «¡Qué bruto, fíjate lo que ha puesto!», o bien: «Esto no se me hubiera ocurrido en la vida, ¡qué solución más buena para algo que yo he estado buscando!». Aprendes muchísimo. Lo mismo que cuando eres jurado de algún premio y cotejas traducciones. Aprendes. Y aprendes no sólo de las traducciones buenas sino también de las malas. ¡De modo que sí que se aprende…! ¿Y por qué no se puede hacer eso en una escuela? Además, hay una parte de la enseñanza muy importante, que son una serie de virtudes, digamos, morales, como por ejemplo el rigor; como por ejemplo la precisión; como por ejemplo la honestidad. Cuando un traductor se encuentra con algo que no sabe y que le va a costar mucho tiempo averiguar, no puede poner cualquier cosa y seguir adelante; y eso se puede enseñar en una escuela. Un traductor tiene que tener cierto carácter, y ese carácter se puede formar; dar conciencia de que traducir es una profesión seria y de que vale la pena hacerlo bien.

Miguel Ángel Vega: Una ventaja que veo que dan estas instituciones es la obtención por parte del alumno de una estética, no tanto de una teoría de la traducción como de una estética de la traducción. Personalmente distingo o me gusta distinguir entre teoría de la traducción, estética de la traducción y filosofía de la traducción.

Ramón Sánchez Lizarralde: Con eso nos acercamos también al problema de la consideración social del traductor. Al contrario que el escritor…

Miguel Sáenz: ¿Está bien considerado el escritor en España? Yo creo que no. Están bien considerados tres o cuatro porque son famosos o por otras razones… La verdad es que eso de la consideración social es muy relativo. Somos muy quejicas los traductores. Y quizá nuestro nivel económico no nos permite tampoco ser muy importantes, no sé.

Miguel Ángel Vega: Yo creo que el traductor tiene de hecho, no de derecho, un grado de «autoridad», participada de la del autor, por supuesto, bastante considerable. Y eso debería hacerse socialmente efectivo. ¿Por qué los editores no dejan expresarse al traductor? Algo que deberíais lograr las asociaciones profesionales de traductores es que toda traducción fuera precedida de un prólogo, en el que el traductor explicase sus criterios, sus problemas, etc. Cosa que se ha hecho a lo largo de la historia de la traducción. Si se coge, por ejemplo, La Ilíada de Madame Dacier, uno se encuentra con un centenar de páginas en las que quien habla es la traductora y no Homero. Y esos prólogos son los que constituyen precisamente la teoría de la traducción clásica. Creo que es muy importante que el traductor, en su «autoridad», se explique, se defienda, que después lloverán sobre él los palos. Además me gustaría decir que a esa falta de prestigio contribuimos de manera decisiva los traductores cuando nos dedicamos a dar palos a los colegas. Los palos que da Esther… y los que recibe cuando traduce han hecho correr tinta impresa. La mayoría de los traductores hacen su trabajo con honradez y, consiguientemente, el lector y, sobre todo, el colega, no pueden ir a por él y ponerle como un trapo si no se le oye. Los traductores somos culpables de la falta de prestigio por las críticas que dirigimos a nuestros colegas. Es chocante que el traductor sólo salga a la luz pública cuando supuestamente es muy bueno o muy malo. Si no se tiene acceso a los medios, el traductor criticado no tiene opción a réplica. Y eso es injusto.

Miguel Sáenz: El de la crítica es otro problema. Lo que pasa es que, normalmente, no hay crítica, ése es el problema.

Esther Benítez: El crítico no conoce el idioma, empieza por no disponer del original para cotejarlo, lo único que tiene es el castellano y si el castellano le suena bien, cuela. Porque yo conozco algún traductor que escribe un castellano maravilloso pero que en el cotejo deja mucho que desear. Eso todos lo conocemos. Al crítico se le paga muy poco. Si a eso le tienes que añadir aunque sea unas cuantas calas en la traducción, eso representa un trabajo que no compensa. Los críticos se limitan entonces al estereotipo: «una excelente versión de…»,» una cuidada traducción de…», y puede ser una traducción horrorosa, horrorosa dentro de los límites de que un buen traductor no hace traducciones horrorosas, pero todos sabemos que un libro que has hecho forzando la máquina no te ha quedado tan bien como otro que has podido revisar al cabo de los dos meses o al cabo del mes… son estereotipos. O bien se fijan en la evidencia de un destrozo en castellano y entonces dicen: «una horrorosa traducción». Son las dos cosas, no hay más en la crítica normal. Entonces, la única manera de hacer crítica es en revistas especializadas. Por otra parte, la crítica no debería consistir únicamente en descubrir los defectos sino también las virtudes, es decir, en una valoración de la traducción…

