XVII Premio de traducción Esther Benítez (II): Joaquín Fernández-Valdés

Viernes, 20 de enero de 2023.

El pasado martes 13 de diciembre de 2022 celebramos en la sede del Instituto Cervantes de Madrid la ceremonia de entrega del XVII Premio de Traducción Esther Benítez a Joaquín Fernández-Valdés por su traducción de Guerra y paz, de Lev Tolstói. Reproducimos aquí las palabras del premiado. 

 

Mañana de septiembre de 2016. Suena el teléfono. Es Luis Magrinyà, editor de la colección de clásicos de Alba Editorial. Me pongo nervioso. Uno siempre siente un extraño cosquilleo cuando le llama un editor: ¿querrá proponerte algún libro interesante? ¿O tal vez apremiarte para que le entregues una traducción que aún no tienes lista? He colaborado en varias ocasiones con Luis, para cuya colección he traducido tres novelas de Iván Turguénev: Nido de nobles, Padres e hijos y En vísperas. Por lo tanto, ya sé que trabajar con Alba Editorial, dirigida por Idoia Moll, es una apuesta segura: sus ediciones son exquisitas y su catálogo tiene las mejores obras de la literatura universal.

Conocí a Luis en Moscú, en un encuentro entre editores, agentes literarios y traductores que organizó el Instituto de la Traducción. Era el invierno de 2011 y la ciudad estaba preciosa, teñida de blanco por los altos montones de nieve que la cubrían, iluminada por sus imponentes edificios. Las aceras estaban tan congeladas que, en el trajín, más de un desdichado se cayó de bruces sobre el hielo, y hubo entre los nuestros alguna que otra costilla rota. Pero esa es otra historia.

Cojo el teléfono. Después de un rápido saludo, Luis me propone, a bocajarro, si quiero traducir Guerra y paz. Me tengo que sentar. Mis primeros pensamientos, fugaces, casi automáticos: «¿Se ha vuelto loco? ¿Me está tomando el pelo? ¿Seguro que me quería llamar a mí?». Me cuenta, entusiasmado, el proyecto: en la editorial consideran necesaria una nueva traducción de esta obra maestra, que lleva más de cuarenta años sin traducirse desde cero al castellano. Me invade el terror. No me veo capaz, no voy a poder. Además, ¿cómo voy a traducir una obra tan compleja y de casi dos mil páginas cuando soy tan meticuloso como lento? Mi primer impulso es decirle que no, pero me muerdo la lengua y le pido que, antes de darle una respuesta, me lo deje pensar unos días. Y con una sensación de vértigo y un torbellino de pensamientos en la cabeza me pregunto: ¿cómo he llegado hasta aquí? ¿Cómo es posible que aquel niño extrañamente fascinado con Rusia se esté planteando, varias décadas después, traducir Guerra y paz? Y al echar una mirada hacia atrás, intuyo que la respuesta podría estar en Yásnaia Poliana, la finca en la que Lev Tolstói nació, vivió y escribió gran parte de su obra, de la que huyó poco antes de morir y donde está enterrado.

Y es que Yásnaia Poliana ha marcado mi camino como traductor. La primera vez que viajé a la finca de Tolstói fue cuando estudiaba en la Universidad Estatal de Moscú. Recuerdo que fue también en esa época cuando, en la pequeña habitación de una residencia de estudiantes y con treinta y dos grados bajo cero al otro lado de la ventana, leí por primera vez Guerra y paz, cotejando algunos fragmentos del original ruso con la traducción de Laín Entralgo y Alcántara. No volví a Yásnaia Poliana hasta algunos años más tarde, cuando un buen día Selma Ancira me invitó a participar en un seminario de traductores de literatura rusa que organizaba ella en la hacienda de Tolstói. Participar en aquel seminario resultó una experiencia increíble: pasear por la finca, por sus bosques y sus prados; visitar la casa de Tolstói y su tumba; poder tocar el «Vals» de Tolstói en el piano de Tolstói, rodeado de los retratos de sus antepasados, que son personajes que encontraremos en Guerra y paz; escuchar las ponencias de los mejores traductores de Tolstói y poder debatir con ellos las grandes obras de la literatura rusa; discutir hasta el infinito una coma, una repetición, el matiz de una palabra, algo que, como muchos bien sabéis, a los traductores puede llegar a obsesionarnos. En definitiva, fueron unos días maravillosos con traductores de todo el mundo con los que acabamos formando una auténtica familia. Lo que no sospechaba entonces era que la inolvidable experiencia que viviría ese mes de agosto en Yásnaia Poliana se repetiría siete veranos más y que todo lo que aprendería en los paisajes donde Tolstói escribió Guerra y paz se convertiría en una pieza tan importante en mi camino.

Volvamos a la llamada de Luis Magrinyà. Han pasado varios días y no he dejado de dudar sobre si debo aceptar o no la traducción de Guerra y paz, no he dejado de poner en tela de juicio mi capacidad para llevar a buen puerto semejante tarea. Es el sempiterno síndrome del impostor; no sé si mucha gente lo padece, pero a mí me acompaña siempre. A esto se añade la preocupación por los años que tendré que dedicarle a una labor tan titánica y por si seré capaz de aguantar la presión. No soy un corredor de fondo, lo que a mí me van son las carreras cortas o de media distancia, poder volver tranquilamente sobre mis pasos, poder repasar palabra por palabra, frase por frase, detalle por detalle, hasta el infinito, y soy consciente de que con una obra de mil setecientas páginas me va a resultar complicado. Pero, poco a poco, una nueva idea se va imponiendo a las demás: «¿Cuántas oportunidades vas a tener de traducir Guerra y paz? Un tren así solo pasa una vez en la vida. ¿Lo vas a dejar escapar? Salta al vacío».

