Lunes, 28 de julio de 2025.
El jurado de los Premios Complutenses de Traducción, organizados por la Facultad de Filología de la UCM en colaboración con ACE Traductores para fomentar la traducción literaria entre los estudiantes universitarios y reconocer la labor realizada por un traductor a lo largo de su vida, decidió por unanimidad otorgar los tres premios a las siguientes traducciones:
Primer premio: Manuela Berdún Gistain por su traducción del francés de «L’ange et les pervers», de Lucie Delarue-Mardrus.
Segundo premio: Jesús González Yumar por su traducción del inglés de «Kew Gardens», de Virginia Woolf.
Tercer premio: Héctor Adrián Trujillo Vázquez por su traducción del portugués de «Os mortos não voltam», de Florbela Espanca.
L’Ange et les Pervers, el texto que ha obtenido el primer premio, de Lucie Delarue-Mardrus, se publicó en 1930 y es una obra de gran modernidad cuya protagonista intersexual lleva en París una doble vida con la que cuestiona las normas de género.
A continuación podemos leer un fragmento de esta obra, en traducción de Manuela Berdún Gistaín.
1
Soñó muchas veces que su madre, o más bien la bestia ciega que actúa en nosotros al margen de la conciencia, debió planear gemelos cuando lo llevaba en el vientre, pues, desde la edad en la que el ser humano comienza a sentir la angustia del alma, el instinto le hizo notar a su lado un misterioso segundo yo.
La elegante dama de ojos reticentes, macerada en la distinción y rigidez de su estirpe, quiso, desde la cuna, cuidar ella misma de la criatura delicada que había traído al mundo. No dejó nunca al niño, ni un segundo, en manos subordinadas. Esto no suele verse entre las mujeres anglosajonas, especialmente si son de clase alta. Más adelante, siguió ocupándose de bañarlo, vestirlo, entretenerlo y acostarlo sin la ayuda de ninguna institutriz. De ella aprendió sus primeros rezos, así como a leer, escribir y contar en inglés y en francés.
Esto podría considerarse, al menos en Francia, la mayor muestra de ternura entre madre e hijo. Pero el beso seco que recibía el niño cada mañana, y lo despedía cada noche, bastaba para mantener enormemente las distancias. Protocolo glacial a la hora del recreo:
—¡Juegue! —mandaba la señora de Valdeclare.
Y si a veces condescendía, los días lluviosos, a jugar alguna partida a la oca, ninguna familiaridad acompañaba esta distracción.
Hay razones para pensar que el padre, hombre taciturno y duro, siempre le exigió a su mujer, y no sin aterrorizarla, tal sistema de educación. Este huía claramente de su único vástago, al que infundía auténtico pavor. Un desconocido hostil no le habría dirigido una mirada tan malévola al pobre niño.
Los días en los que iba en el coche que utilizaba Hervin de Valdeclare para visitar sus granjas y, a veces, para irse solo a París (donde lo requerían los notarios), el niño se agarraba a la madre, a lo largo de las interminables llanuras de remolacha que nadie soñaría con mirar, y bajaba obstinadamente la cabeza para no ver la cara del caballero de bigote largo del que era hijo.
El primer cura que apareció en el castillo, traído de París tras un corto viaje de negocios, fue un clérigo viejo y arrogante cuya presencia reforzaba el régimen al que estaba sometido el niño más dulce del mundo.
Amén. Todos los padres son estirados y desconfiados; todos los curas, desdentados y ariscos; todos los hijos, tratados como prisioneros culpables.
Delicado y resistente, el niño alternaba entre la cama y la sala de estudio, recuperaba en tres días un mes de enfermedad y mientras que unas veces había que contener la avidez febril con la que aprendía las lecciones y hacía los deberes, otras la pereza le valía un castigo.
Alejado implacablemente de los demás niños, ni siquiera fue al catecismo cuando llegó el momento, sino que el cura le impartió la formación piadosa. No le permitían hablar con las criadas. No podía jugar sin supervisión. El reinado del viejo cura no abolió esta vigilancia celosa. En silencio, la enjuta inglesa asistía a cada lección, los acompañaba en cada paseo. Y, por la noche, el chiquillo dormía en una pequeña habitación contigua a la suya.
Privado de toda intimidad con los personajes reprimidos que lo rodeaban y alimentado por el trabajo, la frialdad y el enigma, dirigía hacia el vacío sus grandes ojos, llenos de preguntas absurdas de la infancia y donde tres colores claros, dispuestos en rosetón, recibían la sombra de los arcos superciliares, leve eminencia de una frente rica en intelectualidad.