Miguel Ángel Vega: Desde luego, en el círculo de traductores hacemos crítica comparando versiones, por ejemplo, comparando la que se ha hecho al francés y la que se ha hecho al español, pero eso tampoco es muy justo desde el momento en que al traductor no se le da la opción a defenderse, a explicar su postura, desde qué estética está traduciendo. Puede haber sido muy consciente de que el texto podría haberse traducido de veinte maneras, pero ha elegido una. Por favor, déjenle que la defienda.

Esther Benítez: Pero eso exige un trabajo ímprobo… Incluso para una revista especializada es muy complicado hacer una crítica de una traducción, porque tú sabes que la única manera de hacer una crítica en serio de una traducción es empezar por la primera página y terminar en la última. Porque muchas opciones que te encuentras en la página cincuenta vienen determinadas por la primera decisión que has tomado en la página quince. Si abres por la página cincuenta puedes decir: ¿por qué ha traducido aquí esto por esto?

Sánchez Lizarralde: Yo ejerzo más de comentarista literario que de crítico. Porque, la verdad, lo que se hace en los suplementos literarios y en las revistas no es crítica literaria en sentido estricto, pero sí comentario de los libros. El hecho es que cuando empezaba, como soy traductor, me lo tomaba muy en serio e intentaba en cada novela o libro traducido abordar el asunto de la traducción: imposible. Como no puedes expresarlo, como no puedes desarrollarlo, porque no existe espacio natural para ello en ese órgano, no te queda más remedio que recurrir a lo que, de hecho, se acaba convirtiendo en un sistema: cuando la traducción te parece muy, muy buena, dices que está muy bien la traducción; y cuando has encontrado demasiadas barrabasadas que te chirrían, rechazas la traducción. Pero como regla general no se dice nada.

Miguel Sáenz: Ese es el problema de la crítica… Primero, el crítico normalmente no sabe idiomas; segundo, cuando sabe el idioma que sea, no tiene el original; y tercero, en condiciones normales quien podría hacer una crítica de la traducción es un traductor, y el traductor está completamente condicionado porque, o es amigo, o es compañero, o es enemigo. En cualquiera de los casos no puede hacer una crítica con libertad, como podría hacer un crítico literario.

Catalina Martínez Muñoz: Pero habría que romper esa dinámica, porque esa sería realmente la única forma de que mejorara la calidad de las traducciones, que existiese la crítica a la traducción y la autocrítica del propio traductor, que existiese la posibilidad, como decía Miguel Angel, de exponer cuáles han sido los criterios que te han llevado a tomar una opción u otra.

Miguel Ángel Vega: Catalina lo ha dicho: autocrítica. Yo me acuerdo cuando tú, Miguel, explicaste en la Universidad tu traducción de Günter Grass: a mí se me abrieron no sólo muchas claves del texto de Günter Grass, sino muchas claves de tu traducción.

Miguel Sáenz: La autocrítica no es crítica, es excusas. Yo no creo mucho en la autocrítica. Hombre, está bien, es un elemento más que puede quedar bien en un prólogo. Y los prólogos me parecen bien, sobre todo en las traducciones de clásicos; pero con una salvedad, y es cuando alguien escribe un prólogo diciendo: «Todas las traducciones existentes hasta ahora de este texto son malísimas…». Entonces hay que echarse a temblar, porque lo que viene suele ser peor.

Clara Janés: Porque traducir y sobre todo traducir poesía es un ejercicio de humildad continuo. La de veces que a mí me han dicho: “No esperes que lea yo tus traducciones, porque la poesía es intraducible”. Te quedas… difunta.

