#Ellas traducen: Conversación entre Consuelo Berges y Esther Benítez

Martes, 8 de marzo de 2022.

En el marco de la iniciativa #Ellas Traducen, emprendida por ACE Traductores este 8 de marzo, recuperamos la entrevista de Esther Benítez a Consuelo Berges publicada en VASOS COMUNICANTES 29 (y aparecida en la revista Cuadernos de Traducción e Interpretación, 11-12, 1989-1991).

 

Llevaba años, desde que apareció Cuadernos de Traducción e Interpretación, con el encargo de Fernando Valls de hacerle una entrevista a Consuelo Berges sobre su vida y milagros, entendiendo por milagros no el de la supervivencia cotidiana sino el de sus traducciones. A Consuelo, uno de cuyos vicios era hablar, le pareció de perlas, y en la primavera de 1986 me fui a visitarla al Hospital Angloamericano, a una habitación de la planta baja, casi metida en el jardín, que Consuelo solía ocupar en sus inviernos llenos de arrechuchos. Estaba en la cama, rodeada de libros y papeles y con la voz todavía firme y reconocible; hablamos de lo divino y lo humano, mejor dicho de unas cosas y otras, pues la gran traductora no era nada aficionada a lo divino, siendo el anticlericalismo rasgo impenitente de su carácter de empecinada republicana y anarquista. Yo, que me había hecho una idea del material que necesitaba para la entrevista —veinte, veinticinco folios— llevaba un par de cintas de una hora. Pues bien, Consuelo consumió 120 minutos y, cuando nos dimos cuenta, estábamos todavía en sus primeras traducciones. Quedé en que volvería otro día, aunque Consuelo, ya cansada en ese momento de parlotear, sostenía que no hacía falta: «Coges mi prólogo a Madame Bovary y ahí tienes toda mi teoría de la traducción», decía… Intenté, de todos modos completar la entrevista: cuando no estaba sin voz, andaba ya un poco corta de energías… Su muerte, el día 23 de diciembre de 1988, dejó definitivamente trunco este intento. Retomo ahora la transcripción de las cintas y trataré de llenar los huecos con las respuestas que Consuelo Berges dio, al hilo de artículos y prólogos publicados a lo largo de su vida, a estas y otras cuestiones.

Esther Benítez: Tú naces en el siglo pasado, como te gusta decir. ¿Cuál fue tu formación, tus primeros contactos con el mundo de las letras?

Consuelo Berges: Nací en Ucieda (Santander), en agosto de 1899, o sea que me faltó poco para nacer con el siglo. Pertenecía a una familia de letras, sobre todo por parte de padre y viví desde pequeña con mis abuelos paternos. La abuela era una Gutiérrez Cueto, familia santanderina entroncada con la prensa —mi bisabuelo fundó La Abeja Montañesa—, una familia grande, nueve hermanos, de los cuales dos chicas, mi abuela y la madre de Matilde de la Torre. ¿Sabes quién fue Matilde de la Torre?

Esther Benítez: Ni idea…

Consuelo Berges: Pues, hija, fue diputada socialista en las dos últimas legislaturas de la República y ahora se ha celebrado su centenario en Santander con la mar de cosas. Murió en México. Tenían en Cabezón de la Sal una espléndida finca, con tres casas, que se la quedó la Falange, una finca preciosa por la que pasaba un riachuelo… Ella no tenía hijos… Su padre era notario… Se quedó huérfana muy joven…

Esther Benítez: No nos perdamos, si te parece, por historias colaterales. Decías que vienes de una familia de tradición humanista.

Consuelo Berges: En casa de mis abuelos había libros, muchos libros, y yo empecé a leer todo lo que caía en mis manos. Recuerdo que una de las primeras cosas que leí, tendría 10 u 11 años, fue una historia de la mitología griega, un librito pequeño, encuadernado en pasta española. Y El Quijote, con el que me divertí mucho, como Stendhal, me parece una estupidez un Quijote especial para niños: tendría yo 11 ó 12 años y me lo leí todo con mucho interés. Había también novelas rusas, de aquellas que publicaba la editorial Maucci, mutiladas y traducidas del francés. Pero seguían siendo la gran novela rusa: Dostoievski, Tolstói… De lo que mejor me acuerdo es del Nido de hidalgos, de Turguéniev. Todo eso lo leí de pequeña: me recuerdo siempre leyendo.

Esther Benítez:¿Qué estudios haces? ¿Dónde aprendes francés, por ejemplo?