Devorado por la palidez, con las manos delgadas, cargaba sobre su grácil figura esa especie de patetismo que hace bellos a los enfermos.
«Mother», decía. Mamá habría sido demasiado dulce para este niño al que no querían. Nadie lo tuteaba. Sin perro. Sin gato. El único amigo que tenía era el sosias imaginario que lo obsesionaba y al que extrañaba a la vez, el demonio familiar de un ser inquieto e inquietante.
Como nunca se quedaba solo, únicamente convocaba la presencia de su fantasma cuando preparaba las clases para el cura o cuando estaba en la cama.
Olvidamos muchos de los sueños de los primeros años y no hay nadie que los registre a tiempo. Las invenciones quiméricas de todos los niños, sobre todo de algunos, podrían proporcionar obras maestras de poesía o de fantasía a quien fuera capaz de escribirlas en un lenguaje cercano al de su concepción.
El niño de Valdeclare bajaba con hipocresía la mirada hacia la página y, mudo, hablaba con el otro mudo, su hermano invisible. En su mente se arremolinaban los juegos que iba imaginando, auténticas creaciones llenas del ingenio de esa edad. Había efusiones, peleas y lirismos de sueños que hacían que su rostro absorto adoptara tales expresiones que su madre, casi asustada, alzaba la voz:
—What is the matter, Marion?
Pronunciaba este nombre inglés que se utiliza para los dos sexos como Mérrionn. El niño se estremecía, sobresaltado, como si lo hubieran despertado.
[…]
2
[…]
—Sin duda es usted la mujer más misteriosa que conozco, Marion…
—Tal vez…
—Es bella y joven, y no quiere amor. Es inteligente y no quiere que se sepa. Nadie sospecha cómo es su vida. Hace cuatro años que la conozco y no sé nada de usted, salvo lo esencial —añadió con la mejor de sus sonrisas.
—¡Lo esencial…! —repitió Marion ensimismada.
—Sí, sé que le gusta la música, el arte, la belleza, la independencia, que lo ha leído todo, que lo sabe todo, que puede hacer tantas cosas… Sé que está resentida, triste…
—No. Me he inventado una felicidad sin humanos, eso es todo.
—Una felicidad que ha hecho desdichada a esa boca… Marion se puso en pie de un salto.
—¡Esa es otra historia!
El fedora se hundió en el cabello brillante, el traje sastre desapareció bajo el abrigo de paño cortado como un gabán de hombre.
—Laurette, la he oído decir antes que cenaba fuera y que la esperaban muy temprano. Le debo interesar mucho, ya que aún no ha mirado todas las puertas con ese deseo suyo de esfumarse sin decir nada. Porque es terriblemente americana, a pesar de dárselas de no ser de ninguna parte. Veinticinco citas en todos los barrios de París a la misma hora, sin contar cinco minutos en el teatro y un cuarto de hora en el concierto, un culo de mal asiento, ¡así es!, que le viene de los transatlánticos, los trenes y los hoteles por los que deambuló desde pequeña, como todos los niños yanquis excesivamente ricos.
Laurette lanzó una carcajada que la hizo parecer libre de pecado.
Cuando ya se había reído lo suficiente de sí misma, dijo cariñosa y persuasiva:
—¡Marion! Si se queda conmigo, no iré a esa cena y ni siquiera me daré cuenta de que me esperan.
—¡No!
Ante ese no rotundo, Laurette se levantó despacio envuelta en la blancura del camisón. Le tendió la mano para el shakehands frío de su país. Sus ojos ya miraban el timbre que colgaba sobre la cama. Como Marion no quería quedarse, sintió de pronto que llegaba muy tarde; ya que, sea quien sea, una americana no olvida nunca la hora.
A grandes pasos y sin girarse, la chica alta y ronca ya se había ido.
3
La chica alta y ronca para un taxi perdido por las calles poco transitadas del Neuilly que linda con el Sena. En lo que se tarda en llegar hasta la dirección que ha dado, podrá fumarse por lo menos dos cigarrillos.
Se sienta en la esquina del coche, enciende uno y se deja mecer mientras piensa.
En una callejuela de la margen izquierda, tortuoso dragón de la Edad Media, la espera el placer de volver a su humilde piso de soltero. Nunca entra nadie, salvo la portera para limpiar y preparar alguna comida fría que se comerá solitariamente a cualquier hora.
