Lunes, 29 de julio de 2024.
Como vimos en la entrega anterior de este artículo, cuando el editor de mesa acaba su trabajo de supervisión y preparación del original de traducción (entre otras tareas que le competen), de un grácil giro pasa la traducción al estilista del salón de baile, un gran especialista en vals vienés: el corrector de estilo.
4. El corrector de estilo
El corrector de estilo (o corrector del original, o corrector lingüístico) es el profesional del control de calidad textual que interviene en el original de un texto antes de que adquiera forma tipográfica, centrándose en aspectos por pulir o uniformar de la lengua meta: ortografía (usual y técnica, lo que incluye la ortografía tipográfica), gramática oracional y textual, léxico y variación lingüística.
Desde hace tres décadas, el corrector de originales suele ser un colaborador externo en la mayor parte de las casas editoras, salvo en las biomédicas y en las de libro de texto, que conservan aún departamentos de corrección por las exigentes regulaciones y estándares que afectan a este tipo de publicaciones. Pero, sea como parte del equipo editorial interno o del externo, el corrector de estilo —y cualquier tipo de corrector― es desde siempre una pieza inexcusable para garantizar el pacto sagrado entre el editor/impresor y el lector, que se establece en el momento de adquisición de una obra publicada y que supone que el lector recibirá una publicación suficientemente comprensible, legible, manejable y disfrutable a cambio del precio que paga por ella. La consciencia de la necesaria concurrencia del corrector también en las traducciones viene de antiguo. La vemos plasmada, por ejemplo, en el prólogo de este tratado del siglo XVIII, versión en castellano «de lo que escriviò en Francès el Padre Claudio Buffier de la Compañia de Jesus»:
Con todo lo dicho, el traductor que caiga en brazos de un buen corrector puede estar seguro de que este le dará un meneo memorable. Pero hay que hacer una advertencia importante sobre algunos de estos especímenes: el corrector de estilo es un bailarín preciosista, pero conviene mantener a raya su refinamiento si no lo hace él mismo. El hecho de que a la tarea de corrección de originales se la denomine corrección de estilo puede confundir a un corrector entusiasta y motivarlo a saltarse la regla de oro de su profesión: No corregir nunca por capricho ni adoptar decisiones que competen al autor o al editor. Y es que, en edición, el término estilo tiene un pasado ambiguo: surge en un periodo en el que la propiedad intelectual no estaba bien definida ni tampoco estaban delimitadas las tareas de creación, edición y corrección de los originales, de tal suerte que un corrector de estilo solía ser alguien más o menos ducho en cuestiones de retórica, que servía de comodín al autor como perfeccionador estilístico en la sombra. Lo que hoy llamaríamos un negro editorial.
Por suerte, el alcance actual de la palabra estilo en la labor editorial está mucho más demarcado y ya no es un cajón de sastre donde colar cualquier ocurrencia, sea del autor, sea del corrector. Así, un corrector profesional entiende ya que no puede atribuirse al «estilo del autor» cualquiera de sus elecciones y que, además, no es igual el tratamiento de una obra literaria que el de una obra de no ficción.
El autor literario (como su traductor) puede incurrir en contravenciones a una norma fijada tanto de forma deliberada y congruente —lo que se consideraría una licencia admisible— como de forma accidental, por deficiencias en el dominio del código escrito de la lengua en la que escribe —lo que necesitará filtrarse en el proceso de corrección—. Por tanto, cuando el corrector detecta problemas en el texto que, a su juicio, no son justificables, tiene que enmendarlos, sabiendo, eso sí, razonar sus cambios para ponerse coto a sí mismo. Veamos algunos ejemplos de gazapos de autor original, corregibles en su totalidad, que he espigado de los extensos análisis críticos de la obra de Javier Marías realizados por Manuel García Viñó para La Fiera Literaria y publicados en la obra La novela española del siglo xx (Endymion, 2003)[1]:
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- De Corazón tan blanco:
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- 19: «Ese cambio de estado, como la enfermedad, es incalculable». Del contexto se deduce que quería decir «imprevisible».
- 20: «[…] al contraerse, los dos contrayentes», por «al desposarse».
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[…]
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- 103: «Ayer oí sonar un organillo extrañamente en la calle». ¿Es extraño ver un organillo en la calle? ¿El organillo sonaba extrañamente?
- 107: Marías crece: «mi edad de entonces fue siendo otra». ¡Extraño sujeto!
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[…]
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- 110: «El dinero hace que la papelería se venda sin vacilación». «Se venda fácilmente» es lo que debe querer decir.