Miguel Ángel Vega: Por eso digo, Miguel, que el vicio está en los mismos traductores. El traductor debería tener una cierta empatía con el colega, debería ser un samaritano, tener una actitud irénica. Al traducir se interpreta, y la interpretación es múltiple: que el lector escoja entre el abanico de traducciones, que escoja la que le gusta, la que va con su modo de ser.

Miguel Sáenz: Miguel Angel, estás en un plano muy idealista. El problema real no suele ser que el traductor haya elegido entre las distintas traducciones posibles. Es que hay traducciones que son auténticamente para querellarse, porque son una estafa. En las novelas que se publican todos los días hay barbaridades como puños.

Catalina Martínez Muñoz: Pero eso ocurre, entre otras cosas por descuido de los propios editores.

Miguel Ángel Vega: Yo pienso que muchas de esas traducciones que a nosotros, en seco, nos parecen malas, están pidiendo a gritos un careo con el propio traductor: «¿por qué has traducido así y no de la otra manera?» Recuerdo, Miguel, que cuando tú explicaste tu traducción de Grass, en concreto, los diferentes niveles diacrónicos de lengua que tú habías intentado reproducir, me quedaron claras cuestiones que antes habría juzgado negativamente. Es posible que alguien, sin tener esa clave interpretativa del traductor, coja esa traducción tuya y… quizás en tu caso no, porque tienes una inmejorable y justificada fama, pero otro menos afamado hace lo mismo y recibe un varapalo. Recientemente tenemos el caso de la traducción del Finnegan`s Wake...

Ramón Sánchez Lizarralde: Yo puedo aportar otro ejemplo. Cierta editorial francesa, dueña de los derechos de cierto autor, quiso expulsarme de la traducción, es decir, pretendía que los libros se tradujeran del francés, porque mis versiones castellanas, en efecto, no decían lo mismo que las versiones francesas. Y eso porque yo intentaba ajustarme más al texto albanés, respetar más los diferentes niveles léxicos que encontraba en el texto albanés.

Clara Janés: Yo también tuve una pelea por el libro que traduje, el primero de Hrabal, con los de Península, porque yo seguía el estilo de él, un estilo que violenta totalmente la gramática, páginas y páginas sin puntos. Pues, bueno, tuve que escribir dos o tres páginas explicándoles cada cosa que había hecho y al final me las aceptaron todas, pero lo que pasé yo entre tanto…

Ramón Sánchez Lizarralde: Yo tuve la suerte de tener un editor que dijo: «No hay discusión… Esto se traduce del albanés porque lo demás es una aberración…» Pero yo entiendo que ese editor no es la norma. En el ámbito editorial actual hubiese sido bastante normal que, efectivamente, ese señor hubiera renunciado, porque además le cuesto más caro, por lógica, que un traductor de francés.

Miguel Sáenz: Volviendo a la crítica, tendría que ser una revista como ésta que se está intentando hacer donde encontrara cabida… una revista para un público directamente interesado.

Ramón Sánchez Lizarralde: Sin embargo, quisiera plantear el problema también desde otro ángulo: ¿tenemos posibilidades como colectivo –después de las conquistas obtenidas, que son evidentes—de influir más en la consideración del trabajo de traducción? ¿Tenemos posibilidad de llegar más a los suplementos literarios, a las revistas literarias, de influir más en ese terreno?

Esther Benítez: El problema es el de siempre; constantemente a ti, como a mí, como a todos vosotros, nos están llamando todos los días: que La Vanguardia hace cuatro páginas sobre la traducción: te preguntan tropecientas cosas, extractan lo que les da la gana y salen dos páginas sobre traducción. Y luego vuelta a empezar, ya no es La Vanguardia, sino El Norte de Castilla. Quiero decir, que en ese sentido hemos avanzado mucho, porque hace años salía una cosa sobre traducción de Pascuas a Ramos. Luego está, por otra parte, la licenciatura de traducción e interpretación, también nos llaman crecientemente. No intervenimos para nada en los estudios ordinarios, pero sí en unas conferencias, una charla, un taller… se están dirigiendo crecientemente a los profesionales. En ese sentido yo creo que tenemos posibilidades, evidentemente. Si constituimos un colectivo equis, un colectivo de traductores que reflexiona sobre problemas de traducción y escribe artículos… al final tendremos que escribir artículos de ciento veinte líneas para publicarlos en prensa diaria.

