Amor y traducción, Jordi Fibla

Viernes, 11 de abril de 2025.

Roser y Greta. Fotografía de Mónica Martín

El Dictionnaire amoureux de la traduction es un libro, de Josée Kamoun, que invita a imitarlo, sobre todo si quien lo lee es un traductor viejo, ya libre de las premuras y los infinitos recortes de su tiempo libre que comporta el oficio cuando está en pleno apogeo. Es también un tipo de libro que solo puede haber escrito un traductor viejo, en este caso la traductora Josée Kamoun. Pero no se crea que vejez es anclaje en temas, situaciones y preferencias del pretérito o la tendencia a rehuir los retos que plantean para la traducción literaria nuevas y tal vez aviesas tecnologías como la IA. Hay en las entradas de este diccionario un perfecto maridaje entre clasicismo y modernidad, entre literatura digamos superior y literatura popular, entre temas sesudos, como la oscuridad de Henry James, las primeras traducciones al francés y el inglés de Las mil y una noches o varias traducciones comparadas de un fragmento de Romeo y Julieta, y temas que podrían considerarse ligeros, como el de los emojis, los lenguajes inventados (el klingon de Star Trek), la adaptación del género musical country en francés, las notas al pie, la cuestión de los títulos o la traducción de las palabrotas. [1]

¿Por qué digo que es un libro que invita a imitarlo? Aunque se titule «diccionario amoroso», no deja de ser un diccionario personal, «obra de la subjetividad y de la fantasía», según la misma autora, una selección de temas entre los muchos sobre los que podría escribir una profesional que se ha dedicado a la traducción durante muchos años. Un colega que se planteara lo que haría él si tuviera que abordar la misma tarea coincidiría en unos temas, prescindiría de otros y añadiría algunos de su propia cosecha. La obra tiene realmente un aspecto lúdico, al que contribuyen sus graciosas ilustraciones, patente sobre todo en la entrada dedicada a On the Road, de Jack Kerouac, donde, tras una serie de distintas traducciones de un fragmento, incluido el de la propia autora, aparece una página en blanco y pautada para que, si lo desea, el lector se sume al juego con su propia traducción.

Este es un libro que sin duda habría llevado conmigo a Calafell, con pósits de colorines sobresaliendo de sus páginas, para comentarlo con mi amiga y colega Roser Berdagué, los dos sentados en una terraza del paseo marítimo, saboreando la primera cerveza antes de ir al encuentro de las delicias gastronómicas de El Peixet, y estoy seguro de que luego, en el apartamento encarado a la inmensidad del mar, habríamos pasado una encantadora tarde de juego, construyendo nuestros propios diccionarios personales o amorosos, bajo el arbitraje de Leonardo, su locuaz marido. Tengo que escribirlo en condicional porque Roser acaba de dejarnos para siempre, pero ya hacía varios años que una cruel enfermedad había puesto fin a aquellas escapadas mías a Calafell, y en los últimos tiempos incluso había cesado toda comunicación entre nosotros. Las imágenes del pasado son lo único que queda, y es posible reciclarlas e imaginar qué sería lo que Roser habría aportado al juego de confeccionar un diccionario de la traducción propio a partir del de Josée Kamoun. Y habría sido jugoso de veras. Era muy reservada, pero sabía reaccionar a un acicate cuando merecía la pena.

Josée Kamoun, Dictionnaire amoureux de la traduction, Éditions Plon, París, 2024

Sin duda habríamos debatido por extenso sobre el equilibrio que la autora parece buscar en la utilización del género. Tras pasarse casi trescientas páginas priorizando el masculino como paraguas de ambos géneros, de improviso cambia de bordada: «Mais dernier voyage du traducteur ? Le traducteur, la traductrice, pas tous et toutes peut-être…». No me parece casual que esto lo haga cerca de la entrada «Rayures», en la que parte de la pregunta: «¿Por qué los traductores deberían llevar uniforme a rayas? Es decir, el tradicional uniforme carcelario, que se han ganado a juzgar por las tropelías que algunos de ellos, todos varones, han cometido como traductores y han contado con delectación en libros de títulos reveladores: J’avoue que j’ai trahi, de Albert Bensoussan, Vengeance du traducteur, de Brice Matthieussent, Portrait du traducteur en escroc, de Bernard Hœpffner, entre otros. Kamoun considera a estos traductores que se muestran juguetonamente despectivos con su trabajo solo cuando han alcanzado la condición de autores, que es lo realmente importante para ellos, como representativos de la dominación masculina en el oficio, una dominación injusta, puesto que, según las últimas encuestas, el 75 % de los profesionales de la traducción literaria en Francia son mujeres. Bastan los títulos de los libros que escriben las traductoras para ver que nos encontramos ante unas estrategias muy diferentes a las de sus colegas varones: Traduire ou perdre pied, de Corinna Gepner, Le Pont flottant des rêves, de Corinne Atlan, Un bien nécessaire, de Lori Saint-Martin. De acuerdo, chicos y chicas van cada uno por su lado, pero lo que en definitiva queda para quien los observa desde este lado de los Pirineos, mucho menos proclive a las confesiones personales, es el deseo de leer la producción de toda la pandilla.