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[…]
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- 146: «No queda apenas un resquicio de los hechos». Quiso decir «vestigio» o «recuerdo».
- 188: Escribe «aroma» por «perfume». […] La sección de perfumes de caballeros es «la sección viril»: «Aún se entretuvo en la sección viril, ahora probó dos aromas en el envés de sus sendas manos, pronto no le quedarían zonas incontaminadas por los perfumes dispares». Como es el caso, suele usar sendos por dos.
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[…]
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- 239: «improcedentemente contagiado» por «inoportunamente contagiado».
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[…]
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- 244: Escribe «adulterada» por «adúltera».
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- De Todas las almas:
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- 19: «[…] fuesen falsos, auténticos o semiverdades». La ley de la concordancia le obligaba a escribir «falsos, auténticos o semiverdaderos» (adjetivos) o «falsedades, autenticidades o semiverdades» (sustantivos).
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[…]
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- 26: «Y mientras dudaba la amiga le tiró de la manga». Por falta de comas, no se sabe si ella dudaba y la amiga le tiró de la manga, o si era la amiga quien dudaba y ella le tiró de la manga.
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[…]
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- 56: Escribe «los siguientes vecinos» para designar a los comensales de al lado.
- 66: «Pronunciar verosímilmente» (por «correctamente»).
- 123: «Movimientos poéticos reaccionarios» (por «contrarios»).
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Se hayan detectado en su original este tipo de «e(ho)rrores» u otros más livianos, tanto el autor como el traductor están a tiempo de discutir y revertir las enmiendas de los sucesivos correctores al revisar su juego de pruebas tipográficas, lo que suelen hacer los autores (y traductores) literarios. En cambio, los autores de no ficción raramente tienen ínfulas estilísticas y a lo sumo, cuando llegue el momento, discutirán al corrector cuestiones de ortografía especializada relativas a su campo de conocimiento y revertirán tergiversaciones cometidas por los correctores o por el editor debido a una mala interpretación del texto. Por lo demás, suelen agradecer mucho toda mejora a su trabajo, por lo que es justamente en obras no literarias (y en traducciones no literarias) donde las labores de optimización del texto se despliegan a fondo y con menos titubeos.
Y aquí permítaseme un nuevo inciso, en este caso sobre la labor normativa de un corrector, que afecta también a las autocorrecciones del traductor. Aunque suele creerse lo contrario, si una norma no se convierte en ley o reglamento, no es obligatoria. Lo que sí ocurre es que hay algunas normas más fijadas y aceptadas por los hablantes y escribientes que otras; por ejemplo, la más básica, que es la que afecta a la grafía de las letras. Hay incluso lexicógrafos, gramáticos, ortógrafos y ortotipógrafos no académicos más seguidos que la propia RAE, por no hablar del mar de convenciones que no regula ninguna academia y que tienen, por fuerza, otros referentes. Por ello, cuando el libro de estilo de una editorial es una guía extensa que sobrepasa las características específicas de sus colecciones, no sólo recoge sino que incluso discute aquellas cuestiones de lengua y ortotipografía que no están del todo fijadas por la norma estándar o que son opinables. Como veremos en próximas entregas, el libro de estilo interno siempre manda sobre las normas generales de una lengua. Y a su vez, especialmente en literatura, el autor (como su traductor) manda sobre ambos, lo cual obliga a pactos y equilibrios que ya son, para los fines de esta serie, harina de otro costal.
Volviendo a nuestra sesión de baile, una vez ejecutados el foxtrot y el vals vienés, la traducción pasa sucesivamente a manos de una serie de especialistas que dominan la exhibición artística como espectáculo y que tienen un papel crucial, tanto creativo como técnico, en su resultado conjunto.
5. El diseñador gráfico, el tipógrafo y el corrector tipográfico
Si los diversos trabajos del texto son cada estilo de baile, y los especialistas que los ejecutan, los bailarines, hasta que la obra empieza a tomar forma gráfica y material de libro todo lo que habremos visto son sólo ensayos de la gran demostración final. Y esa demostración la diseñan, estructuran, engalanan, montan y supervisan básicamente los tres profesionales que titulan esta última parte, bajo la batuta de ambos editores.
Aunque un diseñador gráfico puede destrozar una obra magníficamente traducida y bien revisada, haciéndola ilegible, inmanejable e innavegable, lo usual es que le aporte las virtudes contrarias y otras más. En cualquier caso, el trabajo del traductor y el del grafista no suelen colisionar: se complementan.
