El pasado 12 de diciembre de 2020 celebramos en la sede del Instituto Cervantes la entrega del XIV Premio Esther Benítez a Eugenia Vázquez Nacarino por su traducción de Una noche en el paraíso, de Lucia Berlin. Reproducimos aquí las palabras de la galardonada.
A veces con los años miras atrás y dices, ese fue el comienzo de… O éramos tan felices entonces… antes… después…O piensas, seré feliz cuando… una vez consiga… si nosotros…
Yo sé que soy feliz ahora.
Así empieza el cuento que da título a este libro, y no me resisto a hacer lo que hago siempre al traducir: apropiarme de las palabras y sentirlas mías. Una noche en el paraíso sintetiza la emoción que supone para mí este momento (nervios aparte): me siento muy afortunada y querida por haber recibido este honor, el premio en memoria de Esther Benítez, que conceden mis colegas de ACE Traductores, y ver aquí hoy muchas caras conocidas y a personas muy queridas, en la emblemática sede del Instituto Cervantes de Madrid. Y más, si cabe, porque el reconocimiento sea a la traducción de uno de los libros de Lucia Berlin, que tantas alegrías inesperadas me han dado.
Traducir una obra literaria es habitar y dejarse habitar por una conciencia ajena que acaba siendo propia en el viaje de una lengua a otra. A veces, sin embargo, sientes una conexión inmediata, y eso me pasó con Lucia Berlin. He llegado a sospechar que me lee el pensamiento. Será que yo también tengo un don para quedar mal, y que hablo mucho cuando estoy nerviosa, o con los dentistas; será que compartimos un sentido del humor un poco rocambolesco, o que a mí tampoco me importa contar cosas terribles con tal de hacerlas divertidas. Y sobre todo será que estos cuentos hablan de mí, porque hablan de la vida, de sus luces y sus sombras como solo logra hacerlo la gran literatura.
Lucia Berlin, que en vida fue una autora de culto pero minoritaria, confesó que le gustaba pensar que sería leída dentro de mucho tiempo: «Me encanta la idea de que una niña entre en una biblioteca un día y descubra uno de mis libros. Así que, en el fondo, soy ambiciosa de verdad.» Esa aspiración tan modesta, tan hermosa, se ha cumplido también más allá de las fronteras de su propia lengua gracias a casi treinta traducciones en todo el mundo. En ese acto de justicia póstuma, destaca la edición en lengua española. David, el tercer hijo de Lucia, me ha pedido que comparta un mensaje hoy:
Ni los elogios ni el éxito que ha recibido la obra de Lucia significarían tanto para ella como la acogida de los lectores hispanohablantes, no solo en España sino en toda América Latina. La habría hecho más feliz que nada, más que las reseñas en el NYT o el Paris Review. Esas muestras de amor y reconocimiento no se han igualado en ningún sitio, ni siquiera aquí en Estados Unidos. Amaba la lengua y la cultura españolas, y tal vez ese amor traspasó la página y conectó con sus lectores en español. Y tú, Eugenia, has contribuido a que sea posible. Tu traducción “impecable”, como la definió (Antonio) Banderas fue el puente que tendió esta conexión con sus más grandes admiradores. Cómo nos gustaría que estuviera viva para compartir este premio contigo.
Traducir es moverse en zonas fronterizas, y en ese mismo territorio se mueven los cuentos de Lucia Berlin, donde conviven lenguas y realidades distintas. Al traducir estamos en una tierra de nadie y a la vez de todos donde el horizonte es más vasto. Olga Tokarczuk, galardonada este año con el Nobel de literatura, en un artículo reciente titulado «Cómo los traductores están salvando el mundo», reflexiona que cada vez más se impone un lenguaje común, un lenguaje que uniformiza la realidad y nos hace más fáciles de manipular. La literatura es un arma de resistencia, porque nos da a conocer el lenguaje privado y otros mundos posibles. Con las traducciones, nuestra visión y nuestro mundo crecen.
Traducir no es un mero trasvase de significados y significantes: hay que verter el alma de un texto. En ese tránsito, una parte de tu propia alma queda impresa, infundiendo esa energía que alienta la literatura. Para Lucia Berlin era esencial escribir historias «verdaderas», y, más allá de que el material se extraiga o no de la propia vida, sus cuentos son «una transformación, no una distorsión de la verdad», como dice Lydia Davis[1].
Cuando traducimos obramos también esa transformación, desde el otro lado del espejo, sin distorsionar la esencia íntima de un texto, de modo que ambas imágenes se fusionan.
Tal vez esa verdad de los cuentos de Lucia Berlin era demasiado rotunda para que en su día llegara a un público mayoritario: habla de mujeres solas, de inmigración, pobreza, enfermedad, suicidio, drogas, abusos, temas más estigmatizados en la época que sus libros vieron la luz en Estados Unidos. Como dice Stephen Emerson, en la nota a la edición de Manual para mujeres de la limpieza. Al fin y al cabo la vida de Lucia transcurrió, en gran medida, en los márgenes. […] Y fueron esos «márgenes», de hecho, los que infundieron esa fuerza especial a su obra.[2]
Creo que desde entonces esos márgenes han crecido: necesariamente ha caído el tabú que rodeaba muchos temas en gran parte de nuestra sociedad, y muchos lectores se reconocen en la brutalidad de la vida que narra Berlin, la denuncia de las injusticias, y encuentran consuelo y fuerza en esa mirada siempre compasiva, capaz de no perder el sentido del humor y de dar luz incluso en los peores momentos.
