Primer premio del VI Premio de Traducción Universitaria «Valentín García Yebra», Paula Espinosa Velasco

Viernes, 27 de diciembre de 2024.

El jurado de los Premios Complutenses de Traducción, organizados por la Facultad de Filología de la UCM en colaboración con ACE Traductores para fomentar la traducción literaria entre los estudiantes universitarios y reconocer la labor realizada por un traductor a lo largo de su vida, decidió por unanimidad otorgar los tres premios a las siguientes traducciones:

Primer premio:Paula Espinosa Velasco, por su traducción del francés de «Aline-Ali», de André Léo.

Segundo premio: Marina Acién Martín por la traducción de un fragmento de Jane Eyre, de Charlotte Brontë. 

Tercer premio: Cabe Rodríguez Martínez por la traducción del inglés de «The Two Offers», de Frances Ellen Watkins Harper.

 

Aline-Ali, la obra que ha obtenido el primer premio, es una novela de 1869 de Victoire Léodile Béra, la cual escribía bajo el pseudónimo de André Léo. Fue una autora comprometida con la divulgación de ideas progresistas e igualitarias, tanto por razón de clase como por razón de sexo. Además de textos de tipo ensayístico, también publicó obras de literatura con un claro trasfondo crítico y de perspectiva feminista. 
La temática principal de Aline-Ali es la alienación de la mujer en el matrimonio, aunque también aparecen otros temas como la complejidad de las relaciones humanas y los distintos puntos de vista según la naturaleza y posición social de cada individuo. 

A continuación podemos leer un fragmento de esta obra, en traducción de Paula Espinosa Velasco.

(Texto original)

[…]

El viejo y la joven de los que acabamos de hablar representan estos dos estados de la distinción en el ser. En el caso de él, poca energía pulcra, pero una finura en extremo, una delicadeza perfecta, una cultura culminada. Los rasgos, los contornos de la cara, recordaban con certeza a la época de pelucas empolvadas y de parlamentos, del Mercure galant y de l’Encyclopédie. Frente alta, ojo sagaz y lleno de bondad, nariz aguileña, mentón ancho, boca de poeta, gran señor, elegante y fina, de la que solamente podían salir agudezas, comentarios ingeniosos o sosegadas interrupciones en pos de la justicia. En su expresión general, había mucha filosofía, pero cierta inclinación al eclecticismo, una ironía dulce, una cortesía infinita.

Los ojos del viejo erraban sobre la gente que le rodeaba, y de vez en cuando, pasaba por sus labios una media sonrisa. También solía posar sobre la joven sentada a su lado una mirada de cariño y orgullo, una mirada de padre, y no parecía desagradarle ver que tantos otros espectadores compartían esa admiración.

Esta joven, en efecto, merecía destacar, pero tras haberla declarado hermosa, era poca la satisfacción, y se le buscaba una expresión menos banal, más aplicable a aquel carácter encantador tan particular que poseía. Por debajo de las líneas puras, desbordaban intensas harmonías. Se adivinaban en ella las elegancias de la educación unidas a las finuras de la raza; mas al encontrar su mirada se veía que, por poseer todas las distinciones, no había sentido la necesidad de encontrarlas a su alrededor. Sus rasgos tan solo tenían una mínima retirada al tipo paternal, ofreciendo un sello de época no más particular que aquel de los ideales de toda edad: conciencia, inteligencia, pureza.

Dos mechones ondulados de cabello castaño enmarcaban su delicada frente, que se habría dicho esculpida por la imaginación. La nariz, recta, tenía fosas móviles y delicadas, y en la mirada, que tomaba a la altura de las pestañas una dulzura extrema, la llama brillaba sobre un velo húmedo. Aunque era fina, su boca guardaba una expresión adorable de bondad.

Llevaba un vestido y una capa azul de seda, y un gorrito azul envuelto de una corona de margaritas completaba el conjunto. En su cuerpo, la gracia del contorno de sus hombros se distinguía por sí sola; sin embargo, su ademán, dócil y pudoroso, digno y agradable, daba a entender una talla alta y esbelta, sin ser delgada. El rostro de esta joven tenía una expresión de alegre ensueño. No miraba a los demás, sino al monumento gigantesco, que el sol poniente de tonos rosados transfiguraba, difuminando sus rayos, al estilo de un cielo italiano. Entre ese modelo de poder sereno, extraído de la eterna belleza de las formas, y esa joven y bella criatura, encarnación de ideales superiores, se hubiera soñado con relaciones secretas.

