Segundo premio del V Premio de Traducción Universitaria «Valentín García Yebra», Sofía Lacasta Millera

Viernes, 8 de marzo de 2024.

El jurado de los Premios Complutenses de Traducción, organizados por la Facultad de Filología de la UCM en colaboración con ACE Traductores para fomentar la traducción literaria entre los estudiantes universitarios y reconocer la labor realizada por un traductor a lo largo de su vida, decidió por unanimidad otorgar los tres premios a las siguientes traducciones:

  • Primer premio: Susana Schoer Granado por la traducción del libro tercero de Gods and Fighting Men: The Story of the Tuatha de Danaan and of the Fianna of Ireland (1904) de Isabella Augusta Gregory (Lady Gregory).
  • Segundo premio: Sofía Lacasta Millera por la traducción de dos fragmentos de Les Onze Mille Verges ou les Amours d’un hospodar de Guillaume Apollinaire.
  • Tercer premio: Marina García Pardavila por la traducción de dos cuentos del escritor Francisco Álvarez de Nóvoa (1873-1936) «Turuleque» y «A horta embruxada».

Fragmento de Les Onze Mille Verges ou les Amours d’un hospodar de Guillaume Apollinaire, traducido por Sofía Lacasta Millera.

(Texto original)

 

I

Bucarest es una agradable ciudad en la que parece que confluyen Oriente y Occidente. Uno se siente todavía en Europa si tan solo presta atención a su ubicación en el mapa, pero se siente ya en Asia si se deja llevar por las tradiciones del país o se fija en los pintorescos especímenes de turcos, serbios y otras razas macedónicas con los que se cruza. Sin embargo, es un país latino: los soldados romanos que colonizaron el país tenían su mirada puesta permanentemente en Roma, por aquel entonces capital del mundo y centro neurálgico de un sinfín de distinciones. Esta nostalgia occidental se transmitió a sus descendientes: los rumanos piensan constantemente en una ciudad donde el lujo es natural, donde la vida es sinónimo de felicidad. Ahora Roma está despojada de su esplendor: la reina de las ciudades ha cedido su corona a París. ¡Qué sorprendente que, por un fenómeno atávico, la mirada de los rumanos esté permanentemente puesta en París, ciudad que ha reemplazado a Roma del centro del universo!

Al igual que los otros rumanos, el hermoso príncipe Vibescu fantaseaba con París, la ciudad de la luz, donde las mujeres, todas hermosas, son conocidas también por su facilidad. Durante sus años como estudiante en Bucarest, le bastaba con pensar en una parisina, en la parisina, para empalmarse y sentir la necesidad de masturbarse lentamente, con regocijo. Más tarde, se había aliviado en un sinfín de coños y culos de espectaculares rumanas, pero él lo tenía claro: le hacía falta una parisina.

Mony Vibescu pertenecía a una opulenta familia. Su bisabuelo había sido hospodar, equivalente al título de subprefecto en Francia. Esta condecoración se había transmitido de generación en generación: el abuelo y el padre de Mony habían defendido respectivamente el título de hospodar, al igual que lo hacía Mony Vibescu en honor a sus antepasados.

No obstante, él ya había leído suficientes novelas francesas como para saber burlarse de los subprefectos: «Veamos —decía—, ¿acaso no es ridículo hacerse llamar subprefecto por el mero hecho de que uno de mis antepasados lo fuese? ¡Resulta irrisorio, sencillamente ridículo!». Con el objetivo de parecer menos ridículo, había reemplazado la distinción de hospodar subprefecto por la de príncipe. «Así sí —exclamaba—, un título que puede transmitirse hereditariamente. Ser hospodar corresponde a una función administrativa, pero es justo que aquellos que son distinguidos dentro del ámbito administrativo tengan el derecho a identificarse con un título. Me ennoblece. En el fondo, soy un mero precursor: mis hijos y mis nietos me lo agradecerán».

El príncipe Vibescu estaba estrechamente relacionado con el vicecónsul de Serbia: Bandi Fornoski, quien, según se comentaba por la ciudad, solía sodomizar al encantador Mony. Un día, el príncipe se vistió elegantemente y se dirigió hacia el viceconsulado de Serbia. Por la calle, todos se fijaban y las mujeres lo desnudaban con la mirada diciendo: «¡parece tan parisino!».

De hecho, el príncipe Vibescu caminaba como creen en Bucarest que caminan los parisinos: con pequeños pasos acelerados contoneando el culo. ¡Qué encantador! Cuando un hombre camina de esta manera en Bucarest, no hay mujer que se le resista, ni aunque sea esta la esposa del primer ministro.