Miguel Ángel Vega: ¿Por qué no vais a escribir en revistas especializadas? Eso es lo que yo me pregunto. Yo creo que el lingüista que no se ha puesto «bajo la advocación de San Jerónimo», utilizando la frase de Larbaud, no tiene ningún valor. Es decir, prefiero la experiencia del traductor de a pie, de base, que me está iluminando con su experiencia del texto, con sus procedimientos para solventar ciertos problemas; en mi opinión es más válido eso, y eso es lo que deberíais también reivindicar poco a poco ante la Universidad y ante las instancias oportunas. Es decir, vosotros, los profesionales, deberíais haber sido convocados a la hora de trazar una licenciatura de traducción. Ya no puede ser, porque ya se ha trazado. En la elaboración de ese plan de estudios se debería haber tenido en cuenta la opinión de los profesionales y de las asociaciones profesionales tanto como la de los filólogos y lingüistas que hacen lingüística aplicada y contrastiva… en teoría. La traducción es eso y mucho más.

Miguel Sáenz: El problema de por qué el traductor no escribe más en revistas consiste en que no tiene tiempo. Si ya tiene que trabajar como un negro para subsistir, y encima se pone a escribir artículos que le pueden llevar tres o cuatro meses de investigación… En los suplementos literarios, si dices muchas cosas en la reseña de un libro sobre la traducción, cuando tienen que quitar cinco líneas, quitan las cinco líneas dedicadas a la traducción.

Sánchez Lizarralde: No quiero pecar de oportunista, pero esta revista pretende precisamente contribuir a eso. A que exista la posibilidad de discusión de que hablábamos antes. Que un traductor pueda exponer de qué manera ha traducido un texto determinado y por qué. Creo que debemos abrir en esa revista una sección de crítica, de crítica entendida en el sentido que precisábamos antes: el análisis de traducciones importantes. Claro, esto va a exigir, sin duda, un esfuerzo…


Sánchez Lizarralde: «No quiero pecar de oportunista, pero esta revista pretende precisamente contribuir a eso. A que exista la posibilidad de discusión»


Eduardo Zúñiga: Yo quería decir que esas críticas tienen un problema para el lector, y es la servidumbre de que forzosamente hay que recurrir a los ejemplos. Es la misma dificultad que me encuentro cuando se me dice que hable sobre la teoría de la traducción, a lo cual yo me niego, porque para mí la teoría de la traducción se basa mucho en ejemplos, en la práctica. Y yo no sé si una crítica en donde se recurre a esta exposición minuciosa, detallada, la va a aguantar el lector.

Miguel Sáenz: Sí en una revista dirigida básicamente a los traductores.

Ramón Sánchez Lizarralde: Esta revista, salvo pequeñas excepciones, no va a salir del ámbito de los traductores, en primer lugar, más algún que otro crítico literario, algún escritor interesado, dispuesto a perder un rato de su tiempo en esto, y probablemente algún editor también interesado que le echará un vistazo. No mucho más; sin embargo yo creo que sí tiene valor en cuanto que ofrecerá la posibilidad de crear un ámbito en el que discutir.

Miguel Sáenz: Además, esa revista se puede nutrir del Instituto de Lenguas Modernas y Traductores. Hay gente joven que escribe cosas muy publicables, gente que tiene que hacer ese tipo de trabajos para sus estudios.

Miguel Ángel Vega: La ventaja que tiene la traducción en este momento es que está despertando un interés puramente cultural y no crematístico: muchos de los que van al Instituto lo hacen por puro interés por la traducción. Y, efectivamente, hacen cosas realmente muy valiosas. De todas maneras yo quisiera también recuperar al traductor para la Universidad. Tú hablas de una crítica especializada, para el profesional y demás, pero sin que esta revista suponga una alternativa a la revista erudita de la Universidad. Entre ambos tiene que haber una cierta osmosis.