La calesa, después de haber llegado a la plaza de l’Étoile, bajó rápidamente la avenida, donde, aquí y allá, entre la multitud de carruajes, el viejo y su hija intercambiaban varios saludos. En el bosque, como el cochero iba a tomar el camino de los Lagos, la joven, emocionada, dijo:

—¡Padre, vayamos a dar un paseo! ¿Le apetece? ¡Hace tan buen día!

—De acuerdo —respondió. Y con su orden el carro se adentró en el gran camino, casi desierto, que llevaba a Passy.

—¿Te acuerdas de que nos esperan cerca del lago? —añadió el viejo con una sonrisa.

—Dejemos un momento esta procesión. Padre, fíjese en las grandes praderas de color leonado, qué bello efecto hacen los trazos de joven verdor. Y ahí, en la orilla, entre la hierba, aquellas margaritas, con su gorguera nueva y su corazón de oro.

—Una gala campestre, pero allí también se lucen nuevas galas, de las que no te agrada demasiado ojear.

—Y qué más da… —dijo inclinando la cabeza.

—¡Qué bien! ¿Y Germain Larrey?…

Esta vez, el gesto de la cabeza fue más sutil, y lo acompañó una sonrisa algo traviesa. El coche continuó avanzando hacia la Muette, y allí el cochero, tras haber recibido nuevas órdenes, siguió el camino que conduce a los grandes robles de Auteuil.

—¿Así que esta tarde nos toca hacer de ermitaños? —dijo el viejo.

—¡Ay!, ¡padre, querido!, ¡mire que es usted un hombre de mundo! ¿Es que no puede alejarse de la multitud ni un momento? A mí la soledad me resulta encantadora a su lado.

—Y ya sabes, mi Aline, cuánto me gusta a mí compartirla contigo. Solamente me pregunto el porqué de tu capricho con el bosque esta tarde, cuando Germain nos espera junto al lago. Por mucho que nos guste la naturaleza, no se prefiere, ni siquiera un día de primavera, a un prometido. A menos que se le quiera atormentar un poco… pero tú no eres coqueta, que yo sepa.

Ella sonrió:

—¿Es que solo se puede pensar en un prometido?

—¡Menuda blasfemia!

—Un prometido —volvió a razonar ella sola— no es un marido.

El padre dejó ver una sonrisa escéptica mientras murmuraba:

—Es mucho más.

—Pues yo no lo veo así —dijo con vehemencia—. Si el matrimonio impide amarse, si tuviéramos que ser como Suzanne y su marido, por ejemplo, entonces… me quedaría toda la vida prometida.

—Por desgracia, eso es imposible. Y ya que estamos aquí solos, y en un buen lugar para una conversación seria, que sepas que esta misma mañana el señor Larrey padre ha venido a verme y ha sido muy insistente con fijar el día de la boda.

Una emoción bastante viva se dibujó en el rostro de Aline. No era de tristeza, ni siquiera de inquietud, sino una ligera conmoción, cuya causa no pudo ni ella misma expresar.

—En realidad —comenzó—, nada se ata con tanta prisa como una boda. Hace apenas tres meses que vi por primera vez al señor Larrey…

—¡Tres meses! Pues entonces, querida, se han sobrepasado todos los límites permitidos. ¿Es que es aceptable haberse estado conociendo durante tres meses antes de casarse? ¿Y cómo no me he dado cuenta? Será que soy como tú, y sólo pido un poco de tiempo, pero mostrémonos excéntricos, y el mundo nos condenará.

—No tendrá razón —contestó la joven con una dulce mirada tomando la mano de su padre.

—No me embeleses, hija mía; si fuera por nosotros dos haríamos locuras. Escúchame bien, yo solo quiero hacer lo que debo, pero no tiene por qué ser a expensas de tu reputación y de tu felicidad.

—¿Y cómo se puede?…

Se quedó pensativa.