Y, agarrándome con fuerza a este pensamiento, cojo el teléfono y llamo a Luis. Hablo rápido para no darme tiempo a echarme atrás:

—Luis, cuenta conmigo. Traduciré Guerra y paz.

Este no es el punto final de la historia, porque a partir de aquí empiezan cuatro años de trabajo agotador, de inseguridades, de dudas sobre cómo trasladar el complicado estilo de Tolstói, de lidiar con el léxico especializado, con los distintos registros lingüísticos, con la ingente cantidad de personajes que aparecen, con los numerosísimos escenarios, con las larguísimas disquisiciones históricas y filosóficas; cuatro años de jornadas interminables de traducción, cotejo, repaso, corrección y revisión; cuatro años en los que tengo la sensación de estar llegando siempre tarde, de tener que aparcar la vida para seguir con Guerra y paz sin parar, siempre sin parar. En definitiva, cuatro años sin ver el final.

Pero poco a poco, palabra a palabra, párrafo a párrafo, por fin llegas a la meta. Ha sido una experiencia apasionante, en la que me he enfrentado a escenas tan vivas en el imaginario ruso como cuando Natasha se pone a bailar al son de una balalaika en la humilde casa de su tío Ilaguin; o cuando asistimos al renacimiento espiritual de Pierre gracias a Platón Karatáiev; o cuando el príncipe Andréi se debate entre la vida y la muerte. Y es que Tolstói es un maestro insuperable cuando se trata de describir el terrible paso que todos vamos a tener que dar en algún momento de nuestra existencia. Es un maestro al describir ese mundo onírico que se mezcla con el real cuando sus personajes están delirando o en duermevela. Es un maestro al dotar sus obras de un plano metafísico que le dan una profundidad inigualable, como cuando el príncipe Andréi yace en el campo de batalla y ve ese cielo infinito e inconmensurable que se alza sobre él, o cuando, al ser testigo de cómo le están cortando una pierna a Anatol Kuraguin, comprende que lo único que importa en esta vida es amar al prójimo. Y es un maestro en crear una prosa que está más viva que la vida misma, unos personajes que te parecen más reales que muchas de las personas que te rodean. Han sido unos años en los que he convivido con unos personajes de los que me ha costado mucho despedirme. Pero ha sido, al mismo, una experiencia dura, agotadora, a veces desesperante, y solo ahora puedo respirar aliviado.

Bueno, respirar aliviado solo en parte, porque no puedo olvidar el trágico momento que estamos viviendo. Al inicio de la invasión de Ucrania sentí primero incredulidad y, conforme iban pasando los meses, un desgarro emocional cada vez más profundo. Pero, en los momentos de más dolor y desengaño, me consuela recordar que, a lo largo de la historia, la cultura rusa ha sido un elemento disidente y que los escritores rusos se han erigido en la voz de la justicia y de la verdad (por lo que, desgraciadamente, han sido censurados, perseguidos, desterrados, encerrados en campos de trabajo y ejecutados). Ahora más que nunca, los traductores tenemos que ejercer nuestro papel de puente entre culturas, tenemos que hacer llegar esas voces literarias para que suenen alto y claro.

Por todo esto, el premio Esther Benítez me parece un reconocimiento enorme a estos años de trabajo y a la figura de Tolstói, un pacifista convencido que estaría horrorizado con esta guerra y alzaría la voz contra la barbarie. Así que muchísimas gracias. Gracias, en primer lugar, a la propia Esther Benítez, que tanto me hizo disfrutar en el colegio con su traducción de El pequeño Nicolás. Mi hermano también se llama Nicolás, y recuerdo la gracia que me hacía otro libro de la serie, Joaquín tiene problemas, y me preguntaba si nuestros padres nos habrían llamado Nicolás y Joaquín por ese par de amigos entrañables.

 

Muchas gracias a los socios de ACE Traductores por haber elegido Guerra y paz entre las demás candidatas, cuando la calidad del trabajo de los compañeros ha sido altísima. Gracias a Alberto Sesmero por presentar este acto, a todas las personas que lo habéis organizado con tanto cariño, a Marta Sánchez-Nieves por acompañarme en el camino desde ese primer verano que nos conocimos en Yásnaia Poliana. Gracias a Idoia Moll y a Luis Magrinyà por haber confiado en mí y por arroparme en este acto, y a todas las personas de Alba Editorial que han participado en la maravillosa edición de Guerra y paz (correctores, maquetadores, diseñador de la cubierta, mapista, y un largo etcétera), porque este es el resultado de un trabajo en equipo. Gracias al Instituto Cervantes, a María José Gálvez y a todos los asistentes. Gracias también a todos los amigos que habéis venido desde Barcelona y a los que vivís en Madrid; a mis compañeros de Joanic, que habéis sufrido mis subidas y bajadas en estos cuatro años, especialmente a Marta Morros y a Asun Renau. Y gracias, por supuesto, a Endika, a mi familia y a Cari, estés donde estés.

Como digo en la introducción que escribí para esta obra, uno no se despide nunca de Guerra y paz puesto que, como la trama queda cerrada por tres puntos suspensivos y carece de punto final, no puede terminar.  Aunque, por otro lado, como rezaba uno de los primeros títulos que Tolstói barajó para Guerra y paz, «bien está lo que bien acaba».

 

Fotografías de Carlos de Rivas, de Halos Fotografía