Consuelo Berges: Yo nunca fui a la escuela, como Rosa Chacel… Y aprendí a leer no sé cómo, en casa, en un periódico que se llamaba El Cantábrico, un diario liberal. Leía cuanto caía en mis manos. Pero nunca fui a la escuela. Ni a la escuela ni a misa. Siendo un pueblo muy pequeño del valle de Cabuémiga, mi abuela no iba a misa y yo tampoco. Yo no hice nunca la primera comunión.

A los quince años me fui a Santander, a casa de mi padre, y allí empecé a estudiar, porque habían inaugurado una Escuela Normal de Maestras, con un profesorado recién salido de la Escuela Superior del Magisterio, de Madrid, casi todos jóvenes y con nuevas teorías pedagógicas. Yo sabía muchas cosas, pero no sabía las mismas cosas que las demás, no sabía multiplicar, supongo. Y, como me daba vergüenza ir a los quince años a aprender esas cosas —había un examen de ingreso—, estudié sola la aritmética en los libros y pasé el examen. Yo estaba muerta de miedo y de vergüenza entre aquellas chicas que sabían muchísimo porque habían ido a escuelas y colegios. Tengo una anécdota un poco vanidosa, la pones o no la pones, tú verás… Había una profesora de lengua y literatura que se llamaba Carmen de la Vega Montenegro Gutiérrez del Toro y no sé qué más y daba unas clases de gramática y literatura bastante originales y nos contaba cosas literarias. A mí me pusieron en primera fila porque era miope; y un día se puso a contar el mito de Orfeo, que yo había leído en el librito encuadernado en pasta española, y dice: «Entonces Orfeo fue a rescatar a su amada tocando la flauta… O lo que tocara… ¿Sabe alguien cómo se llamaba su amada?». «Eurídice», dije yo, y todas se quedaron pegadas. Mis compañeras se lo sabían todo, del catecismo y la Historia Sagrada, pero resulta que de mitos yo sabía más que ellas. Saqué sobresaliente en todo, hasta en dibujo: nos ponían unas láminas para hacer, yo lo hacia malísimamente, pero la profesora me daba siempre sobresaliente porque exigía una cuartilla explicando la lámina…

Esther Benítez:¿En la Escuela Normal estudiabais francés?

Consuelo Berges: Sí, se estudiaba francés, pero yo ya lo sabía de antes… no sé cuándo, lo aprendí todo leyendo, lo aprendí a fondo. Hablándolo mal, siempre; muy bien el francés escrito, pero no tengo el don de lenguas habladas.

Esther Benítez: Una vez acabada la carrera, ¿ejerces cómo maestra?

Consuelo Berges: La única vez que ejercí como maestra fue en Cabezón de la Sal. Matilde de la Torre no tenía bastante para vivir, y se le ocurrió —tenía una fabulosa cultura literaria, histórica y musical— poner una academia en su finca, Academia Torre. Matilde no tenía ningún título, aunque escribía mucho, y me llamó a mí para que con mi título le autorizara su academia para chicos de bachillerato: tenía unos cuantos alumnos, por ejemplo los hermanos de Ciríaco Pérez Bustamante, que eran muchos.

Mientras tanto empiezo a publicar artículos en la prensa (en casa se leía El Sol desde que se fundó en 1917, y El Sol me siguió a mí a toda América). Víctor de la Serna era inspector de primera enseñanza y fue a parar a Santander, donde fundó un periódico de la tarde, La Región. Yo le mandé un artículo, firmado Yasnaia Poliana (la finca de Tolstói, yo estaba envenenada de novela rusa, de literatura), y me lo publicaron, y Víctor estaba encantado conmigo, aunque al principio no sabía quién era. Publico en La Región con un éxito tremendo, hasta me escribían cartas…

Esther Benítez: Antes hablabas de América, ¿cuándo y por qué lías el petate y cruzas el charco?

Consuelo Berges: Una parienta nuestra, una hija de un Gutiérrez Cueto que era capitán de barco, y hacía la navette entre Filipinas y la América del Pacífico llevando coolies, coolies o lo que fuera, y se quedó a vivir en Perú, vino a España con sus cuatro hijos para educarlos aquí. Y dejó a los dos chicos mayores en Santander y se volvió con los otros dos. ¿Te vienes conmigo? Y yo digo: «Pues si».