—No puedo llegar a entender —siguió al cabo de un instante— cómo hay costumbres, que me parecen carecer de sentido alguno, que la gente más instruida tiene que obedecer, solo porque son costumbres.

—Caes en el error, comprensible a tus veinte años, de creer que la gente instruida es razonable.

—¿Y cómo no iban a serlo? ¿Por qué?

El viejo hizo un gesto como diciendo: ¡me preguntas tanto! Y mirándola con una sonrisa medio tierna y medio burlona:

—¿Cómo vas a comprender las relaciones humanas, si no conoces ni las pequeñas, ni las malas pasiones? Traduces matrimonio por amor; pero el matrimonio por lo general no es más que una cuestión de vanidad o de dinero. Entonces, una vez habiéndose informado y hecho cálculos, ¿a qué más esperar? Solamente se trata de zanjar el acuerdo si es bueno o de romperlo si no lo es. Nosotros no pensamos así, bien; pero entonces procuremos que no duden, ya que una de las cosas que tiene el carácter humano —lo más infalible— es que las personas no soportan que no pienses como ellas, y se vengan por medio de todo tipo de insinuaciones pérfidas.

Busquemos en nuestro afecto lo verdadero, lo bonito y lo bueno, por delante de todo lo demás; pero disimulemos una excentricidad así cobijando esas ideas prohibidas bajo nuestro techo. Germain Larrey es un hombre caballeroso, noble y de familia noble en el puro sentido. Es un poco sorprendente que no te cases con un hombre de esa clase; de todas maneras, su riqueza acallará todas las bocas, y nos será atribuido el honor de un cálculo por el que solo hemos buscado la garantía del mérito y del carácter. Sin embargo, esta misma acusación se convertiría en una vergüenza si no hubiera matrimonio o pareciera incierto durante mucho tiempo. De hecho, ¿por qué ibas a dudar? Germain es amable, instruido, capaz, de buena posición, apasionado, perfecto en todos los aspectos. Promete ser no solo un hombre destacado, sino un marido excelente. Tú, que eres tan inflexible respecto a tantos otros, lo has acogido tan bien, y… hubiera jurado… que te iba a gustar mucho. ¿No podría significar nada para ti?

Al mismo tiempo, se detuvo a mirar a su hija.

—La verdad es que sí —dijo con un tono tan calmado y con una actitud tan apacible, que una sonrisa de incertidumbre se dibujó en los labios del viejo.

Tras un silencio, retomó la conversación un tanto indeciso:

—No has leído muchas novelas, ¿no es así? ¿Podrías explicarme, en confianza, y si mi pregunta no es indiscreta, qué idea tienes del amor?

Un destello de rubor, como un vapor ligero, recorrió la cara de Aline, y se notó algo de vergüenza en su actitud. Como no contestaba:

—Pongamos que no he dicho nada —rectificó el padre.

Pero girándose hacia él, y cogiendo las manos del viejo con las suyas:

—El amor —dijo ella— es la mayor vida del corazón.

—Bien, querida hija. Pero eso exige una nueva definición. ¿En qué consiste, para ti, la vida del corazón?

La joven bajó los párpados; sin embargo, a través de sus largas pestañas, brilló un destello.

—¿Es que se puede definir? —contestó—. ¿Es que no es inmenso, infinito?

Esta vez, ante esa fe tan joven y pura, fue el padre quien bajó la mirada. Tomando todavía la mano de su hija, pareció buscar una respuesta:

—Vosotras, las mujeres —empezó—, sois las conservadoras de bonitas ilusiones.

Viendo que no había nadie en el camino, la besó en la frente.

—Por desgracia —prosiguió él—, los hombres la mayoría de las veces se ven inclinados a la realidad. Pero Germain es de todos, de eso estoy seguro, el mejor y el más noble. Y bien, hija mía, ¿qué le debo responder al señor Larrey?

—Consiga un poco de más tiempo, padre, se lo ruego.

—¿Con qué razón? ¿Y de dónde te surge esa duda?

—No lo sé —dijo ella, ingenua.

—¿Es que tienes dudas del carácter de tu prometido?

—No.

—¿Has preferido a algún otro hombre?

Ella, sonriendo, hizo un gesto de negación.

