Conferencia de Claude Bleton en las XII Jornadas en torno a la trauducción literaria, Tarazona 2004, publicada en VASOS COMUNICANTES 30.
Tres preguntas, efecto de la duda que permanentemente nos atenaza.
Tres respuestas, manera tranquilizadora de valorar la intuición como una forma de ser objetivo.
1) ¿De qué puede hablar un autor? De todo, menos de su libro, aunque…
2) ¿De qué habla el traductor? Del texto que ha traducido, exclusivamente, aunque…
3) ¿De qué voy a hablar siendo traductor nato y autor novato…?
Vamos a hablar de la diferencia entre el antes y el después.
Ahora que he entregado la novela al público, he cortado las ataduras que me ligaban y ya no sé qué decir de ella. Entregándola he apurado el deseo que me impulsaba a escribirla.
En cambio, puedo hablar de lo que pasó antes de escribirla o de lo que precedió a su redacción.
Una idea no hace una novela. Interviene la imaginación, que no se localiza en la misma parte, que aparece como un hecho objetivo, algo natural, cuando se lee, pero que sobre todo es una conquista, una manera para el autor de guiar sus pasos, sus palabras, a través de la selva de la idea. Y se pierde la idea y nace la historia.
Aunque el sentido de la historia no le pertenece al autor, como dice Roland Barthes, el autor intuye el sentido, pero no lo domina, al revés. Es el mundo, los lectores, el contexto, lo que da forma al sentido, de manera inagotable y nunca definitiva.
El autor, a través de sus narraciones, da cuenta de su inteligencia del mundo. Pero no del mundo.
Así que ofrece a través de su universo narrativo una explicación del mundo cuya clave se le escapa en parte.
Por otra parte, el autor tiene autoridad (“autoría”). Autoridad, aquí, es otra vertiente de la palabra “responsabilidad”.
Al autor se le exige que sea responsable. ¿De qué? De sus palabras. Dando explicaciones del mundo, a pesar suyo a veces, se le exigen estas explicaciones. Puede ser violento. Así se explica lo de comprometerse.
La imaginación no tiene nada que ver con el delirio. Siempre hay un designo detrás de las palabras del autor.
Y sin embargo, al escribir, el autor se despide del sentido de lo que escribe. Y sin embargo, se le pide que siga fiel al sentido de sus escritos. Desgraciadamente para el interlocutor, al escribir el escritor deja de ser fiel a lo que quería escribir (Barthes). Solo mantiene fidelidad por la decisión inicial de escribir. Por eso sigue escribiendo, un libro, y otro, y otro…
Al revés, el traductor no tiene la misma responsabilidad. Su territorio no es la decisión de escribir ni la inteligencia de un mundo, su territorio es el sentido ajeno, por decirlo de alguna manera.
Pero vamos por partes:
El traductor no es el responsable del texto —del sentido, aunque lo aprueba o denuncia¾. Como premio de esta irresponsabilidad, el traductor desarrolla una hipertrofia de la intuición del sentido. Por eso el traductor habla mejor que el autor del sentido, porque se ha quedado dentro, su justificación es el sentido, cuando la justificación del autor era deshacerse del sentido. El traductor, en definitiva, es el portavoz del lector, del mundo.
Mientras el autor dedica sus fuerzas a volver hacia la fuente siempre misteriosa de su inspiración, a cobijarse en ella, el traductor trata de elucidar el sentido y atraer el texto, el “sentido”, hacia la explicitación, la desembocadura.
El proyecto poético del autor incluye sus propias zonas de sombra; el proyecto del traductor es primero explicitar dichas zonas, incluso si ha de mantenerlas oscuras.
(Arnaldo Calveyra: “Cuál es el sujeto del verbo, la luna o la rama” “Y tú, ¿qué piensas?”)
Así que autor y escritor aparecen igualmente obsesionados por el sentido, pero de manera irreconciliable; y si la pareja funciona, es porque estas posturas tan contrarias se completan, a condición de que no haya substitución de papel:
- El autor renuncia a su fidelidad a un texto cuyo sentido se le escapa en parte.
- Al revés, el traductor se dedica a ser fiel al sentido, a arraigarlo en sí mismo, relacionándolo con el mundo, con otro mundo, lo cual exige una pedagogía, una explicación, de la cual la obra original está totalmente desprovista…
Por eso la traducción envejece, porque el mundo cambia, según la época, el contexto, las explicaciones tienen que ser distintas. El texto original no envejece del mismo modo, porque es la intuición de un mundo, no su explicación.