Tríptico sobre trabajo editorial (3). De uberizar a regular el sector editorial (infierno)
Por Javier Roma
17/09/2025
Una cultura solo demuestra su fuerza y su modernidad si se enfrenta a toda la realidad histórica y social que tiene delante.
Luciano Bianciardi (El trabajo cultural, 2017 [1957])
La traducción editorial es ahora uno de tantos oficios liberales, que goza del relativo prestigio de una profesión histórica (gracias por tanto, san Jerónimo) y se puede servir a veces del nomadismo digital imperante (gracias por tan poco, Google). Es también un terreno cada vez más árido. Aunque nunca parece haber sido un oficio muy próspero en términos económicos. Ni siquiera lo es para muchos de los premiados con los más altos galardones del gremio; la mayoría vive de la docencia, de traducir textos no editoriales o de cualquier otra cosa. Esto es cuando menos ilustrativo, y es por eso que los profesionales del sector editorial claman al cielo una regulación.
El traductor no es sino un eslabón más de una cadena tan insostenible como imposible. Aunque como decíamos en el paraíso (☛) lo imposible no sea subir la piedra en sí, como la sube Sísifo y como la suben los traductores cada vez, sino vivir de subirla. Porque, ya sean diez o quince o veinte euros brutos por página los que reciba el traductor, siempre son insuficientes para vivir de traducir libros.
En cambio, las editoriales sí viven e incluso algunas sacan buen provecho de la comercialización de estos libros. Queda de manifiesto en cada informe anual sobre los beneficios del sector, incluso en un contexto de pandemia. (☛) La facturación incrementa, los precios de los libros también aumentan, como lo hace la producción y como lo hace igualmente la desigualdad entre las partes implicadas. Mientras tanto, los profesionales del sector editorial claman a voz en grito por una regulación.
Otro habitual elemento inquietante del panorama editorial es la sobreproducción de libros, avivada como lo está por una desregulación que no pone trabas a la externalización de personal barato y que fomenta así las apuestas editoriales a medio gas. Porque la maquinaria de esa producción voraz se sostiene sobre los hombros de una larga retahíla de trabajadores, muchos de ellos en calidad de casi falsos autónomos: traductores, correctores, lectores, autores incluso, maquetadores, diseñadores y demás profesionales que proveen servicios sobre todo a los grandes grupos; aunque a la zaga vaya toda una plétora de editoriales más o menos independientes.
Pasan los años y estos profesionales siguen sin percibir mejoras en sus condiciones laborales, viéndose sometidos una y otra vez, como Sísifo, a la práctica imposición de tarifas y a la práctica imposición de plazos de entrega a menudo ridículos e inflexibles. Esto es así, además, con la connivencia del Ministerio de Cultura y el de Trabajo, que miran hacia otro lado mientras las editoriales se ahorran cada mes cientos o miles de euros solo en cotizaciones a la Seguridad Social, por no hablar de vacaciones o equipo informático. Como los riders de libros que son, los profesionales externos del sector editorial claman al cielo por una regulación.
De continuar por la senda actual de legisladores que hacen oídos sordos ante los gritos de auxilio de una mayoría atroz de profesionales del sector, todo apunta a que la cultura se irá resintiendo cada vez más, e irá dejando entonces espacio para que entren vendehúmos procedentes de la charlatanería tecnológica, con todos los brazos en alto que ello implique.
Si la traducción se mantiene como el hobby caro que es desde hace ya un tiempo, ¿quién va a encargarse de ella? ¿Cómo se va a producir un relevo generacional? Si no se toman urgentemente cartas en el asunto, quizá no se corrija a tiempo la tendencia purgatoria (☛) fundamentada en la fuga de cerebros hacia otros sectores u oficios.
Aún tenemos delante la oportunidad de estar a la altura de los tiempos, matando además dos pájaros de un tiro: publicar menos y remunerar mejor. Reducir las publicaciones para decrecer, para darle tiempo al lector y al trabajador para fomentar así una interlocución de calidad, para oxigenar un mercado editorial saturado, que está a todas luces a punto de saltar por los aires. Y mejorar a su vez las condiciones laborales de quienes ponen el cuerpo y la mente, para que los profesionales del sector puedan empezar de una vez por todas a vivir dignamente1 de su trabajo.
Tenemos aún delante, en fin, la posibilidad de redistribuir la riqueza de un sector vergonzosamente desigual. Y para que así sea no queda otra que encontrar la voluntad política de regular.
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- (1) Según María Moliner, la dignidad es la «cualidad de las personas por la que son sensibles a las ofensas, desprecios, humillaciones o faltas de consideración». volver
(artículo completo en el trujamán)
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