—¿Entonces por qué esperar? Tienes casi veintiún años y la gente se sorprende de no verte casada todavía.

—Ahí está, un motivo grave —dijo Aline.

—Poco grave será, pero que te resistas tampoco es serio.

En los gestos pensativos de la joven se veía el esfuerzo del razonamiento que ella misma buscaba:

—Pero —dijo, al fin—, ¿por qué tanta prisa? ¡Comprometerse así de rápido! ¡Para siempre! ¡Apenas he descubierto la vida, mis ojos enceguecidos no distinguen nada todavía con claridad, y se me obliga a tomar una decisión irrevocable! No me resisto, lo único es que… tengo mucho tiempo… y quiero mirar más todavía. El matrimonio es toda la vida entera, cumplida; una vez haya entrado, ya no podré volver atrás… y quiero quedarme un poco más a las puertas, donde me encuentro tan bien, padre, a su lado.

—¿Qué? Esa vida del corazón, con tanto poder, de la que hablabas hace nada, ¿acaso ya no te atrae tanto?

—¡Ay, padre! —replicó ruborizándose—. ¡Mire que es duro! Se aprovecha de que le revele secretos.

En aquel momento, como llegaban a un camino transversal, un carro de reparto pasó por delante de ellos, en el que se veía un hombre y una mujer, apoyados el uno en el otro, con una actitud reveladora. La mujer llevaba un vestido vistoso y llamativo; su apariencia y formas iban en consonancia. El hombre, de mediana edad, calvo y pálido, por el contrario, tenía una cierta distinción en apariencia y en aspecto, una especie de cobertura a través de la cual sobresalían la sonrisa y la mirada de sátiro. Al ver de lejos la calesa y su interior, se tiró a la parte trasera del carro, pero era demasiado tarde como para que no le reconocieran.

—¡Señor de Chabreuil! —murmuró Aline sorprendida.

El viejo dio un profundo suspiro:

—¡Espero que tengas más suerte que tu hermana! —dijo.

Después, dejando el asunto, ordenó al cochero volver al lago. Nada más incorporarse al camino, un joven caballero de buena figura les alcanzó, al trote apresurado de un bello alazán, y les dirigió un saludo lleno de una expresión tan tierna como respetuosa.

—¡Oh! ¡Aquí está, señor Larrey! —dijo con cariño el padre de Aline.

—He estado aquí desde hace ¿una hora?, señor, fijándome en todos los puntos del horizonte.

—Ha sido culpa de mi hija, el amor por la naturaleza la ha apoderado, y acabamos de dar un paseo por los caminos desiertos de Auteuil.

—¿La señorita de Maurignan ha hecho eso sin remordimiento? —dijo el joven lanzando a Aline una mirada de cariñoso reproche.

—Para nada, puesto que hemos venido a buscarle para que nos acompañe a pasear. Si quiere confiar su caballo a mi mozo cuando hayamos llegado al otro lado del lago, puede tener un sitio en la calesa, y continuaremos hasta Meudon.

Al cabo de un rato, pasaron por los plácidos caminos y salieron del bosque. Ya atardecía; poco a poco la conversación se tornó afectuosa, íntima, llena de confianza; sus voces se endulzaron hasta alcanzar el tono de aquella hora encantadora y velada, y sus jóvenes corazones, en donde germinaba el amor, se impregnaron con deseo de poesías primaverales. El señor de Maurignan, algo apartado de la cita, escuchaba, con una sonrisa en los labios, a los dos prometidos, cuya intimidad le cautivaba. Aline se dejaba llevar con más confianza de la que había mostrado hasta entonces, cara a cara con Germain Larrey, y este exhibía sin esfuerzo un carácter amable, diverso, flexible, dotado de conocimientos más sólidos de los que suelen tener los hijos de familia en general.

Todo denotaba en Germain uno de aquellos espíritus alegres, cuyo nacimiento, cuyo carácter y cuyas capacidades destinan al éxito; quienes, tiernos de temperamento y por táctica prudentes, cuidadosos de no dañar nada, se ganan simpatías a su alrededor y apenas enemigos. Nacidos para su época, de la que sin embargo reúnen las cualidades mucho más que los defectos, de estos hombres se cosechan las flores de la vida, y aunque les mueva una honradez natural para combatir la injusticia, fácilmente consideran como espíritus apenados a los descontentos.