Y en diciembre de 1926, en un barco que hacia muchas escalas, me fui con Julia, mi parienta, a Arequipa. Llegamos en enero de 1927. Julia tenía la única librería que había en Arequipa —¡era la segunda ciudad del Perú, con 50.000 habitantes, y una sola librería!—. Yo vivía en su casa y me lo pasaba muy bien: daba clases en una academia, de gramática y no sé de qué. Yo colaboraba en un periódico que se llamaba Las Noticias, con artículos literarios, no me acuerdo ya muy bien; lo que sí me acuerdo es de que me encargaron un artículo como de beneficencia. Lo escribí, y no sé si se me vería la oreja de persona de izquierdas, que lo fui siempre, pero recibí un anónimo poniéndome verde. (He recibido tres anónimos en mi vida y siempre he sabido de quiénes eran.) Aquel era de un indio que enseñaba en la academia, poniéndome verde y diciendo que yo era un producto de esos que mandaban los soviets rusos por el mundo. Publiqué el anónimo en Las Noticias… También di unas conferencias en la Universidad de San Agustín, y una era muy mala y otra se llamaba «Los mitos indianistas», porque yo estaba muy cabreada. Cuando uno se va a América se vuelve muy hispanista por reacción al antiespañolismo que allí se gastan los hispanoamericanos que desprecian a España. Entonces estaba muy en auge el indianismo, sostenido, naturalmente, por los que no eran indios, con sangre y apellidos españoles. La incluí luego en el primer libro que publiqué en Buenos Aires, que tengo escondido. Se llamaba Escalas.

Esther Benítez: Lo has definido alguna vez como «un pecado de juventud».

Fotografía procedente del Diccionario Histórico de la Traducción en España, http://phte.upf.edu/dhte/castellano-siglos-xx-xxi/berges-consuelo/

Consuelo Berges: Sí, en El Urogallo… Aunque tiene algunas cosas buenas. Hay una cosa sobre el paisaje americano de la cual no me arrepiento todavía. Y eso de los mitos indianistas no lo hubiera escrito yo igual que entonces, pero la posición era defendible. Aunque los indianistas peruanos me pusieron verde.

Esther Benítez: Corres más con la cabeza que con los pies… Estabas hace un momento en Buenos Aires, sin haber salido aún del Perú…

Consuelo Berges: En noviembre del 28, Julia se fue a Santander a ver a sus hijos y me dijo: «¿Te vienes conmigo?». Y yo dije: «¿Te crees que voy a venir de Cabezón de la Sal a Arequipa y de Arequipa a Santander? ¡De ninguna manera!». Y estuve dudando si irme a México o a Buenos Aires; en México tenía también parientes, otro Gutiérrez Cueto casado allí, pero me decidí por Buenos Aires, que estaba más cerca. Luis de la Jara, el director de Las Noticias, cuando supo que me iba me preguntó si conocía a alguien en Buenos Aires. Respondí que no, y me dio una carta para un periodista de La Nación, Gutiérrez Alfaro, un sevillano.

El viaje entonces era de ole, había que pasar por la estación más alta del mundo, Crucero Alto, por donde no podían pasar los enfermos del corazón. Yo temía estar enferma del corazón, siempre estoy enferma de todo, y me dije que saldría de dudas en aquella estación a cuatro mil y pico metros de altura. Pero nada.

Llegamos a Puno, donde se tomaba un vapor que te pasaba a la otra orilla del Titicaca: toda una noche de viaje y desembarcabas en un pueblo que se llamaba Guaqui, que ya es Bolivia. Y allí tomas un trenecito pequeño para La Paz, con ese viento permanente que te da el sorocbe, el mal de la altura. Y llegas al borde de La Paz y ves allí en un hoyo la ciudad. La Paz está a 3.500 metros, pero en un hoyo, y el tren empezaba a dar vueltas para bajar. Llevaba yo como equipaje una máquina Remington que me había regalado el marido de mi parienta, preciosa, verde, y unas cuantas libras esterlinas de oro.

No sé cómo puede la gente vivir en La Paz, hasta en la Plaza de Armas, que es pequeña —allí las plazas mayores se llaman plazas de armas— no hay más de cuatro metros cuadrados llanos, todo es en pendiente. Me meto en el hotel, que se llamaba Hotel Tormo, donde me robaron una libra esterlina, me la cambiaron como les pareció, y pedí un billete para Buenos Aires. Me lo dieron y decía: «La Paz-Retiro», porque Retiro era una de las estaciones de Buenos Aires.

Tomé un tren que tardaba cuatro días y cuatro noches… Un desierto interminable. No se veían más que cactos enormes, de 5 ó 6 metros, y ni una sola hierba. Veías un indio, o una llama, o un guanaco, o una vicuña, y te preguntabas: ¿De qué demonio vivirá esta gente? Ibas en coche cama, y luego había un vagón-comedor, y allí te pasabas el día. Coincidí en una mesa con un cura español que iba de un pueblo de Bolivia a otro donde se ganaba más. Es lo que me dijo él, «donde se ganaba más».

