Viernes, 15 de noviembre de 2024.
«… sabía abrir la puerta para ir a jugar»
Fragmento de una canción infantil en Argentina.
Pocas voces literarias piden tan abiertamente ser leídas desde la complicidad y el juego intertextual. Por la temática y los personajes de sus páginas ―ya sea en poesía, prosa o ensayo― se puede hablar de un ideario con dominante erótica, pues incorpora la razón del erotismo. Por el estilo se podría decir que presenta diversos rasgos; se advierte un variado caudal de recursos y elementos literarios, en virtud de una concepción de la literatura como arte y juego.[1] Poner en órbita al lector que se adentre en la literatura de Mario Merlino es proponerle su lectura en clave: eros, humor e inocencia (la figura del menor o infante). Si tuviéramos que atar cabos ―esto solo es señalarlos― con el fin de ahondar en dichas claves, el inicio se daría en la poesía del romancero para saltar hasta las voces de Samuel Beckett y Allen Ginsberg, pasando por la corriente barroca y voces iconoclastas de su Argentina natal del siglo XX: Arlt, Girondo, Pizarnik, etc. La posibilidad y la dificultad de conjuntar esos planos, contenidos en un periodo de tiempo tan dilatado, han dado su resultado en una obra poética tan singular como bien armada. Escrita en un periodo de algo más de treinta años, se recoge en siete poemarios. Entre los publicados en vida del autor tenemos el CD-libreto Libaciones y otras voces (Ediciones Ache, 2000), missa pedestris (Verbum, 2000) y arte cisoria (Calima, 2004). Estos dos últimos se reúnen ya en la obra conjunta Voces comunes y otros poemas. Obra reunida. 1977-2006 (Fondo de Cultura Económica, 2012), que incluye otros cuatro poemarios hasta ahora inéditos en una cuidada edición a cargo de Benito del Pliego. En su estudio introductorio abre al lector el panorama de la realidad histórica y social donde se han desarrollado profesionalmente muchos contemporáneos de Mario Merlino (Coronel Pringles, 1948-Madrid, 2009), siendo muchos de ellos exiliados en España ―la mayoría huía de regímenes totalitarios― y otros países. A partir de ese contexto, en esas páginas se ensaya la posibilidad de vincular la poesía de Merlino con ciertas corrientes originadas en la Argentina de los cincuenta ―neosurrealismo― y otras más cercanas ―neobarroco― a su inicio en la década de los setenta.[2] En cambio, la poesía de Merlino es fronteriza, un empeño por mezclar voces modernas y antiguas, pero en el proceso «no negocia con ninguna»,[3] al decir de Edgardo Dobry, o más bien negocia a su manera. Afirmamos, pues, con su primer analista que «la única forma de agrupación que cabría para Merlino es la de por sí inestable y contradictoria de outsider».
Tal vez no sea inútil trazar, desde los citados movimientos literarios, los principales rasgos estilísticos y temáticos que caracterizan la poesía merlina. El prefijo neo- ya indica esa propuesta de renovación, tantas veces llevada a cabo en la otra orilla del español. Desde ese espíritu innovador hay que señalar el particular resultado de algunos creadores del ámbito hispano que convergen en la obra de Merlino: Roberto Arlt, Severo Sarduy, Alejandra Pizarnik, Osvaldo Lamborghini, Néstor Perlongher o Diamela Eltit, entre otros. Y ya en este lado del idioma, por un lado, el innegable ritmo del romancero castellano de sus composiciones justifica los arcaísmos medievales y latinismos en una original conjunción de léxico y de jerga coloquial, todo lo cual confiere un carácter muy especial a la escritura del trovador de Pringles; por otro lado, en la atención prestada a la figura de Baltasar Gracián y al tema del Barroco («telaraña barroca son los pliegues / metonimia del cuerpo el uniforme»),[4] Merlino deja implícita su declaración de intenciones en la escritura: desvelar/desnudar el cuerpo/texto. Seguirá mostrando su marco teórico predilecto en otras ocasiones:
si la naturaleza se pervierte
le dicta el criticón admonitorio
toda vez que no media el artificio
cómo saber de qué materia somos
con qué linda la mano que nos roza
qué grado de ficción oculta el beso
qué certidumbre nace del falso testimonio
Extraído del conjunto no de nombre (1993-1994), del fragmento se deduce la base del artificio como programa teórico o punto de salida en la escritura. Tanto es así que el gran didáctico de la escuela barroca asoma en el penúltimo capítulo de arte cisoria (2006): «el mundo se concierta de desconciertos», para advertir que en su poesía prefiere presentar la armonía mediante parejas de antítesis (espacios de ultratumba y la cama gozosa), juegos de contrarios («íncubo» y «súcubo») y la unión chocante de sujetos («iaguaraté[5] muñeca perra infanta»). Declara falsedades y desconciertos, así como no saber «qué hacer con todas las mentiras / que transitaban en los versos / en toda la gangrena de versos de este mundo».