Habiéndose nutrido ya en el seno familiar de un cierto liberalismo, el espíritu ilustrado de Germain no había podido negarse a aceptar con suficiente convicción los principios democráticos; no obstante, estaba demasiado bien criado como para no someter su expresión y aplicación a conveniencia, por lo que a su propia conducta se refiere, y se ponía en manos del tiempo con confianza para introducir en la sociedad las reformas que le parecían útiles. Esa fácil resignación y esa tolerancia por el presente, le condujeron hasta ingeniosas combinaciones que hacen contrastar la ley principal con la harmonía, y disfrutan fusionando a los opuestos. Entre los suyos, pasaba por un demócrata amable, de una impactante audacia y de un buen gusto reconfortante, un doble prestigio; los republicanos le estaban agradecidos por tener un pensamiento parecido al suyo, porque no pertenecía a su mundo, y por el mismo motivo le perdonaban el actuar con moderación. Y además, era generoso.

Elegante, espiritual, rico, buen muchacho, estaba solicitado entre las mujeres; pero con la perfecta sensatez que le caracterizaba, Germain no solo había renunciado temprano a los placeres vulgares, sino que a partir de entonces había decidido no abrir su corazón a nada más que a las relaciones honestas, que le parecían ser las mayores fuentes de felicidad, a la vez que las únicas garantías de dignidad. También acababa de romper su relación con la bella condesa de R…, mujer de un embajador extranjero, dejándola desconsolada.

Fue entonces cuando se volvió asiduo con la señorita de Maurignan y pidió su mano, contándoles a sus amigos, como motivo de su elección, que no era ni coqueta ni superficial.

Al casarse a los veintiocho años, tras alguna locura fugaz, con una joven menos rica que él, y elegida por dichos motivos, Germain Larrey daba una imagen de razón y de carácter seria y, frente al mundo, decididamente volvía a ser el puritano de buen gusto. Unas cuantas estaban celosas de Aline de Maurignan.

Si la sensatez había determinado esta decisión, el corazón en seguida se puso de su parte. Se hizo difícil no sufrir el encanto penetrante de esta joven bella, reservada y modesta, quien, siempre auténtica, a veces disfrutaba como una niña y era adorablemente sincera.

En cuanto se lo dijo el señor de Maurignan, Germain se enamoró, pues, perdidamente, y todo lo indicaba; el esmero que ponía, algo de timidez, poco habitual en él, muestras de atención continuas, y sobre todo las miradas rebosantes de una emoción sincera, que daban un vuelco al corazón de Aline y la sumían en fantasías que ella ni siquiera todavía había vivido.

Durante ese paseo por el campo y el bosque, entre hálitos primaverales, en la discreta sombra que caía, nunca antes la voz de Germain había sido tan tierna; nunca antes la conversación entre dos prometidos había sido tan cercana, tan profunda, tan íntima.

Cuando bajaron hacia el hotel de Maurignan, por la calle de la Universidad, una vivienda vasta y antigua que por sí sola representaba una fortuna, pero que era poco productiva, Aline respondió por primera vez a una presión en la punta de sus delicados dedos de un beso respetuoso, y al retirar la mano su prometido la puso sobre la suya enguantada. El padre estaba exultante.

[…]

 

Paula Espinosa es investigadora predoctoral en el Departamento de Traducción y Ciencias del Lenguaje de la Universidad Pompeu Fabra y forma parte del grupo TRILCAT (UPF), dedicado a la investigación en traducción y recepción de literatura. Es graduada en Traducción e Interpretación y en el Máster de Estudios de Traducción de la misma universidad, una formación que complementó con un Mínor en Estudios Humanísticos de Literatura. Su tesis doctoral se centra en la lengua literaria coloquial en traducciones catalanas de novela negra publicadas durante la segunda etapa de la dictadura franquista. Asimismo, se dedica a la práctica de la traducción del inglés y del francés al catalán y al castellano, y entre las lenguas catalana y castellana, además de corregir. Es miembro de ACE Traductores desde 2023.