Esther Benítez: Ya en Buenos Aires, ¿qué es lo que haces?

Consuelo Berges: Lo primero me fui a un hotel barato, recomendado por los camareros del tren: el Hotel Tormo, igual que el de La Paz, en el paseo de Leandro Alén. Y allí instalé mi Remington verde, que me robaron en Barcelona durante la guerra (porque durante la guerra hubo muchos que se hicieron con una máquina, pero yo la tenía y la perdí). Al día siguiente me voy a La Nación, un gran edificio en la calle Florida, y pregunto por el señor Gutiérrez Alfaro. «No, no está». «¿Y a qué hora viene?». «No, ahora no viene». «¿Me pueden ustedes dar su dirección?» Les costó mucho dármela, y resulta que estaba en un sanatorio frenopático, que le llaman ahí a los psiquiátricos. Llegué al frenopático, pregunté por él, y no me dejaron verle. «Bueno, ¿y ahora qué hago?» Yo tenía sólo aquellas libras esterlinas y, encima, tomaba los tranvías al revés, porque soy muy desorientada. ¡En la conquista de Buenos Aires tomaba los tranvías al revés! Veo en los puestos de periódicos El Diario Español, calle Alsina no sé cuántos, y allá me voy, llevando como título mi conferencia «Los mitos indianistas», publicada en una revista, para acreditar mi españolismo. El periódico era muy antiguo y estaba subvencionado por la embajada española, fuera cuál fuera el régimen (entonces era el de Primo de Rivera, y yo me acuerdo del último articulo que mandé a La Región, donde decía en la despedida: «Que la dictadura os sea leve y que a mí no me sea demasiado grave la expatriación».

Voy allí y veo al jefe de redacción, don Julián de la Cal, cuñado de Lerroux, un señor castellano a la antigua, un caballero español simpatiquísimo, cortés y elegante. Le expliqué mi caso, le enseñé la conferencia españolista aquella, y dijo: «Pues mire, usted puede colaborar aquí, pero pagamos muy poco…». No tan poco, unas 100 pesetas, que en el año 28 no estaba mal, no se pagaba tanto en España. Empecé a mandar algunos articulitos y, entonces, el ministro consejero de la embajada (estaba de embajador Ramiro de Maeztu), un tal Agramonte que firmaba «Pertinax», pensó, con la aquiescencia de la embajada, en fundar en la Argentina, entre los españoles riquísimos que había allí, una especie de delegación del partido de Unión Patriótica; Pertinax inició una especie de encuesta entre los españoles sobre la conveniencia de tal delegación, representación o lo que fuera. Y entonces yo me destapé con un artículo tremendo en contra. Y Ramiro de Maeztu, que tenía un vozarrón impresionante, llamó al periódico: «¿Quién es esa señora Berges?». No tuvo consecuencias, afortunadamente.

A propósito de la embajada, recuerdo una anécdota curiosa. Me dicen: «Aquí hay una gran escritora, que está con su marido; tiene publicados dos libros de cuentos y está haciendo aquí una labor de conferencias, etc., etc.»¿Sabes quién era? María Teresa León, casada entonces con el señorito aquel de Burgos, Gonzalo Sebastián… Y allí estaba María Teresa, toda rozagante, toda rubia, toda guapa, y que no salía de la embajada, íntima de Ramiro de Maeztu…

Esther Benítez: Diriges por entonces una revista, Cantabria…

Consuelo Berges: Me empezaron a presentar por aquí y por allá, y me dijeron —don Julián de la Cal— que había un Centro Montañés y una personalidad montañesa muy importante, el principal cirujano de la Argentina, don Avelino Gutiérrez, del valle del Pas… Tan principal que fundó la Institución Cultural Española y otras importantes entidades… Don Avelino se entusiasmó mucho conmigo y empecé a colaborar con él, y entonces me nombraron directora de esa revista, que sacaba el Centro Montañés… Publico mi libro, empiezo a colaborar en distintos periódicos, también en La Nación, cuyo suplemento literario dirigía entonces Enrique Méndez Calzada, un buen escritor, humorista fúnebre, pero humorista, y Guillermo de Torre, casado con Nora Borges, era el secretario.

Y en éstas apareció por allí Concha Méndez Cuesta (después mujer de Manuel Altolaguirre), que había sido novia de Buñuel y ya había publicado dos o tres libritos de versos, muy influidos por Alberti y por Federico. Llegó en tercera clase, de aventurera (aunque su padre tenía mucho dinero) y con unas mantelerías de lagartera para venderlas y sacar dinero los primeros días. Yo le ayudé a venderlas y le conseguí un trabajo, además de presentarle a todas mis amigas: Alfonsina Storni, Salvadora Leguina, la mujer de un tal Botana que era una especie de gángster uruguayo… Nos lo pasábamos muy bien…

Esther Benítez:¿Cuándo regresas a España?