El arte barroco, señala Echevarren, «repudia las formas que sugieren lo inerte y lo permanente, colmo del engaño».[6] Conviene, por tanto, recordar dos epígrafes que abren el arte cisoria (2006), advirtiendo que «los hombres que son mentirosos por oficio, los gigantes y los vampiros, componen el orden más elevado de la oscuridad». A lo que sigue una invitación para convertir al lector en creyente, «…eu, pessoalmente, acredito en vampiros». Ya tenemos esa postura entre la disciplina y el juego, clave en la que se ha de entender la poética de Merlino.
Ahondando brevemente en los preceptos estéticos del Barroco, este
se representaría, pues, ―explica Sarduy― como una red de conexiones, de sucesivas filigranas, cuya expresión gráfica no sería lineal, bidimensional, plana, sino en volumen, espacial y dinámica. Textos que en la obra establecen un diálogo, un espectáculo teatral cuyos portadores de textos son otros textos; de aquí el carácter polifónico de la obra barroca, de todo código barroco, literario o no.[7]
Merlino no es ajeno en su proceder creativo a estos supuestos. Si hemos hablado de un estilo fronterizo debido a la multitud de rasgos atribuibles a literaturas de diversas épocas, se debe a su naturalidad de articular desde distintos ángulos. Esta estética de vasos comunicantes hace su obra impura, ya culta, ya coloquial, y siempre cargada de incisos que dan entrada a la inundación de registros, estilos y nombres (nos aproximamos a la Babel feliz). Quizá interpretara como Lope de Vega en su Arte nuevo de hacer comedias un modus operandi trasladable al siglo XXI, y si «Las relaciones piden los romances»,[8] tal recurso es modernizado en los principales poemarios de Merlino. Para muestra, un botón. En semejanza procedimental al dramaturgo áureo, tanto el Romancero como la canción popular le suministran motivos y contenidos para sus textos. Sin necesidad de abundar en ejemplos, señalamos los tres más significativos: «La infantina encantada» en el poemario no de nombre (1993), «Misa de amor» en missa pedestris (2000) y la estrofa de la cancioncilla «Parece que hay romance» de la argentina Elder Barber en arte cisoria (2006), elemento este último de carácter kitsch muy notable en otros puntos de la andadura del poeta traductor de Pringles. La incorporación del romance no sorprende si recordamos su ocupación como profesor e investigador universitario de Literatura Española Medieval y de Literatura Latinoamericana en la Universidad de Bahía Blanca, su libro El medievo cristiano (Altalena, 1978) y sus ensayos[9] sobre el Marqués de Santillana, Tirant lo Blanch, entre otros; «yo nací en la Edad Media»,[10] dejó escrito en un ensayo. Ese es el ámbito desde el que logra esa conjunción de modalidades literarias ―medievo y barroco― que confiere un aspecto tan singular a su obra: plasmar la forma propia del pensamiento barroco articulada por el tono narrativo del romance. Lo reseñable en su proceder ―ya se ha dicho― es el interés por teñir sus líneas de voces modernas y del pasado.