En cuanto llegó a la puerta del viceconsulado de Serbia, Mony orinó pausadamente contra la fachada y, después, llamó. Un albanés, vestido con una fustanela blanca, le abrió. El príncipe Vibescu subió rápidamente al primer piso. El vicecónsul Bandi Fornoski estaba completamente desnudo en su salón, acostado sobre un mullido sofá, con una notable erección; a su lado se encontraba Mira, una morena montenegrina que le acariciaba los huevos. También estaba desnuda y, tal y como estaba tumbada, su postura resaltaba un bonito culo, bien regordete, moreno y esponjoso, cuya fina piel estaba tan tersa que parecía que se iba a rasgar. Entre las nalgas se extendía la raya bien hendida y velluda color marrón, a través de la cual se descubría el agujero prohibido, redondeado cual caramelo. Por debajo se extendían ambos muslos, vigorosos y alargados. La posición obligaba a Mira a separarlos, por lo que se podía ver el coño, abultado y bien hendido, bajo la sombra de una densa melena negra. No le molestaba en absoluto la llegada de Mony. En otro rincón, sobre un sofá, dos hermosas jóvenes de voluminosos culos se lamían y mordían mutuamente dejando escapar pequeños «¡ah!» de placer. Mony se deshizo rápidamente de sus vestimentas, con el miembro bien empinado al aire, y se precipitó sobre las bolleras intentando separarlas. Sus manos se deslizaron sobre sus sudorosos y pulidos cuerpos, enroscados cual serpientes. En ese momento, viendo que ellas temblaban de placer, y furioso al no poder compartirlo, empezó a dar nalgadas con la mano abierta sobre el gran culo blanquecino que tenía al alcance. Al percatarse de que esto parecía excitar considerablemente a la dueña de tal culo, comenzó a golpear con todas sus fuerzas, haciendo que el dolor se apoderase del placer. La hermosa chica, cuyo bonito culo blanco parecía de repente enrojecido, se levantó enfadada y dijo:

Cabrón, jodido príncipe, no nos interrumpas, no queremos tu gran miembro. Dale ese bastón de caramelo a Mira. Déjanos amarnos. ¿Verdad, Zulmé?

¡Así es, Toné! —respondió la otra joven.

El príncipe esgrimió su enorme miembro y exclamó:

¡Hijas de perra, metiéndoos la mano en el culo como siempre!

En ese momento, agarrando a una de ellas, quiso besarla en la boca. Era Toné, una hermosa morena cuyo cuerpo, todo blanco, tenía lunares colocados estratégicamente que resaltaban su blancura; su rostro tenía el mismo tono y un lunar sobre la mejilla izquierda convertía en algo único la apariencia de esta divertida chica. Su pecho estaba ornamentado con dos magníficos pezones, duros como el mármol, cercados por cardenales, coronados por fresas rosa claro. El derecho estaba maravillosamente moteado con un lunar, ubicado ahí cual mosca, una mosca asesina.

Mony Vibescu, al agarrarla, había pasado sus manos sobre su gran culo, que parecía un buen melón cultivado al sol de medianoche, tan blanco y jugoso. Cada una de sus nalgas parecía haber sido tallada en un bloque de mármol de Carrara sin imperfecciones y los muslos que desde ahí descendían eran redondeados como las columnas de un templo griego. ¡Qué diferencia! Los muslos estaban tibios y las nalgas, frías, lo cual es síntoma de buena salud. La nalgada las había sonrojado levemente, tanto que podría decirse que estaban hechas de nata mezclada con frambuesas. Esta visión llevaba al límite de la excitación al pobre Vibescu. Su boca lamía alternativamente los firmes pezones de Toné o se posaba sobre su cuello y sus hombros, dejando tras de sí un rastro de chupetones. Sus manos sujetaban con fuerza ese gran culo, firme como una sandía dura y carnosa. Palpaba estas nalgas reales tras haber introducido el dedo índice en un culo deliciosamente apretado. Su gran pene, que se iba empalmando más y más, contrarrestaba un delicado coño coralino coronado por un reluciente vello oscuro. Ella le espetaba en rumano: «¡no, no me la meterás!», mientras pataleaba con sus bonitos, redondeados y regordetes muslos. La enrojecida y ardiente cabeza del gran miembro de Mony tocaba el húmedo rincón de Toné. Esta se liberó de nuevo, pero al hacer este movimiento, se le escapó un pedo, no un pedo vulgar, sino un pedo cristalino que provocó en ella una risa violenta y nerviosa. Su resistencia se relajó, sus muslos se abrieron. La gruesa verga de Mony había escondido ya la cabeza en dicho rincón cuando Zulmé, amiga de Toné y cómplice de mamadas, se agarró bruscamente a los huevos de Mony y, apretándolos en su pequeña mano, le prorrumpió tal dolor que el humeante miembro volvió a salir de su agujero para gran decepción de Toné, quien comenzaba ya a menear su gran culo bajo la delgada cintura.