Consuelo Berges: Me vuelvo a España cuando la República. La celebración en Madrid creo que fue fabulosa, pero en Buenos Aires fue esplendorosa. La Prensa, el gran diario que estaba en la avenida de Mayo, tenía unas cristaleras grandes donde ponían en una pizarra los sucesos y tocaban la sirena. Y cuando apareció la proclamación de la República fue la locura. La armamos gordísima. Se organizó un acto en el teatro más grande de Buenos Aires y la gente estaba fuera, no cabía. Intervine yo leyendo el único verso que he hecho en mi vida, el «Romancillo del Capitán Galán». Lo leyó Concha Méndez. Yo hablé —no he sido nunca oradora— y aquello fue impresionante.

En junio, Concha y yo tomamos un barco barato, el Cabo de San Antonio. Íbamos a París, porque allí estaba mi parienta Julia, con sus hijos estudiando allí. Y también estaba María Blanchard, otra parienta mía, prima carnal de mi padre. ¡Pobrecilla, con sus dos jorobas, una delante y otra detrás! Ya la había convertido aquella camada de conversos de la época, ese tan malo y tan célebre, el autor del Zapato de raso, Paul Claudel, que había escrito un soneto sobre María Gutiérrez Blanchard.

María tiró el «Gutiérrez» al Sena, porque decía que los franceses la llamaban «gotera». Una noche se quedó en casa de Julia, en mi habitación, y se pasó la noche contándome sus primeros tiempos de París y su llegada… ¡Y no me acuerdo de nada! Un día, no sé cómo, me dice: «Mira, si quieres acompañarme a misa, allá por los Inválidos hay unas monjas que cantan maravillosamente». Y yo, pobrecita de ella, dije: «Bueno». Como era muy inteligente, aparte de gran pintora, no podía pensar que me iba a convertir, pero bueno, la acompañé.

Estuve tres meses en París y llegué a Madrid por primera vez en mi vida a últimos de octubre del 31. Traía yo una cita con Clara Campoamor, que ya había conseguido lo del voto de las mujeres (fue el día 1 de octubre cuando ganó la batalla del voto femenino contra Victoria Kent, que se oponía). Clara era mucho más inteligente que Victoria, ¿eh? Había salido de la nada y era muy inteligente. Yo traía una visita concertada con ella y me fui a verla, y desde entonces fuimos muy amigas, aunque distanciándonos poco a poco políticamente: ella no pasaba de republicana anticlerical; sociológicamente no iba más allá.

Y aquí estaba. Me decepcionó un poco la República. Publiqué ese librito que ves ahí: Explicación de Octubre; se publicó en 1935, ya con la censura, con el bienio negro de Lerroux y Gil Robles.

Esther Benítez: Entonces eras ya anarquista de conducta, ¿cómo te haces anarquista de ideas?

Consuelo Berges: Me hizo anarquista Mercedes Guillén, la mujer de Baltasar Lobo, que entonces ya se había empezado a enamorar de Balta, que era anarquista activo… Y Ramón Fernández, un gran líder del anarquismo, muy culto, con una gran personalidad. Yo era anarquista de nacimiento, por temperamento, pero sin carnet, siempre sin carnet, yo lo he sido todo por libre.

Esther Benítez:¿En qué trabajas por aquellos años de Madrid? ¿Qué haces?

Consuelo Berges: Mandaba artículos al Diario Montañés y me los pagaban. Y vivía un poco del aire. Todas mis amigas estaban muy preocupadas de que no tuviera dinero y Clara Campoamor se empeñó, cuando fue directora de Régimen Penitenciario, en 1933, cuando no sacó el acta de diputada, en nombrarme directora de un orfanato precioso en El Pardo; yo dije que no, que no quería ser directora de nada, y además que no quería un puesto de Lerroux. Y entonces me dio un empleo en el archivo de la Junta Provincial de Beneficencia, estaba en la calle de Amor de Dios y era interesantísimo (con un sueldo de 50 ó 60 duros, mucho dinero para entonces). Y con aquello y con lo que recibía de Buenos Aires vivía bien, en la plaza de Santa Ana, donde las feministas han puesto una placa porque allí vivía Clara Campoamor (me traspasó el piso a mí y a mi parienta Gloria, que estuvo en la cárcel mucho más tiempo que Carmen Caamaño, era comunista también). Y claro, gastaba muy poco dinero, tenía más que suficiente.