«Mi vida…», piensa Marion.
Su risita se acalla rápidamente, aunque no haya nadie cerca que la oiga.
Un poco antes de llegar, saca del bolso el tubo de vaselina que utiliza para quitarse el maquillaje. Una vez hecho esto, cierra el bolso y lo esconde en el bolsillo del gabán. En la puerta de casa, con el taxi pagado, tiene que subir tres pisos. La casa no llega más arriba. Al pasar, echa un vistazo a la portería, situada en el entresuelo. Finalmente, la llave encaja en la cerradura. Por fin sola en casa.
Por fin solo en casa.
*
No hicieron falta más que unos gestos, pues la moda femenina actual se presta a este tipo de transformaciones. Lo que tardó en cambiar la falda corta por unos pantalones largos, y Marion, una chica de treinta años, volvió a ser el efebo eterno de siempre.
Un suspiro de alivio liberó su pecho. Cuando uno se ha criado como un chico, es difícil, incluso con varios años de experiencia, sentirse a gusto con aspecto de mujer.
Una pasada del peine por el casco de pelo apelmazado le devuelve los rizos, y, una vez más, al mirarse en el espejo, es el serafín celestial de antaño.
El niño de Valdeclare es casi igual de peculiar como adolescente que miss Hervin como señorita.
Aquel gemelo de la infancia era entonces una hermana mayor. Qué suerte tener un nombre que puede desdoblarse.
—Me da tiempo a cenar e incluso a trabajar un poco… —se dice Marion mientras se sienta a comer el escaso embutido que le han dejado preparado.
Mientras come sin apetito, el extraño personaje pasa las páginas de un viejo libro dorado. Los libros son el único lujo de su hogar miserable, un gran lujo, en realidad. Un diván basto en una esquina, una mesa de trabajo grande, de madera pintada de blanco y en cuyo extremo cena, dos sillas de paja, un sillón de cuero, una cómoda estilo Luis XVI, y la estrecha habitación está llena. El radiador de gas parece que ocupa un espacio enorme. Pero no se sabe de qué papel están cubiertas las paredes, pues las hermosas encuadernaciones se amontonan desde el suelo hasta el techo, como en algunas bibliotecas franciscanas. Al lado, un trastero, un atisbo de cocina, eso es todo.
El modesto piso de miss Hervin en el distrito XVI es, por lo menos, un poco más elegante.
Marion lee y olvida la cena. Olvida también que hace frío y que el gas no está encendido. La única bombilla que tiene lo ilumina mal. Tiene casi todos los documentos que busca en el libro y que son parte de un informe que está encima de la mesa junto a otros muchos montones de papeles. Lápiz en mano, subraya los pasajes que le serán útiles. Se trata de un libreto en verso ambientado en el Directorio. El joven de Valdeclare es uno de esos que trabajan en la sombra para viejos nombres conocidos y que viven amargamente de esta labor injusta. Tiene ya una obra considerable. Ha preparado las conferencias mundanas de un abogado famoso (ya que estudió Derecho), colaborado en más de la mitad de las obras de teatro de éxito, proporcionado el contenido de dos volúmenes de historia, redactado las memorias de un aristócrata rico. La reducida fortuna que le dejó su padre no era suficiente. Primero fue la mecanógrafa del director de un periódico, luego el secretario de un dramaturgo, redactó noticias para periódicos, hizo entrevistas. Este cerebro para todo conoce a fondo las cocinas literarias y encuentra empleadores en muchos campos. Marion se consuela de su monstruoso anonimato con la independencia que ha comprado de este modo: la independencia de su doble vida.
A los que le hubieran visto con sus dos formas, está dispuesto a contarles: «Sí, es mi hermana mayor», o bien: «Es mi hermano pequeño. Nos parecemos mucho, pero ya no nos vemos. Nos llevamos a matar».
Por desgracia, la voz no se puede cambiar y seguiría siendo para ambos el mismo canto a la tirolesa desconcertante.
—Las nueve… —susurra Marion al cerrar el libro.
Se levanta, se envuelve con la bufanda, se pone el gabán, se coloca el fedora y se va.
*
El taller de Julien Midalge se abrió como un refugio cálido al esbelto visitante nocturno. Tras la carrera en el invierno lluvioso, llegaron la luz, las flores, el sonido de las voces, una fiesta agradable. Andar, incluso una distancia tan corta, afectaba a su delicadeza enfermiza.
—¡Aquí está Mario! —exclamó Julien Midalge.