Zulmé era una rubia cuyo frondoso cabello le caía hasta los talones. Era más pequeña que Toné, pero su esbeltez y gracia estaban a su altura. Sus ojos eran negros y ojerosos. En cuanto soltó los huevos del príncipe, este se abalanzó sobre ella y aseguró: «¡Vas a pagar por Toné!». En ese momento, y tomando un bonito pezón con su boca, comenzó a chupar la punta. Zulmé se retorcía. Para burlarse de Mony, se contoneaba y ondeaba el vientre, bajo el cual bailaba una cautivadora barba rubia y rizada. Al mismo tiempo, elevaba una bonita vulva en la que se abría paso un bello y rollizo coño. Entre los labios de este rosado coño, se agitaba un prominente clítoris que ponía de manifiesto su experiencia en el tribadismo. El miembro del príncipe intentaba en vano penetrar ese rincón. Finalmente, agarró las nalgas y se dispuso a penetrarlo cuando Toné, en cólera por haber visto frustradas sus ansias de correrse con su extraordinario miembro, comenzó a hacerle cosquillas al joven en los talones con una pluma de pavo real. Él comenzó a desternillarse de la risa. La pluma de pavo real le seguía haciendo cosquillas; había ascendido desde los talones hasta los muslos, las ingles y el pene, que perdió rápidamente la erección.

Las traviesas Toné y Zulmé, encantadas con su broma, continuaron riendo un buen rato hasta que, coloradas y casi sin aliento, retomaron sus mamadas besándose y lamiéndose ante el príncipe, apenado y estupefacto. Sus culos se alzaban siguiendo la cadencia, sus cabellos se entremezclaban, los dientes de una golpeaban los de la otra, el terciopelo de sus firmes y cautivadores senos se arrugaba respectivamente. Al final, gimiendo y muertas de placer, se mojaron recíprocamente, mientras el príncipe comenzaba de nuevo a empalmarse. Al ver a ambas tan cansadas de sus respectivas mamadas, se giró hacia Mira, que seguía manoseando el pene del vicecónsul. Vibescu se acercó con delicadeza y, deslizando su hermoso miembro por las grandes nalgas de Mira, lo introdujo en el coño entreabierto y húmedo de la hermosa joven quien, en cuanto sintió la cabeza del prepucio penetrándola, golpeó con el culo haciendo que el artefacto la penetrase completamente. Después, continuó con sus descontrolados movimientos, mientras el príncipe le masturbaba el clítoris con una mano y le estimulaba las tetas con la otra.

Su vaivén en el apretado coño parecía causarle un desmesurado placer, que Mira ponía de manifiesto con sonados alaridos de placer. El vientre de Vibescu golpeaba contra el culo de Mira y la frescura del culo de Mira le producía al príncipe una sensación tan agradable como la causada a la joven por el calor de su vientre. Acto seguido, los movimientos aumentaban el tono y se convertían en auténticas sacudidas. El príncipe presionaba a Mira, quien jadeaba apretando sus nalgas, contra él. El príncipe le mordió en el hombro sujetándola. Ella exclamó:

¡Ah! Sí, sigue, más fuerte, más fuerte. Así, así, haz conmigo lo que quieras. Quiero tu semen. Córrete y dámelo… ¡Así, así, así!

Tras haberse corrido juntos, se tumbaron y permanecieron exhaustos durante un momento. Toné y Zulmé, abrazadas sobre el sillón, los observaban y reían. El vicecónsul de Serbia había encendido un fino cigarrillo de tabaco oriental. Cuando Mony se levantó, él le dijo:

Ahora, querido príncipe, he esperado a que acabases, pero ha llegado mi turno. He dejado que Mira me masturbe el miembro, pero te he reservado el gozo. Ven, corazón mío, mi bien jodido amante, ¡ven, que te la meto!

Vibescu lo observó durante un instante y después, escupiendo sobre el miembro que le tendía el vicecónsul, confesó:

Estoy harto de que me encules. Todo el mundo habla sobre ello.

El vicecónsul se levantó, empalmado, y agarró un revólver.

Apuntó hacia Mony quien, estremecido, le acercó el culo y balbuceó:

Bandi, mi querido Bandi, sabes que te quiero: métemela, métemela.