Y en el apartado de las relaciones con los autores, el patetismo de la mía con Philip Roth comparada con la de Kamoun habría vibrado en la salita del apartamento de Calafell, un patetismo dulcificado por el excelente calvados que me ofrecía Leonardo, bebida ideal para acompañar la conversación sobre literatura francesa en general y el mundo galo de la traducción en particular. No son muchas las cosas que tenemos en común madame Kamoun y yo, pero sin duda esta es la principal: los dos hemos traducido las mismas obras de Philip Roth. Sin embargo, a mí me deslumbró desde el primer momento, cuando empecé a traducirlo unos años antes de que lo hiciera ella, y a ella la había defraudado como lectora en su juventud y no adquirió la categoría de maître en su canon particular hasta que le ofrecieron la traducción de Pastoral americana. El resto es una de las entradas más largas y fascinantes del diccionario amoroso, aparte de que las alusiones a Roth aparecen aquí y allá a lo largo de toda la obra.


Las imágenes del pasado son lo único que queda, y es posible reciclarlas e imaginar qué sería lo que Roser habría aportado al juego de confeccionar un diccionario de la traducción propio a partir del de Josée Kamoun. Y habría sido jugoso de veras


He dicho antes que un libro como este solo podría escribirlo un traductor viejo, en parte porque los textos autobiográficos que contiene, en los que narra su etapa de formación y la evolución de su vida profesional, requieren la perspectiva de un largo tiempo vivido y decantado en la memoria, pero también por ciertas actitudes, por confesiones como la que traduzco para completar este artículo:

Cuando sienta que mis fuerzas disminuyen, emprenderé la traducción de Moby Dick, la que siempre he querido hacer, setecientas páginas de una dificultad a la medida de la bestia, a la que muchos valerosos y hábiles arponeros traductores se han arriesgado antes que yo. De esta manera, puesto que, salvo error por mi parte, no he firmado ningún pacto con Tánatos, estoy segura de que moriré mientras esté manos a la obra, y esta idea me regocija.

Estoy seguro de que Roser habría aplaudido.

[1] En la entrada «Maledictología» figura lo siguiente: «Les Italiens appellent leurs vilains mots “parolacce”, augmentatif qui correspond assez clairement à notre “gros” (parolate en espagnol, ou mala parola)». À vous de m’expliquer qu’est-ce que c’est que ça, madame Kamoun.

 

Jordi Fibla Feito nació en Barcelona en 1946. Entre 1964 y 1974 trabajó en dos editoriales barcelonesas y cursó estudios de Filosofía y Letras e idiomas. Ama por igual las lenguas inglesa y francesa, aunque como traductor se ha especializado en la primera, y sigue manteniendo viva la profunda curiosidad por el japonés que se inició medio siglo atrás. Traductor de Philip Roth, John Updike, Toni Morrison, Thomas Pynchon, Susan Sonrag, Colin McCann y Richard Power, así como varios autores franceses y japoneses, entre otros muchos, ha acumulado una obra abundante y muy diversa que él mismo ha calificado alguna vez como «archipiélagos de excelencia en un mar de mediocridad», aunque suele añadir que la mediocridad, pagadora de sus facturas, es lo que le ha permitido probar suerte en la traducción, tan sublime como poco rentable, de la excelencia. En 2015 le concedieron el Premio Nacional de Traducción por el conjunto de su obra.

 

1 Comentario

  1. isabel Responder

    Maravilloso artículo, Jordi. Cómo le habría gustado a Roser semejante desvío para hacer su glosa, con lo seria y tímida que era, y qué gran reseña. Recuerdos intensos de aquellas tertulias de Barcelona y aquella Tarazona conjunta, cuando aún me sentía chavala rodeada de maestros . Los maestros quedan. Quedáis.

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