Amaya García Gallego: Sus hijos después de ellos, de Nicolas Mathieu

 Amaya García Gallego ha traducido del francés la obra de Nicolas Mathieu Sus hijos después de ellos [Leurs enfants après eux], editada por Alianza de Novelas (Grupo Anaya), septiembre 2019.

Sinopsis

Década de 1990. En Heillange, una ciudad de tamaño medio situada a orillas de un lago en un valle del este de Francia, a pocos kilómetros de Luxemburgo, el cierre de los altos hornos que eran el motor de la economía local supone una crisis económica pero también personal y de identidad para sus habitantes. Los hombres, antiguos obreros metalúrgicos, se mantienen como pueden en un mercado laboral terciarizado, se ahogan en la bebida o huyen sin mirar atrás. Las mujeres casadas con esos hombres se las apañan para traer un sueldo a casa tratando de no herir el orgullo de los maridos despojados de su papel de cabeza de familia, al tiempo que bregan con la adolescencia de sus hijos. Los hijos adolescentes sueñan con no tener el mismo destino que sus padres «después de ellos» y ven en las drogas un espejismo de dinero fácil o, al menos, una forma de evasión rápida. En las familias de emigrantes la situación se agrava con la xenofobia (no siempre explícita pero omnipresente), la añoranza del terruño marroquí y la constatación de que el sacrificio y el desarraigo de una generación no ha servido para mejorar el porvenir de la siguiente, que si bien logra en algunos casos alcanzar la tan ansiada «integración», comprueba con desencanto que no era la tierra prometida que se esperaba. Las familias acomodadas, por su parte, intentan beneficiarse del cambio de coyuntura para medrar políticamente y enriquecerse con nuevos negocios, aprovechando que las autoridades municipales y regionales tratan de reorientar la actividad económica hacia el turismo y el ocio. Pero tampoco esta perspectiva satisface a sus hijos (Stéphanie y Clémence) que al igual que los hijos de los proletarios y la clase media (Anthony y Vanessa) y los emigrantes (Hacine), aspiran a escaparse de un valle que les parece más adecuado para los enigmáticos y temidos «cabezudos». En este contexto, los caminos de estos adolescentes se entrecruzan para tejer sus propias historias de amor y odio, amistad y sexo, que en algunos aspectos se parecen a las de sus padres más de lo que ellos habrían querido… o no.

Comentario sobre la traducción

Lo primero que llama la atención en esta novela es el lenguaje coloquial, que no se limita solo a los diálogos. De hecho, cuando me estaba documentando antes de empezar a traducirla, me topé con críticas de lectores franceses escandalizados de que una novela «tan mal escrita» hubiese ganado el premio Goncourt, sin tener en cuenta que escribir «así de mal» con un resultado espontáneo y creíble no es tan fácil. Estos lectores también obviaban los pasajes de la novela más «literarios», en ocasiones casi ensayísticos, cuyo registro y densidad requieren, por el contrario, muy buena pluma. Contado así, da la impresión de que en este texto las partes «vulgares» están claramente diferenciadas de las «cultas» cuando en realidad ambos registros siempre están mezclados, en proporciones variables, desde los abundantes diálogos hasta los pasajes narrativos, pasando por las partes más analíticas y reflexivas, que de hecho son monólogos interiores del propio autor, preñados pues de sentimientos tan sinceros que contagian al lector: rencor, rabia, vindicación y reivindicación… pero también, en ocasiones, conmovedora ternura. Aparte de calibrar estos contrastes y matices en su justa medida para reflejarlos equilibradamente en la traducción, lo más laborioso fue, paradójicamente, trasladar el tono coloquial y la oralidad.

En un primer momento, resultó liberador: a todos los traductores se nos han ocurrido espontáneamente expresiones «de andar por casa» que reflejan perfectamente el sentido del texto pero que no podemos usar porque no cuadran con el registro o el estilo («¡con lo fácil que sería decirlo así!»); en esta traducción, pude darme ese gustazo, creo que hasta el punto de compensar todas las veces que he tenido que contenerme en otros libros. De hecho, precisamente la espontaneidad era la clave. Por eso, en la lectura previa al primer borrador, fui anotando los giros y expresiones que, a medida que iba leyendo en francés, «me salían» en castellano sin pararme a pensar. Y casi todos me vinieron de perlas cuando me metí de lleno en el proceso de traducción, más analítico, permitiendo que el resultado final conservara esa frescura del texto que se lee por primera vez.

Cuando empecé a escribir, también me dejé llevar por el espíritu y la música del texto, tal y como dice el autor en esta entrevista de Vicenç Batalla para Paris Barcelona: una vez afinado el registro en castellano «bastaba» con soltarlo a volar por encima de la literalidad, aunque sin dejar de bajar a menudo a las profundidades del texto para indagar todos esos detalles variopintos inherentes a cualquier traducción (motos, fútbol, porros, programación televisiva…) o desentrañar los pasajes más densos, reflexivos y casi sociológicos.

En esta dimensión, merecen mención aparte los aspectos culturales y costumbristas, que tienen un papel protagonista en la novela. Tuve que calibrar uno a uno los que podía naturalizar sin convertirme en la consabida traditrice, los que aportaban «color local» pero sin hurtarle al lector no francés ningún significado que no fuera capaz de inferir por sí mismo y los que requerían una «N. de la T.» para que no se perdiera ninguna de las connotaciones que los compatriotas del autor les resultan obvias pero a los foráneos, no tanto («¿Debo transformar la baguette avec des Vache qui Rit en un bocata de quesitos de una barra; el Playmobil en un click; la mobylette en vespino…? ¿Explicar qué son un cubi, un Mister Freeze, una Balisto, Prisunic, Castorama…?»). Sobre todo teniendo en cuenta que, en este caso, las socorridas «morcillas» eran incompatibles con la inmediatez, la naturalidad y la espontaneidad que caracterizan el estilo de la obra.

Pero como es sabido, la oralidad en estado puro casi siempre es redundante, asintáctica, a veces contradictoria… No se puede poner por escrito (o en escena, en pantalla o en bocadillo) sin pulirla lo bastante para evitar estos inconvenientes, aunque sin pasarse para no perder la sensación de naturalidad (como también explica Mathieu en la entrevista mencionada anteriormente).

Fue durante este proceso, que debería haber sido la última etapa, cuando empezó a surgir de verdad mi oralidad de veinteañera noventera, cuyo rescoldo había empezado yo a remover con la primera lectura y que en ese momento, por fin, volvía a prender. Fue entonces, al releer la que yo creía que era la versión final de la traducción, cuando surgieron de sus cenizas de treinta años las expresiones y los giros que yo usaba en la época en que transcurre la novela, cuando tenía una edad intermedia entre la de los protagonistas y sus padres y me movía entre las dos aguas. Cuando me dio por plantearme si esa jerga juvenil mía era «universal» o exclusiva de Madrid (o de Malasaña, o la Conce, o el Barrio del Pilar…). Cuando de verdad sentí que el resultado de la traducción era realmente fiel al texto original (cosa que me confirmaron diversas declaraciones del autor sobre su proceso creativo).

Lo malo es que también fue entonces cuando aquella etapa adicional e imprevista se llevó por delante todos los plazos y los cálculos, arrastrando al equipo editorial con el que trabajé. Por eso no quiero concluir esta reseña sin expresar mi agradecimiento a Fernando Paz, director de AdN, por la confianza, la paciencia y la oportunidad; a Marina Mena, editora de mesa, por aguantarme; y a Álvaro Villa, corrector, por padecerme.