Luego llegó la guerra. Cuando estalla «el glorioso meneo» estaba en el archivo haciendo fichas… Me mandaron a un asilo precioso que había en la Guindalera, un palacio de los duques o condes de Santamarca, que lo dejaron para asilo de niños y niñas. Había verdaderos tesoros, un palacio inmenso, regido por monjas. Las monjas salieron pitando y a mí me mandó de «superiora» la Junta Provincial de Beneficencia. Con unas colaboradoras espontáneas, pero lo hicimos malísimamente; lo hacían mejor las monjas, claro. Había que sacar a aquellos niños de las bombas, y se decidió enviarlos a Granollers, y yo con ellos. Estuve poco tiempo allí: dejé a los niños con mis colaboradoras, que eran las que se entendían con ellos, y me fui a Barcelona, al paseo de Gracia, no digo el número para que no se entere el dueño de la casa, requisada por la CNT, y allí hacíamos Mujeres Libres, que no se ha hecho jamás otra revista como ésa de mujeres, ¿sabes? La hacia Lobo, con unos dibujazos que quitaban el sentido, y unas colaboraciones formidables (hasta de Rosa Chacel hay una. Y dice Mercedes Guillén, que está trabajando ahora en París sobre la revista, que ese artículo de Rosa es la mejor definición del anarquismo que ha visto en su vida).

Estoy en Barcelona hasta las vísperas de caer la ciudad. Tomamos no sé cómo un autobús que llevaba gente hacia la frontera. Mercedes y yo íbamos con la mujer de Tono, el último director de Solidaridad Obrera. Dormimos en Llançà, un puertecito ya cerca de la frontera; allí mismo nos bombardearon todavía. Y luego pasamos la frontera por Portbou. Era el 1 de febrero… En Portbou, al otro lado de la frontera, hay un monte, una pequeña altitud, y allí estuvimos tirados casi todo el día, con un frío espantoso. No teníamos nada de nada; Mercedes llevaba una carpeta de dibujos de Lobo y nada más, ni pasaporte… Y allí estuvimos tirados hasta que nos llevaron a Cerbère, nos vacunaron, nos tomaron la dirección y nos metieron en un tren con destino desconocido. Cuando pasamos por Perpiñán, nos bajamos Mercedes, la mujer de Tono y yo, porque en Perpiñán teníamos una corresponsalía —no se me olvida, 10, Rue Émile Zola—, nos mandaban paquetes y cosas los anarquistas de Perpiñán. Nos echa el alto un gendarme: «¿A dónde van ustedes?» «Vamos a la Rue Émile Zola» «Vengan conmigo». Cogió la bicicleta en la mano y anda que anda, a donde nos llevó fue a la comisaría. Y allí en el commisariat estaban algunos gendarmes jugando a la belotte, que es como el tute en España. Nos pusieron verdes, nos dijeron que por qué no nos habíamos quedado con Franco y nos metieron a dormir en el calabozo, que era una tabla en tobogán, mojadas, y yo muy preocupada por Mercedes, que estaba ya enferma, como siempre, y así pasamos la noche. Y al día siguiente nos llevaron a un patio inmenso donde había mucha gente y luego nos metieron en otro tren, que tampoco sabíamos adónde iba. A medianoche, con un frío horroroso, nos bajaron en Saint Allier, a esperar otro tren. Llegó, nos metieron a empujones, amontonados.

Llegamos —pasando por Saint-Étienne y por no sé cuántos sitios— a un lugar que resultó ser Le Puy, que era la capital del departamento de la Haute-Loire. Y allí nos esperaban unas damas patronesses, como las catequistas de aquí, con unos jarros de aquellos de lavabo que había antiguamente, de porcelana, unos con caldo Maggi y otros con café. Éramos 600, mujeres, hombres, niños y de todo. Nos meten en unos camiones y nos llevan a una antigua fábrica de encajes desaffectée y allí pasamos la noche durmiendo sur la paille, amontonados, yo al lado de un viejo horrible.

[Resumo, por mor de la brevedad, las peripecias de Consuelo Berges en el exilio: confinada primero en una aldea del Jura, se escapa, sin papeles, a París, donde estaban ya los Lobo y donde se queda, en la clandestinidad, cuatro años, viviendo en parte de algunas clases de español y en parte del aire, o del dinero que le mandaban sus parientes o amigos de Buenos Aires. Hasta que, con la entrada de los alemanes, la pillan. Le devuelvo la palabra.]