Bandi, sonriente, hizo penetrar su polla en el flexible agujero que se abría entre las nalgas del príncipe. Una vez ahí, y mientras las tres mujeres le observaban, forcejeaba como un poseído y juró:

¡Dios! Me corro, aprieta tu culo, mi querido gitón, aprieta, que me corro. Aprieta tus bonitas nalgas.

Con los ojos turbados y las manos tensas sobre sus delicados hombros, se corrió. Acto seguido, Mony se lavó, volvió a vestirse y se fue asegurando que volvería tras la cena. Ya su casa, escribió la siguiente carta:

«Mi querido Bandi:

Estoy harto de que me folles, harto de las mujeres de Bucarest, harto de malgastar aquí una fortuna con la que sería feliz en París. En menos de dos horas, me habré ido. Espero pasarlo realmente bien ahí. Te digo adiós.

Mony, Príncipe Vibescu,

Hospodar hereditario».

El príncipe selló la carta y escribió otra a su notario en la que le solicitaba liquidar sus bienes y enviarle todo a París, en cuanto supiese su dirección.

Mony cogió todo el dinero en efectivo que tenía, unos 50 000 francos, y se dirigió a la estación. Envió las dos cartas por correo y tomó el tren Orient Express hacia París.

IX

El día de la ejecución había llegado. El príncipe Vibescu se confesó, comulgó, redactó su testamento y escribió a sus padres. En ese momento, hicieron entrar en la celda a una pequeña niña de doce años. Sorprendido, pero viendo que los dejaban solos, comenzó a acariciarla.

Era encantadora. Le dijo en rumano que era de Bucarest y que había sido tomada por los japoneses en la retaguardia del ejército ruso, donde sus padres eran traficantes. Le habían preguntado si quería ser desvirgada por un condenado a muerte rumano y ella había aceptado.

Mony le levantó la falda y le lamió su pequeña y rolliza vulva, donde todavía no había vello. Después, le profirió una suave nalgada, mientras ella le masturbaba. Enseguida, él introdujo la cabeza de su miembro entre las infantiles piernas de la pequeña rumana, pero no consiguió acceder. Ella le ayudaba jugando con su culo y ofreciendo al príncipe besar sus pequeños senos, redondos como mandarinas. Enloqueció de furor erótico y su miembro penetró finalmente a la pequeña niña, violando finalmente esa virginidad, haciendo derramar sangre inocente. Entonces Mony se levantó y, como ya no tenía esperanza alguna en la justicia humana, estranguló a la pequeña niña tras haberle sacado los ojos, mientras ella profería espantosos gritos.

Los soldados japoneses entraron en ese momento y le hicieron salir. Un heraldo leyó la sentencia en el patio de la prisión, que era una antigua pagoda china arquitectónicamente resplandeciente.

La sentencia era breve: el condenado debía recibir un golpe de verga de cada uno de los hombres que conformaban el ejército japonés acampado en el lugar, que en ese momento alcanzaba las once mil unidades.

Mientras el heraldo leía, el príncipe rememoraba su agitada vida. Las mujeres de Bucarest, el vicecónsul de Serbia, París, el asesinato en el coche cama, la pequeña japonesa de Port-Arthur: todo bailaba en su memoria.

Un acontecimiento apareció con mayor nitidez: recordó el bulevar Malesherbes de París; Culculine, con un vestido primaveral, paseando hacia la iglesia de la Madeleine y Mony diciéndole:

Si no hago el amor veinte veces seguidas ahora mismo, que las once mil vírgenes u once mil vergas me castiguen.

No fue así. Y el día en el que once mil vergas le iban a castigar había llegado.

Sofía Lacasta Millera es graduada en Traducción e Interpretación por la Universidad de Salamanca (2017). Cursó el Máster en Traducción Especializada y Mediación Intercultural, con mención internacional METS en la Université ISIT de París y la University of Swansea (2018) y el Máster de Formación de Profesorado (2019). Ha completado dichos estudios con numerosos cursos y seminarios en el ámbito de la literatura, las artes visuales, la música y el teatro. Ha participado en diversos congresos sobre la investigación en nuevas tendencias de traducción, así como en publicaciones especializadas en cultura y traducción. En la actualidad, acaba de regresar de una estancia de investigación en la Universidad de Buenos Aires (Argentina) y disfruta de un contrato predoctoral en la Universidad de Salamanca, donde imparte asignaturas relacionadas con la traducción literaria y económica e investiga acerca de la traducción intersemiótica de obras experimentales posmodernistas, en especial de la obra de John Cage, de la cual está traduciendo una selección inédita.