En una de las cartas de sus años más difíciles, que ahora se publican en Bienvenida a casa, cuenta:
Una vez cuando era muy pequeña en el Gran Cañón había una camarera con una bandeja enorme de tazas de café cruzando el restaurante. Una de las tazas se le cayó y se hizo añicos en el suelo, y ella levantó la mirada hacia el cielo, y dijo, a la mierda, y estrelló la bandeja entera y se largó. Eso es lo que yo hago siempre.[3]
Vivimos en un mundo donde cada vez hay más gente víctima de la desigualdad y con ganas de estampar la bandeja contra el suelo, harta de alimentar un sistema insaciable que avanza ciegamente a costa de las personas y los recursos de un planeta que se agota, mientras los gobiernos y las empresas se deshumanizan y hablan de crisis y recortes que nos exigen más y más sacrificios.
Duele en el alma decir que los traductores en este país somos parte del nuevo precariado. Los libros no son camas de hospital ni son escuelas, pero «leer es el pan», como dice Cynthia Ozick, y una sociedad donde la cultura no sea un santuario y vele por los profesionales que la nutrimos está condenada a ser una sociedad más pobre y raquítica.
Leer es la forma más esencial de traducir, y es la mejor escuela del mundo. Cada nuevo libro es una contraseña que te abre el camino hacia el siguiente. Sé con exactitud cuándo leí por primera vez una traducción de Esther Benítez. Yo tenía doce años, y en clase de castellano en séptimo de EGB de la Escola Pública Pompeu Fabra leímos los Cuentos escritos a máquina, de Gianni Rodari, mi primer libro de la editorial Alfaguara.[4] Y puede que fuera también uno de mis primeros contactos con la vida extraterrestre:
¡Clonc!, ¡Scrash! Llegan los marcianos
Una buena mañana llegan los marcianos. (…) Los platillos son tres. Y tres marcianos sacan la cabeza por las cupulitas. Son de un precioso verde primavera y tienen antenas en la frente, exactamente igual que la gente se los imagina. Pero no es cierto que sean bajitos: al contrario, miden tres metros y medio de alto. Visten túnicas amarillas, adornadas con bordados folklóricos bastante parecidos a los que se usaban en Calabria el siglo pasado. Rarezas del cosmos.
Es fácil leer las señales del futuro con posterioridad, claro, o tal vez sean solo rarezas del cosmos, y es innato al ser humano dar sentido al mundo a través de las historias. Pero como dice Lucia Berlin, la historia es lo que cuenta.
Gracias a la junta de ACE Traductores, por su labor, y mención especial a Marta Sánchez-Nieves, que ha estado al pie del cañón para organizar la velada, y a Ana Flecha, la maestra de ceremonias soñada. Gracias a mis colegas de profesión, que trabajan con entrega en condiciones que deberían ser mejores.
En mi labor traductora tengo la suerte de contar con el oficio, la inteligencia y la complicidad de quienes participan en el proceso de edición y corrección, que ven los textos con una mirada limpia y ayudan a matizarlos y pulirlos.
Descubriendo voces únicas como la de Lucia Berlin, que sin saberlo necesitábamos leer, están mujeres como María Fasce (actualmente directora literaria de Lumen y Alfaguara Negra), que en su día me propuso junto con Lola la traducción de Manual para mujeres de la limpieza, y después Una noche en el paraíso, el libro premiado. La conocí hace ya más de diez años y es una enorme alegría que María esté aquí hoy para compartir este momento.
Hoy quiero compartir la alegría de este premio también con Lola Martínez de Albornoz (actualmente editora en Lumen y Alfaguara Negra), Maya Granero (que se ocupó de la primera lectura de este libro y de muchos otros en los que hemos trabajado juntas) y Julia Fanjul (que se encargó de una revisión posterior), y las tres nos acompañan hoy también para celebrarlo leyendo algunos fragmentos que les gustan especialmente.
Gracias a María, Lola, Maya y Julia, y a todos los demás de Alfaguara: Pilar Álvarez, actual directora literaria del sello, y José Luis Rodríguez, que coordinó la edición de este libro, y que no han podido acudir hoy. Gracias también al equipo de Penguin Random House de Barcelona.
Gracias a mi familia y a mis amigxs.
Gracias a David, Daniel y Jeff Berlin, y a Stephen Emerson.
Gracias a Esther y a Lucia, que siguen alentándonos con su ejemplo y su inspiración.
[1] En el prólogo a Manual para mujeres de la limpieza, p. 19 (Alfaguara, 2016).
[2] Op. cit. pp. 25-26.
[3] Bienvenida a casa. Apuntes biográficos, fotografías y cartas escogidas, Alfaguara, 2019, p. 134.
[4] De la colección Juvenil, 7ª edición de 1986; la primera es de 1978, p. 151.