Ramón Sánchez Lizarralde: Habrá que recoger el guante… El último tema que quería plantear es más profesional. Imagino que la mayoría de vosotros habéis conocido épocas muy distintas en cuanto a la relación con los editores. Después de la aprobación de la Ley de Propiedad Intelectual las cosas parecen haber cambiado bastante, no sólo a efectos del reconocimiento formal de los derechos. Lo que quiero plantear es una discusión un tanto vidriosa pero importante: ¿qué es lo que determina la relación de respeto con una editorial: la Ley, es decir, el texto jurídico aprobado o, en vuestro caso, los años de ejercicio, las garantías de calidad? Hay muchos colegas que están trabajando todavía como si no se hubiese firmado esa Ley. Con tarifas vergonzosas, sin contratos, es muy probable que una parte de ellos sean los que hacen traducciones innobles, pero no necesariamente es así. De modo que ¿cómo habéis visto ese desarrollo y qué factores están actuando ahí?

Esther Benítez: Para mí no ha cambiado prácticamente nada en relación con el editor, con Ley o sin Ley. Es decir, sin Ley yo ya había renunciado a traducir autores vivos porque había determinadas editoriales que no me pagaban derechos; con la Ley he vuelto a traducir a determinados autores vivos porque ya no tenían más remedio que pagarme derechos; nunca he traducido sin contrato. Yo siempre he sido muy dura en la negociación, eso va en caracteres y, por lo tanto, mis relaciones con los editores siempre han sido cordiales, porque cuando no lo eran no volvía a traducir para esa editorial. Para mí no ha cambiado absolutamente nada… Ahora, lo que sí me parece es que la Ley nos da pie para seguirla, de ahí la comisión de seguimiento, para hacer que se cumpla, porque hay muchos casos, como tú dices, en que no se cumple. La burla esa de proponer un tanto alzado para una primera edición entre cinco y cien mil ejemplares es una tomadura de pelo…

Miguel Sáenz: Sí han cambiado cosas, es decir, las editoriales, por lo menos, se han mentalizado un poco, en el sentido de que ahora saben que la traducción no es suya, que es del traductor. Aunque la Ley se ha quedado muy coja y tiene una serie de deficiencias tremendas, por ejemplo lo que tú decías: se puede vender por una suma global la primera edición, pero si esa primera edición es de cien mil ejemplares, resulta una estafa. Los porcentajes de autor: yo creo que no cobro porcentajes de casi nadie, salvo por los clásicos, y, en realidad debes siempre dinero a las editoriales. Creo también que es un problema de capacidad de negociación, o de carácter para negociar, y yo soy muy mal negociador. La gente se cree que a mí me pagan mejor; pero me pagan igual porque se dan cuenta de que me interesa traducir lo que me ofrecen y se aprovechan. Por ejemplo, en el momento de firmar el contrato nunca me acuerdo de decir que en lugar de dos ejemplares —es ridículo que te den dos ejemplares— pongan diez. De todas formas, la Ley necesita un reglamento que diga: el porcentaje mínimo de derechos de autor será 1,5 ó 2,5 y si los derechos del autor original están caducados, será como mínimo del 6 por ciento. Eso es lo que le falta, un desarrollo concreto.

Esther Benítez: No solamente es eso, tendríamos que tener una especie de pequeño prontuario para uso de traductores a la hora de firmar un contrato porque, efectivamente, los editores no podrían ceder lo que no es suyo si en el contrato no pusiera que los derechos subsidiarios lo son. Recordarás, por ejemplo, que Alfaguara, en aquellos contratos maravillosos que nos hacía al principio, hablaba que en caso de cesión de derechos, la editorial —cuando estaba Jaime Salinas— prácticamente actuaba como un agente, se quedaba con el 10 por ciento y el 90 por ciento era para ti. Hoy ya es un buen trato tener mitad y mitad, cuando realmente la traducción es tuya; pero vamos, en cualquier caso lo que sí está claro es que, si tú no quieres, no pueden ceder tú traducción al Círculo o para una utilización subsidiaria. Yo concretamente paré la publicación en el Círculo de Nuestros antepasados, de Calvino, porque me ofrecían una cantidad que me pareció ridícula. Y dije: «no, no quiero», y entonces Alianza no lo ha cedido al Círculo, de lo cual me alegro, porque así sigo recibiendo derechos más substanciosos de Alianza que si el libro entrara en el Círculo. Aunque ellos juran que no tienen nada que ver, sólo lo creo en parte: el público es distinto, pero sólo en parte, porque hay mucha gente de la que compra libros que se hace del Círculo porque tiene los libros más baratos. Lo importante es, pues, que exista una Ley que les obliga a respetar determinados derechos. El problema es que en este mundo nuestro hay que ser pesadísimo y leerte los contratos y donde pone dos ejemplares de autor ponerles diez, y donde pone que les cedes tu representación ante CEDRO, tacharlo, etc. O sea, estar muy encima de los contratos, y, bueno, yo quizás por deformación profesional lo hago desde siempre, cada vez que me mandan un contrato lo devuelvo con correcciones para que lo retoquen.