Quien sí se acordará a menudo de la familia del traductor, y no para bien, es el tipógrafo (también llamado maquetista, o rotulista en el caso de los tebeos), cuando el traductor no tenga en cuenta que:
- no todo lo que él escribe con los automatismos del procesador de textos podrá ser recuperado por el programa de composición y compaginación que utilice el tipógrafo;
- el tipógrafo no lee ni debe leer el texto que maqueta, no conoce la lengua de origen y cobra según tarifas no precisamente holgadas.
Sin estas consideraciones, puede ocurrir que el traductor, por ejemplo, no trate adecuadamente los paratextos,[2] que no traduzca siguiendo el orden de lectura —que no es tan evidente en las obras ilustradas—, que no indique en qué lugar del texto se sitúan las imágenes y que no use un código que permita establecer la correspondencia entre los elementos textuales y paratextuales que aparecen en la obra original y los que aparecen en la traducción.
He aquí una muestra de cómo deben tratarse los paratextos en la traducción, para que quien la ponga en página (en este caso, el rotulista) lo haga colocando cada texto en su lugar y de manera fidedigna:
Traducción textual y paratextual de la imagen superior (y recuerdo aquí que los textos entrecorchetados irían en un color que contrastara con el color negro del texto que rotular):
[Viñeta 1:]
Sebas está desafinado
Desde hace una semana, Sebas tiene una voz rara.
[globo 1:]
Ya veRÉIS cuando os PAse a voSOtros…
Jiii
Jojó
Juas
[Viñeta 2:]
Es ronca, como si estuviera afónico, y luego, de golpe, salta a los agudos…
[globo 1:]
¡¡¡SoIS unos MiERdas!!!
[globo 2:]
¡No tiENe GRAcia!
[globo 3:]
¡Cómprate un diapasón!
El momento de concordia entre el tipógrafo y el traductor llega cuando a un traductor con rudimentos de InDesign (u otro programa de composición y maquetación) se le encarga que traduzca sobre la maqueta de la obra original, porque la editorial va a aprovechar el diseño de esta. Ahí el traductor entenderá las tribulaciones del tipógrafo y la necesidad de ponerle las cosas fáciles.
En cuanto al corrector tipográfico —o los correctores tipográficos, dado que la corrección de pruebas tipográficas se desarrolla al menos en dos fases: precompaginadas y compaginadas—, se dedica especialmente a rematar aspectos de unificación y corrección pendientes, a controlar la correcta aplicación del diseño gráfico en la maqueta, a paginar las remisiones y a resolver problemas que surgen sólo en el momento de componer una obra. No actúa apenas sobre la traducción, o no debería hacerlo. Por eso es para mí de infausta memoria aquel corrector (o correctora) de pruebas que, en la traducción de una obra que sucedía en Bombay (Mumbái), me cambió sistemáticamente Bollywood por Hollywood. Tranquilos: no suele pasar.
Llegados a este punto, todo está listo para el gran espectáculo. Cada paso, cada gota de sudor, cada filigrana danzante y todos los esfuerzos puestos en el decorado, en las luces, en el vestuario se fundirán en uno de los mejores inventos de la historia: el libro. Y el traductor editorial, con su carnet de baile a rebosar, se presentará ante el lector con un brillo que por sí solo no habría alcanzado.
[1] Cf. «Javier Marías y su perfecto dominio del esperanto. Crítica acompasada de las primeras páginas de su nueva “obra maestra”» (disponible en: https://rebelion.org/javier-marias-y-su-perfecto-dominio-del-esperanto/) y «Javier Marías, una estafa editorial» (disponible en: https://rebelion.org/javier-marias-una-estafa-editorial/ y https://www.lafieraliteraria.com/PDF/estafa.pdf.
[2] Un paratexto es:
- todo enunciado que, en una publicación, acompaña al texto principal de una obra, como pueden ser el sumario, el índice de contenido, el lema, el prefacio, la introducción, la jerarquía de títulos, el índice de materias, los cuadros, los pies de figura, etcétera,
- y todo elemento tipográfico del texto principal que aporta un valor semántico relevante para su comprensión.
Silvia Senz Bueno es filóloga y máster en Edición. Desde 1990 ha trabajado como lectora, editora, correctora y traductora en y para diversos departamentos de publicación de organismos y editoriales. Desde 1997 imparte clases de edición, corrección, tipografía y traducción editorial en certificaciones profesionales oficiales, posgrados y maestrías, y formación continua gremial. Además de redactar libros de estilo por encargo, ha publicado artículos en revistas especializadas, así como diversos capítulos en obras de lingüística hispánica, y es autora de Normas de presentación de originales para la edición y coautora de El dardo en la Academia.