Consuelo Berges: Viví en París hasta el 43. ¿Sabes por qué me pescaron? Pues porque daban unos bonos para zapatos. Entrar los alemanes y desaparecer todo, fue uno. Hasta entonces no faltaba de nada; sólo había que hacer cola en la Avenue de l’Opéra para café, lo demás había de todo. Pero entraron los alemanes, y como la plaga de la langosta… Dieron unos bonos para zapatos con suela de madera y yo, idiota de mí, voy a buscar el bono. Y entonces me pidieron la documentación y no tenía más que un papel verde con mis señas personales donde decía que no me podía mover de la Commune. Me hicieron ir todos los meses a la prefectura de policía: había muchas judías, a los hombres se los habían llevado a todos; y me tomaban por judía, me hablaban en yiddish. Hasta que un día fueron a buscarme a casa y me metieron en un tren.

Esther Benítez: ¿Qué pasa cuando llegas a España?

Consuelo Berges: Me metieron en una especie de campo de concentración en Fuenterrabía; tercera vez que dormí en el suelo, una noche. Luego me llevaron a Irún y me dieron un billete de tercera, con otros repatriados —me chocó mucho ver pasear por la estación alemanes con uniforme alemán— y nos metieron en un vagón de ganado, con una costra de porquería en el suelo… Yo traía una maleta y en la primera estación me bajé y me fui a un vagón de tercera porque yo tenía un billete de tercera y no un billete de vaca, de pasajero de tercera. Vino el revisor… y me dejó.

Yo le había puesto un telegrama a Matilde Marquina, que era camisa vieja (una vez me mandó mil pesetas a París y, cuando publiqué Explicación de Octubre, clandestinamente, ya era con censura, compró veinte ejemplares). Le puse un telegrama desde Irún diciendo que llegaba, y en la estación me esperaban ella, Luis de la Serna y su primera mujer, y gracias a eso no me metieron en la cárcel. Luego me mandaron a casa un policía, a tomarme declaración, y no le dije, claro, que había sido madre superiora del asilo de Santamarca.

Esther Benítez:¿Es entonces cuando empiezas a traducir?

Consuelo Berges:¿Qué iba a hacer? No tenía dinero, no lo he tenido nunca. Hice entonces mi primera traducción para Espasa Calpe, para la colección Universal. Fue una selección de las memorias de Saint-Simon, pero ya hecha, en francés; me la dio Matilde Marquina, que era una gran bibliófila. Yo se la pasé a José María Cossío, la aceptó y la publicaron; en el fondo era una cosa ilegítima, porque la selección la había hecho otro, pero se publicó en dos tomos: La corte de Luis XIV. Luego Matilde me recomendó a Aguilar, y me dieron Los Caracteres de La Bruyère. Después me encargaron que seleccionara de las memorias de Saint-Simon lo referente a España, para la colección Crisol. Eso fue un descubrimiento para mí, porque era una mina: 43 tomos en la edición de Hachette, 7 tomos en la Pléiade. Saqué dos tomos más o menos monográficos, uno fue sobre la princesa de los Ursinos, que es una novela, y otro que era la instauración de los Borbones. Tomado de no sé cuantísimos volúmenes. Y así saqué también las mujeres de la corte de Luis XIV, que no llegó a publicarse porque Crisol terminó. Y hace poco lo he revisado, llamándolo Historias proustianas en las Memorias de Saint-Simon y, por cierto, Javier Pradera me lo devolvió de Alianza, ya con el contrato firmado y todo, porque no admitía que figurara a mi nombre: «Consuelo Berges: Historias proustianas en las Memorias de Saint Simon». Si una simple antología la firma el que la hace, una cosa como ésta, que he hecho la selección a través de cuarenta tomos… ¡Figúrate! Es apasionante, te advierto, para intelectuales y para el gran público. La editó Tusquets el año pasado, con el titulo Retratos proustianos de cortesanas.

 Esther Benítez:¿De qué traducción estás más satisfecha?

Consuelo Berges: De Madame Bovary, tal vez.

Esther Benítez:¿De Flaubert, no de Proust? En Proust hay un hecho curioso, continúas una traducción anterior…

Consuelo Berges: La de Pedro Salinas y Quiroga Pla. El tercer tomo lo firman los dos. Alguien le dijo una vez a Jaime que la traducción de Proust no la había hecho su padre, que la había hecho Quiroga Pla, el yerno de Unamuno. Y Jaime se preocupó mucho. Entonces yo saqué la conclusión de que Pedro Salinas hizo el primer tomo en 1924 y el segundo en 1930, o en el 31, y luego ya el hombre tenía mucho trabajo y le dijo a Quiroga Pla que continuara él; pero a la editorial le parecía mal que cambiara el nombre y puso entonces Pedro Salinas-José Quiroga Pla. Y ésa es la pura verdad. Jaime escribió a Jorge Guillén consultándole eso —Jaime me mandó fotocopia— y Jorge Guillén le dijo que eso lo había traducido su padre, que acaso el tercer tomo no, pero que eso estaría en los archivos de Espasa Calpe. ¡Se creía que esto era como los Estados Unidos!