Miguel Sáenz: Normalmente el traductor firma lo que le ponen delante y no sabe ni lo que está haciendo.

Ramón Sánchez Lizarralde: Y lo que negocia es el tanto alzado, el anticipo, en todo caso.

Miguel Sáenz: N i siquiera tiene capacidad de negociación. Le dicen: mil doscientas la página o mil cuatrocientas, o mil ochocientas en casos superprivilegiados… Para mí es un fraude de Ley clarísimo el que la Ley reconozca unos derechos de autor al traductor y el 99 por ciento de los traductores jamás cobren un porcentaje, esa es la realidad.

Esther Benítez: La Ley no está mal, lo que hay que hacer es llenar los huequitos, los puntos suspensivos de la Ley, con un código de usos aplicable en todos los casos. Y por supuesto, trabajar en las comisiones de seguimiento, que, por cierto, este año no se han reunido ninguna vez —esa es otra cosa en la que hay que volver a insistir al Ministerio de Cultura, para que las reúna planteando todos estos problemas—.


 Esther Benítez: «La Ley no está mal, lo que hay que hacer es llenar los huequitos, los puntos suspensivos de la Ley, con un código de usos aplicable en todos los casos. Y por supuesto, trabajar en las comisiones de seguimiento, que, por cierto, este año no se han reunido ninguna vez»


Miguel Sáenz: Según mi experiencia, es mucho más fácil que te inviten a comer en una editorial que conseguir que te paguen cien pesetas más por folio.

Esther Benítez: Eso por supuesto. Se gastan en una comida treinta mil pesetas tan contentos, pero luego darte cien duros más…

Ramón Sánchez Lizarralde: Al plantear el tema, mi intención era no sólo abordar lo que estamos tratando que, desde luego, es muy interesante, sino también vincularlo con el problema de la calidad de las traducciones. En concreto, ¿qué relación existe entre tarifas indignas y malas traducciones?

Esther Benítez: No puede existir ninguna. Si te ves forzado —única excusa, el hambre— a aceptar una tarifa indigna, lo que no puedes hacer es traducir mal; quizás lo harás descuidadamente, pero traducir mal, si no eres un mal traductor, no puedes hacerlo. Yo he conocido a alguno que entregaba libros sin un capítulo para vengarse del editor.

Ramón Sánchez Lizarralde: Y yo conozco a algún traductor, me lo ha confesado recientemente, que traduce muy bien y es un gran profesional con muchos años de ejercicio, que confiesa haberse inventado en ciertos momentos páginas enteras para cobrar más.

Esther Benítez: ¿Más por folio? Bueno, hay en eso algún ilustre precedente: Enrique Díaz Canedo en su traducción de Maupassant, de los Cuentos, que debe de ser de los años treinta, la que publicó Aguilar en las Obras Completas, introducía párrafos de su cosecha. Primero, cortaba los párrafos largos de Maupassant, los tasajeaba para que abultaran más y luego metía párrafos suyos. A mí me trajo loca, estaba preparando una edición, y al ir a traducir el cuento Deux amis tenía una duda (todavía no había salido el último tomo de la Pleiade de Louis Forestier); fui a la traducción de Díaz Canedo, que por otra parte era excelente, y veo que hay un párrafo que dice: » El capitán se retrepó en la silla, se retorció los bigotes, dio una chupada a la pipa, miró fijamente a los dos paisanos y dijo…» Ese párrafo no aparecía en mi edición… Pero el caso es que no puedes traducir mal a propósito.