Veamos cuáles son esas voces modernas. Si «El mundo se concierta de desconciertos», el poeta se reafirma en la idea del orden engañoso y en la certeza de que el tránsito es inherente a la vida. Todo es provisional, verdad incluida. Nuestro barroco moderno parece comprender que la estabilidad del ser consiste en la combinación de sus elementos. La trama de la vida y de la literatura resulta de una trama infinita de relaciones. Una urdimbre continua o desconcierto que se deja felizmente comprender «enredado en las mallas del asombro». Las líneas de Merlino invitan con frecuencia desde el ángulo de la curiosidad a reparar tanto deslumbramiento: «De tan curioso Yo / veneraba minucias […] a la hora de abrirse a la aventura». Alguien dejó escrita ―creo que Marcel Schwob― una de las funciones del arte: desclasificar. Desclasificar, en el cosmos merlino, por el simple desembarazo de la norma, por librarse del logicismo en los enfoques. El agolpamiento de voces y figuras que desfilan por sus páginas es reseñable, discúlpenme la nómina: Magritte, Vian, Artaud, Óscar Scopa, Elder Barber, mamá, Omar Ahmad, la hermana, la tía Mercedes, Poe, Einstürzende Neubauten, Lorca, Glauber Rocha, Leónidas y Osvaldo Lamborghini, Diamela Eltit, Madame Bathorí, J. G. Ballard, Baudelaire, Monique Wittig, Gracián, Frankenstein, Sophie Calle, Brueghel, Walt Whitman, Lucía de Lammermoor, Jane Caputi, el art decó, frases de un himno militar argentino… ¡incluso Rosa Ferron, la última estigmatizada que se hizo popular en el siglo XX! Nombres de la alta y la baja cultura, de la ópera y del pop, del canon y del extracanon. No me inclino a clasificar esto como mero sincretismo, no al menos en un autor que conoce bien y declara su estrategia compositiva desde lo barroco. Es por desembarazarse, insisto, de lo férreo de la lógica y desmarcarse así de lo previsible; lo imprevisible, otro rasgo del devenir traído a sus páginas: el flujo de la vida todo lo mueve y lo descoloca, eso ofrece la experiencia de su lectura. En unas declaraciones para este escrito, Blas Matamoro me informa amablemente sobre Mario, quien tenía una sólida formación en filología, pero su curiosidad por la actualidad y el presente le hacían también un gran conocedor de las literaturas más vanguardistas y modernas, como Beckett o Peter Handke; su experiencia del exilio, el viaje y los valores aprendidos en los trayectos hacen de él un escritor forjado en la escuela de la vida y le dan una capacidad para integrarse con cantidad de personas del mundo no intelectual, entre ellas colectivos de defensa de los homosexuales o enfermos de SIDA (esto último, con Héctor Anabitarte). Con lo que su formación humanística cuenta tanto como la de la experiencia vital, o la de ese arrojo por la vida que le caracterizaba. ¡Quién lo conoció, lo sabe! «En un proyecto de novela que nunca terminé ―declara en una entrevista― hay un personaje de una abuela, la que nunca tuve, que hablaba todos los idiomas del mundo. Era la proyección de mí mismo, de mis ideales». Hablar todas las lenguas para comprender y ser comprendido en todo el mundo, no lo duden. Esto y «el don de la ubicuidad» no eran para él proyectos baladíes: «yo me lo propuse seriamente ―prosigue― […], aún perdura mi afán por abarcar muchas cosas, no perderme nada y ser un hombre diverso».[11]
Desde lo expuesto, si subyace una didáctica en la literatura de Merlino, no es la del sincretismo gratuito, sino la de «obligar al otro al supremo oprobio: contradecirse»,[12] operación barroca donde las haya, buscar el revés, combatir la psicología de la unidad. Es, precisamente, ese Roland Barthes de El placer del texto ―lo sé por la mucha tinta subrayada en este librito heredado―, quien le marca a nuestro autor buena parte del itinerario a seguir en el proceso creativo, pues ya siempre «mezclaría todos los lenguajes aunque fuesen considerados incompatibles». Sin embargo, si aquí «aunque» equivale a «porque», porque el lector ―nunca sujeto ausente― decide soportar la contradicción de los lenguajes superpuestos, entonces el lector del texto «toma su placer» y se hace válido el jugoso edicto barthesiano:
En ese momento el viejo mito bíblico cambia de sentido, la confusión de lenguas deja de ser un castigo, el sujeto accede al goce por la cohabitación de lenguajes que trabajan conjuntamente el texto de placer en una Babel feliz.
