Viernes, 3 de junio de 2022.
En 1979, cuando se cumplían 75 años de la fecha entretanto mítica del 16 de junio de 1905, el día del Ulises, mi cuñado Willy y yo decidimos recorrer juntos los escenarios del libro, y, al término de nuestro peregrinaje, nos juramentamos para regresar a Dublín, si aún vivíamos, el 16 de junio del 2004, a festejar el centenario. Y lo hicimos a sabiendas de que habrían cambiado muchas cosas. Por ejemplo, no pagaríamos en libras sino en euros y no se nos dejaría fumar casi en ningún sitio, pero eso sí, podríamos enviar postales, lo que antaño no hicimos porque el correo irlandés estaba en huelga desde hacía largos meses: ¡había telarañas en los buzones callejeros! También iba a ser distinto el entorno del recorrido: en aquel tiempo fuimos ciertamente muy pocos quienes lo hicimos, a lo peor hasta solo Willy y yo, mientras que ahora el centenario es un acontecimiento cultural y, sobre todo, turístico de primera magnitud, Irlanda parece haberse reconciliado con su hijo réprobo. Y es por eso que, antes de partir, rememoré nuestro viaje de 1979.
Amsterdam, 15 de junio. Autobús al aeropuerto de Schiphol. El barco anclado frente al autobús, en el muelle detrás de la Centraal Station, es un viejo pesquero llamado –¿cómo podría llamarse de otra forma?– Calypso. Pero el hilo musical de Aer Lingus (a la que joyceanamente rebautizamos como Aer Lingam) deja oír melodías de My Fair Lady. El pasajero de la derecha lee nada menos que el Guzmán de Alfarache: rellena su ficha para la Inmigración irlandesa y aduce como profesión «Teacher». Una hora y veinte minutos desde Schiphol a Dublín.
Nos alojamos en el Hotel Bloom, por supuestof course! Primera anotación: constantemente aparece sobre el pavimento de calles y carreteras la palabra slow (= despacio). Debe ser por algo. Pero ¿y si nos vamos a Dave Byrne a tomarnos unas Guinness? De camino, acopio de palabras gaélicas en los letreros cívicos: staisún, ospideal, plás, Stiabhna (= estación, hospital, plaza, Esteban). ¡Stiabhna Dedalus!… Pero no. Nada menos gaélico que Joyce. Al paso, compra del Irish Times: anuncian ahí que en un circuito privado se proyecta una versión fílmica de Ulises que no podrá ser pasada en público hasta 1982, a causa de que en los diálogos se dice alguna vez Fuck! Son cosas de la sifilización, argüiría Joyce. Pero ya hemos llegado a Dave Byrne: «Camarero, dos Guinness queen size». O joyceamos o no valió la pena venir, ¿no?
Dublín, 16 de junio. Imposible repetir la odisea de Leopold Bloom, reiterar su itinerario íntegro del día homólogo en 1904 y atender al mismo tiempo a las mordeduras de tres cuartos de siglo. Nos decidimos por el capítulo seis, por el entierro de Paddy Dignam, paráfrasis del descenso al Hades, ritornello del undécimo canto de la Odisea. El camino, que atraviesa los cuatro ríos del Hades dublinés (Dodder, Grand Canal, Liffey, Royal Canal), nos llevará desde Tritonville Road, el SE del Baile Ata Cliat –el nombre gaélico de la ciudad–, hasta el NW, el cementerio de Glasnevin (hoy Prospect). Por delante de la fábrica de gas, del que JJ, con humor macabro, dice que cura el coqueluche: de una manera definitiva, claro está. Al otro lado del puente, recalado, un barco que se llama God. A la izquierda dejamos el puente ferroviario bajo el cual se refugia Bloom para leer la carta de su amada Martha, carta enviada al seudónimo Henry Flower (Enrique, como Fausto, y Flower = Blume = flor). Pearse Street luego, adelante hacia el Liffey, que cruzamos hasta la O’Connell Street, y allí entre declamatorias estatuas de próceres heroicos y celtas. Por cierto que falta la de Nelson, dinamitada en 1966. Y así seguimos recorriendo el camino, por las huellas invisibles que en el asfalto debieron dejar los zapatos de Leopold Bloom, si bien lo abandonamos un momento para acercanos al hogar de Leopold y Molly, en el n° 7 de Eccles Street, donde Molly monologó 46 páginas para la historia de la literatura. La casa estaba en ruinas, y al alcalde de Dublín aún no se le había caído la cara de vergüenza.
Al regreso del cementerio, una prueba de fuego para las traducciones del Ulises, en este caso fallidas por miopía o por abstemia. «Bowsing nowt but claretwine», dice Joyce. Ese claretwine lo traducen José María Valverde y el brasileño Houaiss como «clarete», Salas Subirat como «vino clarete», el italiano Di Angelis como «chiaretto», el alemán Goyert como «vino nuevo», el otro alemán –Wollschläger– como «tinto barato». Solo aciertan el francés Morel, quien fue asesorado por el propio Joyce, y el neerlandés Vandenbergh: ellos traducen claretwine como «burdeos». Y en cualquier caso ¿qué cantidad de burdeos no habría bebido la dublinirroja y desdublinhibida cuarentona que bailaba con las tetas al aire junto al puente Grattan, suelta del brazo de su compañero, al que la borrachera no le impedía caminar derecho como un huso? ¡Ay, estos celtas! ¡Y nuestra koshina envidia! Así que volvamos a Dave Byrne. «Two clarets, please!» Es la prueba de fuego. Y como nos escancian burdeos, qué añadir sino Sláinte! [= ¡Salud!].
Ricardo Bada (Huelva, España, 1939), escritor residente en Alemania desde 1963. Coeditor allí de dos antologías de literatura española contemporánea, y en solitario, de la obra periodística de García Márquez y los libros de viaje de Camilo José Cela. Editor en España de la poeta costarricense Ana Istarú, y en Bolivia de la única antología integral en castellano de Heinrich Böll (Don Enrique).
Agarrarse una «jumera» con vino de Burdeos no es lo mismo
que agarrarla con vino peleón.