Los presentó. Intercambiaron las primeras palabras. Los cuatro invitados hablaban de la misma manera: desde la punta de los labios, con cara de agotamiento. Dos de ellos tenían los ojos demasiado brillantes como para no estar ligeramente maquillados y se notaba que las mejillas de los cuatro estaban empolvadas. Solo Julien, un hombre de cuarenta y cinco años, exhibía con valentía su tez natural, de color amarillo opio. Una nariz grande y reluciente, unos pequeños ojos negros, unos párpados hinchados y una cabeza calva no impedían que su amaneramiento imitara el de los demás, o quizá eran los demás los que lo copiaban a él. Llevaba un pijama verde, decorado con arabescos morados, y una pulsera de oro en la muñeca. El conjunto era de un auténtico payaso. Sin embargo, al cabo de un rato, los jóvenes le hicieron cumplidos.
—Querido, ¡qué maravilla! —dijo uno mientras tocaba la tela.
—¡Es único! —dijo el segundo.
El tercero:
—¿Quién le hace los pijamas?
El cuarto:
—Sabe perfectamente que nunca da sus direcciones.
Marion era el único callado, observaba furtivamente. Sus pupilas, rosetones azules en la sombra, su palidez afectada y su boca desesperada enseguida habían causado impresión. Ahora, en los divanes y sillones, sentados o recostados bajo una luz difusa, entre ramos de exquisita composición, con el velador de galletas y oporto en el centro, la conversación se animaba. Mencionaron nombres de camiseros, luego de zapateros y de sombrereros. Las exclamaciones se mezclaban. Insistían en hablar todos a la vez como hacen las mujeres cuando se lanzan sobre los trapos. Solo había dos extranjeros, pero los tres franceses hablaban con un poco de acento, ese que los esnobs de París se han inventado para parecer cosmopolitas.
Perdido en el humo, no sabían si Marion estaba escuchando esta palabrería. No obstante, se estaban tomando tantas molestias por él. Cuando lanzaban una burla, todas las miradas se dirigían hacia él, que ni siquiera sonreía.
—El señor de Valdeclare está triste… —comentó al que llamaban Totote.
—¡No! —contestó Midalge—. Está pensativo. Es diferente.
—Es cierto —dijo Emilio, el argentino, mientras se acomodaba en el sillón—, no podría imaginarme de otra manera al poeta romántico.
—¿A que no? —insistió aquel que, de tan rubio, tan rosado, tan transparente, era la imagen viva de Escandinavia—. Estaba pensando precisamente lo mismo.
—Sin embargo, yo no soy poeta… —se burló Marion—. ¡Y mucho menos romántico!
[…]
Exaltados y pedantes, hablaron sobre música, con frases como «¡Es horroroso!», «¡Es increíble!» o «Es un poco soso», e infinidad de términos técnicos.
Marion tomó aire. Después vendría la pintura, luego la literatura, luego los cotilleos. De vez en cuando decía algo por educación, pero sobre todo escuchaba, ebrio de ironía y tristeza. Medio recostado en el diván entre cojines dorados, se sentía bien. Tenía el bolsillo lleno de cigarrillos; estaba a gusto. Esa sensación de volverse invisible, que notaba a veces, empezaba a invadirlo. El parloteo de los demás no le dejaba pensar. Era casi tan dulce como la nada, una especie de sueño ilustrado por voces y gestos humanos: un momento de olvido.
Sin embargo, el joven moreno, en silencio, no dejaba de mirarlo, conmovedor en su fervor mudo y su curiosidad hipnotizada, un adolescente iluminado por el comienzo de una novela fruto de su imaginación, una ilusión, la juventud, trágica juventud.
«Pobre crío», pensó Marion.
Pero en ningún momento dirigió hacia la víctima su mirada asexuada de arcángel.
*
Medianoche. Los cigarrillos hacen flotar fantasmas sobre las cabezas, las copas brillan en las manos, las flores perfuman dulcemente. Con entonaciones forzadas por las que a veces pasa una emoción real, con mentiras y burlas, estos caballeros, reunidos en círculo, se ponen por fin a hablar de amor.
Manuela Berdún Gistaín es traductora editorial del francés y del inglés. Estudió Traducción e Interpretación en la Universidad Complutense de Madrid, donde actualmente cursa el máster en Traducción Literaria. Es presocia de ACE Traductores y participó en la quinta edición del Programa de Mentorías. Le apasionan la literatura francesa contemporánea y el teatro.