El Trujamán

Tecnologías

El tornillo

Por Juan Gabriel López Guix
08/05/2024

Quizás sería deseable que, en la reflexión sobre las repercusiones en nuestro oficio de la inteligencia artificial, los traductores descartáramos las veleidades mecanicistas que llevan a denostar la nueva tecnología como algo intrínsecamente malvado y, por consiguiente, a declararla anatema. Las herramientas de traducción automática hace tiempo que conviven con los traductores humanos en múltiples sectores (localización, grandes empresas, organismos e instituciones internacionales, prensa); lo novedoso en los últimos años es la aparición de unos sistemas con una fabulosa capacidad de cálculo que permiten adentrarse con decisión y rendimientos asombrosos en terrenos que no habían sido hollados antes por las máquinas, como el doblaje, la interpretación o la traducción editorial.

No cabe duda de que, como todo cambio disruptivo, tiene el potencial de generar ganadores y perdedores, ventajas, pero también pérdidas y desigualdades. Es lógico, pues, que suscite miedos e inseguridades. Ahora bien, el reto planteado por las inteligencias artificiales es formidable y afecta a toda la sociedad, que se verá transformada por unas tecnologías de las cuales apenas hemos empezado a atisbar las consecuencias. Por ello, la respuesta por parte de los traductores debe ir más allá de una postura maximalista de rechazo consistente en envolverse en el manto de la superioridad humana y en afirmar la imposibilidad de las máquinas de traducir literatura. Ese camino sólo conduce al cómodo refugio de una autocomplaciente burbuja pasadista, al estilo de Gloria Swanson en Sunset Boulevard. Como ha afirmado José Francisco Ruiz Casanova en su libro ¿Sueñan los traductores con ovejas eléctricas?, () los traductores literarios deben «comenzar a prever un mundo en el que su actividad pervivirá pero convivirá con la traducción de las IA».1

Son tres los ámbitos en los que deberían centrarse nuestras reflexiones y nuestras peticiones, dos de ellas generales y la tercera que nos concierne específicamente: la transparencia acerca de la procedencia de los datos usados por los modelos generativos, la legalidad de su uso de acuerdo con la protección ofrecida por la legislación sobre derechos de autor2 y la remuneración adecuada que debe recibir una labor de traducción que pueda recurrir (o no) a esas herramientas.

No hay espacio aquí para un mayor desarrollo, pero lo cierto es que la aplicación de la inteligencia artificial a los procesos de traducción editorial pone en manos de los participantes un instrumento portentoso. Abre también la puerta a la codicia humana o corporativa. Será grande la tentación, por parte de las empresas, de maximizar los beneficios y precarizar () aún más el sector, «aboliendo» de facto la traducción y ofreciendo en su lugar un encargo de revisión cosmética.3 (Ya se conocen algunos casos de editoriales que han soñado con traductores eléctricos). Por parte de los traductores, su utilización también conlleva riesgos, porque exige un control muy preciso de todo el proceso, y las soluciones propuestas pueden tener una engañosa apariencia de corrección pero contener errores garrafales.

Un peligro del término inteligencia artificial es interpretarlo al pie de la letra y considerar que, en esa expresión, inteligencia es sinónimo de pensamiento. Aunque es cierto que la nueva tecnología tiene la capacidad de acercarnos peligrosamente a un HAL 9000 y a un 1984 regido por él (y de ahí la necesidad de regulación), la «máquina» por el momento no piensa. Así que una vía de reflexión y acción consiste en reivindicar la importancia de la presencia y el pensamiento humanos en el proceso traductor. La traducción es conversación. El traductor entabla con el original una relación dialógica: escucha lo que el texto le está diciendo, reflexiona sobre ello y responde con la traducción. En cambio, el output que ofrece la inteligencia artificial no es diálogo sino psitacismo; no es creación, sino repetición. (Y hay que reconocer que no todas nuestras producciones son excelsas y novedosas, por lo que la tecnología tendrá un espacio para desplegarse).

En cualquier caso, en nuestra reacción a la introducción de la inteligencia artificial en el mundo de la traducción editorial, un aspecto fundamental debería ser el énfasis en el valor del pensamiento y los conocimientos aportados por ese lector supremo que es el traductor. Y ello al margen de que utilice o no de modo auxiliar, como siempre ha hecho, algunas de las herramientas disponibles gracias a la tecnología. En ese sentido, la reivindicación de la visibilidad () con iniciativas como la presencia del nombre en la cubierta de los libros adquiere una mayor importancia si cabe en tanto que orgullosa declaración de principios de la existencia de un creador humano, además de que contribuye a incrementar la conciencia social acerca del papel de la traducción en la construcción de la cultura y a la «desinvisibilización» de la mujer en un sector muy feminizado. () La reacción necesaria frente a la inteligencia artificial constituye, pues, una oportunidad para una convergencia de reivindicaciones.

En ocasiones, se oyen en los foros de traducción llamadas que se consideran neoluditas al sabotaje y la resistencia frente a la inteligencia artificial. En realidad, el término no está bien aplicado: los luditas no se oponían a la tecnología, eran artesanos cualificados que querían salarios justos por un trabajo experto.4 En una memorable escena de la película española Las chicas de la Cruz Roja (1958), Tony Leblanc, que interpreta el papel de un mecánico, acude al rescate de dos señores trajeados cuyo coche se ha averiado en pleno centro de Madrid. Los vemos a los dos ante el capó levantado del vehículo, inspeccionando el motor con desconcierto e impotencia. Llega Leblanc, se hace con el destornillador que sostiene inútilmente uno de ellos, echa una ojeada al interior del motor, aprieta un tornillo y exclama: «Dele al demarré». El coche arranca sin problemas, y el satisfecho propietario le pregunta cuánto le debe por el servicio. El diálogo es el siguiente: ()

—¿Se debe algo?
—Veinte duros.
—Hooombre, ¿veinte duros por apretar un tornillo.
—No, eso es gratis. Los veinte duros se cobran por saber qué tornillo había que apretar.

  • (1) Además de la obra citada de Ruiz Casanova, ¿Sueñan los traductores con ovejas eléctricas? (Cátedra, 2023), puede consultarse un artículo suyo más reciente publicado en la revista de traducción 1611. La cita textual pertenece a la página 62 del libro. volver
  • (2) Conviene precisar que la muy cacareada Ley de Inteligencia Artificial aprobada el 13 de marzo por el Parlamento Europea se centra en los riesgos de la nueva tecnología, pero no aborda realmente las cuestiones relacionadas con la protección de los derechos de autor. Los artículos 28 y 52 mencionan generalidades. El documento puede consultarse aquí. volver
  • (3) La encuesta del Grupo de Trabajo sobre Condiciones Laborales del Consejo Europeo de Asociaciones de Traducción Literaria (CEATL) llevada a cabo entre 31 de sus miembros y publicada en noviembre de 2023 recoge la recomendación de evitar encargos de posedición y, en caso de hacerlo, facturarlos como traducciones. Los resultados están disponibles aquí. volver
  • (4) Para una visión histórica de los luditas alejada de la habitual concepción tecnofóbica, puede consultarse Steven E. Jones, Against Technology. From Luddites to Neo-Luddism, Nueva York-Londres, Routledge, 2006. volver
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