Lunes, 19 de agosto de 2024.
Reproducimos aquí el resumen del taller impartido por Luis Magrinyà en las XI Jornadas en torno a la Traducción Literaria, publicado en el invierno de 2003, VASOS COMUNICANTES 27
Dado el título del taller, me pareció lo más oportuno presentar un caso práctico de lo que suele ocurrir en mi mesa particular cuando, como editor, recibo una traducción. A tal efecto llevé dos muestras, una de ellas un fragmento de una vieja traducción mía de Jane Austen, para ver cómo resistiría hoy el paso por mi mesa de operaciones; la otra era una traducción también hecha por mí, de un ensayo norteamericano sobre feminismo, con toda la intención de que fuera una traducción “necesitada” de editor: es decir, un texto sin “errores de sentido” pero lleno de calcos, torpezas, literalidades, incoherencias, redundancias y ambigüedades; un claro ejemplo, en fin, de “inglés traducido” que habría que intentar “poner en español” en la medida de lo posible.
Para mí editores y traductores comparten la característica de ser ambos intérpretes de la norma. Puede haber diferencias que limar en cuanto a la interpretación, pero ambos trabajan con la conciencia de que la norma existe y de que a ella deben sujetarse… o tal vez no, si creen tener justificación para ello. Recordando una célebre imagen de Emilio Lorenzo, puede decirse que la lengua está siempre “en ebullición”, lo que, entre otras cosas, quiere decir que lo que hoy es norma pudo no serlo en el pasado y puede dejar de serlo en un futuro. Traductor y editor están igualmente comprometidos en ese futuro: los dos tienen sus responsabilidades como “creadores de lengua” y a ellos compete discutir hasta qué punto una norma respaldada por las autoridades de la lengua (Academia, libros de estilo, diccionarios de dudas) merece seguir en vigor. Traductores y editores forman parte de los agentes lingüísticos responsables, por ejemplo, de la derrota de “güisqui” frente a whisky, y aun de que esta palabra se escriba en redonda y no en cursiva.
La imagen de la “ebullición” también sugiere que, en un momento determinado de la lengua, coexisten tendencias opuestas; y en esa coexistencia editor y traductor desempeñan igualmente un papel importante porque deben decidir por cuál de esas tendencias se decantan, e influyen de este modo en el equilibrio de la balanza. Pongamos por caso el verbo “provocar”, que actualmente (en el sentido de “causar”) se usa como un comodín en español, en detrimento de una larga serie de verbos con el mismo significado no sólo aplicables en un contexto determinado sino de “uso natural” en ese mismo contexto. Como editor, puedo decir que le tengo declarada la guerra al uso comodín de “provocar” y que “lucho” para que se mantenga la tendencia contraria. A veces tengo la suerte de colaborar con traductores que “luchan” en mi mismo bando; a veces no. A estos últimos me corresponde la tarea de ganarlos para la causa, cosa que normalmente es fácil cuando se les recuerda qué es lo que está en juego y cuál es el alcance de su decisión.
Detectar y animar a corregir usos como el de “provocar” forma parte de un primer nivel de la labor de un editor: identificar en una traducción tics de la lengua general, no necesariamente derivados de la tarea de traducir. Los tics característicos de la traducción pertenecen a un segundo nivel: entrarían aquí los calcos, los préstamos innecesarios o discutibles, el recurso a fórmulas demasiado manidas, todo aquello que podríamos denominar “automatismos de traducción”, más a menudo las ultracorreciones estilísticas que el traductor comete en un intento de “enriquecer” el texto. Y, finalmente, a un tercer nivel encontraríamos los tics característicos de cada traductor, que pueden ser imprevisibles: a veces son por exceso, cuando un traductor toma querencia a una palabra o construcción indudablemente correctas pero que, a fuerza de repetirse, acaban resultando “cantosas”, poco naturales; pero también pueden ser por defecto: recuerdo que una vez traduje una pequeña selección de relatos de Henry James y una amiga avispada me hizo notar que, entre la cantidad de adjetivos del campo “desconcierto” (desconcertado, confuso, atónito, etc.), nunca hubiera elegido “perplejo”. Con perplejidad reconocí mi falta y me apresuré a enmendarla. Con frecuencia una buena traducción es aquella que consigue que nada —in praesentia o in absentia— se note.