Uno puede tener una lectura limitada de una obra, hacer inclusive una mala lectura, pero los distintos accesos a un texto están ahí, agolpándose, y todos, en la literatura merlina, son verdades parciales de ese diálogo entre el autor y sus lectores. Desviaré mi mirada, este será en adelante mi foco de atención, parece decirnos este artífice argentino maestro del despiste. ¿Con qué fin? ¿No ruborizar al lector cuando se ruborice por tanta contradicción? En esta propuesta literaria subyace siempre una pedagogía que encamina hacia la utopía ―este asunto lo tratamos en el segundo capítulo―, no exenta, obviamente, de contradicción. No es vano recordar que el argentino concibe la lectura y la escritura en términos que Lezama Lima llamaba «germinativos». Da testimonio de esa visión literaria tanto en su obra ensayística como poética. Sin ser «mujer travestida de hombre», advertía en una reseña ya en 1983 que no podía «dejar de reconocer que estoy preñado de Magda Català» tras la lectura de su libro Reflexiones de un cuerpo de mujer. Que se sentía «sobado […] por ella hasta el soponcio». Que era «entusiasmo pariendo mi goce de leer a Magda Català y dejándome parar por ella una y mil veces».[13] ¡Qué tío!
NOTAS
1 Este asunto se trata más detalladamente en: Adrián Valenciano, «Mario Merlino: la voz en tránsito y su arte cisoria», en VV. AA., Marginalidades, ed. de Marina Alexander Adarraga et al., Santiago de Compostela, Andavira, 2019, pp. 197-213.
2 Benito del Pliego, «Restos y restituciones. Para recuperar la poesía de Mario Merlino», en Mario Merlino, Voces comunes y otros poemas, obra reunida (1977-2006), ed. de Benito del Pliego, Madrid, Fondo de Cultura Económica, pp. 9-24, 2012.
3 Edgardo Dobry, nota de prensa sobre Voces comunes y otros poemas. Obra reunida (1977-2006), 23/11/2023.
4 Todas las citas de la poesía de Mario Merlino tomadas según: Mario Merlino, Voces comunes y otros poemas, obra reunida (1977-2006), ed. de Benito del Pliego, Madrid, Fondo de Cultura Económica, 2012.
5 El resalte en negrita es del original. El yaguaraté es una especie de jaguar cuyo hábitat ―entre otros― es el norte y noreste de Argentina; por otro lado, la voz «yaguaraté» en guaraní significa «verdadera fiera».
6 Roberto Echevarren, «Prólogo», en VV. AA., Medusario. Muestra de poesía latinoamericana, ed. de Roberto Echevarren, José Kozer y Jacono Sefamí, México D. F., Fondo de Cultura Económica, 1996, pp. 11-17.
7 «El Barroco y el Neobarroco», en VV.AA., América Latina en su literatura, ed. de César Fernández Moreno, México, Siglo XXI, 1972, pp. 167-184.
8 Lope de Vega, Arte nuevo de hacer comedias, Castalia, ed. de Evangelina Rodríguez Cuadros, Madrid, 2011.
9 Mario Merlino, «Variables del espacio y la alegoría en el “Sueño” de Santillana», Cuadernos hispanoamericanos, n.º 369, 1981, pp. 613-625; «Amor tirante es luna roja (“… paraíso en carne moral”)», en Letra Internacional, n.º 20, 1990-1991, pp. 64-66.
10 Mario Merlino, Manual del perfecto parlamentario, Madrid, Altalena, 1981.
11 Consumer Eroski, 1 de marzo 2007, en https://revista.consumer.es/portada/los-lectores-deberian-devolver-un-libro-mal-traducido.html
12 Roland Barthes, El placer del texto, trad. de Nicolás Rosa, Buenos Aires, Siglo XXI, 1974.
13 «Amor sin amo (Magda Català)», Leviatán: revista de hechos e ideas, nº13, 1983, pp. 147-148.
Adrián Valenciano es Doctor en Lengua Española y sus Literaturas por la Universidad Complutense de Madrid, con una tesis doctoral sobre las versiones realizadas por José Ángel Valente. Licenciado en Traducción e Interpretación: alemán-español por la Universidad de Alicante. Profesor de Alemán en la Universidad de Alcalá de Henares y en la Universidad Pontificia de Comillas. Miembro del Grupo de Investigación Reception, Universidad de Alcalá de Henares. Publicaciones sobre traducción poética en diversas revistas universitarias. Estancia de investigación en las universidades de Tübingen, Berlin y Bielefeld. Profesor invitado en la Universidad de Würzburg. Profesor de ELE en el Instituto Cervantes de Estambul (2007-2012). Autor de poesía hasta ahora inédita (Ójala el pájaro, entre otros).