Miguel Sáenz: Podrían ser mejores las traducciones si se pagasen mejor, pero no exponencialmente mejores.

Esther Benítez: Errores de lectura, evidentemente; si no tienes tiempo para revisar una traducción con calma, volviendo a cotejar con el original, se dan errores de lectura; una frase que te has saltado, eso puede ocurrir, pero lo que no puede ocurrir es traducir mal porque te pagan poco.

Ramón Sánchez Lizarralde: A ver si nos entendemos: a mi juicio, cuanto peores traducciones se hagan, más argumentos tendrán los editores para rebajar nuestros honorarios y menos consideración tendremos entre el público que se fija en la calidad de las traducciones. Dados los hábitos del país, los traductores tienen muy pocas posibilidades de conectar con el lector, de establecer con él una cierta complicidad, de manera que se castiguen las malas traducciones, que se castigue a las editoriales que contratan malas traducciones…

Catalina Martínez Muñoz: De todas formas ésa, por ejemplo, es una de las lagunas de la Ley. La Ley dice en cierto párrafo que no debe existir una desproporción manifiesta entre los ingresos del editor y lo que percibe el traductor, y la desproporción es más que manifiesta. Sin embargo no podemos hacer nada…

Esther Benítez: Es el artículo 42, creo, es el caso del tanto alzado, una cláusula correctora al pago por tanto alzado y habla de manifiesta desproporción. Efectivamente, nosotros hemos propuesto que se utilice esa cláusula, pero lo que ocurre es que necesitamos un caso ejemplar. Yo, por ejemplo, no puedo brindar ese caso porque nunca he tenido ese problema; a ver si alguien me firma un tanto alzado y se produce la manifiesta desproporción… Yo los clásicos casi nunca los he amortizado (salvo Maupassant, creo). Porque los clásicos que hice, Boccaccio para Alianza, Manzoni para Alfaguara, quizás los amortice un día, pero de momento el anticipo sigue pendiente. Pero sigo cobrando derechos por Pinocho, que fue una de mis primeras traducciones, del año 1972, y todos los años me da veinte mil pesetitas, treinta mil pesetitas, dieciocho mil pesetitas, y cuando lo hice me parece que me pagaron (un día hice las cuentas para una conferencia, precisamente para animar a la gente a exigir derechos), era en el 71 o el 72, unas treinta y dos mil pesetas, que ya era una buena tarifa para la época. Depende de las editoriales. Yo en general no tengo la sensación de ser engañada, lo que sí tengo es la sensación de que ciertos libros se venden poquísimo. La sonrisa del ignoto marinero, de Vincenzo Consolo, por ejemplo, es un libro que me costó un trabajo horroroso, que es dificilísimo, que encima cayó en la época de cambio de manos de Alfaguara y me mandaron las pruebas para corregir y lo sacaron sin las correcciones, o sea, un desastre. Bueno, pues Consolo vende como mucho seis ejemplares al año, con lo cual tenemos ahí ejemplares hasta el año 2050. Naturalmente no hay editor que quiera repetir la experiencia. Y Consolo, desconocido cuando yo me enamoré de él, sigue virgen en España. Un día de estos le darán el Nobel, y entonces se traducirá… tarde y mal, por hacerlo a toda prisa.

Sánchez Lizarralde: Vamos a terminar, y quizás para sistematizar todo esto de los contratos y la Ley de Propiedad Intelectual podríamos remitir a un folleto que enviamos a todos los socios cuando salió la Ley, con consejos prácticos de actuación a la hora de firmar un contrato. Por lo que decís, no lo tenéis muy a mano… Siendo así que podría constituir el punto de partida para el «prontuario» o el «código de usos» de los que hablabais antes. Esperemos que la sugerencia encuentre eco entre los lectores de nuestra flamante revista, que serán en todo caso los propios afectados, si es que conseguimos que lleguen hasta aquí. Y aquí le ponemos fin a la charla. Gracias a todos y hasta otra oportunidad.