 Esther Benítez:¿No te planteó problemas el retomar una traducción iniciada por otro? Tú has cambiado algunos criterios…

Consuelo Berges: Completamente. A mí no me gusta demasiado la traducción de Salinas: está llena de defectos, porque el Salinas de aquella época era ya el gran poeta, pero no el Pedro Salinas que luego fue, gran profesor y crítico: era muy joven y no sabía bastante francés.

 Esther Benítez: Hay entonces problemas de tono, porque es bastante diferente una traducción de otra…

Consuelo Berges: El tono es mío y lo defiendo. Y Salinas está lleno de errores, de errores incluso gramaticales. Y Jaime me dice: «Tú vas a revisar la traducción de mi padre, que me han dicho que tiene defectos, pero no la puedes corregir, porque el que estudie la obra de mi padre tiene que estudiar su traducción como él la hizo». Y entonces yo lo leí y me entraron tentaciones de corregir ciertas cosas… pero me limité a corregir la puntuación, que ésa no podía ser de Pedro Salinas ni a los 10 años, ni a los 50, eso era del corrector de pruebas de la editorial. ¡Disparatada! Comas a voleo… Y corregí una cosa y no se lo dije a Jaime porque era terrible: decía le nez busqué, es un adjetivo francés que sólo se emplea para la nariz, aguileña o aquilina, y ponía «nariz pellizcada».

 

[Hasta aquí la entrevista. En el tintero, anegadas por el río de palabras de la Berges, preguntas mil, que yo llevaba muy anotaditas en mi bloc: Consuelo Berges, luchadora de toda la vida por los derechos de los traductores / ¿Cuál es para ti el ideal de traductor? / Recomendaciones a quienes estudian para traductores / Fidelidad o libertades / ¿Se puede enseñar a traducir? / ¿Problemas específicos del francés o problemas específicos de cada autor? / Diversas traducciones de una obra. ¿Una traducción es válida para siempre —o para un siglo— o hay que retraducir de continuo?… En fin, todo un año me habría llevado hablar con Consuelo de estos temas, y otros que irían saliendo, como las cerezas, detrás y enredados.

Consuelo Berges decía que su «teoría de la traducción» estaba en el prólogo a su Madame Bovary publicada por Alianza Editorial. Y en un articulo de El Urogallo («La traducción y mi traducción de Proust», El Urogallo, 11-12, Madrid 1971). Y en una revista de único número y hoy inencontrable (Márgenes, 1-2, Murcia, otoño de 1980) dejó los consejos que yo le pedía para los jóvenes traductores. Aquí están:]

Yo, escéptica impenitente, encerraría en uno los diez mandamientos de la traducción: una vez más —«lo repiten ya hasta los ministros»— el aforismo de Machado: «Se hace camino al andar». Con una aclaración de Maese Perogrullo: que para echar a andar hacen falta piernas e impulso locomotor, que parte del cerebro. Y al principio y a lo largo del camino de que aquí se trata, un gran amor y un gran respeto a la santa palabra, a la literatura.

La traducción es, pues, una colaboración del traductor con el autor: consiste en eso, en poner al texto original una piel nueva que sustituya a la piel primitiva que le puso el autor y que, en la traducción, desaparece sin remedio. Esta operación hay que hacerla, claro está, con muy buen pulso y con muchísimo respeto, con gran fidelidad al contenido, a lo que el autor dijo y hasta, si me apuran un poco, a lo que el autor quiso decir. Si, al poner la nueva piel sobre el músculo del texto, nuestra sensibilidad personal nos lleva a ejercer sobre ese músculo una ligera presión que modifique levemente su forma, tant mieux si se hace para bien. Estoy segura de que el autor que conociera nuestro idioma hasta donde conocer se puede un idioma extranjero, que rarísima vez es mucho, nos agradecería esta pequeña operación estética.

 

 

 

 

 

 

 

 

1 Comentario

  1. Concha

    Pues no conocía la vida y milagros de Consuelo Berges, pero me declaro admiradora desde ahora mismo. ¡Muchas gracias por la entrevista, Esther Benítez! y ¡muchas gracias por publicarla aquí, Vasos!